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Una vida difícil
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Libro electrónico393 páginas5 horas

Una vida difícil

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Crecer puede ser difícil, y cuando tus padres te alejan de tus amigos y todo lo que conoces, crecer se acerca un poco más a algo imposible. Para Douglas Hobart, de diez años, hijo de un padre trabajador pero a veces enigmático y de una madre emocionalmente frágil, crecer le resultó imposible cuando su familia se mudó a los suburbios rurales de Montvale, en Maryland. A través de los ojos de Douglas, cada uno de los cuatro hijos de los Hobart reacciona de manera diferente ante el crecimiento descontrolado y el desarraigo que vendrían luego de la mudanza. Con una hermana mayor de espíritu libre, un hermano menor sediento de recibir atenciones y otro hermanito "que se está horneando", Douglas se embarca en un camino de autodescubrimiento y evolución emocional. Cuando la peor tragedia posible ocurre en la familia Hobart, los niños toman caminos separados, tanto física como emocionalmente. Douglas finalmente se libera de las tragedias asociadas a Montvale al asisitir a una universidad pequeña de Pensilvania occidental, donde un estudiante amante del teatro, dos lesbianas suecas, una debutante neoyorquina rica pero rebelde y una relación cada vez menos saludable con su hermana lo hace tomar caminos imprevistos. Al final, muchas vidas han sido difíciles de manera impredecible y, para Douglas, todo fue culpa de la mudanza.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento12 dic 2017
ISBN9781633395053
Una vida difícil

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    Vista previa del libro

    Una vida difícil - Steven Rosenberg

    DEDICATORIA

    ––––––––

    Para Julie

    Gracias por creer en mí

    CAPÍTULOS

    Prólogo

    Mudanza

    Escuela nueva, hermano nuevo, amigo nuevo

    Navidad en Montvale

    La Chusma de Montvale

    Lección aprendida

    Nada de playa

    Formación complementaria

    Una erección en público

    Perdiendo los estribos

    La zapatilla derecha de Garret

    Fuegos artificiales y un funeral

    Wellington, ida y vuelta

    Un gemido familiar

    Descubrimiento

    Vamos a jugar

    Secuelas

    Entrar en la espiral

    Una familia nueva

    Compañera de escape

    Altos y bajos

    ¿Una segunda oportunidad?

    AGRADECIMIENTOS

    ––––––––

    Para aquellos que animaron mi sueño; cuyas palabras, probablemente inconscientes, me empujaron en los momentos difíciles. Son muchos nombres para mencionarlos a todos, pero siempre habrá un lugar especial para ustedes en mi vida mucho más allá de estas palabras plasmadas en papel.

    PRÓLOGO

    ––––––––

    Luego de la caída, el niño se levantó lentamente del suelo de tierra, e inmediatamente se dio cuenta de lo frágil que era su tobillo. Inclinó su cabeza hacia atrás para poder ver la puerta de entrada, que si bien se encontraba a tan solo seis pies por encima de su cabeza, bien podría haberse encontrado a una milla de distancia. Por más que saltó y estiró sus brazos hacia arriba, lo único que consiguió fue aflojar un puñado de tierra de la pared que se encontraba unos pies por debajo del borde de la zanja. El puñado de tierra cayó con un golpe suave, desintegrándose y mimetizándose con el resto del suelo. Como no quería que su hermano o el amigo de este lo escucharan, el niño comenzó a caminar sigilosamente, con su tobillo tensionándose a cada paso, alrededor de la zanja que bordeaba la casa, en busca de algún lugar que estuviera algunos pies por debajo. Si los dueños hubieran optado por un sótano cuyas puertas se abrieran hacia fuera, el niño habría encontrado un suelo más bajo en la parte trasera, pero ellos prefirieron una claraboya para el dormitorio principal: el presupuesto era acotado y había que elegir por una cosa o por otra. Continuó con su recorrido alrededor de los cimientos, en busca de una roca o cualquier otro tipo de detritus que le sirviera para impulsar su salto, o quizás alguna anomalía en el suelo llano que le sirviera como escalón.

    En el nivel del suelo, los otros dos niños mayores habían sumergido sus tablas de madera en gasolina y estaban batiéndose intensamente a duelo. La gasolina que no llegó a tocar sus espadas de madera serpenteó lentamente, pero con determinación, a lo largo del suelo de la casa, de manera que comenzó a penetrar en las tablas del piso sobre las que los niños estaban parados.

    El niño, nuevamente en la parte delantera de los cimientos, colocó la tabla caída —que debería haber servido de puente hasta la casa— verticalmente sobre la zanja, con la esperanza de trepar por su superficie astillada. Lo intentó una y otra vez, pero lo único que malogró fue lastimarse las manos. Pensó en gritarle a su hermano. ¡Oye! Estoy atorado. Por favor, ayúdame a salir de aquí. No, pensó el niño, me mataría si se entera que lo seguí hasta aquí. En lugar de eso, corrió nuevamente hasta la parte trasera de la casa, con su tobillo lleno de vida otra vez (o quizás fue solo una explosión de adrenalina que apaciguó el dolor). Recordó haber visto dos plataformas cuadradas en los cimientos de hormigón. Los huecos de las ventanas del futuro sótano se encontraban a seis pies de distancia del fondo de la zanja; el uso que le darían en el futuro no era de importancia para el niño, lo único que él sabía era que podría llegar a la cornisa. Saltó con todo el impulso que sus zapatillas deportivas podían darle, y logró sujetarse a la cornisa con los primeros tres cuartos de sus dedos.

    A medida que se subía a la plataforma, los otros dos niños mayores casi habían desintegrado sus flameantes espadas. La espada del amigo del hermano chamuscó las puntas de sus dedos, y por el simple hecho de preservar su integridad física, arrojó a un lado el pedazo abrasador de madera que le quedaba. La verdad es que los dos niños podrían haber estado en cualquier otro lugar: en la cocina, la sala de estar, la biblioteca, alguno de los dos baños de la planta baja, o incluso el comedor. Si se hubiera construido la escalera, incluso podrían haber estado en alguna de las habitaciones de la planta alta. Pero estaban en el vestíbulo, y apenas tocó el suelo lo que quedaba de sus tablas de madera ardientes, un estallido fuerte envolvió la oscuridad de la noche. Mientras su amigo se cubría los ojos, el otro niño arrojó su trozo de madera y echó a correr, provocando así un segundo estallido de fuego en el vestíbulo. A medida que se movía por el suelo, el fuego crepitaba y bramía, y comenzó a expandirse por la entrada hasta llegar a los cobertizos sin humedad.

    El niño más joven escuchó ambos estallidos, pero no le prestó mucha atención a su origen, hasta que notó un resplandor por encima de él que definitivamente no era de la luna. Abandonó de un salto su posición en la plataforma de las ventanas, y trató de alcanzar la parte superior de la zanja. Logró sujetarse con ambas manos a la cornisa de la zanja, pero a los pocos segundos, la tierra seca se desmoronó y cayó junto al niño hasta el fondo del barranco. Luego de otro intento fallido, el niño se acordó de la tabla y corrió apresuradamente alrededor de la casa para recuperarla.

    En el nivel del suelo, los dos niños mayores, completamente enamorados de esa imagen abrasadora, pero con la certeza de que no podrían controlar su ardiente compañía por mucho más tiempo, se dirigieron hacia la puerta de entrada de la casa a medio construir. Ambos dieron un salto a través de la zanja; primero el amigo, y luego el hermano del niño más joven.

    Mientras tanto, el niño más joven agarró la tabla con ambas manos, listo para arrastrarla hasta la parte trasera de la casa. Miró hacia arriba y vio a los otros dos niños que saltaban por encima del infierno que lo acorralaba. Le gritó a su hermano, pero su voz pequeña y desesperada fue ahogada por los gemidos de dolor y súplicas de compasión de la casa en llamas. El niño se quitó su gorra de béisbol y la tiró hacia arriba con la esperanza de que alguno de los dos niños la vieran elevándose por encima de la zanja. Pero eso no fue así.

    En lugar de percatarse de que el niño estaba debajo de ellos, los niños mayores vieron cómo se encendían las luces de la casa vecina y cómo un hombre corpulento se dirigía despacio hacia el infierno ardiente. Como no estaban seguros de que el vecino los hubiera visto, ambos niños se dirigieron a la parcela vacía más cercana y a los confines de la hierba crecida.

    El hombre corpulento, parcialmente cegado por el fuego, vio dos siluetas oscuras que se precipitaban hacia los arbustos y gritó, Oigan, ¿¡qué demonios está ocurriendo!? Vuelvan aquí. Los vi a los dos. El andar despacio del hombre se convirtió en un trote, que es todo lo que le permitía su contextura de trescientas libras, antes de que la falta de oxígeno y el calor intenso lo detuvieran en seco. 

    El niño más joven se dio cuenta de que su hermano no iba a regresar por él, así que decidió volver a su plan original de arrastrar la tabla hasta la parte trasera y apoyarla contra el asentamiento cerca de la ventana. Pedazos de madera ardiente volaban por el aire como luciérnagas por encima de la cabeza del niño. Uno le dio en la nuca, lloró a gritos, pero aún así, su voz de niño de siete años era ahogada por el bramido y el ulular del fuego histérico que bailaba sobre el suelo.

    El fuego ya había envuelto todo el lugar y, poco a poco, la planta alta pasó a ser la planta baja, y la planta baja pasó a ser el sótano. Agachados entre los arbustos, los otros dos niños observaban asombrados cómo su creación se estaba saliendo de control. Más vecinos se reunieron alrededor del hombre fornido para ver lo que se había convertido en una hoguera imparable.

    El niño, desde su posición en el bloque de hormigón del alféizar, logró levantar un lado de la tabla de madera. Una vez que apoyó la tabla sobre el alféizar, el niño logró sostenerse antes de caer hacia atrás a la pira del sótano. Luego, niveló la tabla entre el alféizar y el terraplén del barranco que se encontraba apenas un poco más arriba. Respiró profundo. Al pisar la tabla, esta se tambaleó, y el niño enseguida se dio cuenta de que caminar por encima de ella sería muy difícil, aún con su bajo centro de gravedad.

    Se apoyó sobre las manos y rodillas y comenzó a gatear a lo largo de la tabla, mientras brasas ardientes y trozos de madera envueltos en fuego llovían alrededor de él. Si hubiera tenido el tiempo y la tentación de mirar, el niño se hubiera sorprendido bastante con el despliegue de fuegos artificiales aquella noche. Luego, cuando ya estaba a mitad de camino en la ruta de escape de madera, una gran bola de fuego cayó directamente sobre la tabla y la partió al medio. El niño y la tabla se desplomaron contra el suelo, una mitad de la tabla rebotó contra su sien izquierda y el trozo ardiente de lo que antes era la planta alta se prendió a su pierna derecha contra el cemento relativamente frío de los cimientos. Luchó para quitarse la madera ardiente de su pierna, pero lo único que logró fue que el fuego se propagara hasta su camiseta de polo. Agitó los brazos y gritó con todas su fuerzas. Finalmente, logró liberarse de la madera ardiente; el niño se revolcó en la tierra con el fin de sofocar las llamas.

    De repente, todo estaba caluroso y muy nebuloso, luces brillantes atravesaban el cielo. «Qué noche tan extraña para fuegos artificiales», pensó, «todavía faltan unos días para el 4 de Julio. Me pregunto dónde estarán todos. No puedo creer que se estén perdiendo esto. Es tan hermoso. El rojo, el naranja, el azul». Ni bien comenzó el gran final, el niño escuchó sirenas, muchas sirenas, y gritos, muchos gritos. Eso sería lo último que escucharía.

    MUDANZA

    Cuando tenía cinco años, bajé por una colina y por una curva, me deslicé y me caí de mi bicicleta tricolor con asiento banana, lo que provocó que me sangrara la rodilla.

    Cuando tenía seis años, casi siete, salté torpemente de un columpio y me quebré los dos huesos de mi muñeca derecha.

    Cuando tenía diez años, mis padres decidieron mudar a la familia de las afueras de la ciudad al campo.

    ¿No es extraño que todos los eventos de mi infancia que recuerdo más vívidamente incluyen algún tipo de dolor?

    Todavía tengo dos guijarros oscuros del tamaño de un diente diminuto clavados en mi rodilla derecha.

    Todavía puedo sentir la mano de mi madre, como una garra, tomándome del brazo derecho quebrado durante el trayecto de la ambulancia.

    Todavía albergo un poco de animosidad contra mis padres por haberme separado de mis amigos. No me mal interpreten, amo a mis padres —en ese entonces, y ahora— pero la mudanza fue un presagio, y los presagios raramente son buenos.

    —¿Dónde está Polly? —pregunté, mientras todos nos apretujábamos dentro de nuestro coche ranchera Chevy 1979, revestido con paneles de madera, no menos verdes, para emprender nuestro último viaje desde nuestra antigua casa hasta nuestro nuevo hogar en Montvale, Maryland. En ese entonces, el coche ranchera era un símbolo de clase social. Al menos eso es lo que mis padres decían. Yo creía, y aún lo creo así, que era un dolor de vista.

    —¿A quién le importa esa mierdita? —dijo mi hermana. —¡Es solo un pájaro estúpido!

    —¡No es estúpido, y es un periquito!

    —¡Es un fajarito! —interrumpió mi hermano menor.

    —Cuida esa boca, Sarah Anne —dijo mi madre. —Polly está en la parte de atrás, Douglas.

    Douglas, Douglas Hobart, ese soy yo. Un nombre encantador, ¿no creen?

    Mi hermana Sarah (Sarah Anne para mi madre cuando la tenía que reprender), cuyo aprendizaje de las siete malas palabras coincidía con la edad de rebeldía, es decir, la adolescencia, se sentó a mi lado en el asiento de atrás. Sarah tenía trece años cuando nos mudamos, pero para mí, a cualquier edad, Sarah siempre sería la persona más grande del lugar. Triturador se sentó al otro lado. Si bien su nombre de pila era Charles, fue apodado Triturador casi desde su nacimiento porque, según mi padre, Triturador tenía la manía de hacer sonidos que sonaban igualito a una trituradora de madera. No tengo memoria de dichos sonidos, así que, para mí, Triturador era mi estúpido hermano menor, o al menos eso es que lo que Sarah y yo pensábamos de él en aquel entonces. Cuando era niño, Triturador era tan ansioso por complacer que hacía cualquier cosa que Sarah o yo le decíamos que hiciera. Recuerdo muchas veces cuando comía lombrices porque Sarah le decía que mejorarían su habla; no solo una lombriz, sino varias, porque, claro, una lombriz sola no mejoraría el habla de Triturador. No fue hasta que Triturador cayó enfermo con algún tipo de bacteria estomacal que Sarah y yo fuimos obligados a dejar de alimentarlo con lombrices (al menos por ese verano). Crédulo, influenciable, ansioso por complacer: así era Triturador.

    Sin embargo, eso comprende tan solo la mitad de mi familia. Mi padre y mi madre se sentaban en la parte delantera del coche, y mi padre manejaba (como siempre lo hacía). Elizabeth y Henry Hobart Jr. eran personas estoicas; cuando yo era niño los escuché describirse de esa manera en varias ocasiones, y si miro hacia atrás a mis primeros años de vida, coincido completamente. Debido a eso, a lo largo de toda mi niñez, mis padres nunca demostraron mucho sus sentimientos entre ellos o hacia los demás. Sin embargo, a veces parecía que mamá construía una gran reserva de emociones y le abría la compuerta a Sarah, y únicamente a Sarah. A medida que fui creciendo, la falta de sentimientos era normal, pero si lo pienso mejor, en realidad no estaba bien. También tengo otro hermano, pero en ese momento todavía le faltaban tres meses más de horneado, como le gustaba decir a mi padre. Tenía un extraño pero simpático sentido del humor.

    —¿Algo se ta cocinando adentro de mami? —preguntaba siempre Triturador.

    —Mami te está haciendo un hermanito... O hermanita —respondía papá.

    —Bueno, ¿qué encargaron? —los ojos de Triturador se fijaron en la nuca de mi padre.

    Los ojos de mi padre se fijaron en la ruta y parecía no entender la pregunta.

    —¿Encargar? ¿Qué quieres decir, Triturador?

    —¿Qué le dijizte a mami que noz haga?

    —Por Dios, Triturador, no puedes encargar un niño —Sarah cerró el libro y volteó hacia Triturador, frustrada, y dijo: —¡Mamá y papá tuvieron sexo! Por eso mamá está embarazada, ¡no está cocinando! Eres tan retardado.

    —Sarah, eso es suficiente.

    —¿Zezo? ¿Qué zezo?

    —¡Sexo, idiota! Es sexo. Con Sssss —Sarah prolongó la consonante que a Triturador tanto le costaba pronunciar, mientras agitaba sus brazos teatralmente y caía en un profundo fastidio. Estamos a mitad de camino de la casa nueva.

    —¡Sarah Anne! He oído suficiente. Sabes que Triturador tiene dificultad con ese sonido. Discúlpate con tu hermano ahora mismo.

    El agua ejercía demasiada presión sobre las paredes de la presa, pero aguantarían.

    —Lo ziento —dijo Sarah, burlándose, y cruzó los brazos sobre su pecho.

    Una risa se escapó de mi barriga y salió por mi boca y mi nariz, y por culpa de eso, recibí un codazo punzante en mi costilla izquierda. Creo que a Sarah le divertía darme puñetazos de vez en cuando (al menos así parecía, dado que lo hacía a menudo) y, por alguna extraña razón, a mí también me divertía. Los puñetazos, cachetadas, codazos, pinchazos y todo me hacían saber que ella era consciente de mi existencia. No estoy describiendo a Sarah como una persona bruta, de ninguna manera; incluso a los trece, irradiaba más femineidad que ninguna otra persona de su edad que haya conocido remotamente. A Sarah sencillamente no le gustaba que le dijeran qué hacer, de hecho, ¿a qué niño le gusta? Sin embargo, Sarah era diferente. Ella fue mi primer contacto con un espíritu genuinamente libre, al menos así es como se describía a sí misma en ese entonces (y así es como se sigue describiendo hoy en día). Sin embargo, para mí, la capacidad de hacer lo que quisiera cuando quisiera se me escapó de las manos la mayor parte de mi vida.

    Sarah constantemente me instruía y educaba, generalmente para mi consternación. A veces es difícil creer que provenimos de los mismos genes. Cuando Sarah tenía doce años y yo nueve, y comenzó a menstruar, dijo: Lo entenderás cuando tengas mi edad. No fue sino hasta los catorce años que comprendí que yo no menstruaría. Cuando Sarah tenía once años y yo ocho, y usó su primer sostén, dijo: Lo entenderás cuando tengas mi edad. Al igual que muchos hombres, todavía no entendí muy bien todo ese concepto del sostén (con cierre frontal, con cierre trasero, con aro, con relleno: demasiadas variables de las que preocuparse, creo yo). Cuando Sarah tenía trece años y yo diez, y dio su primer beso, dijo... Bueno, ya saben. Naturalmente, a esa edad, me daba asco; me interesaba más atrapar ranas y jugar a la pelota después de la escuela antes que tocar los labios de una chica con los míos. Y cuando Sarah tenía casi diecisiete años y yo catorce, y Sarah tuvo sexo por primera vez, dijo: Douglas, nunca lo entenderás. Los hombres nunca entienden. Y se alejó refunfuñando. En ese momento, yo no tenía idea qué sería aquello que no entendería, pero quería saber. Todo este asunto del sexo sobre el cual Sarah hablaba tan libremente —y que mamá evitaba constantemente— aparentaba ser genial, y no veía la hora de penetrar a una chica, tal como Sarah lo mencionó una vez. Básicamente, yo era un niño estúpido y torpe cuando se trataba del sexo opuesto, pero me estoy adelantando mucho.

    Luego de que la obligaran a disculparse con Triturador, Sarah continuó a escribir en su libro. Que yo recuerde, Sarah tenía la costumbre de escribir en cada margen libre de la novela que estaba leyendo en ese momento. Nunca escribiría en el margen de una página que aún no había leído, y rara vez había leído algunas páginas más de donde había escrito. Si bien Sarah ponía mucho cuidado en no escribir sobre el texto, el hecho de que escribiera febrilmente en su libro fastidiaba a nuestra madre: ella creía que escribir en un libro era un acto de vandalismo.

    El día del trayecto hacia nuestro nuevo hogar, el libro en cuestión era la novela para jóvenes adultos Deenie, de Judy Blume, y Sarah había llenado cada espacio en blanco hasta la página cincuenta y nueve. En ese entonces, solamente podía adivinar lo que Sarah escribía en sus libros, pero seguramente estaba escribiendo algo sobre su enfrentamiento con nuestra madre. Por supuesto que me daba curiosidad saber lo que Sarah estaba realmente escribiendo, pero aprendí, a una edad muy temprana, nunca intentar ver aquello que Sarah escribía. Echar un vistazo significaba quitarte la vida con tus propias manos, o al menos tu salud estomacal.

    Por más concentrada que pareciera estar en lo que estaba escribiendo, Sarah parecía estar siempre alerta por si alguien la estaba observando. Una vez, le gritó a un viejo que estaba sentado junto a ella en un banco del paseo marítimo entablado, cuyos ojos parecían recorrer muy de cerca el libro sobre el cual Sarah estaba escribiendo. Como era de esperarse, el viejo se sorprendió al ser llamado lamevergas por una niña de nueve años; tan sorprendido estaba que prefirió abandonar su posición en el banco antes que darle un sermón a Sarah por su vocabulario. Algunos años después, yo descubriría lo que Sarah escribía en los márgenes de sus libros con tanta furia. Hubiera preferido un puñetazo en el estómago.

    —¡Ya llegamos, niños! —anunció mamá mientras nos deteníamos en el camino hacia nuestro nuevo hogar.

    La casa era tan hermosa como menospreciada por nosotros los niños. Cinco habitaciones, una para cada uno (incluso para mi futuro hermano). Al menos ya no tendría que compartir mi habitación con Triturador, ¡quien incluso ceceaba dormido! Mamá y papá compraron muebles nuevos para las habitaciones, excepto mi colchón, el cual pedí quedármelo, ya que estaba roto de tal manera que servía de trampolín. Una cocina enorme con una isla en el medio; según mi madre, otro símbolo de clase social (al menos no era verde), y un comedor que teníamos permitido utilizar solamente en ocasiones especiales. La sala de estar era enorme, con un cielorraso de doble altura que era demasiado alto para ser real; podríamos comprar el árbol de Navidad más maravilloso ese año, pensé. Sin embargo, el mejor lugar, en mi opinión, era el sótano, aún sin terminar, y el último bastión de la casa que quedaba por explorar. Si bien quedaba poco tiempo, mi padre amenazó con terminarlo él mismo poco después de la mudanza. Era una casa espléndida; la única desventaja era el tiempo.

    Triturador se esforzó por mirar por encima del asiento delantero. Sarah fingió indiferencia al resoplar hacia arriba, desarreglando los mechones de cabello marrón que le caían sobre la frente. En un intento por ganarme la aprobación de Sarah, inmediatamente fruncí el ceño y crucé los brazos sobre mi pecho. Obviamente, no era la primera vez que estábamos allí, pero sería la primera vez que no regresaríamos a nuestro viejo hogar. Visitamos la casa casi todos los fines de semana desde que comenzó su construcción, y el sitio de la construcción era el sueño de todo niño. Había montículos de tierra enormes, geniales para jugar al Rey de la Montaña; cimientos subterráneos y el esqueleto de una casa que constituían un lugar excelente para jugar a las escondidas; ranas y serpientes vivían en los pequeños acopios de las vertientes de agua; e incluso encontramos, entre la basura de los obreros, una revista porno, tal como la llamaba mi mejor amigo Robby Thomas. A los nueve años de edad, Robby y yo no apreciábamos la importancia de este descubrimiento, pero cuando se la mostramos a Sarah, nos lo explicó con ese estilo que tanto la caracterizaba.

    —Los hombres se hacen una paja con esto —dijo Sarah de forma realista mientras hojeaba la revista.

    —¿Se hacen una paja? —preguntó Robby.

    —Sí, sacan la manguera.

    Me tocaba a mí ser el ignorante. —¿Sacan la manguera?

    —¿Acaso no saben nada? Se hacen la manuela —Sarah hizo el movimiento correspondiente con la mano derecha. —Se masturban, idiotas. Lo entenderán cuando tengan mi edad.

    Como si eso lo hubiera cambiado todo, asentimos en aprobación y retomamos la exploración, mientras Robby enrollaba la revista y la metía a la fuerza en su bolsillo trasero.

    Pero los montículos de tierra y las zonas de juego habían desaparecido: la casa estaba terminada, y lo que pronto sería el césped estaba cubierto de semillas de hierba y bálago. Ya había dejado de ser un lugar para visitar y jugar; ahora era nuestro hogar, de manera permanente. La casa era grande, mucho más grande que nuestra antigua casa. Con el tiempo, sería una casa magnífica llena de muchos recuerdos. No era que me disgustaba el hecho de vivir en nuestro nuevo hogar, sino que me disgustaba el hecho de que jamás volveríamos a vivir en nuestro viejo hogar: en ese entonces, era la casa en la que había vivido toda mi vida, la casa donde había grabado mi nombre en el banco de trabajo de mi padre que se encontraba en el sótano, y la casa donde había enterrado mis figuras de acción fallecidas de G.I. Joe en el jardín trasero. Durante un tiempo, me obsesionaba la idea de saber quién estaba viviendo en nuestra casa, quién estaba grabando su nombre en el banco de trabajo, quién estaba enterrando (o desenterrando) las figuras de acción del jardín trasero: para mí, la casa siempre pertenecería a mi familia

    Desempacamos del coche ranchera como robots e intentamos establecernos en nuestro nuevo hogar. Encontré a Polly el periquito, coloqué su jaula sobre la mesa de la cocina, y quité la toalla que la cubría durante el trayecto a Montvale. Al mirar a mi pájaro, pensé qué triste era el hecho de que él no tenía opción; nunca tuvo opción. No tuvo la capacidad de elegir quién sería la persona que lo compraría en la tienda de animales, no había elegido su nombre, no tenía la libertad de vivir donde quisiera, y no podía opinar sobre la mudanza. Polly no tenía forma de expresar su opinión con respecto a dichos temas, al menos no de una de manera que comprendiéramos o pudiéramos responder. Me disculpé con Polly en silencio y lo dejé salir de su jaula para que pudiera volar tal como lo hacía en nuestro antiguo hogar. Inmediatamente se golpeó con fuerza contra la puerta corrediza de vidrio, y se desplomó en el piso patéticamente; se recuperó en segundos y voló por toda la cocina en un intento por determinar sus nuevas dimensiones. Una vez más, dio un golpe sordo contra la puerta corrediza de vidrio. Polly se sentó en el suelo, un poco perplejo, y estiró sus pequeñas alas azules y blancas. Lo recogí con tristeza y lo coloqué nuevamente en su jaula. Brincó hacia el palo inferior de su jaula y se miró en su espejo. Es el día de hoy que juro haber visto una mirada consternada reflejándose en aquel espejo. No estoy muy seguro de que los pájaros tengan miradas —o incluso la capacidad de sentirse consternados—, pero lo vi en ese entonces en el pequeño rostro de periquito de Polly. Una mirada misteriosamente familiar a la mirada de Sarah unos minutos antes en el coche.

    El flete de la mudanza había traído los muebles y las cajas más grandes a la casa antes de que nos mudáramos. Las habitaciones de la planta alta estaban mayormente vacías, con excepción de las cajas y el colchón en mi habitación. Mientras mis padres continuaban desempacando el coche ranchera, recorrí el perímetro de mi cuarto. Era mucho más grande que el de mi antigua casa, y la ausencia de muebles lo hacía ver aún más espacioso a la vista de mis jóvenes ojos. Me acerqué al armario vacío, maravillándome con todo el espacio que tenía; miré a través de mis tres ventanas; y reboté hacia arriba y hacia abajo sobre mi colchón hasta que Sarah se asomó al vano de la puerta.

    —Este lugar apesta —dijo.

    —Cierto.

    Polly murió justo una semana después. Recuerdo vívidamente que bajé las escaleras aquella mañana, quité la toalla de la jaula y vi a Polly que yacía sobre su pequeño costado azul, con las patas extendidas sobre el papel de desecho manchado. Horrorizado con aquella imagen, salí corriendo a buscar a mi madre, quien fue lo suficientemente valiente para recoger a Polly de la jaula y colocarlo dentro de una caja de zapatos. Retomé mi compostura lo suficiente como para enterrar a Polly (dentro de la caja de zapatos) en el jardín trasero al lado de lo que luego se convertiría en la huerta de mi madre: me gusta darle créditos a Polly por la primera cosecha de calabacines, bastante grandes.

    Durante dos semanas, tuve pesadillas cada noche sobre el momento en el que quité la toalla de la jaula. A veces, cuando destapaba la jaula, Polly se levantaba inmediatamente del suelo, daba un brinco hacia mí y picoteaba mis ojos; otras veces, destapaba la jaula y estaba completamente vacía; pero la mayor parte del tiempo me veía a mí mismo en miniatura dentro de la jaula caminando hacia delante y hacia atrás, deteniéndome solo para verme en el espejo diminuto. Polly fue la primera y única mascota que perdí cuando era un niño, pero encontré consuelo al creer que la muerte fue la primera y única decisión de Polly. Incluso ahora me parece imposible que yo me sintiera atrapado a los 10 años, pero, a diferencia de mi hermana de espíritu libre, así es como me sentía.

    No tuvimos otra mascota en la familia desde que vivimos en Montvale. Mi padre siempre decía que el hecho de tener que lidiar con cuatro hijos ya era suficiente, y la verdad que es algo que no le puedo discutir. Lo más similar que tuve a una mascota era el perro de nuestros vecinos de al lado. El perro de los Phillips, Samson, todos los días corría libremente por todo el barrio y únicamente volvía a su casa a la noche (se podía escuchar varias veces al Sr. Phillips durante la noche cuando llamaba a Samson para que volviera a casa). Samson era grande y lanudo —una mezcla entre samoyedo y akita—, o al menos para mi edad me parecía grande, y le encantaba jugar a atrapar pelotas de tenis viejas, Frisbees y, básicamente, cualquier cosa que se pudiera arrojar y él pudiera traer con su boca. Trataba a Samson como si fuera mi propio perro, y no porque el Sr. y la Sra. Phillips lo descuidaran; al contrario, le demostraban más amor a Samson del que cualquier niño podría merecer. De hecho, para los Phillips, Samson era como un niño, ya que ellos no tenían hijos y, según mi madre, tampoco tenían planes de tenerlos. El Sr. Phillips era el típico dueño de perro exagerado que insistía en convertir a Samson en una persona al vestir al pobre canino con prendas que le sentarían bien a cualquier humano, pero, en realidad, eso demostraba claramente lo ridícula que era la obsesión del Sr. Phillips. Samson, por otro lado, toleraba esas prendas de vestir extravagantes, pero nunca se lo veía muy contento con ellas. Creo que parte de que mi relación con Samson floreciera de la manera en que lo hizo fue el hecho

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