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Hombres Valientes
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Libro electrónico524 páginas7 horas

Hombres Valientes

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"Hombres Valientes" es la historia de un joven estudiante de Medicina y describe los cambios inevitables a los que se ve sometida su conciencia y su solidario carácter, al enfrentarse a las duras y crudas realidades por las que atraviesan millones de sus compatriotas menos afortunados. Situaciones tan fuertes que le llevan a involucrarse de forma involuntaria en la pugna ejército/guerrilla que durante más de 30 años mantuvo a su país, Guatemala, en un estado de terror.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 jul 2014
ISBN9781311957900
Hombres Valientes
Autor

Héctor Arriola

Escritor guatemalteco. Su primera novela "Marcados", cuyo tema gira alrededor de importantes hechos ocurridos durante la 1a. visita de Juan Pablo II a Guatemala, mientras ejercía el poder el controversial General Efraín Ríos Mont, obtuvo el 3er. lugar en el Premio Guatemalteco de Novela a los 21 años de edad.Autor también de "6 semanas de ilusiones" (un drama juvenil convertido en película por el autor mismo como un proyecto de bajo presupuesto); Los otros cuatro títulos de sus novelas:- Cuando Abras los Ojos"- Hombres Valientes- Probidad- Transformándose en Arjona

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    Hombres Valientes - Héctor Arriola

    PRIMERA PARTE

    OCTUBRE DE 1,988

    CAPITULO 1

    La potente máquina se deslizaba velozmente sobre el asfalto; el fuerte viento no parecía ser más que una tierna caricia sobre su elegante estructura. Era tarde, estaba nublado, hacía frío. Pero, a pesar de ello, el interior de la lujosa Pullman resultaba muy confortable para el estudiante universitario Rubén Morales, quien, con cierta tensión desde su asiento en la primera fila, y a través del humedecido parabrisas, estudiaba el verde paisaje guatemalteco que silenciosamente era dejado atrás por la gran Monja Blanca, emblema de la compañía pintado en la parte posterior del autobús.

    El inmenso limpiaparabrisas lo obligaba a parpadear con cada oscilación. Decidió cerrar los ojos y no pensar en el hecho que ocupaba uno de los asientos más riesgosos del vehículo y que, sin lugar a dudas, no quedaría ni una sola parte reconocible de su cuerpo si, de repente, otro autobús se les atravesaba en el camino. Nunca le había gustado viajar... bueno, no desde el accidente que le costó la vida a su hermana y a su madre. Se sentía siempre demasiado tenso como para disfrutarlo.

    Cobán. ¿Cómo sería Cobán? La Ciudad Imperial... ¿Por qué le dirían así? Estaba seguro que alguna vez se lo preguntó a su padre pero había sido hacía ya mucho tiempo y no lo recordó. La Ciudad Imperial; la ciudad de Carlos Quinto. ¿Quién habría sido él? No tenía ni idea. Pero deseó tener el tiempo suficiente para averiguarlo; tenía seis largos meses por delante y Cobán sería su hogar durante casi cada uno de esos días. ¿Pero serían suficientes? El internado de un estudiante de Medicina es una práctica agotadora, y, aunque no lo es tanto en un hospital departamental, siempre es una temporada llena de abundantes responsabilidades.

    Sus amigos le comentaron acerca de los muchos sitios de atracción turística con que cuenta Alta Verapaz, en un intento fallido por devolverle el ánimo después que se enteró que no le permitirían realizar su práctica de Ejercicio Profesional Supervisado en el Hospital San Juan de Dios, en la capital. Durante los dos últimos años soñó con la posibilidad de hacerlo allí, pero ahora, debido a sus calificaciones tan dentro del promedio obtenidas durante los tres primeros años de su carrera, ese honor le era negado. ¿Y el Roosevelt? ¿Para qué? El San Juan de Dios era en donde deseaba hacer su residencia, nunca en el Hospital Roosevelt... allí había demasiado estrés para cualquiera. Ahora su sueño era más difícil de lograr ya que el lugar en donde un estudiante realiza su internado tiene mucha importancia a la hora de optar a una plaza de residente. Pero no sería imposible, solamente más difícil. Con el suficiente esfuerzo aún podría conseguirlo. Pero faltaba mucho para eso; por lo menos un año. Antes tendría que concluir su internado, después hacer su tesis y luego vendría su graduación; creía contar con tiempo de sobra para prepararse.

    La persona que viajaba a su derecha se movió un poco sobre su asiento daba vuelta a la hoja del periódico que leía. ¿Cómo podía leer en un camino con tantas curvas? -Después que el autobús pasó por la cumbre de Santa Elena, a un poco más de la mitad del camino entre la ciudad capital y Cobán, tomó mayor velocidad y ahora daba vueltas bastante peligrosas. Rubén esperaba que la edad que el piloto aparentaba, unos cincuenta años, no fuese demasiada para los reflejos que exigía una ruta como ésa. Su compañero de viaje volvió a cambiar de página y sintió su mirada. Vio a Rubén pero no hizo ningún intento por devolverle la tímida sonrisa que el joven le dirigió. Recién iniciado el viaje también había intentado entablar alguna conversación con él, pero apenas si obtuvo un par de gemidos como respuesta; después de unos minutos desistió y se sumergió en sus pensamientos... pensó en su familia, en Cobán, en Teresa.

    Rubén notó en su padre, a pesar que trataron de fingir una gran frialdad al momento de despedirse, uno o dos momentos en que su entereza tambaleó. Su hermano estaba allí pero se sentía tan confundido, y en realidad era tan pequeño, que prefirió guardar silencio y observarlos: estaba triste pero no como para llorar.

    —Dios quiera que no llueva en el camino... ni que vaya a estar lloviendo mucho por allá -le deseó su progenitor.

    —Sí, ojalá. Aunque ya sabes que me gusta mucho la lluvia.

    Después se miraron fijamente a los ojos; le dio tristeza dejarlo solo. Claro, se quedaba con Ricardo... pero apenas era un niño. Su viejito... Cómo le gustaba que se sintiera orgulloso de él, y es que no lo ocultaba: ¡Su hijo sería médico! Dentro de poco tendría un hijo a quien la gente, durante el resto de su vida, le llamaría el doctor. Y eso era más que suficiente para enorgullecerlo.

    —Cuídate mucho... Y cuidado con las mujeres -le recomendó medio en broma, medio en serio.

    Ambos sonrieron, y, sin poder evitarlo, se estrecharon en un fuerte abrazo. Cuando el autobús se puso en marcha Rubén no pudo evitar el experimentar cierta culpabilidad por el hecho de sentirse entusiasmado: ¡Durante el siguiente medio año viviría solo! Hacía poco que concluyeran sus seis meses de E.P.S. rural en San Juan Sacatepéquez, pero estaba tan cerca de su casa que todos los días regresó a dormir allí. Sentía que esa sería su primera aventura como hombre independiente. Y a pesar que sabía que quizá se sentiría un poco triste al inicio, la idea le emocionaba. ¿Qué le esperaba allá? Iba a estar Teresa. Estaría Claudia también. No creía conocer a nadie más. Claro, a más de alguno habría visto una que otra vez en alguna de sus prácticas... pero eso no era conocer a alguien. Teresa... Sonrió con una mezcla de disgusto y satisfacción; hacía más o menos tres meses que no sabía nada de ella... pero sospechaba que ella pidió que le asignaran ese lugar para estar con él. De hecho más de alguna vez, en el poco tiempo que duró su noviazgo, planearon hacer el internado juntos; pero Rubén no lo dijo en serio. Nunca, por nada ni por nadie, hubiera dejado pasar la oportunidad de realizar su internado en el Hospital General. Pero no tuvo alternativa. ¿Quedaría aún algo dentro de él? ¿Algo de lo mucho que sintió alguna vez por ella? ¿Qué había sido? ¿Amor? Probablemente. Ya no lo sabía... Cuando estaba con ella se sentía muy bien... nada le importaba más ni existía otra cosa en el mundo durante esos momentos. Se querían, sí. Pero, incluso cuando ya eran novios, a veces se dejaban de ver dos o tres días y eso no significaba mucho para él...

    Ella no actuaba así... ¡Era peor! Muchas veces Rubén tuvo que ignorar actitudes de suma indiferencia que lo confundían mucho. Incluso hubo ocasiones en que se quedó con la incierta impresión que sus llamadas telefónicas la molestaban... o que ella prefería hacer cualquier cosa antes que estar con él. Le costaba mucho que le aceptara invitaciones a salir, que lo acompañara a su casa, o que le pidiera entrar a la de ella; y siempre con excusas indiscutibles. A Rubén le molestaba comprobar que, aparentemente, lo apreciaban más las hermanas y la madre que ella misma. Él la quiso, sin duda, pero con frecuencia se preguntó por qué ella había aceptado ser su novia. ¿Habría sido únicamente por el mucho tiempo que compartían? Cuando estaban juntos todo era diferente. Se entendían de maravilla, y los abrazos y besos de ella borraban cualquier duda de su mente. Pero, muy por dentro, siempre se sintió utilizado. Pero para qué, se preguntaba... Si hubiese encontrado una respuesta hubiera terminado con esa relación mucho antes que cuando lo hizo. Pero nunca la halló.

    Sin embargo lo que más le sorprendió fueron las lágrimas que ella se esforzó en contener cuando concluyeron su extraña relación. Le pidió un último beso y él no se lo pudo negar... Después, todos sus conocidos, con excepción de Claudia, les dijeron que hacían buena pareja, que debían intentarlo una vez más, que salieran de nuevo... pero los sentimientos de Rubén ya habían cambiado. Quizá podrían volver a estar juntos, ser pareja, quererse... pero algo dentro de él, y ya no tan profundamente, le decía que para ellos en realidad no existía un futuro; aunque la quiso. Eso lo sabía. Tampoco dudaba que ella hubiese sentido algo especial por él. Pero sólo eso; ella no se enamoró. Posiblemente porque no se lo permitió a sí misma; o quizá porque no podía...

    Pero ahora algo le preocupaba: la depresión que le asaltó al enterarse que tendría que hacer su internado en Cobán, fue atenuada, y no tan levemente como le hubiese gustado reconocer, por la noticia que Teresa estaría allí también. Y, al parecer, a ella también le atrajo la idea porque lo llamó un par de veces los días anteriores a su partida. Rubén adivinó que ella deseaba que viajaran juntos pero no le devolvió sus llamadas; estaba resuelto a no buscarla. Si algo podía ocurrir entre ambos, no sería por él. Si ella aún sentía algo, que se lo demostrara. Ya tuvo una oportunidad y la desaprovechó.

    En el momento en que Rubén sintió la mirada de su compañero de al lado, cayó en la cuenta que había dado un largo suspiro. Le sonrió. ¿Por qué habría suspirado? -se preguntó- ¿Por qué suspira la gente? ¿Por qué bosteza la gente? -continuó volando su inquieta mente- ¿Por qué alguien, luego de una corta siesta, de repente se siente tan lleno de energías después de contraer fuertemente los músculos de la espalda y el cuello? ¿Por qué se contagian los bostezos? No lo sabía; algún día se lo preguntaría a alguno de sus catedráticos. ¿Sabrían ellos la respuesta? Probablemente. Las personas suspiran, especialmente, cuando extrañan a alguien, cuando piensan en algún ser querido y cuando se enamoran; eso lo sabía. Pero por qué. Lo ignoraba... y era algo que cualquiera podría preguntarle. Decidió que lo averiguaría.

    Su acompañante terminó de leer el periódico y lo doblaba, tratando de devolverle, sin mucho éxito, su forma original.

    —¿Me permite? -le pidió Rubén.

    Se lo tendió con una mirada inquisitiva.

    —No acostumbro leer el periódico; en realidad las noticias me deprimen bastante... pero ya sabe... un médico, me decían mis maestros, debe saber de todo un poco...

    Rubén notó con satisfacción que la última parte de su monólogo despertó cierto interés en el hombre, reflejado en un apenas perceptible arqueo de cejas; las cuales eran casi tan gruesas como su espeso y largo bigote. Tenía mejillas voluminosas, piel rojiza y escaso cabello peinado hacia adelante... A Rubén le pareció que tenía la apariencia del personaje de caricaturas Pablo Morsa. En realidad tenía cara de pocos amigos, pero era la única persona con la cual Rubén podría hablar durante el viaje; y necesitaba hacerlo, de lo contrario lo sentiría eterno.

    —¿Es usted médico? -le preguntó el señor.

    —Sí.

    Rubén dio su respuesta mientras pasaba las hojas del periódico, sin realmente fijarse en lo que había en ellas. Sin poder evitarlo, empezó a sentirse importante.

    —Parece muy joven para serlo. ¿Acaba de graduarse?

    —Nnn... en realidad tuve la suerte de terminar mis estudios en el mínimo del tiempo requerido.

    —Ah... debe ser muy inteligente -dijo esto con un tono de burla que Rubén no notó o no quiso percibir.

    —Yo no diría inteligente... pienso que cualquiera puede lograr lo que quiere si se esfuerza lo suficiente. La Medicina ya no es tan exclusiva como lo era antes, y ahora uno tiene que destacar bastante si desea tener algún éxito.

    Hubiera parecido que Rubén estaba fanfarroneando, y eso fue lo que creyó don Pablo Morsa, pero en realidad pensaba así. Siempre fue de la idea que las personas mediocres, en todas las áreas de la vida, abundan y sobran. Si iba a ser médico, había decidido años atrás, sería un buen médico; de lo contrario creía que sería mejor no desperdiciar tanto tiempo de su vida en una carrera tan dura.

    —¿Y ha destacado usted?

    —Nnn... todavía no. Pero no hace mucho que terminé mi carrera. Estoy esperando mi oportunidad.

    —Pues no la espere mucho. A veces la oportunidad está cerca pero las personas no la ven por estar mirando lejos, creyendo que aparecerá en el horizonte...

    —Sí, estoy de acuerdo... Lo único es que soy muy paciente; sé que mi hora llegará tarde o temprano.

    —Eso espero -le deseó el extraño.

    —Gracias...

    —Y... ¿Viaja seguido a Cobán? Porque va para Cobán, ¿Verdad?

    —Sí. No; de hecho acabo de conocerlo -Rubén volvió a doblar el periódico y lo puso sobre sus piernas-. Voy a trabajar en el hospital nacional.

    —¿Ah sí? Que interesante...

    —Ya me habían hablado desde hace un par de meses, pero me tomó algo de tiempo poner todos mis asuntos en orden. Pero ya estoy listo.

    —Ah... ¿Y tiene alguna especialidad?

    —Nnn... Sí. Cirugía.

    —Ah... Es usted cirujano...

    Ya se estaba sintiendo incómodo. ¿Por qué estaría inventando esas cosas? De repente deseó que la conversación llegara a su fin.

    —¿Y en dónde hizo su especialización?

    —En el San Juan de Dios.

    —Ah... no me diga... -y luego de unos segundos de observarlo directamente a los ojos, y después de obligarlo a bajar la vista, añadió:- A lo mejor alguna vez tengo la oportunidad de verlo por allá...

    —Sí; nunca se puede saber. ¿Es usted cobanero? -obtuvo un asentimiento como respuesta- Pues ya sabe... cuando me necesite, estoy para servirle.

    —¿Y con quién tuve el gusto?

    —Con Rubén Morales, para servirle.

    —Gracias doctor. Yo me llamo Aníbal Carranza. No voy a olvidar lo que me dijo.

    El hombre le extendió la mano y Rubén, aunque estuvo a punto de estrechársela, se dio cuenta que lo que en realidad deseaba era recuperar su periódico; se lo colocó en la mano tratando de descifrar la extraña mirada que le dedicaba. Pero no tuvo mucha oportunidad de hacerlo: el hombre le dio la espalda, se acostó sobre su suéter después de acomodarlo contra la ventanilla, y pronto pareció estar dormido. Rubén experimentó un leve ataque de envidia. A los pocos segundos empezó a sentir frío; se puso de pie y bajó el maletín de mano que había depositado, desde el inicio del viaje, en el compartimento que está sobre los asientos del autobús. Sacó su suéter blanco, se volvió a sentar y lo extendió sobre su tórax. Cruzó los brazos por debajo y miró el camino, tratando de no pensar en nada.

    - - - * - - -

    De alguna manera Rubén logró dormirse; y, cuando la Pullman se detuvo en el Parque Central de Cobán, estaba totalmente desorientado. Parecía de noche pero, luego de consultar su reloj, se percató que aún no eran las seis de la tarde. No le podía preguntar al señor Carranza cómo podía conseguir un lugar en dónde quedarse, porque se daría cuenta de sus mentiras. ¡Qué tonto había sido!

    Vio que afuera llovía. El piloto se estacionó frente a un edificio que contaba con una amplia área protegida de la lluvia, y compuesta por numerosos arcos, y los pasajeros comenzaron a descender. Rubén los vio correr en esa dirección. Se puso el suéter, tomó su maletín de mano y bajó adelante de un señor que, aunque no de muy buena gana, le cedió el paso. Se colocó frente a la escotilla del equipaje y, después de identificar lo suyo, el ayudante extrajo las valijas. Inmediatamente se unió a los otros.

    Se quedó contemplando la escena durante algunos segundos, tratando de terminar de despertarse. Notó que el autobús se ponía en marcha y que varias personas seguían en su interior, incluso el señor Carranza. ¿Estaría en Cobán? No preguntó. Mas le valía. Si no, en tremendo problema se habría metido. Trató de reconocer algo pero no había nada que recordar; simplemente no conocía. Entonces vio a una pareja de indígenas quienes, mientras el hombre se echaba un costal al hombro, lo vieron con cierta simpatía. Se acercó a ellos.

    —Disculpen... ¿Es aquí Cobán?

    —Sí -le contestó la mujer; y se alejaron bajo la lluvia, como si no pudieran mojarse.

    Rubén ni siquiera tenía con qué protegerse del agua. ¿Cómo se le ocurrió ir a Cobán sin un paraguas, después de todo lo que le dijeron sobre la gran humedad de la ciudad?

    Un hombre, que llevaba una sombrilla, iba de persona en persona ofreciendo los servicios de su taxi. ¿A dónde ir? Llevaba una lista que diseñó con la ayuda de una buena amiga del hospital, quien, con anterioridad, había realizado una práctica en esa ciudad; tenía el nombre de ocho posibles lugares en donde podría alquilar una habitación. Bajó su maletín, sacó su billetera y la buscó. Sabía que a los internos se les permitía vivir dentro del hospital, con comida y lavado de ropa y sin pagar un solo centavo, pero, después de discutirlo con sus amigos y su padre, decidió que así podría llegar a sentirse como si estuviera cumpliendo una especie de condena; viviría por su cuenta a pesar que tuviese que gastar más dinero.

    —¿Taxi?

    —Este... mire, disculpe. Fíjese que yo no soy de aquí, y no conozco. Pero tengo estos nombres.

    El hombre recibió el papel y lo analizó unos momentos.

    —Ah... Usted quiere hospedarse.

    —Sí. Soy estudiante de Medicina.

    —Pues... vea, aquí -dijo estudiando la lista- hay varios en donde casi sólo estudiantes hay... pero acaban de venir muchos nuevos; aun así, si quiere, podemos ir a ver si tienen algún lugar disponible. Este fin de semana creo que vinieron bastantes.

    —Es probable... -Rubén analizó la situación con rapidez- Y de los de donde no hay estudiantes... ¿Me puede recomendar alguno?

    —Pues mire... están estos dos. De precios, no sé; pero son bonitos y están accesibles.

    —¿Quedan cerca del hospital?

    —El primero está cerca, pero sí queda algo retirado del centro. Ahora, la pensión ésta creo que le quedaría mejor... Tengo unos compañeros que van a comer allí todos los días. Al parecer la comida es sabrosa, y no muy cara.

    —¿Y queda lejos?

    —Nada en Cobán queda lejos. Pero ésta está bastante cerca del centro, y como a unos diez minutos del hospital.

    —¿A pie?

    —A pie.

    —Ah...

    —Si quiere lo llevo a conocerla, a ver si le gusta.

    —¿Cuánto me cobra?

    —Pues... por ser estudiante... y si quiere podemos pasar conociendo en dónde queda el hospital también... Yo digo que unos siete quetzales.

    —¿Nos queda en el camino?

    —Más o menos.

    —¿Siete? Nnn... De acuerdo.

    Poco a poco la lluvia fue haciéndose menos intensa; sin embargo era lo suficientemente fuerte como para impedirles descender del automóvil cuando estuvieron dentro del estacionamiento del hospital. Al parecer el chofer lo conocía bien ya que, aunque estuvo señalando sin una dirección específica, le dijo que tenía dos niveles -lo cual era más que obvio-, una cancha de baloncesto, y le indicó en dónde quedaba la morgue, la emergencia y la entrada principal.

    A pesar de lo mucho que le hablaron de Cobán durante en los días anteriores, se lo imaginaba como un pueblo grande; y nada más. Pero, al parecer, no se trataba de eso en lo más mínimo. Vio un bonito parque, varios cines, una discoteca, calles en muy buen estado, muchas casas bonitas, un gran gimnasio... Rubén decidió que Cobán en realidad era una ciudad pequeña; pero una ciudad, en definitiva. En el hospital identificó un teléfono público, el cual imaginó que usaría con frecuencia para comunicarse a su casa. El basketbol le encantaba y deseó que le quedara tiempo libre para practicarlo, aunque sólo fuese de vez en cuando. El piloto le insistió en que debería de dar un pequeño tour por la ciudad antes de ir a buscar alojamiento, pero a Rubén realmente le preocupaba la cuestión monetaria. Temía que el dinero no fuese suficiente... Y es que nunca antes tuvo una experiencia similar, pero creía que la disfrutaría; al menos eso esperaba.

    De la pensión se enamoró casi a primera vista. La fachada le pareció la entrada de un lugar descuidado y hasta tenebroso. Casi nada, por fuera, indicaba que se trataba de una casa de huéspedes. Dejaron el equipaje en el coche y ambos entraron por una estrecha puerta, que se abrió cuando el chofer jaló de una delgada pita, casi imperceptible para el ojo poco observador, que salía a través de ella. El lugar era sumamente silencioso pero era obvio que no estaba descuidado ni abandonado.

    —¡Buenas tardes...! -Saludó el taxista, anunciando su llegada.

    Esperaron unos momentos en silencio. Rubén se estremeció un poco debido al frío que se sentía; paseó su vista por el lugar e identificó los dormitorios, localizados en un área rectangular alrededor de un amplio comedor. En éste contó seis mesas, dos de ellas redondas, e innumerables sillas. Vio los coloridos manteles protegidos por una cubierta de plástico transparente y uno que otro salero colocado sobre algunas de ellas. Le pareció que el comedor había sido alguna vez el jardín o el patio de una inmensa casa a la que, con el tiempo y posiblemente por la necesidad de dinero, se le colocó piso y techo sobre sus jardines. Aún existía una pared de ladrillos de casi un metro de altura bordeando el comedor. Sólo vio dos entradas, una que seguramente era de la cocina y la otra por la que recién entraran. Aun así permanecían visibles prácticamente desde cualquier ángulo de la casa. En una de las esquinas del comedor habían unos sofás y, en otra, una pequeña área aislada de madera en la que identificó un viejo sillón, un teléfono gris muy antiguo y una mesa muy sencilla. A Rubén le interesó mucho la existencia de ese medio de comunicación. Además, alrededor del comedor, pudo ver nueve habitaciones numeradas. También observó un estrecho corredor que, probablemente, daba a otra sección de dormitorios; con el tiempo comprobaría que así era, en efecto, y que también conducía a otro patio, en donde tendían la ropa al sol y estacionaban sus automóviles algunos de los otros huéspedes.

    Transcurrió casi un minuto antes que vieran aparecer por uno de los corredores a una elegante mujer revolviendo una toalla entre sus manos. Ella, al verlos, sonrió ampliamente y guardó la pequeña toalla en la bolsa de su delantal blanco; por su aspecto, era evidente que se encontraba cocinando y que era la encargada del lugar. Saludó con gran confianza al taxista, a quien llamó Don Chepe, y los invitó a tomar asiento en uno de los sofás, frente a ella, mientras se acomodaba la falda roja sobre sus blancas piernas. A pesar de los cuidados en su vestir no podía ocultar su verdadera edad, unos cincuenta años, ya que su blanquecino cabello, y las discretas arrugas que surcaban su rostro, la delataban; no así su abdomen, que bien podía haber pasado por el de una mujer de unos treinticinco o cuarenta años.

    Después de unas cortas presentaciones la mujer le preguntó algo, pero Rubén no se dio por aludido; estaba distraído, tratando de descubrir qué clase de mujer era la que tenía enfrente. Eso podía ser importante para su decisión final. Pero de repente sintió las miradas fijas de sus acompañantes.

    —Este... ¿Perdón? ¿Me hablaban?

    —Sí. Doña Julia quiere saber si ésta es la primera vez que conoce Cobán.

    Por supuesto, pensó Rubén, nada se puede conocer por segunda vez... pero obviamente no se lo diría a don Chepe, quien tan bien se estaba comportando hasta el momento, así que siguió el diálogo con doña Julia.

    —Sí. Nunca antes tuve la oportunidad.

    —¿Y piensa quedarse mucho tiempo?

    —Creo que sí... seis meses.

    —¿Seis meses?

    —Sí.

    —¿Y qué lo trae por aquí?

    —Vine a hacer unas prácticas en el hospital de Cobán, y necesito un lugar en dónde vivir.

    Decidió no decirle la forma en que llegó allí, ya que posiblemente pensara que Don Chepe le estaba haciendo un favor al llevarlo y quisiera recompensarlo después.

    —Ah... entonces pronto será médico -afirmó, mientras lo sometía a un riguroso análisis de pies a cabeza, con toda la discreción con que toda mujer es capaz de hacer eso: ninguna.

    Se sintió un poco incómodo pero, cuando por fin volvieron a cruzar sus miradas, algo le dijo que había pasado la prueba. Estaba conciente de la fama de fiesteros y mujeriegos que tienen los estudiantes de Medicina; y además, debía reconocer, él no era precisamente un santo, sin embargo no era del tipo de personas que causan problemas y eso era algo que lo hacía sentirse bastante diferente de la mayoría.

    —Pero... ¿Me dijo seis meses?

    —Sí. Seis meses.

    —Yo he tenido aquí estudiantes, pero siempre se han quedado sólo cuatro. ¿Está seguro que son seis?

    Vaya que si estaba seguro. Sabía exactamente el número de días que debían transcurrir para que su internado terminase... que si lo sabía. Sólo necesitaba saber cada cuántas noches tendría que quedarse a dormir en el hospital y entonces iniciaría la cuenta regresiva que siempre acostumbraba llevar de todos los turnos de cada una de sus prácticas.

    —Los estudiantes de cuarto y quinto hacen prácticas de cuatro meses; yo haré seis.

    —Ah... es del último año...

    —Sí -y luego, lo más amablemente que pudo, añadió:- Y quisiera saber si tiene alguna habitación que pudiera alquilarme.

    —Sí tengo, doctor... Pero antes quiero decirle una cosa: todos mis inquilinos son gente tranquila y respetable -y, con mucho tacto, le advirtió:- He tenido personas que arman desorden... siempre hay de esa clase, usted sabe. Pero no han permanecido durante mucho tiempo. A mí me gusta la tranquilidad y la armonía, y así trato que se mantenga mi casa. Y me imagino que eso es exactamente lo que un estudiante necesita. ¿O me equivoco?

    —Por eso no se preocupe señora, conmigo puede estar segura que siempre guardaré un comportamiento adecuado.

    Doña Julia se levantó rápidamente.

    —Sí; me parece una buena persona, doctor... Así que, si gusta, podemos pasar a verla. Creo que tengo la ideal para usted.

    Don Chepe permaneció sentado; él la siguió al interior de una habitación. La pieza era bastante amplia; quedaba frente al comedor y tenía el número cuatro en la puerta, la cual estaba formada por dos hojas de madera que se abrían hacia adentro; Rubén observó que tendría que comprar un candado, para colocarlo por fuera en las horquillas que habían instalado. El picaporte sólo existía de un lado y doña Julia le dijo que éso era incluso una ventaja, porque, cuando entrara, le bastaría con cambiar de lado la manecilla y nadie podría abrirla por fuera; le gustó la idea.

    Era grande; de unos cuatro por seis metros, piso de ladrillo rojo, paredes repelladas con pintura celeste y techo de madera; supuso que sobre éste debía de haber lámina.

    —Nunca encontrará usted una gotera, doctor.

    Identificó dos puertas laterales en paredes opuestas, ambas clausuradas por una especie de clóset.

    —Si sus cosas son muchas, podemos traerle un ropero que tenemos guardado.

    —Yo creo que sí me serviría, señora. Gracias.

    Rubén decidió que quería vivir en ese lugar, a pesar que percibió un leve olor a humedad. Habían dos camas; una de ellas grande, con base y cabecera hechas de una elegante y pesada madera oscura; se sentó sobre el colchón y lo sintió tan blando como el suyo. No tenía sábanas ni almohadas. Vio un escritorio y una silla de madera.

    —Este dormitorio nunca lo alquilamos por noche; sólo a huéspedes que tienen planes de vivir bastante tiempo aquí. Hace tres semanas que está desocupado. Con un poco de ventilación no le volverá a molestar la humedad. La última persona que lo ocupó vivió aquí casi un año; era aviador y se fue porque lo trasladaron a Guate.

    La otra cama era más sencilla pero más moderna. Se parecía mucho a las que se usan en los hospitales; completamente de metal y con patas altas muy simples: fea. La cabecera de ambas estaban contra la misma pared, la opuesta a la entrada, y se encontraban separadas por una mesita de noche bastante amplia y de aspecto antiguo, del mismo estilo que la cama grande; sobre ésta estaba la única ventana de la habitación. Doña Julia abrió hacia adentro las dos hojas de vidrio y madera y le prometió que ese mismo día se le instalaría una cortina. La mesita de noche tenía una gaveta y una puerta debajo. Además, a un lado, tenía un soporte de madera que alguna vez debió sostener un inmenso espejo. Rubén estaba encantado y deseando que el precio no estuviese fuera de su alcance.

    —¿Le gusta, doctor?

    —Sí señora...

    —Doña Julia -le corrigió, y Rubén le sonrió.

    —Creo que es lo que estaba buscando... sólo espero que podamos ponernos de acuerdo.

    Ella le dio el valor y él no lo sintió muy elevado, pero fingió meditarlo.

    —¿Doscientos quetzales...?

    —Eso incluye lavado de ropa, agua, luz, tres comidas al día, derecho de recibir llamadas y... solamente.

    —Ah... comida y ropa también.

    Definitivamente no era muy costoso. Sabía de compañeros que pagaron hasta el doble en otros lugares de Cobán; así que cerraron el trato. Le dio los horarios de comida y, después que Rubén le confesó que, por sus obligaciones, probablemente le sería difícil cumplir con los horarios sugeridos por ella para comodidad de todos, le dijo que le proporcionaría una llave de la entrada. Le prometió también que le prestaría un candado, si él no podía conseguir uno ese día, y le dijo que lo esperaba a cenar a partir de las seis y media.

    Cuando salieron, ya don Chepe había bajado el equipaje y, ante un asentimiento de Doña Julia, procedió a introducirlo en su nuevo hogar. Lo único que no le gustó a Rubén fue que le cobró diez quetzales, en vez de lo acordado, pero tampoco le discutió ya que lo esperó bastante tiempo.

    Decidieron que pagaría a principios de cada mes y también que, en cualquier momento, podrían romper el trato a conveniencia de cualquiera de los dos... En eso fue muy clara Doña Julia, quien, obviamente, era una mujer muy exigente, a pesar de la bondad y simpatía que reflejaba.

    - - - * - - -

    Aprovechando que la lluvia cesó, Rubén decidió ir a dar una vuelta por las cercanías; para así empezar a conocer su nuevo ambiente. De modo que se apresuró a acomodar sus maletas sobre la cama de metal y abrió una de ellas, en donde, sabía, estaban su reloj despertador y un pequeño radio que le haría compañía en las horas de soledad que seguramente le esperaban. De pronto notó que empezaba a oscurecer, así que decidió suspender su tarea y continuarla después de la cena. Sintió un poco de frío, por lo que se quitó el suéter y se puso una chumpa enguatada de los Dodgers; y así salió a las calles de Cobán.

    Hacía frío y se había equivocado: una leve brisa, que en realidad no alcanzaba a mojar, persistía bañando las calles de la ciudad altaverapacense. Ya estaba oscuro. Se emocionó un poco al percatarse de que, esa llovizna, era el famoso Chipi-chipi del que tanto le hablaron. Pero sólo lo disfrutaría un par de minutos más, ya que cesó.

    Al salir de la pensión cruzó instintivamente hacia su mano izquierda. Caminó unos cincuenta metros y, cuando llegó a la esquina, se detuvo unos momentos para decidir cuál sería la dirección que seguiría... Si hubiese tenido tan siquiera la más mínima sospecha de lo importante que resultaría esa decisión, lo hubiese pensado un poco más; pero en ese entonces no se lo pareció y eligió con rapidez. Frente a él vio una calle con una leve inclinación, que se perdía unos cien metros más adelante, debido a que la pendiente se invertía; a la izquierda una calle llevaba hasta lo que, a primera vista, le pareció un campo baldío, pero en realidad era el estacionamiento sin pavimentar del gimnasio que, pudo leer, se llamaba René Aguilar Gutiérrez; se imaginó que iría allí con frecuencia a ver su deporte favorito. Y a su derecha, la calle más extraña que recordaba haber visto: empedrada y de unos cuarenta grados de inclinación, más o menos de sesenta metros de longitud, y tapizada por cientos de pequeñas rocas bien niveladas; en la cima pudo ver lo que le pareció el campanario de una gran iglesia, y eso lo decidió: le asaltó la duda y tenía que resolverla. Lo difícil de la calle no fue un factor que lo ahuyentara sino que, al contrario, le atrajo, como solía sucederle por entonces con casi cualquier reto que se le presentara. Así que comenzó el ascenso. La calle tenía, a sus lados, las húmedas gradas con sus eventuales descansos. Rubén la subió por el centro, sin vacilar, y, en un poco más de un minuto, se encontraba en el mismo centro de la Ciudad Imperial, frente a la iglesia Catedral. Su respiración provocaba grandes evaporaciones interrumpidas sólo por sus inhalaciones. Estaba cansado. Volvió la mirada atrás y supo que el ascenso era tan difícil como parecía, pero, ya en la cima, una sensación de triunfo lo envolvió durante varios segundos; hasta que fue substituida por una mezcla de sentimientos: sorpresa, confusión, duda, enojo... y finalmente sonrió: era el Parque Central: ¡El taxista le tomó el pelo! Lo engañó; le pagó diez quetzales para que lo trasladara un poco menos de cien metros de distancia. Bueno, que le valiera; con eso aprendería a no evidenciar mucho el hecho que era un forastero, para que nadie volviera a aprovecharse de él.

    Rubén dedujo que los cobaneros tenían la costumbre de irse temprano a la cama... en todo el parque sólo pudo ver a dos policías que descansaban apoyados contra una de las barandas de los múltiples jardines que embellecen el lugar. La iglesia estaba a su izquierda, frente a la base del triangular parque; Rubén caminó hacia ella, siguiendo un impulso, y la observó durante un par de minutos desde el otro lado de la calle que pasa frente a ella. Decidió que asistiría a misa siempre que le fuera posible. Continuó andando, alejándose de la iglesia y esquivando las pequeñas colecciones de agua que se habían formado en el suelo. Detrás de él quedó un inmenso kiosco amarillo y rojo, con forma de incensario, que, decidió, subiría alguna vez; pero cuando hubiese más que ver: le habían comentado que en Cobán las mujeres son muy hermosas. Introdujo las manos en los bolsillos y decidió recorrer completamente el parque, por uno de sus bordes.

    En dirección contraria, y completamente en el otro extremo, un par de enamorados se acercaban en su dirección.

    Vio un monumento que le pareció muy gracioso; era de un hombre apoyado sobre un tronco. ¿O era el tronco el que estaba apoyado en el hombre? Identificó una fuente en el centro del parque y prosiguió caminando. Del otro lado, a su izquierda, identificó la plaza donde, a su llegada, se protegió de la lluvia; a su derecha identificó el edificio de la empresa nacional de telecomunicaciones, la Municipalidad y unos columpios semi-destruidos colocados en un pequeño parque aparentemente abandonado; le pareció que era una lástima y se dijo que alguien debería de hacer algo por restaurarlo. También reconoció el lugar, a la distancia, en donde abordó el taxi. Vio un par de autos y decidió saludar a don Chepe, por si todavía se encontraba allí: una pequeña broma, de vez en cuando, no le hace daño a nadie.

    De repente, Rubén vio algo que le revolvió el estómago.

    Uno de los policías, justo cuando la joven pareja que caminaba en dirección a él pasó frente a ellos, le tocó los glúteos a la mujer. Esta cerró los ojos contrariada, miró hacia el cielo, e intentó continuar su camino. Pero su acompañante, al parecer atento a los movimientos de los hombres, se percató de todo e inmediatamente retiró el brazo del hombro de la jovencita, dispuesto a encarar al ofensor. Rubén se detuvo a unos cuatro metros de distancia; le era imposible no presenciar la escena.

    La linda damita, de unos dieciséis o diecisiete años, tiraba del brazo de su novio, no mucho mayor que ella, con la intención de alejarlo del lugar.

    —Vamos Jorge, alejémonos por favor... -la escuchó decir.

    El joven se les quedó viendo con una mirada llena de odio, que reflejaba su impotencia ante la situación; el más joven de los policías, quien provocó el incidente, sonreía en actitud desafiante. El novio empezó a dejarse vencer por la tracción ejercida por su compañera, mientras murmuraba un débil desgraciados... En ese mismo instante, sin ser capaz de contenerse, Rubén se plantó frente a los policías; el muchacho detuvo a su novia y se decidió a presenciar, con cierto alivio, lo que pudiese ocurrir.

    —Creo que le debe una disculpa a la señorita -les dijo casi sin darse cuenta de lo que estaba haciendo.

    Las cuatro personas lo miraban, sorprendidos por su actitud. Algo en la mirada de Rubén le dijo al policía de mayor edad que era mejor evitar un enfrentamiento; se separó

    de la verja mientras se acomodaba el gorro. Ambos tenían aspecto de personas capaces de cualquier cosa.

    —¿Y a mí qué me importa lo que piense usted? -le contestó el joven.

    —No me sorprende, después de lo que acabo de presenciar. ¡Me da asco!

    El policía ofendido se le acercó tanto, que Rubén pudo sentir el horrible aliento que despedía su boca; se alejó haciendo un gesto de desprecio, y estaba dispuesto a hacerle un comentario al respecto, cuando intervino el compañero.

    —Oiga amigo. No sé qué se cree, o lo que pretenda, pero a menos que lo que busque sea que le rompan la cara, le aconsejo que se largue de aquí y no se meta en lo que no le importa.

    El otro se le volvió a acercar, mirándolo con odio. Rubén lo detuvo a unos pocos centímetros de distancia, extendiendo su brazo derecho.

    —Cualquier cosa que me quiera decir, le voy a agradecer mucho que me lo diga desde allí... la trompa le apesta como si se hubiera tragado un ratón putrefacto..

    El otro policía casi ríe al escuchar esas palabras, pero el otro le respondió a Rubén con un empujón tan violento que por poco lo tumba; trastrabilló hacia atrás un par de metros. En ese momento la jovencita soltó el brazo de su novio y se acercó al desconocido que la defendía.

    —Por favor... váyase. Le agradezco mucho lo que hace pero usted no los conoce... Mejor váyase antes que se meta en problemas.

    Rubén la miró detenidamente. Era preciosa; sus ojos celestes lo cautivaron de inmediato. No merecía una ofensa así. Pero después de todo, se dijo: ¿Qué podía hacer ante gente como ésa? ¿Y su novio? ¿No era él quien supuestamente debería de

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