Bebé vampiro
Por Nadine Lifschitz
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Los cuentos de este libro están protagonizados por mujeres que habitan el destino echado de antemano. Esperan su golpe y, sin embargo, buscan: dinero, respuestas, chismes, sustancias, treguas en sus vínculos. Por momentos, un breve fulgor -la posibilidad de una salida- ilumina estos ocho relatos, centro y periferia se mezclan, los personajes se dan otros nombres, se dan otras vidas, nacen, impostan, juegan. Finalmente, se preguntan con la lucidez de lo fatal: "Suerte, ¿para qué?".
En los cuentos de Bebé Vampiro lo quebrado está a la vista y brilla. La narrativa de Nadine explora con pulso, piedad y humor zonas amargas, ocultas y condenadas. Como una practicante del arte del Kintsugi, construye sus historias sobre los rastros, las fallas y las heridas. Ese relieve es su andarivel" (Cecilia Fanti).
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Bebé vampiro - Nadine Lifschitz
Lifschitz, Nadine
Bebé vampiro / Nadine Lifschitz. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Concreto Editorial, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-631-90494-0-4
1. Narrativa. 2. Cuentos. I. Título.
CDD A863
© 2020, Nadine Lifschitz
© 2020, Concreto Editorial
Maure 4109
(1427), CABA, Argentina
editorial.concreto@gmail.com
concretoeditorial.com.ar
Edición Afri Aspeleiter / Catalina Reggiani
Diseño de tapa / maquetación Afri Aspeleiter
Fotografía de tapa Archivo familiar
Corrección Catalina Guerrieri
Texto de contratapa Cecilia Fanti
ISBN 978-631-90494-0-4
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BEST FRIENDS FOREVER
Vivi entró al colegio en segundo grado. Ella era china y yo, judía. No había en todo el grado otro chino u otro judío, así que, sin mediar palabras, sobre todo porque ella no podía pronunciar ninguna, nos hicimos amigas.
Vivi era la hija del chino del almacén de Roseti. Todos los días llevaba al colegio dos latas de Coca-Cola y dos obleas Bon o Bon que compartía conmigo. Mi nueva amiga no solo significaba dejar de sentirme un bicho raro, sino también reemplazar el té dulce y el pan sin gusto de cada mañana.
El Dr. Luis Agote era un colegio chico, típico de barrio. Un primer grado, un segundo, un tercero, un cuarto, un quinto, un sexto y un séptimo. No era el único colegio al que yo iba, pero era en el que peor la pasaba. A la mañana al Agote y a la tarde al Scholem. En el de la mañana, mis compañeros me veían como una nena bien porque veraneábamos en Necochea. En el de la tarde, como una nena más o menos que solo iba medio día al colegio privado y que nada de Disney, aun en los gloriosos noventas. Lo peor de asistir a dos colegios todos los días era explicarle a la gente por qué iba a dos colegios todos los días.
Había aprendido la respuesta que escuchaba decir a mi mamá cada vez que preguntaban: Es para tener las dos educaciones, la pública y la privada
. Pero la verdad era otra. Siempre sospeché, y luego me lo confirmaron los años, que iba a dos colegios porque mi mamá no podía pagar la cuota de jornada completa del Scholem y, sin embargo, no quería resignar la educación judía de su hija.
Cada día me despertaba a las ocho de la mañana lamentando el hecho de existir. Se me notaba, sobre todo, en el aspecto desastroso que protagonizaban las ojeras oscuras, el pelo despeinado y el guardapolvo siempre mal abrochado. Odiaba el Agote. Odiaba el patio de cerámicos que resbalaba y supo provocarme más de un chichón. Odiaba el frío que hacía en las aulas en invierno y el calor insoportable del verano que no se combatía ni con ventiladores. Odiaba la formación en la que cantábamos Aurora y el himno. Y odiaba, sobre todo, a mis compañeros. A todos, hasta que llegó Vivi.
Durante todo segundo, Vivi solo habló conmigo. Cuando la seño le preguntaba cosas, ella me decía la respuesta al oído y yo la decía en voz alta frente a toda la clase. Si alguno de nuestros compañeros la molestaba, yo la defendía y si alguno me molestaba a mí, yo lo miraba indiferente y me iba con ella a jugar con las figuritas que traía, también del almacén.
Lo primero que supe de ella fue que era más grande, pero que la habían puesto en segundo grado porque no sabía nada de castellano y que no la habían mandado a primero porque era muy buena en matemáticas. Lo segundo fue que su nombre no era Vivi, que ese lo había elegido ella misma de una lista de nombres que alguna vecina le acercó apenas llegaron al barrio. En algún momento yo también había elegido mi propio nombre. La diferencia era que al mío lo elegí de una lista de nombres en hebreo que me acercó una de las maestras del Scholem preocupada porque la mayoría de mis compañeros sí tenía uno y yo no. Algunos, de hecho, lo tenían en el documento porque su nombre en castellano y en hebreo era el mismo. Yo elegí Ieudit
sin pensar en su significado. Definitivamente, mujer judía no era algo que me representara a los cinco años.
Cada tarde, cuando volvía del Scholem, pasaba por lo de Vivi. Como el almacén cerraba entre las dos y las cinco, teníamos un rato para jugar con la caja registradora y todo el lugar. Mi momento favorito era cuando me tocaba ser vendedora. Pasaba los paquetes de galletitas por el lector de código de barras, tocaba todos los números de la calculadora y le explicaba a Vivi que no le podía fiar, aun sin saber lo que significaba.
Los días que no jugábamos en el almacén nos tirábamos en el jardín de mi casa a charlar. Le interesaba todo de mí y a mí me encantaba contarle historias que exageraba siempre. Era como un diario íntimo viviente. No me cuestionaba y me creía todo.
Su vida era distinta a la mía. Se limitaba al colegio del barrio y al almacén. Y a China, claro, ese lugar que ella extrañaba tanto y al que añoraba volver. China, pensaba yo, era casi otro planeta donde la gente tenía la cara distinta, el idioma era distinto y el olor era distinto. Vivi olía a almacén. Más de una vez traté de explicárselo, como a una mezcla entre galletita dulce, alga y humedad. Pasó el segundo grado y