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La hora rosa
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Libro electrónico190 páginas2 horas

La hora rosa

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En medio de los años sesenta en un pueblo remoto, dos familias se encuentran viviendo la prueba más fuerte de su vida. Una chica enamorada, un joven despreocupado, una madre calculadora, un sacerdote cómplice y una curandera vengativa se reúnen en una serie de circunstancias que se irán entrelazando para tratar de mantener el honor y el buen nombre familiar. Solo durante La hora rosa se conocerán los secretos que Cecilia guarda en lo más hondo de su corazón.

 

Marycarmen Creuheras 
(Culiacán, 1960)

Madre y Orientadora Familiar. Tiene una Maestría en Matrimonio y Familia, por la Universidad de Navarra. Ha dedicado su vida a su familia y a impartir cursos en empresas y escuelas sobre educación familiar. Ha participado en radio y televisión, y ha sido columnista en periódicos locales. Siendo una apasionada lectora decidió escribir su primera novela: La hora rosa. 

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 may 2024
ISBN9798224198511
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    La hora rosa - Marycarmen Creuheras

    Primera parte

    I

    Dicen que todas las personas tienen secretos.

    Y esta familia no será la excepción.

    Cosas que se cree que quedan ocultas y son cubiertas por el polvo del tiempo, durmiendo un sueño catatónico. Pero esos secretos algún día despiertan por la curiosidad de alguno de sus descendientes que se pregunta por qué siempre existen cosas que no se acaban de entender con claridad.

    No importa cuántos años hayan transcurrido, esa curiosidad se va permeando en las siguientes generaciones y pasa como un leve suspiro levantando el polvo del olvido para despertar y ocasionar conmoción dentro de esa familia tan correcta y de principios tan arraigados. Nada ni nadie podía suponer que existiera algo así.

    ¿Qué sentirán los muertos al haberse descubierto aquello que con tanto cuidado vivieron ocultando?

    ¿De nada sirvió toda una vida de zozobra al ocultar tan escandalosa verdad?

    Pobre Cecilia, nunca imaginaste que tu secreto quería ser develado muchos años después. Dicen que los muertos no tienen miedo, que su sueño eterno está exento de cualquier sentimiento o culpa.

    Pero ¿podrás seguir descansando en paz? O tu ánima empezará a deambular entre tus descendientes para tratar de ocultar lo bien guardado y tu memoria se verá mancillada por aquellos que nunca comprenderán lo que sucedió de verdad. Tus conocidos también ya se han ido; sin embargo, tu reputación se deshace como una tela que sale a la luz después de años de estar bajo tierra, se desbarata con el simple contacto del aire, de la respiración ansiosa de quien la encuentra.

    ¿Por qué ahora?

    ¿Por qué te hacen regresar de tu sueño sereno que te dio el saber que te llevabas tu secreto hasta la tumba?

    ¿Por qué revivir ese pasado?

    ¿Cómo lograron saber la verdad?

    ¿En qué te equivocaste?

    Creíste que no habías dejado cabos sueltos y que jamás se descubriría nada.

    ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Cómo pudieron descubrirlo?

    La fría lápida que te cubre se empieza a sacudir por el miedo que recorre tu cuerpo inerte. Ese miedo que te mantuvo siempre alerta a cualquier atisbo de sospecha de verte descubierta y creíste que jamás lo volverías a sentir. Ese miedo aunado al sentimiento de culpa de haber mentido durante toda tu vida ocultando una verdad que despertaría el desprecio de tus familiares y amigos. No puedes detener el temblor y el escalofrío que recorre tu cuerpo, un frío helado que no es producto de la muerte que te hizo descansar. Es una llama helada que te ha hecho regresar para convertirse en un alma insegura y que deambulará entre los que escudriñan tu vida.

    A ti, Cecilia, que viviste con tanto amor en tu corazón, te dedico esta narración. Trataré de ser justo en mi relato al contar tu secreto y te aseguro, sin temor a equivocarme, que se revelarán más secretos que harán que tu memoria se limpie y puedas regresar a descansar en paz en tu sepulcro el sueño de la eternidad.

    II

    Cuando se tiene que contar una historia uno se pregunta por dónde empezar. La respuesta inmediata es comenzar por el principio, y así lo haré.

    En El Real, pueblo metido en lo alto de las montañas, se respira un ambiente tranquilo y el tiempo parece detenerse en el pasado. Sus habitantes llevan varias generaciones establecidas ahí, y son muy pocos los fuereños. Todos se conocen, sin embargo, el poder adquisitivo señala el grupo de familias con las que se puede convivir. Es un pequeño poblado de costumbres muy arraigadas y muy exigente en el cumplimiento de sus celebraciones religiosas.

    Eran principios de mayo, el mes que se llena de flores y el aire ya tiene ese olor dulzón y a la vez fresco. Sus calles son empedradas y las fachadas de las casas están pintadas de varios tonos de amarillos y naranjas. Pocas cosas importantes suceden en El Real.

    Cecilia y sus hermanas ya están listas para ir a la iglesia a llevar flores a la Virgen. A sus dieciséis años, no se siente una jovencita, no percibe que su cuerpo ha cambiado y que sus curvas atraen a más de uno. La transformación de su cuerpo es una muestra de que se ha convertido en mujer, aunque ella quiera seguir siendo niña. Su madre le ha dicho que ese vestido ya le queda pequeño y ella se ha empeñado en ponérselo, es de encaje y el encaje es una de sus debilidades. El vestido resalta sus pechos como pequeños y firmes duraznos, que son la muestra de que se está haciendo mayor.

    Como lo hacen cada año, es una tradición asistir a la Iglesia de la Inmaculada, y todas las niñas del pueblo se forman vestidas de blanco con una azucena en la mano. Cecilia es una de ellas. No es muy alta, así pues, aunque sea mayor no se destaca de otras que son un par de años menores que ella. Los devotos cantan canciones, que saben de memoria, de manera desentonada. Eso no impide que la exaltación y la fe decaigan.

    Entre los asistentes se encuentra Felipe Camacho. Las dos familias, la de Cecilia y la de Felipe, son amigas desde la juventud. Los padres de ambos, Luis Camacho y Francisco Arteaga, estudiaron en la misma universidad en la capital; compartieron vivienda por varios años hasta que Francisco fue a trabajar como ingeniero en la constructora de la presa en El Real, mientras Luis continuaba sus estudios de medicina. Carmina es de El Real, desde siempre, generación tras generación. Cuando a Francisco le ofrecieron trabajo en la presa no lo dudó ni un segundo. Convencieron a Luis de que se convirtiera en el médico del pueblo, y fue aceptado rápidamente por ser recomendado de Carmina, originaria de ahí.

    La madre de Felipe, Totita, le ha pedido que acompañe a su hermanita Julia, que es seis años menor que él, a la ceremonia de la Virgen. Ella padece una dolencia y su esposo le ha dicho que guarde reposo. Y ¿cómo no obedecer a tu esposo que además es tu médico? En esa época, así se describían todas las enfermedades femeninas: un simple cólico menstrual, una diarrea o un aborto espontaneo. Las dolencias eran la única información que se daba cuando alguien se enfermaba. Y, sobre todo, las mujeres.

    Julia se forma delante de Cecilia, y Felipe no puede dejar de mirarla. Nadie se da cuenta que no está viendo a su hermana, sus ojos están fijos en los pechos de Cecilia. Ella siente la mirada y voltea a ver a Felipe, se conocen desde pequeños. Para ella es la primera vez que siente la mirada de un hombre, y el deseo que puede llegar a despertar. Su cuerpo es recorrido por una descarga eléctrica que llega hasta su vientre y su pecho hace que sus pezones se pongan firmes. No debería de haberme puesto este vestido, piensa. Le da vergüenza que se note lo que su cuerpo acaba de sentir y no quiere que nadie lo note. Su devoción se ve nublada por esas sensaciones que recorren su cuerpo y que nunca había sentido. Las orejas se le ponen calientes y del color de las pitahayas. Se lleva la mano a las orejas procurando cubrirlas con su cabello negro. Un cabello muy brillante de caída pesada. Ni un solo rizo. Baja los párpados y trata de volver a concentrarse en la devoción que siempre ha tenido y que en estos momentos se ha visto nublada por sus sensaciones. No se acuerda de la letra de las canciones. Se le acelera el pulso. Quiere volver a mirar a Felipe, le da vergüenza. Su cuerpo quiere volver a sentir ese deseo en la parte baja de su vientre.

    —Camina, Cecilia, no te quedes ahí pasmada —le dice su amiga Olivia, mientras le da un pequeño empujón en la espalda.

    Olivia y Cecilia son muy amigas desde pequeñas, no hay secretos entre las dos. Cecilia camina hasta el frente y deja su flor dentro del florero delante de la imagen, sigue a las demás niñas y va a situarse junto a sus hermanas y su madre que se encuentran sentadas en la banca delante de Julia y Felipe. Mi madre tenía razón, no debí ponerme este vestido, piensa. Siente que los ojos de Felipe lo traspasan, pero no solo la asusta, también le gusta. Está desconcertada. Eso no lo debe de sentir una mujer, eso son cosas malas. Pero qué bien se siente, concluye en su interior. «Todo lo que causa placer es pecado», repetía su madre en muchas ocasiones, «debes de controlarte siempre. Una mujer decente no tiene pensamientos pecaminosos». Pero estas sensaciones son increíbles, no pueden ser malas. ¿Qué tiene Felipe que hoy me provoca esto? Nos conocemos de siempre, y nunca me había sentido así.

    —¿Ya te fijaste cómo te ve Felipe? No te quitaba los ojos de encima —dijo Olivia en el oído de Cecilia mientras reía discretamente—. Lo dejaste hechizado.

    —¡Shhh, cállate, Olivia! —respondió Cecilia disimulando enojo, y sus mejillas la delataron poniéndose rojas otra vez.

    Isabel escuchó lo que dijo Olivia y con poco disimulo giró la cabeza para mirar a Felipe. Cecilia le dio un codazo a su hermana para hacerla mirar hacia el frente.

    —¡Ay!, me lastimas —chilló Isabel.

    —Guarden silencio y compórtense o las voy a castigar —dijo Carmina en voz baja y su mirada confirmaba que lo haría.

    Las dos hermanas se sentaron muy rectas de espalda y pusieron las manos sobre sus muslos mientras se miraban de reojo y aguantaban una sonrisa. Cecilia recordó como la veía Felipe y volvieron todas las sensaciones a recorrer su cuerpo. Perdóname, Dios mío, por sentir esto y aquí en tu casa, no lo puedo evitar.

    Mientras tanto Felipe daba gracias a Dios y a su madre por haberlo mandado a acompañar a su hermana. Eso de dar gracias era toda una contradicción para él, ya que cada vez le costaba más trabajo asistir a la iglesia. Desde luego que sus padres eso no lo sabían, provocaría un escándalo familiar y social. Estaba a unas semanas para partir a la capital a estudiar su carrera y haría lo que quisiera. Ahora veía a Cecilia por detrás y sus nalgas se le antojaban. Antes solo había visto a Cecilia como una niña flacucha, con lindos ojos, pero nada interesante. Hoy le provocaba deseo y le gustaba mucho. Qué buena estas, Cecilia, no te me vas a escapar.

    Cecilia sería para él, no le cabía la menor duda.

    III

    —¿Qué haces, Felipe? —preguntó Totita a su hijo—. ¿En qué piensas?

    —En nada, mamá. ¿Por? —respondió mientras soltaba una bocanada de humo.

    —Te veo absorto en tus pensamientos y no me gusta que andes de ocioso —dijo con firmeza— ¡Esta juventud que no sabe tener la mente ocupada y siempre está en la luna! —Continuó haciendo movimientos con las manos y levantando la mirada hacia el cielo—. Ponte a preparar tus cosas para dejar la habitación lista antes de irte a la universidad, vas a estar muchos años fuera y no quiero que me dejes un tiradero, debe de quedar como Dios manda, y poderse asear para cuando vengas a visitarnos. Guarda las cosas que quieras conservar y tira lo que ya no vayas a necesitar. ¡Ya eres un adulto, Felipe! Esta casa no es bodega. —Luego cambió el tono de voz—. ¡Ay!, qué orgullosa me siento que seas tan guapo, formal y estudioso. —Suspiró—. Te voy a extrañar, mijito. —Terminó diciendo mientras le daba un beso en la frente, y dándose la media vuelta lo dejó solo.

    Totita era una mujer sencilla, de maneras amables, pero firme en sus convicciones. Cuando se trataba de dar órdenes a su hijo, era de empezar y no parar hasta que consideraba que lo había dicho todo. Hablaba con rapidez y sin parar hasta que se quedaba sin aire. Inevitablemente, terminaba su perorata con una frase cariñosa. Era una madre muy orgullosa de su hijo: Felipe Camacho. Sentía que se inflaba su pecho como un pavo real cuando al ir por la calle las jovencitas lo miraban y más de alguna de sus amigas anhelaba convertirse en su consuegra. Fue una buena idea venir a vivir aquí, Carmina ha sabido ser una buena amiga y las dos somos las damas más prestigiadas del pueblo, pensaba y suspiraba con orgullo.

    Felipe se levantó de la escalinata que estaba afuera del porche de su casa mientras apagaba su cigarro. Se fue caminando hacia su habitación, lo último que iba a hacer era ordenarla. Se dejó caer sobre la cama y continuó pensando en Cecilia, en lo guapa que la vio en la iglesia y la excitación que le provocó. Apretó su entrepierna con la mano. Sintió su firmeza. Le gustaba sentir esa sensación de deseo cuando pensaba en alguien que todavía no era de él. Tenía que ser muy discreto, nadie podía darse cuenta del deseo que sintió por ella. Entre los Arteaga y los Camacho existía un código de honor. Era impensable que alguno de sus miembros pudiera hacer algo que ofendiera a la otra familia. Habían crecido como primos, jugaban y se molestaban como tal. ¿En qué momento cambió Cecilia de esa manera?, se preguntaba. Lo único que le interesaba era poseer a Cecilia. Qué rica se ve, sus deseos aumentaban.

    Felipe

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