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Asombro: Mi viaje a través de la naturaleza
Asombro: Mi viaje a través de la naturaleza
Asombro: Mi viaje a través de la naturaleza
Libro electrónico495 páginas3 horas

Asombro: Mi viaje a través de la naturaleza

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Información de este libro electrónico

¿Qué sucede cuando el mundo se detiene repentinamente tal como lo conocemos? En mayo de 2020, mientras el planeta se hundía en una cuarentena global, mi vida dio un giro inesperado. Lo que comenzó como un viaje obligado por la necesidad se convirtió en una exploración profunda que me llevó a adentrarme no sólo en los lugares más remotos y bellos, sino también en mi mundo interior.

 

Mientras recorría más de 120.000 kilómetros por las carreteras solitarias de Estados Unidos, se abrió ante mis ojos un paisaje nuevo e incierto. En medio de momentos de dolor, soledad y transformación, encontré consuelo en la suave caricia de las olas en las playas vacías, me estremecí ante los cielos llenos de estrellas y en los desiertos cubiertos de hielo. Descubrí los sutiles matices de las mañanas envueltas en rocío y las aves más hermosas escondidas en los santuarios de manglar.

 

A pesar de tener más de cuarenta años de experiencia en fotografía, mis cámaras podían capturar luces y colores, pero no podían transmitir las emociones que evocaron estos caminos. Por eso en ASOMBRO, mis imágenes no están solas; ellas viajan acompañadas de mis palabras y de mis historias.

 

Longitud aproximada de impresión: 545 páginas

El libro cuenta con casi 300 imágenes de alta resolución y cientos más en las galerías digitales de cada capítulo.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 abr 2024
ISBN9798224866342
Asombro: Mi viaje a través de la naturaleza

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    Asombro - Victoria Restrepo

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    Copyright © 2023 by Victoria Restrepo Duperly

    All rights reserved.

    No portion of this book may be reproduced in any form without written permission from the publisher or author, except as permitted by U.S. copyright law.

    Copyright © 2023 por Victoria Restrepo Duperly

    Reservados todos los derechos.

    Ninguna parte de este libro puede reproducirse de ninguna forma sin el permiso por escrito del editor o autor, excepto según lo permitido por la ley de derechos de autor de EE. UU.

    Contents

    Epígrafe

    Dedicatoria

    Agradecimientos

    Introducción

    1.Una aventura no planeada

    2.La naturaleza era un juego de niños

    3.El inicio del viaje

    4.Se puede vivir de otra manera

    5.Las plumas del sombrero

    6.Las tormentas tropicales

    7.Coleccionista de imágenes

    8.Entrando en las aguas de los bosques inundados

    9.¿Puedo vivir así cada día?

    10.Los tonos infinitos del otoño

    11.La tierra del sol del mediodía

    12.El camino de las montañas doradas

    13.Tejiendo mis recuerdos

    14.Los matices de la luz

    15.Un mundo de hielo

    16.Los caminos de colores

    17.El hogar del caracol

    18.Las máquinas suaves para matar pollos

    19.Mi encuentro con estado de la estrella solitaria

    20.Las mágicas montañas de Colorado

    21.Sinfonía de colores

    22.Las dunas de color rosa y coral

    23.Los desiertos cubiertos de nieve

    24.Lagos, hielo y sal

    25.El asombroso mundo de las rocas

    26.Las pátinas del tiempo

    27.El Valle de la Muerte

    28.El desierto viviente

    29.Fiebre de primavera

    30.Las costas envueltas en bruma

    31.Los bosques donde habitan los gigantes

    32.Ríos turquesas y volcanes agrestes

    33.La cordillera de las cascadas

    34.Los bosques de lluvia y niebla

    35.Las mareas prodigiosas

    36.La magia del agua

    37.La vida salvaje en los glaciares

    38.El camino hacia el sol

    39.El solsticio de verano

    40.El regreso

    Epílogo

    Aprendí a atrapar la esencia de los bosques, a buscar las gotas de rocío sobre el musgo, a acariciar la superficie lisa y tibia de las rocas de mil colores y a buscar los carámbanos brillando entre los ríos de hielo. En la soledad de mi viaje, recorrí los parques nacionales de los Estados Unidos descubriendo con asombro lugares tan remotos y sorprendentes, que nunca habría podido imaginarlos. Envuelta en la lluvia, en los amaneceres luminosos, en las noches estrelladas y en el transitorio mundo de las estaciones, encontré un camino resplandeciente e infinito. Mis cámaras podían captar la luz y los colores, pero no podían narrar las emociones que me despertaron esos senderos. Por ese motivo, mis imágenes no van solas, ellas viajan en compañía de mis palabras y de mis historias.

    Victoria Restrepo

    A Carolina, a tu lado escribí y edité este libro, pero volaste muy pronto, sin haberlo leído.

    Agradecimientos

    A mi maravillosa familia y especialmente a mis hijos, quienes me apoyaron en los tiempos más difíciles y me dieron la confianza para embarcarme en mi aventura. Ellos me acompañaron en algunos tramos del viaje, llenando de alegría mis momentos de soledad. Juan Ricardo y su esposa Kathy con sus llamadas cotidianas y su amor, sin importar la distancia y la diferencia de horarios. Claudia y Pepe me inundan el corazón con su dulzura; su apoyo fue determinante para atravesar los pasajes difíciles donde me hubiera abstenido de caminarlos sola.

    A Cristina con sus visitas maravillosas y su alegría desbordante, a pesar de la fractura de su pie saltando en el desierto, que la obligó a viajar conmigo más tiempo de lo que había pensado. A Martín, quien me acompañó en los trayectos más largos y en las montañas más altas; su ternura y amor, su música y sus sueños han sido apoyo e inspiración. A Carolina, mi hija del alma y sus hijos Leila y Oliver, mis juguetones duendecillos quienes caminaron conmigo en el Olympic National Park y con quienes, en medio de las lágrimas, comparto mi vida mientras escribo estas páginas.

    A mis otras hijas de la vida: Mónica y sus hermosos hijos, Simón, Emma y Annie, quienes siempre están presentes en mi vida. Laura, fotógrafa, documentalista y viajera de tiempo completo, quien fue la mejor compañía para hablar, reír y escuchar historias en los largos trayectos de las Smoky Mountains. Ella siempre ha sido y será un regalo inesperado, que aparece y desaparece como una estrella fugaz. Andrea y Susana, con quienes vivimos dolores y amaneceres, lágrimas y sueños. A Catalina quien creció a mi lado en sus primeros años y la vida nos permitió reencontrarnos como adultas con muchos sueños e intereses en común.

    A Leonardo, quien me ayudó y enseñó a editar y me acompañó en el proceso de escribir y darle forma a este sueño. A mi amiga María Cristina, quien leyó y releyó mis capítulos y siempre tuvo palabras de aliento y ánimo. A Álvaro y Juanita quienes siempre me abren las puertas de su amistad y de su casa cuando necesito reposar de mi vida nómada.

    Introducción

    Al mirar atrás después de conducir por más de 120.000 kilómetros por las carreteras desiertas y muchas veces inhóspitas de los Estados Unidos durante los tiempos de la pandemia de Covid-19, siento que esta ha sido una de las experiencias más apasionantes y enriquecedoras de mi vida. Este viaje no fue planeado y me llegó de una manera insólita, en uno de los momentos en los que la población mundial se encerraba en una cuarentena de muchos meses. Yo empaqué mis pocas pertenencias en el auto y comencé a conducir a través de las montañas, ríos, valles, desiertos, volcanes, playas y glaciares, recibiendo cada día como un regalo maravilloso y deslumbrante.

    Este mapa general muestra unos puntos de lo que fue mi recorrido

    Este mapa general muestra unos puntos de lo que fue mi recorrido

    Mi viaje lo inicié en el punto A, en el área metropolitana de la ciudad de Washington. El trayecto inicial fue hasta el punto B en la ciudad de Saint Petersburg en la Florida. Luego viajé al norte a través de los montes Apalaches hasta el estado de Maine cerca de la frontera con Canadá, en el punto C. Regresé al sur y desde el punto B viajé a la ciudad de Kanab en Utah, en el punto D y la ciudad de Salt Lake City, punto E. Recorrí los desiertos hasta llegar al sur de California en el punto F y de allí lentamente fui hacia el norte a la Ciudad de Seattle en el estado de Washington, punto G, donde comencé mi regreso hacia el Este, hasta volver al lugar inicial en el punto A.

    Potomac, marzo 2020 arreglando la casa antes de salir

    Potomac, marzo 2020 arreglando la casa antes de salir

    Unos años antes, cuando mis papás murieron, tuve que asumir la penosa tarea de desmantelar la casa en la que ellos vivieron. Encontré colecciones de cosas inútiles y absurdas que mi mamá guardó con esmero, por si algún día se pudieran necesitar. Cajas llenas de objetos que sólo tuvieron importancia para ellos en algún momento de su vida. Trocitos de tela doblados con cuidado, tornillos oxidados, navajas sin filo, collares sin broche, sombreros y guantes que sólo se usaron en el trópico cuando la moda los impuso. Enciclopedias, recortes de periódico y revistas con información tan anticuada, que nadie les echaría una mirada en el futuro.

    Porcelanas rotas, porque era triste ponerlas en la basura, recibos amarillentos con más de seis décadas que comprobaban un pago que se le hizo al carpintero por una mesa que ya no existía. Mientras hurgaba en sus cajones y descubría sus secretos más íntimos, entendí que lo que en realidad era importante y lo que sí podía trascender, eran sus cartas de amor. Cartas de amor de sus padres, cuando ellos eran niños; cartas de cuando descubrieron el gozo de enamorarse y de cuando compartieron la felicidad de traer el mundo a sus hijos; y también cartas con lágrimas secas en el papel, cuando supieron que algún día la muerte los podría separar. Todas esas notas que ahora no se escriben porque los mensajes de texto hacen efímeros los sentimientos, fueron el tesoro más valioso que ellos dejaron y tal vez por eso, estoy ahora escribiendo. Porque lo que no se escribe, desaparece en el olvido.

    1

    Una aventura no planeada

    El día que se colocaron los avisos de venta de mi casa se decretó la pandemia. Fui ingenua, como todos, al pensar que la cuarentena sería un evento pasajero. Asumí que este virus sería contenido y eliminado, pero no fue así. Para mi sorpresa, la casa se vendió en menos de una semana y aunque en un sentido fue una buena noticia, me encontré sin un lugar dónde vivir. Los planes que había preparado y que fueron factibles antes de la cuarentena quedaron eliminados, sólo sabía que tenía un par de semanas para salir y para darle sentido a las pocas opciones que me quedaban.

    La vida que conocía se me escapó en un instante. Con impotencia comprendí que no podía cambiar ni detener los acontecimientos que me arrastraban a un futuro desconocido e incierto. De repente, y cuando menos lo esperaba, en el lapso de tres años mis padres murieron, mis hijos crecieron y volaron tras sus sueños y a comienzos del 2020, mi esposo escogió su propio camino.

    Nunca pensé que terminaría viviendo sola, o tal vez sí, pero al final de mis días, no cuando sentía que todavía estaba en la mitad de mi vida y tenía tantos deseos de vivir y disfrutar. Mi casa, la que por tantos años estuvo llena de niños, risas y música se quedó sin vida y sus habitaciones vacías sólo me recordaban que debía ponerme en marcha.

    Sabía que no era el momento de hacer planes a largo plazo, necesitaba ir paso a paso y organicé una rutina interminable de limpieza, de trayectos al basurero y a los centros de donaciones y de reciclaje. Cambié con mis propias manos las cerraduras, lámparas y pisos, pinté con frenesí paredes, puertas y techos para no pensar, para no llorar. Lo único que tuve claro en ese momento es que adonde fuera a ir, tendría que ir ligera de equipaje.

    Mientras revisaba mis pertenencias tenía la certeza de que los objetos que yo misma había atesorado habían perdido su valor, y esto me dio la fortaleza para deshacerme de ellos. Muebles, juguetes y fotografías, trofeos, diplomas, balones, dinosaurios y muñecas, en un desfile interminable, se llevaron entre mis lágrimas los trozos de una vida que ya había desaparecido. Mi futuro era tan incierto que no lograba vislumbrarlo. Un manto blanco cubría mis ojos cuando trataba de encontrar respuestas y me era imposible darle algún tipo de sentido a ese mundo que se desmoronaba.

    Al final, la casa vacía me fue llenando de paz. Fue un sentimiento inesperado, a la vez extraño y maravilloso. Sólo tenía una colchoneta sobre el piso, una orquídea florecida y dos libros al lado de mi almohada. Ese día me di cuenta de que ya no había marcha atrás. Hasta ese momento, los cambios habían ido llegando a mi vida y había tratado de fluir con ellos, pero de ahí en adelante entraría en un torbellino que me llevaría a vivir de una manera que nunca había imaginado.

    La casa vacía me fue llenando de paz

    La casa vacía me fue llenando de paz

    Sigue el enlace para acceder a la galería de imágenes:

    https://vrestrepo.com/book-gallery/una-aventura-no-planeada

    2

    La naturaleza era un juego de niños

    Cuando yo era pequeña pasé muchas horas escondida en una gran planta de bambú jugando a las muñecas o dibujando. Era mi palacio de los sueños, al que sólo yo tenía acceso, porque únicamente alguien de mi tamaño podía deslizarse entre sus apretadas cañas. Entrar allí era trasladarme a un lugar asombroso, donde el suelo tapizado de hojas secas crujían bajo mis pies y los verdes y brillantes tallos brotaban buscando la luz. La densa cúpula de hojas largas y delgadas filtraban los rayos del sol mientras la brisa las arrullaba produciendo un leve y rítmico murmullo. Dentro de mi bambú vivían tantas aves que me era imposible escuchar los sonidos del mundo exterior. Sólo sus cantos, el viento y los estridentes sonidos de las cigarras acompañaron mis juegos. En esa época nunca supe lo afortunada que era de tener ese maravilloso lugar para jugar. Muchas de las aves que anidaban allí eran tan cotidianas para mí que, años más tarde, cuando comencé a viajar y me di cuenta de que no existían en otros lugares, me quedé sorprendida.

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    Mi precioso palacio verde estaba localizado en un valle entre las montañas de los Andes de Colombia. Allí mi mamá cultivaba con paciencia y amor su jardín de flores, donde venían a revolotear y a alimentarse muchas especies de colibríes y donde la florescencia de los guayacanes que se presentaba dos veces al año llamaba a las aves migratorias a libar entre sus fragantes y doradas flores amarillas.

    Crecí en un lugar mágico entre flores y pájaros

    Crecí en un lugar mágico entre flores y pájaros

    En esos primeros años tuve muchas experiencias que fueron gestando mi amor por la naturaleza. Mi mamá creó para mis hermanos y para mí, un sorprendente museo de frascos de mermelada y mayonesa. Allí germinamos fríjoles sobre una capa húmeda de algodón, donde las raíces rompían la semilla, el tallo comenzaba a crecer y los mágicos zarcillos se enrollaban como pequeños resortes, buscando donde apoyarse. Las hojas iban brotando una a una, luego venían las diminutas flores y las abultadas vainas verdes y lustrosas. Otros frascos servían de vivienda temporal a las hormigas donde, a través del vidrio, podíamos ver extasiados cómo cargaban sus huevos y alimentos por los túneles que construían. También teníamos una colección de orugas a las que alimentábamos con sus hojas favoritas hasta que construían las crisálidas. Cada día las vigilábamos emocionados, esperando el momento en que rompían sus diminutos sacos y las frágiles mariposas con sus alas todavía húmedas se preparaban para volar. Íbamos a un lago cercano a pescar los huevos de ranas y sapos y veíamos salir los diminutos renacuajos que desarrollaban una a una sus patas y perdían la cola, y cuando terminaban su metamorfosis los llevábamos de regreso al lago.

    Aún puedo sentir la hierba húmeda bajo mis pies descalzos, mientras correteaba tratando de atrapar las luciérnagas luminosas, antes de que desaparecieran en la oscuridad. Y puedo verlas brillando entre mis dedos, mientras las colocaba con mucho cuidado en un frasco cubierto con un pedazo de tela y una banda elástica. Corría con ese fantástico farol que titilaba con su luz fosforescente hasta llegar a los brazos de mi abuelo, quien me pagaba un centavo por cada una, antes de soltarlas de nuevo en el jardín.

    Esas primeras experiencias dejaron una huella profunda en mi vida y nunca pensé que muchos años más tarde serían las que me rescatarían del caos, me impulsarían a dedicar la totalidad de mi tiempo al contacto estrecho con la naturaleza y serían un bálsamo para mi corazón roto. Hay relaciones que se rompen porque se acaba el amor, estas son más fáciles de superar, pero en mi caso no fue así. Mi pérdida fue profunda y dolorosa y la tristeza me inundó, creando una herida que no sanaba y que no podía arrancar de mi mente. Sentí que era algo que tenía que vivir yo sola y por dentro, que no podía expresar, porque la pérdida de una relación lleva implícito el fracaso, la culpa y la equivocación. Es algo que debe esconderse, que no tiene un duelo hacia afuera, como cuando alguien fallece, sino que, por el contrario, debe cargarse a escondidas porque es un dolor molesto y del que no se habla.

    Al remolino de emociones con las que dejé mi vida anterior, en las que la pérdida de mi relación de pareja fue la más dolorosa y la que desencadenó todas las demás, se sumaron el perder a mis amigas, mi vecindario, mi casa y todo los recuerdos que se almacenaban entre sus paredes. El mural que pinté para mi hijo, los recuerdos escolares, la cocina donde compartimos sabores y risas, mis dos gatitas que fueron mis compañeras por más de diez años y quienes dormían ronroneando a mi lado. Las amplias ventanas a través de las cuales veía los venados, las aves, las tortugas, las ardillas y los conejos pasearse tranquilamente, mientras se alimentaban de mis flores y hortalizas.

    Mi bambú, un palacio verde donde vivía en un mundo encantado

    Mi bambú, un palacio verde donde vivía en un mundo encantado

    Sigue el enlace para acceder a la galería de imágenes:

    https://vrestrepo.com/book-gallery/2-la-naturaleza-era-un-juego-de-ninos

    3

    El inicio del viaje

    Siempre me había gustado viajar, pero esta partida en medio de la pandemia fue diferente. No fue planeada de antemano, no tenía un destino ni un propósito y ni siquiera sabía cuánto iba a durar. El 21 de mayo del 2020 salí del estado de Maryland cuando todavía no había amanecido y empecé a conducir con destino a la Florida por la vía circunvalar que rodea la ciudad de Washington, DC. Por primera vez en los veinte años que viví en esa región la encontré desierta; nunca había sentido la ansiedad que me inspiró ese recorrido por las autopistas solitarias.

    Todavía no sabía dónde iba a vivir y muchas de las fronteras, no sólo entre los países sino también entre los estados, estaban cerradas. Los mensajes confusos sobre el contagio hacían que las decisiones fueran más difíciles de tomar y mantener, y mientras que la gran mayoría de las personas en el planeta comenzaban sus largos meses de encierro forzoso, yo emprendí mi cuarentena en la carretera por falta de una mejor opción.

    Horas antes de salir me encontré cosiendo máscaras de tela, preparando desinfectante para las manos con fórmulas caseras, tratando de encontrar unos pocos rollos de papel higiénico y midiendo y calculando el espacio disponible en mi auto para acomodar, como en un juego de Tetris, las pocas pertenencias que podía llevar conmigo. Al amanecer, emprendí un recorrido de más de 1.600 kilómetros hacia la Florida. Sabía muy bien que no tendría donde descansar, pues en esa etapa inicial de la cuarentena los restaurantes y hoteles estaban cerrados. Mis vecinas me prepararon comida para el largo viaje y me fui sin dar una mirada atrás; la urgencia de ese momento no me permitió ni un instante de flaqueza y comencé a recorrer el camino más incierto e inseguro de mi vida.

    Muy pronto, mientras conducía, los recuerdos comenzaron a surgir y a crear un torbellino de imágenes en mi mente. Pasaban de una época a otra, de un país a otro, de ser niña, a ser madre; de ir cantando canciones infantiles en el asiento trasero del auto familiar, a ser quien contaba las historias a mis hijos pequeños, y luego a la realidad que no quería enfrentar, así que me dejé llevar. Regresé a los primeros viajes con mi familia, cuando pasábamos horas interminables en las carreteras polvorientas de Colombia, descubriendo lugares remotos e inexplorados. Reviví el fantástico momento de cuando mis papás me llevaron a conocer el mar. Tenía cinco años y aún lo recuerdo vívidamente, tal vez porque crecí rodeada de montañas y nunca había visto el horizonte. Ese día también salimos de madrugada, antes de despuntar el sol y cruzamos la cordillera por un camino de piedras donde detrás de cada curva había una cascada y una espesa selva cubría las montañas. Después de muchas horas y tras una colina, mi papá orilló el auto y me llevó de la mano a ver el mar azul que llegaba hasta las nubes. ¡Ese instante no se borró nunca de mi memoria!

    Seguimos el camino hasta llegar a la playa y allí tomamos un bote. El mar estaba embravecido y recuerdo el miedo que tuve durante la travesía cuando las olas sacudían sin descanso la pequeña embarcación. Al llegar a nuestro destino, las emociones fuertes no habían terminado y recuerdo el terror que sentí al ver una araña gigantesca salir de un agujero en la arena. Agitaba sus patas y tenazas corriendo de medio lado y lo peor es que ella no estaba sola, había muchas, de diferentes tamaños y colores. Aunque el viaje aparece lejano en mi memoria, conocer los cangrejos fue un momento aterrador.

    Mis recuerdos se entremezclaban con la realidad del Covid y pensaba que era muy extraño cómo mi mente seleccionaba y guardaba ciertos momentos y, a pesar de los años, los recuperaba y los conectaba. Estuve conduciendo todo el día y lo que en condiciones normales me hubiera tomado dos jornadas completas, ese día lo hice en sólo dieciséis horas. Traía agua y suficientes víveres para comer dentro del auto y sólo me detuve a llenar el tanque de gasolina y a entrar al baño. Recuerdo muy bien el miedo que sentía al ingresar a los baños públicos: tocar la puerta y hasta respirar allí era un reto, usaba doble máscara y guantes desechables y me rociaba las manos con alcohol. No podía apartar la sensación de que los virus revoloteaban a mi alrededor. Al anochecer llegué exhausta a la Florida, con la esperanza de poder estar allí sólo por unas pocas semanas y luego volar a Colombia.

    El desconocimiento de cómo se propagaba el

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