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Dioses, demonios y espíritus
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Dioses, demonios y espíritus
Libro electrónico314 páginas3 horas

Dioses, demonios y espíritus

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Información de este libro electrónico

Cuando los años pasan y llega el momento de decir "es ahora o nunca", María decide celebrar su existencia por sesenta años de una manera peculiar.
Sola, en una isla mística y lejana, muy lejana de su día a día y no solo por su ubicación sino por las costumbres, el idioma y la religión.
Emprende los preparativos atraída, en un principio, por el clima del lugar en febrero, aunque también ayudan las fotografías que encuentra en Internet y los comentarios de una amiga.
Al acercarse la fecha debe comunicarlo a su familia. ¿Qué pensarán? Están acostumbrados a los gustos singulares de la madre, de la esposa pero ¿viajar al otro lado del mundo por un mes en solitario?
Eso no la detendrá, la decisión está tomada y los detalles listos para visitar la Isla de los Dioses.
Muchas horas de vuelo, muchos kilómetros de distancia que quieren robarle la seguridad de su elección. Lucha contra los pensamientos que desean decirle que se equivocó.
Tendrá que llenar los días de actividades para no caer en la melancolía, buscar la osadía de los años de juventud y realizar aquellas actividades, que por la importancia de ser madre, dejo pasar.
Nunca imaginó que la isla tendría un imán más fuerte que solo el clima, la naturaleza o los templos. Tendría "alma". Un alma tan poderosa que la envolvió al poco tiempo de haber llegado y le mostró la belleza de lo simple y a comprender que la vida se vive en el presente y solo en el presente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 ene 2024
ISBN9788411818964
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    Dioses, demonios y espíritus - Maluge Citter

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Maluge Citter

    maluge.citter@gmail.com

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-896-4

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A la memoria de mis padres

    .

    Alégrate porque todo lugar es aquí y todo momento es ahora

    Buda

    Prólogo

    María, alma libre desde pequeña. Amante de las aventuras y la naturaleza. Creció de la mano de la música entre tardes de bohemia y discos LP.

    Mezcla de dos culturas, heredó los valores de ambas. Sus primeros pasos los dio en el ambiente relajado de Comitán, Chiapas y conoció las tierras de su padre en el Veneto, Italia, antes de cumplir los cinco años.

    La disciplina la trae de su madre mientras que fue su padre quien la guió por el camino de la entereza.

    De mente abierta y audaz acepta lo que el destino traiga y lo transforma positivamente.

    Sus ilusiones la impulsan a conocer nuevos lugares, no importando si son cerca de su hogar o en otros países. La seguridad de poseer una brújula interna la conduce a investigar rincones a veces solo visitados por los duendes.

    Con ese mismo espíritu viaja sin temor a lo desconocido, agradeciendo en cada paso la oportunidad que le proporciona Dios, el universo.

    Respeta la amistad y se siente afortunada de conservar cariños de muchos, muchos años. Ama intensamente a su familia y mantiene vivos los recuerdos de los que ya partieron.

    Al escribir esta crónica de mi viaje a Bali, la mente recorrió nuevamente por esos mágicos lugares que conservaré dentro de mi alma en esta y otras vidas. Fueron momentos fugaces y eternos en los que el corazón se sintió pleno, lo mismo con un amanecer o en el tramonto del sole que con la sonrisa sin dientes de un anciano.

    La vida premió con creces la valentía de celebrar en soledad mi aniversario. Aposté para recibir una recompensa inmortal. Valieron la pena las tardes de melancolía, los momentos de vacío.

    Bali significó ese parteaguas para replantearme las dudas sobre mi existencia.

    Soy una convencida de que siempre será mejor arriesgarse que arrepentirse. La vida se vive en cada paso que se da.

    La autora

    .

    La vida o es una aventura o no es nada

    Hellen Keller

    Capítulo uno

    En una tarde de esas, en la que descubres que los años van pasando sin tu consentimiento. Que pronto llegarás a la edad en la que tu abuela ya era una viejita que pasaba las tardes en una mecedora. Con pelo blanco, achaques y dolencias en varias partes del cuerpo. Decides que es momento de escribir otro capítulo de tu vida.

    En unos cuantos meses cumpliría sesenta años y deseaba celebrarlos de una manera especial. Anhelaba un viaje a un sitio insólito, nuevo, apartado. pero, sobre todo, deseaba regalarme espacios conmigo, sola. Quería poner mis pensamientos en orden, buscar respuestas. Rescatar a la mujer que dejó de ser libre y atrevida para convertirse en esposa y madre de cuatro.

    Quería ser anónima en una ciudad desconocida.

    Me senté frente a la computadora y escribí: lugares con buen clima en febrero. El primer inconveniente que quería evitar era pasar mi festejo en el frío.

    La investigación me arrojó países como: Australia, Indonesia, Cambodia, Vietnam, Thailandia.

    Los nombres sonaban atractivos, exóticos y lejanos, muy lejanos de la Ciudad de México y de mi rutina. Era mucho mar de por medio, tal vez era lo que buscaba. Distanciarme un rato de la inercia con la que vivía.

    Noches enteras soñé con la idea de regalarme un cumpleaños en el otro lado del mundo. Mi destino no lo tenía claro. Podía ser Australia. Estaba en la lista de países que deseaba conocer. Desde la secundaría, al hacer un trabajo sobre este país, la idea de viajar algún día a su capital Sydney se había quedado en mi mente. Sin proponérmelo apareció, en el camino de mi búsqueda, una descripción de National Geographic sobre Bali: enorme jardín color esmeralda. Sentí curiosidad ante esa afirmación. Abrí en internet páginas que pintaban Bali como un sitio maravilloso.

    De a poco fui enamorándome de la isla.

    En las semanas que siguieron fui visualizando cada vez más mi idea. Cerraba los ojos y me veía en medio de arrozales, naturaleza exuberante y playas. Hasta ese momento eso era Bali para mí, no sabía que encerraba otros secretos pero con eso me conformaba.

    Estaba decidida. Mi destino sería Bali a miles de kilómetros de mi monotonía.

    ¿Cómo comunicarle a mi familia mis planes? ¿Qué dirían? Estuve ingeniando maneras de hacerlo, pero no encontraba la idónea.

    Llegó el día de estar juntos por motivo de la Navidad y sin preludio alguno, en un momento que se creó un silencio en la plática, les solté mis planes bastante avanzados.

    Cuando lo hice, si pensaron que alguna red neuronal se me había desconectado, no lo dijeron, al contrario, mostraron agrado con mi decisión. Y yo sentí alivio.

    Mis hijos habían crecido. Dos de los cuatro estaban casados. Y el otro par deambulaba entre la universidad y el trabajo. Ya no me necesitaban y mi marido estaba acostumbrado a mis gustos singulares y diversos a las suyos.

    Andrea, una de mis hijas, al día siguiente apareció con un regalo: la guía de Indonesia de Lonely Planet, el cual se convirtió en mi libro de cabecera.

    Como pasa comúnmente cuando se tiene que tomar una decisión, había dos reflexiones que hacerme. Por un lado me emocionaba el plan que había inventado para mi aniversario, pero por el otro desplazarme totalmente sola a miles de kilómetros era inquietante.

    Y como nada sucede por casualidad encontré, dentro de una galleta de la suerte, una leyenda que acabó con darme el último empujón que necesitaba: «Viajar es vivir. No dejes al mañana la oportunidad de hoy, nunca se sabe si esta llegará».

    Organicé el funcionamiento de mi casa tanto como pude. Empaqué según las indicaciones del clima para febrero. La temperatura oscilaba entre 28 y 32 grados, con lluvias ligeras. El rompevientos no podía faltar.

    La noche anterior a mi partida no puede conciliar el sueño. La cabeza era una maraña de pensamientos.

    En la madrugada decidí escribir una carta para la familia. La idea de no volver a verlos no la tenía considerada pero como decía mi abuela Talis: no somos pilar de iglesia. Busqué un papel, de esos que guardas para una ocasión especial, y en pocas palabras, no por eso, entrañables, escribí lo mucho que los quería. La dejé en un sitio que solo la encontrarían si algo llegaba a pasarme.

    El adiós a mi marido y a mis hijos, los presentes, hizo que el corazón se me encogiera. ¿Estaba haciendo lo correcto? Les sonreí intentando alejar mi duda.

    El avión salía a las diecisiete cincuenta y cinco del último día de enero.Abordé el avión con rumbo a la primera parada: Los Angeles, California. Abroché el cinturón de seguridad con la mente todavía confusa. Era otro momento en mi vida en el que no sabía si la balanza positiva se inclinaría hacia mi aventura.

    Estaba por guardar el celular dentro de mi bolso, cuando apareció un mensaje de la línea aérea avisando que habían cambiado el itinerario, lo que representaba un vuelo extra de Sydney a Brisbane y cinco horas de demora.

    —Favor de poner los celulares en modo avión o apagarlos. —El anuncio me sobresalto aún más. Busqué rápidamente el correo de confirmación, al contacto en Ubud, de la llegada al aeropuerto de Denpasar, en Bali. Los nervios impedían que lo encontrara. Mis pulsaciones se incrementaron. Y para colmo la pila del teléfono estaba agonizando.

    Logré localizarlo y escribir la nueva hora de arribo del vuelo justo cuando la batería se extinguió. No estaba segura de que la notificación se hubiera ido a tiempo. ¿Y si el contacto no aparecía? Cerré los ojos un instante y traté de respirar profundo.

    Al abrirlos volteé a la ventanilla. La imagen de las cumbres blancas del Popocatépetl y el Iztlaccíhuatl sobre una cama de nubes trajeron serenidad a mis pensamientos. Nada podía hacer en ese momento.

    Prendí la pantalla que tenía enfrente para entretenerme con una película y cuando ya solo quedaba una hora para llegar a Los Ángeles, surgió la plática con la pareja de guatemaltecos que estaba sentada a mi lado. Ellos eran de esos jóvenes que buscaban oportunidades en el mercado de Estados Unidos para importarlas a su país.

    Noté el entusiasmo que los desbordaba por el contacto que habían logrado para comprar novedades y distribuirlas en Guatemala. Habían invertido todos sus ahorros en este sueño. Yo guardé para mis adentros lo propio.

    Les deseé la mejor de las suertes y les compartí una frase de T.S. Elliot que traigo guardada conmigo: «Solo aquellos que arriesgan ir demasiado lejos encuentran lo lejos que pueden llegar». Ambos sonrieron.

    Llegó el aviso del aterrizaje.

    Nos condujeron en autobús a la terminal. Había poca actividad en la aduana y el cruce fue rápido, lo cual agradecí, pues debía volver a documentar mis maletas. Deambulé por varios mostradores de información hasta que una chica notó mi angustia y me acompañó al sitio para asuntos especiales donde buscó en una computadora el itinerario con los nuevos vuelos. El nerviosismo disminuyó cuando aparecieron. La empleada los imprimió y me indicó que fuera a Virgin Australian.

    La preocupación no se disipó hasta que por fin pusieron las etiquetas correctas al equipaje y tuve en mis manos los pases de abordaje.

    Ya sin carga podía moverme con agilidad y lo necesitaba. La fila para la revisión de seguridad era una larga serpiente. La sala ciento treinta y tres era de las últimas en la terminal internacional. Caminé sin distraerme por un pasillo entre vistosas tiendas. Estaba por llegar a la sala indicada, cuando oí mi nombre en el altavoz. Me sobresalté y acudí de inmediato al escritorio donde me solicitaban. Un empleado de la línea aérea preguntó si tenía visa australiana pues la necesitaría para poder entrar al país ya que viajaría entre ciudades australianas, de no ser así, no podía dirigirme a ese destino.

    Sentí la tensión en el cuello a pesar de que la había tramitado pensando en la posibilidad de conocer también Australia. Extendí mi pasaporte italiano donde había anotado el número.

    —Está correcto, puede abordar el avión —dijo el dependiente sin reparar en la angustia que habían causado en mí.

    Subí al enorme avión, un 777 con capacidad para trescientos pasajeros. Yo solo quería encontrar mi lugar y desplomarme en él. Estaba agotada con tanta tensión. Trataría de dormir varias de las catorce horas que me aguardaban. Junto con la cena tomé un somnífero, cortesía de una amiga. Acomodé mis piernas como pude y recargué la cabeza en una almohada entre el respaldo del asiento y la ventanilla.

    Empecé a sentir los ojos pesados entre el relajante y el arrullo del avión, pronto caí dormida. Desperté con el llanto de un bebé. Habían pasado apenas seis horas.

    Volábamos en completa obscuridad, solo las luces de las alas brillaban en el cielo, eran pocas las personas desveladas. La pareja de al lado dormía plácidamente. Sentí envidia por ellos, no por el hecho de su sueño profundo sino por viajar juntos. Recordé aquellos viajes con mi marido y anhelé tenerlo a mi lado, pero la realidad ya era otra. Después de treinta y cinco años de casados habían cambiado nuestros intereses y disfrutábamos con distintos proyectos.

    Prendí la pantalla nuevamente y me dispuse a ver una película tal vez podría volver pescar el sueño. No fue posible, ya que no encontraba una postura cómoda. Leí, oí música y cuando prendieron las luces de la cabina para servir el desayuno, ya solo faltaban dos horas para llegar a Sydney.

    Recorrimos 12,151 kilómetros a 828 kilómetros por hora. ¡Qué maravilla! Estaba lo más lejos que jamás hubiera estado de mi casa en mi vida. Distinguí el edificio del Opera House y el puente de la bahía. Dos de los símbolos más icónicos y hermosos de Sydney.

    Tenía el tiempo contado para tomar el avión a Brisbane. Afortunadamente había conseguido un pase express para la aduana.

    Una de mis maletas apareció apenas llegué al carrusel, pero la otra no la veía. Fue casi la última en aparecer. Ley de Murphy.

    Estaba en la terminal internacional y debía dirigirme a la nacional después de depositar mi equipaje en el mostrador de Virgin Australian. En este sitio recibí un ticket para tomar el autobús que me transportaría a la otra terminal.

    Poco o casi nada conocí de Sydney, algún día volveré dije en voz baja, como consuelo.

    Llovía en Brisbane cuando el avión tocó tierra. Un minibús condujo a los pasajeros a la estación internacional para tomar el vuelo a Denpasar. Tenía la esperanza de que mi equipaje también estuviera en la nave.

    El aeropuerto de Brisbane lucía moderno y elegante y cuando crucé el área de seguridad aparecieron las tiendas de renombre que olían a precios altos.

    Había retrocedido en el tiempo así que era más temprano de lo que esperaba y podría curiosear y tal vez encontrar un subvenir.

    Decidí comprar tan solo dos cachuchas para Javi y Diego, mis nietecitos que viven en Los Cabos. Una tenía un canguro y la otra un oso koala. Eran muy representativas de la gran isla y seguro les gustarían.

    Mi reloj marcaba una hora, pero mi cuerpo se encontraba en otra y reclamaba por algo de comida. Me senté en una cafetería y pedí una ensalada.

    Ya solo faltaba un último brinco de cinco horas con cuarenta minutos para averiguar si el mensaje de demora había llegado al destinatario. Esa era la primera inquietud por afrontar.

    Volvería el reloj a retrasarse dos horas en Bali. ¡Qué locura ir y venir en el tiempo!

    Mi experiencia comenzaba saltando paralelos.

    .

    El final del viaje no es el destino, sino los contratiempos y recuerdos que se crean en el camino

    Penelope Riley

    Capítulo dos

    Y ahí estaba: nerviosa y expectante, en la sala de llegadas del Aeropuerto de Denpasar. Treinta y cinco horas habían pasado desde mi partida de la Ciudad de México.

    El sistema de alarma de mi cuerpo desechó cualquier signo de cansancio. Ya tendría tiempo de reponerme. Lo importante era encontrar, dentro de las decenas de letreros, aquel con mi nombre. Si es que estaba.

    Voces al unísono gritaban la palabra: «¡taxi, taxi!».

    La tensión abarcaba cada parte de mi cuerpo. Temía lo peor. Ignoraba por dónde empezar a buscar si no aparecía el chófer. Mi único contacto en esa lontananza era Putu, la dueña del Airbnb, pero sin señal en el celular no contaba con nadie.

    Confirmé con desconsuelo mi condición de sola en esa vorágine de extraños.

    Había aterrizado en Bali todavía con la incógnita de si mi mail habría alcanzado a su destinataria y si esta lo habría leído. La única forma de enterarme era…

    Missis María —escuché en medio del alboroto. Vi cómo un muchacho delgado agitaba las manos para llamar mi atención y se abría paso en medio del escándalo con un cartel en las manos.

    ¡No podía creerlo! Dejé caer los hombros, nuevamente entró el aire a mis pulmones y sonreí.

    Jalé sin esfuerzo ambas maletas, era lo de menos. La energía había vuelto.

    Hello, I am Made —dijo alegremente cuando era yo quien agradecía haberlo hallado.

    Me pidió que lo siguiera muy de cerca y no hiciera caso a las demás personas. Caminamos por estacionamientos atestados de autos pequeños y motocicletas hasta encontrar una furgoneta. Abrió la cajuela y colocó el equipaje. No reconocí la marca de la camioneta y comprendí que, partir de ese momento, lo diferente, lo extraño estaría rodeándome. Después de todo, estaba en el otro lado del mundo.

    Ocupé el asiento del copiloto del lado izquierdo del conductor. ¡Otra novedad!

    Pregunté a Made qué tan lejos estábamos de Ubud, lugar al que me dirigía.

    No far but traffic —contestó.

    El agotamiento empezaba a alcanzarme, sentía los párpados pesados. Abrí la ventana para sentir el aire en la cara y mantenerme despierta.

    Hasta ese momento me di cuenta del calor tropical que empapó mi blusa en un santiamén. El ambiente olía a tierra húmeda y a hierba fresca. Olía también a fascinación, a novedad, a soledad y especialmente a aventura.

    Los autos se movían con lentitud dándome tiempo para ver lo que ocurría en el camino: motociclistas rebasando por ambos lados a los autos, mujeres ataviadas con faldas largas y cestas en la cabeza mientras sus pequeños corrían por la escasa banqueta de arena, ciclistas haciendo zigzag para evitar a los perros.

    También noté que la mayoría de las construcciones eran de un solo piso.

    Llamaron mi atención las esculturas en camellones y los enormes árboles envueltos, en la parte inferior, con una tela a cuadros blanca y negra. Algo mencionó Made al respecto, pero no le entendí. Estaba tan fatigada que no me interesó averiguar. Prefería mantenerme en silencio. No tenía la concentración para entender el inglés balinesco y mucho menos para platicar.

    Comencé a dejar de mirar a mi alrededor para adentrarme en mis pensamientos. Pero mi mente no quería responder mis interrogantes. Igualmente estaba exhausta. Tendría tiempo para contestarme ¿Qué hacía yo en este lugar?

    Made manejaba con calma, no lo alteraba el enjambre de motos. Desde ese momento empecé a admirar su ecuanimidad. Él respetaba el silencio en el que me había sumido. Se limitaba a mostrarme templos y una que otra cosa chusca, como tres personas en una motocicleta llevando una jaula de pájaros.

    —This is Bali, missis María —decía con voz alegre.

    La tarde se había convertido en noche para cuando el chófer señaló un letrero que decía: «Ubud». La diferencia con los demás poblados era la variedad de negocios, los carteles anunciando múltiples hoteles, spas, restaurantes, pero las construcciones continuaban siendo modestas, de uno o dos pisos. Era agradable no ver edificios, ni avenidas, ni semáforos, ni la más mínima huella de una ciudad occidental.

    Se detuvo en una calle con más alumbrado y amplitud que las otras. Bajé del minibús y estiré las piernas que estaban atolondradas como mi ser completo.

    Made saludó a una señora baja de estatura que aguardaba en la banqueta. Caminé hasta ella. Era Putu quien me recibía con una amplia sonrisa, de esas que te hacen sentir bienvenida.

    Hello, Putu, it is very nice to see you —dije correspondiendo a su demostración de amabilidad que desechó cualquier incertidumbre. Me despedí de Made con un Thank you, see you soon.

    ¡Estaba molida! Debí haberle agradecido aún más su aparición milagrosa.

    Caminé junto a mi casera por un callejón de cemento donde apenas cabíamos con las maletas. Sentía paz dentro de mí. Era una sensación incomprensible considerando lo inusual de mi situación.

    Habíamos recorrido una veintena de metros cuando se detuvo en una reja alumbrada tenuemente por un farol.

    Alcé la vista y descubrí, cubierta por una enredadera, una pequeña tabla en la que se leía: Jawi house and painter. Al ver el letrero comprendí que al fin había llegado a mi destino y respiré profundo.

    Here is the house, welcome. —Putu extendió los brazos mientras decía estas palabras, su inglés era escaso como el de Made, pero no necesitaba expresar más, con solo su mirada sabía que había llegado a mi hogar por un mes.

    Putu se dirigió a las escaleras laterales

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