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El Indio
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Libro electrónico979 páginas13 horas

El Indio

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La guerra de la independencia de Venezuela de España fue cruenta, sangrienta y devastadora.Los personajes figurados son los caracteres centrales de estanovela y los que en ellos se muestra losresultados de esta devastación. Estos personajes interactúan con personajes reales los cuales existieron en esaépocay hacen presencia en batallas las cuales históricamente sucedieron.Como personaje principal está un hombre el cual en su juventud pasó mucho tiempoviviendo con una delas tribus indígenas de Venezuela. Ahí adquirió su cultura y sus habilidades para poder ejecutar sus hazañas.Al regresar a la civilizaciónde aquella época se vio involucrado en la guerra de Independencia deVenezuela. En el seno del Ejército venezolano, debido a su forma de pelear y usar susarmas fue apodado El Indio.Aunque esta es una novela de guerra, también 

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 mar 2024
ISBN9781662497360
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    El Indio - Tomas Pacanins Nino

    cover.jpg

    El Indio

    Tomas Pacanins Nino

    Derechos de autor © 2024 Tomás Pacanins Niño

    Todos los derechos reservados

    Primera Edición

    PAGE PUBLISHING

    Conneaut Lake, PA

    Primera publicación original de Page Publishing 2024

    ISBN 978-1-6624-9722-3 (Versión Impresa)

    ISBN 978-1-6624-9736-0 (Versión Electrónica)

    Libro impreso en Los Estados Unidos de América

    Tabla de contenido

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Sobre el Autor

    Dedico esta novela a la originadora de la familia Pacanins en Venezuela y México. Luisa Arranbides de Pacanins fue una heroína de la gesta independizadora. Después de la incursión del sanguinario José Tomás Boves a Caracas en el año 1814, Luisa Arrambides fue arrestada con el cargo del haber ayudado al Libertador antes de escapar perseguido por las tropas realistas. Fue expuesta desnuda al público, llevada montada sobre un asno y luego atada a un cañón en la plaza de San Juan (hoy plaza de Capuchinos) donde la azotaron hasta dejarla casi muerta.

    A cada azote de los verdugos Luisa respondía: ¡Viva la Patria, mueran los tiranos!.

    Su tío, el fraile Carlos de Arrambides, la rescató después de que los soldados realistas la dieron por muerta y la llevó a Puerto Rico donde después de 6 años en 1820 contrajo nupcias con Tomás Pacanins Nicolao. De ese matrimonio nacieron cinco hijos.

    Los cuales emigraron a Venezuela y México.

    En el parto del último de sus hijos, Luisa Arrambides no pudo salir adelante y murió en San Juan de Puerto Rico, cuando tenía apenas 28 años, el 28 de agosto de 1825.

    Capítulo 1

    El viento frío, las nubes cargadas de agua, el olor a tierra mojada, los grandes árboles meciendo sus ramas como gigantes en plena batalla presagiaban la tempestad. Rayos y truenos llenaban el lugar. Las pasiones desatadas en el alma de los hombres se asemejan a la fuerza de la naturaleza que estaba por brotar en un espectáculo que llena a las almas del temor a Dios.

    El ruido de una voz se confundía con el trueno y producía terror en el espíritu de seres cuyo histórico destino era permanecer bajo la voluntad del amo, lo cual producía más terror que la misma tempestad.

    Un hombre blanco con el torso desnudo, ojos desorbitados de ira, machete en mano blandiéndolo amenazadoramente, la boca que destilaba saliva gritaba con voz ronca y profunda.

    —¡¿Dónde estás hijo de puta? ¡Sal, dame la cara… cobarde!

    Truenos y centellas, gotas de agua, el viento silbaba. Negras caras, espantadas, con ojos desmesuradamente abiertos.

    —¡Esta me la pagas como sea! Así tenga que buscarte al infierno.

    Corriendo entraba de rancho en rancho, sin consideración alguna, esos negros eran suyos y podía hacer lo que quisiera, incluso matarlos.

    Entre las esclavas estaba Julia, muchacha de unos 15 años, de fuerte contextura, bien formada, aunque no bonita. Miraba atentamente detrás de un árbol lo que pasaba. El amo don Antonio enloquecido buscaba a alguien; ella no sabía quién era, o qué había hecho algo que ella tampoco sabía. Sintió de pronto que la tocaban al hombro y se volvió sorprendida, era la vieja Anacleta, sus ojos denotaban angustia.

    —Sígueme, muchacha… y no hagas ruido.

    —¿Qué pasa Ana…?

    —¡Shito! Te dije que no hicieras ruido… Sígueme.

    La muchacha sobrecogida y curiosa siguió a la vieja esclava. Un rayo seguido del trueno cayó en ese momento alumbrando el sendero por donde andaban. En sus pupilas quedó flotando por un momento la imagen fantasmagórica de los árboles y arbustos mezclados con las sombras de la selva, sus pasos eran rápidos y sus cuerpos se movían como sombras a través de los árboles. A lo lejos la voz del amo se oía cada vez más lejos.

    Un rayo alumbró la figura de un hombre negro y grande que les salió al encuentro.

    —¿Eres tú, Anacleta —preguntó en voz baja el negro?

    —¡Sí! Aquí traigo a Julia conmigo.

    Julia reconoció a Natividad, el esclavo encargado y le preguntó:

    —¿Qué pasa, Natividad? ¿Por qué me mandaste a buscar?

    —Julia, no hay tiempo que perder, óyeme bien, tú eres una mujer joven e inteligente.

    —A vaina, me huele que esto no es nada bueno para mí… —interrumpió Julia.

    —¡Calla mujer!, y escucha… no tengo mucho tiempo para explicarte todo.

    Otro rayo, otro trueno y la lluvia comenzó a caer abundantemente. Natividad siguió hablando:

    —La niña Juana Antonia tuvo que ver con un esclavo, el amor entre ellos fue o todavía es muy grande y verdadero. De este amor acaba de nacer un niño.

    —¡Ay!, ya sé quién es el esclavo. Juan Miguel, ¿no es verdad?

    —¡Sí!, Juan Miguel.

    —¿Y ahora qué va a pasar?

    —Pues que el amo don Antonio González va a comenzar a matarnos hasta que le digamos dónde está Juan Miguel… y… yo sé que Juan huyó hace dos días con su amigo inseparable, el Negro Cacho, esos ya deben estar bien lejos de estos parajes…

    —¿Y la niña Juana Antonia?, ¿qué va a ser de ella…? ¿Y el niño?, ¿dónde está?

    Entre el ruido de la lluvia y el trueno, algunas voces de hombres se oían a lo lejos y parecían acercarse.

    —El tiempo vuela, Julia… La niña Juana está bien, muy triste, pero bien, quizás su padre le aplique un castigo ejemplar, pero ella al fin y al cabo es su hija y es blanca. Nosotros somos negros y esclavos, lo que nos espera es la muerte o castigos horribles que terminarán con nuestras vidas de todos modos.

    —¿Dónde está el niño, Natividad?

    Un rayo alumbró el paraje. Una mujer negra esbelta vestida elegantemente con una falda de seda blanca empapada por la lluvia y el moño recogido atrás, apareció de atrás de un árbol. Cargaba un bulto en sus brazos.

    El grito de un recién nacido fue ahogado por el rugir del trueno.

    —¡Isabel!

    El nombre de la esclava sirvienta personal de la niña Juana se escapó con angustia de la garganta de Julia.

    —¡Isabel… ¿tú tienes al niño?!

    —¡Sí!, Julia. Toma… cuídalo con tu vida.

    Se acercó a Julia e hizo ademan de entregárselo, pero la muchacha retrocedió asustada.

    —¡Un momento! ¿Por qué yo…? No es que tenga miedo, pero debían haberme avisado.

    Natividad hizo un gesto de desespero, las voces se acercaban, una partida de esclavos organizada por el amo para buscar y matar a Juan Miguel y al niño corrían a donde ellos estaban.

    —Julia, por favor, entiende, no hay tiempo que perder, se te escogió porque eres joven, fuerte y echá p'alante… Anda, toma al niño y sígueme rápido. Todo está preparado… Si te quedas, lo menos que puede pasarte es que te castiguen y te dejen manca o coja para siempre, ¡si es que quedas viva! ¡Vamos!

    Julia titubeó todavía, pero finalmente dijo:

    —¡Está bien! Ven, mi amor, con tu mamá Julia, yo te voy a querer y a cuidar…

    Y extendiendo los brazos tomó amorosamente al recién nacido quien como adivinando lo que iba a ser Julia para él, se calmó y cesó de llorar.

    Las voces se oían ya claramente, el grupo de esclavos machete en mano con el amo a la cabeza gritando enloquecido se acercaba al lugar donde estaba Julia.

    Anacleta e Isabel desaparecieron silenciosamente dentro de la empapada vegetación. Natividad agarró a Julia por una mano y con la otra manejaba el machete con destreza abriendo un nuevo camino entre la maleza.

    La asustada muchacha sostenía a la criatura con la otra mano y trataba de no trastabillar. Era increíble que en la oscuridad Natividad se moviera tan rápida y ágilmente.

    Al cabo de un rato las voces ya no se oían tan cerca, Natividad los había engañado.

    El ruido sordo de un río crecido dominaba ahora el concierto de sonidos. El negro esclavo se detuvo un rato y oyó atentamente, las voces ya no se oían, el río era ahora el centro de su atención. Julia, empapada y respirando agitadamente, lo miraba con sus negros y grandes ojos. Con voz entrecortada preguntó:

    —¿Qué vamos a hacer ahora, Natividad?

    —Mi querida y valiente amiga, tú y el niño van a montarse en una canoa que está preparada con comida y ropa. Te vas a dejar llevar por la corriente hasta donde la suerte te lleve, deja que Dios te dirija, la canoa se detendrá donde más te convenga a ti y al niño. El niño es libre y blanco, el no tendrá problema, tú serás más libre mientras más lejos estés de este lugar… Vamos, que se nos hace tarde.

    —¿Y tú Natividad?, ¿qué vas a hacer?

    —¿Yo? Yo tengo que ayudar a los otros esclavos, sin mí morirán todos, yo soy el único que con el tiempo puedo apaciguar al amo. Pero si no regreso rápido, va a sospechar de mí todavía más y me puede quitar la vida, así que… ¡Apúrate mujer, corramos! la carrera se reanudó, el recién nacido lloraba ahora de hambre y frío.

    El machete de Natividad cortaba la maleza de un lado a otro, con gran habilidad el negro abría un camino en donde antes no lo había, cada machetazo era dado con fuerza brutal, el machete llevaba una gran velocidad cuando su filo encontraba la maleza o grandes ramas las cuales caían violentamente separadas del tronco. El ruido del río crecido era tenebroso, profundo y arrollador. Al fin llegaron a la orilla de las encabritadas aguas.

    Julia no estaba preparada para esto. Ella había visto el río otras veces e incluso se había bañado en sus aguas. Pero ahora en la oscuridad veía sus corrientes retorciéndose como sombras de inmensas serpientes.

    A la luz del relámpago la vista era tenebrosa, troncos navegaban arrastrados por la crecida, el agua marrón oscura se retorcía como bestia herida.

    Natividad se dirigió hacia un lanchón atado a un árbol que amenazaba con soltarse de un momento a otro.

    Julia sintió que las piernas no le respondían y apretaba al recién nacido contra su pecho, paralizada de miedo y sin quitarle la vista a la amenazadora y negra corriente de agua.

    —¡Vamos Julia!, ¡rápido muchacha, antes de que esto se ponga peor!

    —¡No puedo, Natividad, ¡tengo mucho miedo!

    —¡Vamos, mujer, Dios te cuidará!

    De un salto Natividad se puso al lado de Julia y pasándole un brazo por los hombros intentó tranquilizarla mientras la acercaba al lanchón. Ya cerca de este tomó al niño en sus brazos y ayudó a Julia a embarcarse, luego le pasó al niño. El movimiento de las aguas hizo esta operación peligrosa, por poco pierden al recién nacido al resbalarse la muchacha dentro del lanchón. Solo la determinación de Natividad salvó al niño, de un salto y con el agua a la cintura atajó al niño antes de caer al agua.

    —Adiós, Julia, hasta que algún día, si Dios quiere, nos veamos… Cuídalo mucho, ese es tu hijo…

    La voz del valiente hombre se entrecortó y no pudo decir más.

    El adiós de la muchacha fue ahogado por el ruido. La canoa fue desatada y flotó frágil y pequeña en el torrente que no tardó en arrastrarla rápidamente.

    Natividad cayó de rodillas, sus brazos exhaustos colgaron a su lado, su negro rostro, mojado por sudor y lluvia se dirigió al cielo. Cerró los ojos y en silencio se dirigió al barbudo Dios blanco, al Amo del cielo, con una oración nunca aprendida y nunca dicha, con el lenguaje del alma atribulada.

    Julia se acostó en el fondo del lanchón con el bebé apretado contra su pecho. Su cuerpo era halado, empujado, restregado de un lado a otro mientras la embarcación se deslizaba rauda hacia abajo, hacia otro lugar, lejos del hato El Cacaotal, ¿lejos del peligro…?, o, por el contrario, hacia el máximo peligro, ¡la muerte!

    A pesar de la tragedia y el momento por el cual pasaba Julia, su mente no dejaba de trabajar. Recuerdos asaltaron su memoria. Su madre, una negra esclava santa, de la cual siempre se recordaría. Murió hacía dos años…

    —Jummm, ¡cómo pasa el tiempo! —murmuró mientras su cabeza golpeaba dolorosamente el fondo de la lancha.

    ¿Y su padre? Nunca le conoció, le dijeron que murió antes de ella nacer, el motivo nunca lo supo, pero decían que era un hombre valiente y que ella se parecía a él. Con esto no le decían nada bonito porque, aunque ella se consideraba con buen cuerpo y sabía por las miradas e insinuaciones de los esclavos varones que ella gustaba a los hombres, su cara era dura y más fea que bonita.

    La vida para ella había pasado sin mucha variación, desde muy temprano fue enviada a la hacienda de cacao, siempre había sido fuerte, saludable y le gustaba trabajar.

    Se acordaba ahora el día cuando regresó más tarde a lo acostumbrado de la plantación. Se había quedado a descansar recostada de un tronco caído. Nadie se ocupó de ella y nadie notó su falta. Cuando despertó la tarde estaba cayendo apresuradamente, de modo que cuando llegó a la casa de la Hacienda, ya estaba oscuro. Oyó de pronto un ruido de conversación y personas que se quejaban. Se detuvo, oyó de nuevo y localizó de dónde provenía. Con cuidado se acercó a observar lo que pasaba y no quiso creer lo que sus ojos veían y oían. Una mujer blanca completamente desnuda con las piernas enlazadas alrededor de un hombre de piel negra, esclavo, desnudo también. Sus movimientos y quejidos no dejaban lugar a dudas del acto en que estaban ocupados.

    Cosa no de extrañar en un ambiente donde la esclavitud se permitía estos hechos. Pero la sorpresa fue más grande aun cuando pudo ver las facciones de la mujer. ¡La niña Juana! ¿Y el esclavo…? ¡Juan Miguel!

    La sorpresa fue mayúscula. Sus piernas no le respondían, su mirada clavada en los dos seres que se envolvían en amor, en un amor prohibido cuyo fruto ella ahora tenía apretado contra su pecho.

    Su mente seguía trabajando aceleradamente, recuerdos, temores. Un miedo terrible le cercaba el corazón.

    Pasó mucho tiempo, la lancha recorría leguas y leguas, apretaba al niño contra su pecho quien continuaba llorando de hambre. Creyó oír que los truenos se alejaban, ya no llovía, solo se oía el ruido profundo del río crecido, abrió los ojos y vio que la aurora trataba de nacer en un nuevo día.

    La canoa aceleró de repente y la hizo volver a la realidad. ¿Dónde estaban ahora? ¿Cuán lejos habían navegado?

    El rugir del agua aumentaba ahora, parecía que se aproximaban a…

    —¡Una cascada! —gritó la muchacha.

    Se asomó al borde de la lancha y pudo ver con horror cómo el agua desaparecía a poca distancia en un torrente de espuma.

    —¡Oh!, María Purísima… ¡Sálvanos!

    Julia apretó a la criatura contra su pecho mientras la canoa describía un arco despegándose majestuosamente del agua y precipitándose al fondo de la cascada. Le pareció que la caída duraba una eternidad, que nunca llegaría a tocar fondo, con el aliento detenido caía y se despegaba de la canoa describiendo ella y el niño un arco diferente.

    La sensación desagradable del agua fría que la envolvía y el golpe de la caída la aturdieron por unos momentos, pero no aflojó al recién nacido a quien apretaba contra su pecho con toda fuerza. Sintió de pronto un dolor agudo en su tobillo derecho, tan fuerte que tenía que gritar, y gritó con todas sus fuerzas hasta que su boca se le llenó de agua. Se sintió arrastrada por una fuerza inmensa incapaz de oponérsele. Tragaba agua a montones y casi no podía respirar, aunque su cabeza la podía mantener fuera del agua. El intenso dolor del tobillo la hacía flaquear y sentirse desvanecer. Pero no podía desmayarse, no, ¡no!

    Vio acercarse a un inmenso bulto y antes de que se diera cuenta de que era una gran roca, la corriente la empujó con mucha fuerza. Tratando de proteger al niño se dio vuelta y el golpe lo recibió en la espalda, su respiración se cortó, su cabeza llevada por el impulso chocó violentamente contra la roca. Se hizo silencio, de pronto todo era más negro, sintió que flotaba, el frío desapareció, el dolor del tobillo desapareció, la presencia del niño desapareció, todo era negro, tranquilo, sin sentimientos, como la muerte, solo flotar, flotar… flotar… flotar…

    Casimiro pasó la noche mal, se despertaba con frecuencia bañado en sudor, su mujer se quejaba de que se estaba moviendo mucho. Finalmente se levantó.

    —¡Pero hombre de Dios!, ¿qué te pasa?

    —Estoy preocupado, mujer. ¡El ganado del Samán está muy cerca del río y anoche llovió y tronó como hace tiempo no lo hacía…!

    —¡Ajá!, ¿y tú crees que si pasó algo tú o un puño de gente como tú lo iba a evitar?

    —Ya lo sé, mujer, pero no deja de preocuparme, yo fui quien le dijo al patrón que moviera esa cantidad de ganado hacia esa sabana y me siento responsable si algo le pasa.

    —Vamos, Casimiro, que todavía es muy temprano, anda a dormir, mira que tú trabajas mucho y…

    —No, mujer… me voy a levantar. Voy a ir al Samán.

    Casimiro se levantó, fue a la mesita que estaba al frente de su cama, se puso los pantalones que le quedaban por la mitad de la pantorrilla, dio un largo bostezo y se dirigió todavía medio dormido con paso vacilante hacia la letrina afuera del rancho. La lluvia había cesado y la tierra olía a mojado. Unos momentos después cabalgaba despacio para no hacer ruido y pasaba por el frente de la casa principal.

    —Alto, ¿quién va?!

    La voz fuerte del patrón se dejó oír dentro de la casa. Casimiro reconoció de inmediato el acento castizo y respondió:

    —Soy yo, patrón, Casimiro.

    —¡Ajá!, ¡¿tampoco pudiste dormir, ¿verdad?!

    —Sí, es verdad, me preocupa ese ganado del Samán está muy cerca del río.

    —A mí también, Casimiro… ¿Qué piensas hacer?

    —Pues ya lo ve, me voy a acercar pa échale una mirá.

    —Si te esperas un momento te acompaño.

    —Patrón, no creo que sea necesario que usted se moleste, todo debe estar bien, solo son majaderías mías.

    —Y mías también, Casimiro, tú me conoces.

    —Sin embargo, vaya su palabra alante, pero uno solo que vaya está bien, usted tiene que disponer de la gente ahora temprano y si vamos hasta el Samán no regresamos sino en tres horas lo más pronto.

    —¡Jum!, tienes razón… Está bien, te espero para cuando salga el sol, si no vienes para esa hora te voy a buscar, porque entonces algo no anda bien.

    —Patrón, no se preocupe, vaya a dormir, le aseguro que nada ha pasado.

    Estaba bastante nublado y, por tanto, oscuro. Casimiro confiaba más en el instinto de su caballo que en sus propios sentidos. Quería apurar el paso, pero no se atrevía, no veía bien por donde caminaba. La primera parte del camino estaba bordeada por grandes árboles que contrastaban con la sabana amplia y escasa de alta vegetación.

    Al cabo de un rato, Casimiro llegó al borde de la sabana, ahora podía distinguir algo más y aceleró el paso del caballo. Su mente estaba más pendiente del Samán que del paisaje que lo rodeaba. El golpe monótono del paso del caballo junto con el chillido de los grillos y de cuando en vez el susurro de una lagartija al escapar a toda carrera por entre la maleza era lo único que se oía.

    El sol comenzó a salir y la sabana se alegró, ahora se oía el canto de palomas, pájaros de todas clases y el mugido del ganado a lo lejos. Todo esto unido al despuntar del sol y el olor a tierra mojada constituía para el llanero Casimiro la esencia de la vida. Se sentía, aunque preocupado, con el alma llena y alegre de poder vivir y ver un amanecer como este.

    Se acercaba ahora casi corriendo a la sabana del Samán, llamada así por los grandes árboles que había en ella, los cuales se amontonaban más hacia la orilla del río.

    —Caramba, qué palo de agua el de anoche, mira cómo tumbó esos árboles de allá.

    Hablo así a su caballo, aunque sabía que el animal poco caso le hacía, pero acostumbrado a cabalgar solo, también hablaba solo.

    Su preocupación comenzó a desaparecer cuando divisó al rebaño metido debajo de los samanes.

    —¡Ahí!, ¡todo parece estar bien… menos mal!

    Se acercó poco a poco para no ahuyentar al ganado el cual todavía buena parte permanecía echado. El ruido del río se dejaba oír ahora más fuerte que de costumbre. Casimiro, un hombre con el oído entrenado a notar estos cambios, le habló de nuevo a su caballo.

    —¡Jum!, ese río está crecido y feo… Vamos a acercarnos un poco para ver, no vaya a ser que nos vaya a coger de sorpresa y nos vaya a inundar.

    Dirigió a su cabalgadura hacia la orilla del río, más árboles yacían en el suelo, el viento huracanado de la noche anterior arrasó con los árboles más débiles.

    Desde donde Casimiro estaba podía ver ahora las aguas marrones y crecidas, siempre le había impresionado ese espectáculo. La fuerza inmensa de la naturaleza capaz de arrasar con toda obra humana. Para los indios el río tenía espíritu propio y en este momento estaba enojado. Casimiro era mitad indio y mitad negro.

    Su madre, la hija de un cacique yekuana; su padre, un esclavo alzado.

    —¡Cristo, ¿qué fue eso?, ¿oíste caballo?, ¿oíste?!

    El caballo siguió caminando con las orejas paradas como tratando de oír lo que su jinete le indicaba.

    —¡Un llanto! ¡Ay, Virgen Santísima! ¡La Llorona!

    El llanero supersticioso por naturaleza creía en espantos, en brujería, el Diablo, La Sayona, el Silbón, y todos los espíritus del cielo y del infierno. Por eso el corazón de Casimiro comenzó a latir fuertemente y con ganas de espolear a su caballo y desaparecer del lugar. Pero vio a su caballo que no estaba nervioso, no, no era un espanto y le creyó más al caballo que a él mismo. Puso ahora más atención y oyó sobrepuesto al ruido del río y claramente el llanto de un recién nacido.

    —Dios mío ¿qué es esto? ¿Un niño recién nacido? ¿Pero qué hace aquí tan lejos de todo…? ¡Seguro que su madre lo abandonó!, o lo que sea. ¡Vamos, caballo, ahora sí vas a correr!

    Y espoleando al noble bruto se acercó al sitio donde oía el llanto sin cesar del niño.

    Se bajó del caballo de un salto y desde la orilla del río dirigió su mirada ansiosamente buscando al niño.

    Parecía que el llanto salía del centro del río.

    —¿Cómo puede ser esto, Dios mío? ¿Pero dónde está? ¿En el centro del río?

    Sus ojos se movieron ansiosos ahora corriente abajo y casi se resbala de la roca donde estaba parado. Ahí agarrada casi por un milagro a un árbol caído estaba el cuerpo semidesnudo de una muchacha negra, la cabeza y un brazo enredado en las ramas y por suerte fuera del agua. En la punta de las ramas de la copa del árbol caído un bulto envuelto en sábanas.

    El recién nacido se movía con fuerza y lloraba a grito tendido.

    Sin perder un minuto y con gran valentía, Casimiro se lanzó a las aguas crecidas del río y se dejó llevar por la corriente hasta la punta del árbol caído. Su primera acción era salvar al niño que peligraba soltarse y entonces ya nada se podría hacer. Casimiro era un buen nadador, un cazador de caimanes y con un gran corazón. Se dejó llevar por la corriente sin pelearla para no cansarse y dirigiendo su cuerpo hacia el niño lanzó ambas manos y con firmeza agarró el bulto. La fuerte corriente arrastró ahora al llanero y al niño. Las fuertes patadas de Casimiro ayudándose con una mano lo dirigían poco a poco hacia la orilla, pero mucho más corriente abajo de donde estaba la muchacha, hasta que otro árbol caído lo atajó de su vertiginosa carrera. Ágilmente, se encaramó sobre las ramas y pronto llegó a salvo a la orilla.

    Con paso decidido y rápido regresó corriente arriba al sitio donde había dejado a al cuerpo de la muchacha quizás sin vida. El recién nacido seguía llorando, para el niño importante era comer y beber, estaba sediento con frío y hambriento. Sus primeros momentos en este mundo estaban siendo muy desagradables.

    El llanero dejó a la criatura en una roca asegurándolo con unos troncos y luego lo cobijó con su ruana.

    —¡Ah carajo, pero si eres macho! ¡Un valiente macho!

    Casimiro le había quitado al bebé la cobija empapada que traía, estaba pasando mucho frío.

    Ahora a recuperar el cuerpo de la muchacha que colgaba de las ramas. Repitiendo la operación anterior, poco a poco remontó el tronco del árbol y se acercó al cuerpo inmóvil. Un quejido se le escapó a la joven y el brazo se le movió algo.

    —Un momento, niña, ¡no se mueva que ya la salvo! —gritó Casimiro. Otro quejido y esta vez fue la mujer quien su cabeza la que trató de voltear—. Ya llego, ya… ya estoy aquí. Gritó Casimiro Se lanzó al agua sujetándose de las ramas del árbol y le pasó el brazo a la mujer agarrándola fuertemente por la cintura. El cuerpo desvanecido se despegó del árbol y quedó colgado del brazo de Casimiro. Este poco a poco, luchando con la corriente y ayudado por las ramas del árbol, se acercó a la orilla y pronto estuvo afuera.

    Jadeando de cansancio dejó caer el cuerpo de Julia quien se quejó de nuevo. Casimiro se dejó caer al lado de ella completamente extenuado del esfuerzo. El niño seguía llorando.

    —Ay, mi tobillo, Ay… Ay…

    La voz débil de la muchacha le trajo de nuevo a Casimiro la realidad de la situación de urgencia en que se encontraban. Se levantó rápidamente y vio ahora con más atención a la negra joven tirada en el suelo, con los vestidos rasgados, los senos carnosos y duros al descubierto, el vientre plano, piernas fuertes y bien formada y…

    —¡Oh mi Dios!, pobre niña, qué dolor debe estar pasando. Esto es grave, hay que apurarse… ¿Qué hago ahora?

    La cara de Casimiro hizo una mueca de asco y sus ojos trataron de no mirar hacia el hueso roto de la pierna que había roto la piel a la altura del tobillo y el pie colgaba hacia un lado en una posición anormal.

    La mente del llanero trabajaba febrilmente sin decidirse en qué hacer. Nunca se le había presentado un caso igual. Después de unos instantes pareció decidirse. Tomó la ruana que ahora cubría al niño y cubrió al bebé con hojas secas. Con su largo cuchillo cortó algunas estacas largas, les sacó punta y atravesó la ruana con las estacas de manera de formar una estera. Corto dos ramas gruesas y les ató un extremo a la silla, a cada lado del caballo, el otro extremo lo dejo colgar arrastrándose por el suelo. Luego le colocó la estera arriba y la amarró a las ramas.

    Levantó el cuerpo desvanecido y semidesnudo de la muchacha y lo colocó arriba de su improvisada camilla.

    Rápidamente tomó al niño en sus brazos y se lo pegó a su cuerpo para darle calor y luego montó en su caballo.

    No había tiempo que perder, pero tampoco podía correr, porque la muchacha podría resbalarse de la estera.

    Ya era media mañana, Casimiro con el niño cargado y la muchacha a rastras cruzaban la sabana, el sol comenzaba a calentar. La muchacha se despertaba de vez en cuando y se quejaba dolorosamente. El niño lloraba sin parar. A lo lejos pudo observar los árboles del camino de la casa del hato. Un grupo de jinetes salían de la arboleda.

    —¡El patrón me viene a buscar! ¡Gracias, Dios mío!

    El patrón don Manuel Enrique Arrieta, montaba en un brioso caballo bayo de cola y crines negras, sus cascos hacían resonar el suelo cuando caminaba. don Manuel llevaba botas hasta casi la rodilla y un sombrero de paja amplio cubría su cabeza. La silla de montar, frenos, riendas y demás aperos eran de lujo.

    Lo acompañaban tres peones de a caballo, simples llaneros, vestidos escasamente, sombreros de paja, calzados con alpargatas, montados en caballos zainos que lucían tranquilos, algo cansados y caminaban sin altanería. Eran los típicos caballos de trabajo del llanero.

    Don Manuel detuvo su caballo y miró con atención a lo lejos.

    —Patrón, aquel es Casimiro.

    Quien habló era a quien llamaban el Flaco. Delgado, pero fuerte, sus músculos eran pura fibra. Uno de tantos mestizos del hato.

    —Sí, Flaco, aquel es Casimiro… y… me parece que trae algo a rastras… No puedo ver bien.

    —Nos hace señas, patrón, parece que está en apuros, algo pasa.

    Sin dudarlo un momento, los jinetes espolearon sus caballos y arrancaron a galope tendido por la sabana en dirección hacia donde Casimiro estaba, donde les hacía señas y les gritaba.

    —¡Auxilio! ¡Ayúdenme! ¡Aquí! ¡Vengan rápido! ¡Eyyy! ¡Eyyy!

    Pronto los jinetes rodearon a Casimiro y don Manuel tomó control de la situación inmediatamente.

    —¿Qué es lo que pasa Casi…? ¡Oh!, Santo Cristo, ¿qué es esto?

    La sorpresa del patrón era total, nunca se hubiera imaginado lo que estaba pasando. El caballo de Casimiro arrastraba un tapete hecho de la ruana y estacas y sobre el tapete el cuerpo semidesnudo de la joven esclava. El sombrero de Casimiro le tapaba los senos. Un recién nacido gritaba a todo dar en los brazos del llanero.

    —Patrón, le ruego que vayamos rápido al hato, es de vida o muerte, luego le explico… El niño necesita comer ahora mismo o se muere, y esta muchacha tiene la pierna rota y también se muere si no se le atiende.

    Las órdenes de don Manuel no se dejaron esperar.

    —¡Flaco! Toma al bebé y llévalo rápido a la casa. Que la negra Rosario le dé de amamantar, ella tiene bastante leche, más de lo que su hijo necesita… ¡Vamos! ¡Rápido! Espolea ese caballo, ¡hombre!

    El Flaco tomó al niño en sus brazos y emprendió una loca carrera de regreso a la casa mientras don Manuel seguía dando órdenes.

    —Tú, Chigüire, consígueme dos estacas de dos palmos de largo.

    Se bajó de un salto del caballo, le cortó un racimo de pelos de la cola y se dirigió a donde la muchacha yacía. Chigüire le dio las dos estacas, don Manuel se agachó y con sumo cuidado le colocó las dos estacas a cada lado del tobillo roto de Julia y lo aseguró amarrándolo con el pelo de la cola del caballo.

    —Vamos, Casimiro, toma en tus brazos a la joven y me la pasas cuando esté montado a caballo.

    De un salto se hizo jinete, Casimiro cargó a la joven quien se quejó débilmente y se la pasó a su patrón. don Manuel tomó a la joven con las dos manos y la cargó en sus brazos mientras espoleaba fuertemente a su caballo quien dio un salto y emprendió una carrera a galope tendido. Hubiese sido un jinete menos experimentado se hubiese salido de la silla y caído con muchacha y todo, pero si algo era el patrón, era un magnífico jinete, hombre de a caballo y de mucha fuerza.

    Sin utilizar las riendas que estaban atadas a la silla y sosteniéndose al caballo con la piernas, dirigiéndolo con solo ese pequeño movimiento del cuerpo que solo los buenos jinetes llegan a desarrollar y los buenos caballos a sentir, don Manuel entró seguido de cerca por Casimiro y Chigüire a todo galope al patio de la casa del hato donde lo esperaban algunos peones y gente de servicio quienes salieron alarmadas cuando el Flaco llegó con el bebé.

    Casimiro bajó rápido del caballo y tomó a la semidesnuda esclava de los brazos del patrón.

    —¡Rápido, Casimiro, al cuarto de huéspedes! Mariita, agua caliente, algodón, mi botiquín de medicinas, un cuchillo bien afilado, fósforos y dos botellas de ron. ¡Rápido, Mariita, rápido mujer, que es para hoy!

    Bajó de un salto del caballo y se dirigió corriendo detrás de las personas que llevaban el cuerpo desvanecido de Julia.

    Don Manuel era un hombre de recursos, acostumbrado a pasar trabajo y tomar rápidas decisiones en momentos apremiantes. La operación de la pierna rota tomó varias horas y con los precarios medios de que disponía, hizo un buen trabajo. Lamentablemente, Julia no podría caminar normalmente jamás, caminaría cojeando fuertemente.

    La fiebre le subió a lo máximo. Deliraba y repetía varios nombres.

    —Natividad, por aquí… por aquí…

    —Niña Juana… ¡su padre! Niña escóndase… ¡El niño!, ¿dónde está el niño?

    En esos momentos de delirio abría los ojos y se trataba de levantar. Amparito, una muchacha esclava, la atendía y cuidaba de darle sus medicamentos, en su mayoría té de hierbas naturales.

    Mientras tanto, el niño se alimentaba y pasaba sus primeros días sin preocupaciones, dormir y mamar del seno de Rosario, una esclava robusta y de un gran corazón.

    Don Manuel se pasaba largos ratos con la enferma, como si fuese un médico dedicado a sus enfermos. El amo del hato parecía apacible, pero su cabeza era un hervidero de pensamientos. «¿Quién es esta muchacha?

    ¿Qué le habrá pasado? De seguro ese niño no es de ella, es muy blanco… ¿Y si se lo robó? Espero que no… Si no voy a tener que entregarla y lo más seguro es que la maten… Jum… puede ser que algún blanco la preñó y luego la rechazó…». Y de seguida sus pensamientos cambiaron de lugar y persona: «Rosalía… Rosalía… ¿por qué nos pasó esto…? Eres una gran mujer, aunque tu piel sea negra, te amé con locura. ¡Yo no te rechacé!, tú fuiste la que quisiste separarte. Tú, noble mujer». El recuerdo de Rosalía se le enredaba con la tragedia presente.

    Don Manuel provenía de las islas Canarias donde había poseído una pequeña hacienda, herencia de su padre. Él y su hermano, don Ramiro José Arrieta, emigraron solos a Venezuela en el año 1783 dejando a sus respectivas esposas en La Canarias hasta que ellos pudieran tener los medios suficientes para la manutención de las esposas y futuros hijos.

    El negocio de la granja en las Islas no había ido nada bien y tuvieron que venderla por muy poco dinero para poder pagar a los muchos acreedores.

    Llegado a Venezuela, don Ramiro consiguió unas tierras en San Antonio de Los Altos, un pequeño pueblo en los alrededores de Caracas, la sede de la Capitanía General de Venezuela. Ahí comenzó a cultivar hortalizas, como lo hacía en las islas Canarias y muy pronto a fuerza de trabajo y ahorro en tres años tenía esclavos trabajando la tierra para él, además, un puesto de venta en el Mercado de Caracas y vendía a los barcos directamente en el Puerto de la Guaira. Al cuarto año trajo a su esposa doña Elvira. Para ese momento don Ramiro pudo comprar una casa en Caracas, donde formó el hogar que no pudo lograr en Las Canarias.

    Don Manuel no fue tan afortunado al principio. Era de un carácter más nervioso que don Ramiro, el trabajo de la agricultura no le parecía lo bastante divertido. Por eso en lo que se le presentó la oportunidad de viajar con un grupo de aventureros hacia el llano, compró un caballo y ciertos pertrechos, se despidió de su hermano quien quedó lleno de temores, pensando que nunca más lo vería.

    Don Manuel pasó por los llanos del centro de Venezuela y se internó en regiones más salvajes, en los llanos cercanos al gran río Orinoco, en medio de las sábanas del río Arauca y el Capanaparo.

    Con el dinero que le quedaba compró un par de esclavos, hombre y mujer y una grandísima extensión de tierras que casi se las regalan. El primer año fue de trabajo extenuante, recogió una buena cantidad de ganado alzado y pudo venderlo a revendedores.

    Alfonso, el esclavo, y Josefina, su mujer, fueron para don Manuel todo, grandes trabajadores, compañeros, amigos. Los tres formaban casi una familia, solos, en esos parajes salvajes del llano adentro.

    Un día don Manuel corría tras una novilla alzada y su caballo resbaló a plena carrera, el jinete salió disparado y cayó al suelo golpeándose fuertemente una rodilla que de inmediato se le inflamó. El dolor era inaguantable y casi no podía caminar. Su cabalgadura después de la caída se escapó a la carrera. Se trató de arrastrar y el dolor de la rodilla era demasiado.

    No supo cuánto tiempo estuvo acostado en la maleza soportando el agudo dolor. Cuando se dio cuenta la noche se le venía encima. Las fieras del llano pronto saldrían a cazar y él era una buena presa para el tigre, el cunaguaro o el león. De pronto oyó pasos humanos y gritó:

    —¡Auxilio, auxilio! ¡Aquí estoy! ¡Alfonso, ¿eres tú?!

    Silencio, nadie respondió. Los pasos se acercaban ahora a donde él estaba. La oscuridad le impedía detallar quien era el bulto que se le acercaba rápidamente.

    —¿Quién está ahí? —preguntó en alta voz—. Un paso más y es hombre muerto. ¡Alto!

    La figura se detuvo y una voz de mujer le contestó:

    —No me haga daño, don… quiero ayudarlo.

    Era Rosalía, una esclava muy joven y muy bonita quien en esos momentos escapaba de su dueño quien la quería violar.

    Rosalía salvó a don Manuel, lo ayudó a llegar a la casa del hato y luego lo cuidó y le sirvió.

    El misterio del llano, la soledad, la belleza de la negra esclava, su bondad y nobleza tomaron posesión del alma de don Manuel quien cayó terriblemente enamorado de la joven.

    Rubén Antonio fue el producto de la inexorable ley de la naturaleza que no reconoce límites de clases.

    Pasado tres años de ese incidente, don Manuel era todo un hacendado, con dinero, tierras, ganado, peones y esclavos a su disposición. Decidió entonces buscar a su legítima esposa. Rosalía sabia y noblemente supo comprender que sus días de mujer del amo habían terminado y decidió irse antes de la llegada de doña Elena.

    Don Manuel contó a su esposa lo que había pasado, esta recibió la noticia resignada, entendió las circunstancias y aceptó ser la madre de Rubén. El niño tenía dos años cuando Elena llegó a la casa del hato Las Maravillas. De inmediato acogió con mucho amor a Rubén, quien también le respondió con amor. doña Elena quiso conocer a Rosalía a quien le agradecía haber salvado y cuidado a su esposo, pero no la encontró, la joven había huido por segunda vez en su vida.

    Este hecho afectó mucho a don Manuel, quien más nunca fue totalmente feliz. En este momento, ante la presencia de la joven esclava los recuerdos se le revolvían.

    —El niño… ¿dónde está el niño? —Julia murmuró débilmente, pero esta vez no deliraba.

    —¡Busquen al niño! —dijo don Manuel.

    —¿Dónde está el niño?, ¿está bien?

    —Sí, mujer, quédate tranquila, reposa, ya lo verás.

    —Ay… mi tobillo… me duele mucho, ¿qué me pasó?

    —Te lo partiste bien feo, hija, pero yo te lo arreglé lo mejor que pude, creo que no tendrás problemas en caminar. Pero ahora descansa que todo estará bien.

    En ese momento entró Rosario con el niño y se lo acercó a Julia.

    —Toma, niña, aquí está tu hijo.

    —¡Oh!, mi amor… estamos a salvo, gracias a Dios, pero qué bello estás, te has puesto gordito.

    Don Manuel se le acercó y preguntó la pregunta que todos tenían en mente.

    —¿Cómo te llamas, hija? ¿Qué te pasó a ti y a tu hijo?

    —Me llamo Julia y este no es mi hijo.

    Entre quejidos y con una voz muy débil Julia contó a los asombrados oyentes lo que le había pasado.

    Luego, don Manuel le contó cómo la habían salvado a ella y al niño. Terminadas las historias Julia pidió ver a Casimiro.

    —Llamen a Casimiro… —Esta vez era doña Elena quien hablaba.

    —Aquí estoy, doña Elena.

    —Mira, Julia, este es Casimiro.

    Parado en el umbral de la puerta, con el sombrero de cogollo descansando en sus dos manos en una actitud humilde estaba el indio, ahora con una sonrisa de oreja a oreja, cosa bien rara en él.

    —Le doy muchas gracias, señor, por habernos salvado, usted ha hecho un milagro.

    —Ay, mi niña, yo no soy Dios para hacer milagros, fue Él mismo quien me llevó a dónde estabas y dirigió mi mente y mis manos para hacer las cosas que hice para salvarlos.

    Casimiro se acercó a Julia y esta con dificultad y lentamente le echó los brazos al cuello y le dio un beso en la mejilla.

    Rosario rompió un poco la emoción del momento para preguntar.

    —¿Y cómo le vas a poner al niño, Julia?

    —¿Cómo se llama ese Santo que pasó al Niño Jesús de un lado a otro del río?

    —¡Ah!, muy bien, muy a propósito, se llamaba…

    Capítulo 2

    —¡Cristóbal! ¡Cristóbal!, ¡muchacho ¿dónde te has metido?!

    —Deja esos gritos, mujer, parece que te estuvieran matando.

    —Ay, don Manuel, es que ese muchacho se me pierde a cada rato.

    —Cálmate, Julia, yo lo acabo de ver con Casimiro, estaban muy ocupados haciendo algo. Búscalo en los establos.

    —¡Ah!, Casimiro, Casimiro… ni que fuera hijo de él. don Manuel, ese Casimiro me tiene al niño toó echao a perdé. Lo tiene demasiado consentio.

    —Ja, Ja, mujer, de qué te quejas, ¿no te gusta que te lo quieran?

    —Claro que sí, don Manuel, perdone usted. Ya voy por él.

    Julia se alejó cojeando un poco. A pesar de lo improvisado de la operación que don Manuel le practicó en el tobillo, esta resultó un éxito, la muchacha cojeaba algo, pero no le impedía trabajar y trasladarse ágilmente.

    Corría la estación de sequía del año 1798, cinco años hacía desde que Julia fue traída bajo la protección del dueño del hato Las Maravillas. Durante ese tiempo, Cristóbal creció rodeado de los cuidados de los llaneros, en especial de Casimiro, quien no teniendo hijos propios lo criaba como tal. Julia siempre buena trabajadora, pronto se hizo indispensable a doña Elena en los trabajos de la casa. Casi todo parecía ir muy bien para Julia y Cristóbal.

    Cuando Julia llegó al cuarto de las sillas en los establos, Cristóbal estaba agachadito observando atentamente a Casimiro quien cortaba el cuero de una vaca. Llevaba un sombrerito de cogollo, era todo un llanerito.

    Julia se acercó despacito y se asomó sonriendo sin que la notaran, le gustaba observar a su hijo adoptivo cuando ponía atención.

    —Mira, Cristóbal, el cuero de la vaca se corta en espiral.

    —¿Qué es espiral, tío Casi?

    —Mira, comienzo haciendo una pelota grandota y en vez de terminarla aquí, sigo haciendo otra más pequeña dentro de la primera…

    Casimiro cortaba ágilmente y con pericia con su cuchillo una cinta de cuero de más o menos tres dedos de ancho. Comenzó en la parte de afuera del cuero y poco a poco en espiral llegó al centro.

    —Ahora, Cristóbal, vamos afuera a amarrar un extremo de esta tira a un tronco. Después la estiramos y la torcemos, la templamos bien templada, la sobamos con sebo, y la dejamos hasta que se cure y después…

    —¡Después, es después!, ahora vienes conmigo, Cristóbal.

    Julia salió detrás de la puerta y agarró por una mano al niño.

    —No, mamá, yo quiero quedarme con tío Casi… déjame un rato más —suplicó Cristóbal.

    —¡No!, más tarde regresas, ahora tienes que ir a jugar con Rolandito.

    —¡No, no!, yo no quiero jugar con Rolito, él es muy malo y me pega, y me hace cosas que me ponen triste.

    Casimiro miró a Julia seriamente como apoyando a Cristóbal.

    —Bueno, lo que pasa es que te dejas hacer maldades, pero si juegas bien con él te vas a divertir, ya lo verás.

    Don Manuel tuvo dos hijos con doña Elena, Rolando, un muchacho bien parecido de pelo amarillo y ojos azules, todo un catire; y Rosa María, una linda muchachita de cabellos castaños y ojos pardos.

    Cuando Cristóbal y Julia fueron rescatados de las corrientes crecidas del río, Rolando tenía apenas dos años de nacido. Rubén, el hijo de Rosalía, tenía cinco años y Rosa María estaba en proyecto.

    —Ven, Cristóbal, vamos a jugar a los caballos.

    Rolando agarró por una mano a Cristóbal y lo jaló fuertemente hacia donde ya había conseguido dos ramas, una de ellas más gruesa y larga que la otra.

    —Toma, Cristóbal, este es tu caballo… y este es el mío.

    —No, yo no quiero esta rama, es muy chiquita, yo mejor busco otra.

    —¡Cristóbal!, tú me obedeces o te pego, ¡este es tu caballo!

    El pobre Cristóbal cogió compungido la rama que le daba Rolando y se la colocó entre las piernas como montando a caballo, lo mismo hizo Rolando con la rama más fuerte y gruesa.

    Imitando a un brioso caballo, dando pasos elegantes, Rolando manejaba la rama de aquí allá, mientras que Cristóbal, con su débil rama apenas se la podía mantener entre las piernas.

    —Cristóbal, ves, mi caballo es mejor que el tuyo, es el caballo del amo, es el caballo de mi papá.

    —Tú ves, Rolito, por eso es que yo no quería esta rama, no sirve para caballo…

    —Tú te callas, ese es tu caballo, un pobre caballo flaco y pequeño como los de los esclavos… ¡Ja, ja!

    Cristóbal bajó la cabeza y trató de imitar a un caballo, pero sin mucho éxito, no se sentía contento y quería salir corriendo y no jugar más.

    —Ahora, Cristóbal el esclavo… y yo el amo, vamos a echar una carrera a caballo…

    —No, yo no quiero.

    —Tú sí quieres, si no ya verás lo que te pasa… ¿Ves aquel árbol?

    —Sí, sí lo veo.

    —Vamos a correr hasta él y le damos la vuelta, el que llegue primero de regreso aquí gana la carrera, ¿está bien?

    De mala gana y resignado Cristóbal asintió, ya sabía que Rolando era mayor y más fuerte que él y con esta rama entre las piernas le iba a ser difícil correr.

    —Ahora, caballeros, van a presenciar la gran carrera, entre Cristóbal el esclavo y Rolando el amo.

    Rolando se dirigía a una multitud imaginaria.

    —¡Yo no soy esclavo, Rolito!, yo soy libre, mi mamá me lo dijo.

    —¡Ja, ja! ¡A la una, a las dos y a las tres!

    Rolando salió corriendo aun antes de terminar decir tres y aventajó al principio a Cristóbal, pero lo que sucedió fue que siendo la rama de Rolando más pesada y gruesa, era más difícil de correr con ella, en cambio, la de Cristóbal era liviana y delgada y casi no se sentía, por supuesto que el pequeño Cristóbal aventajó a Rolando y llegó con bastante ventaja al árbol y le dio la vuelta. Rolando comprendió su error y se llenó de indignación al saber que no podía ganar. Cristóbal ya venía de vuelta y al momento de cruzarse con Rolando, este viró de pronto golpeando con la gruesa rama las piernas del pequeño Cristóbal quien rodó aparatosamente al suelo, su boca dio contra una piedra rompiéndose los labios. No contento con lo que había hecho, Rolando tomó la pesada rama y golpeó a Cristóbal en las costillas.

    El llanto agudo llamó la atención de Rubén, quien pasaba por el lugar y corrió hacia donde estaban los dos niños.

    —¡Rolito!, ¿qué le has hecho a Cristóbal ahora?

    —Yo no le hice nada. Tú siempre me culpas a mí, él se cayó solito.

    Cristóbal se quedó en el grito y no volvía, Casimiro quien había oído el primer llanto aún lejos de donde estaba, llegó a toda carrera y se lo quitó de los brazos a Rubén quien trataba de consolar al niño. Casimiro lo levantó al aire y Cristóbal volvió en si llorando a todo dar.

    Al llanero se le partió el corazón viendo la carita de Cristóbal toda llena de tierra, sus labios rotos sangrando y sus ojos llenos de lágrimas.

    —Vamos, mi niño, te voy a lavar la cara y a curarte.

    Rolando se acercó a Casimiro y le dijo:

    —Casi, yo no le hice nada, no me vayas a culpar a mí, él se cayó solo, se enredó en su rama y se cayó.

    —Está bien, Rolito, anda, vete con tu mamá, anda.

    A toda carrera llegó Julia.

    —¿Qué le pasó, Casi? ¿Qué le pasó?

    —Se cayó, Julia, y se pegó duró en la boca, pero quédate tranquila que ya lo voy a curar.

    —Ay, pero mira cómo está lleno de sangre, Casi, ¿estás seguro de que no es nada?

    Cristóbal todavía llorando le tiró los brazos a Julia.

    —Mamá, me duele aquí. —El pobre muchacho se señalaba la costilla donde Rolando le asestó el ramazo.

    —Déjame ver, Cristóbal. —Casimiro le levantó de inmediato la camisa y pudo ver el rosetón y algo de sangre.

    —Vamos rápido, Julia, que ese golpe fue muy duro.

    Ambos se alejaron apresuradamente hacia la habitación que Julia tenía asignada en la barraca de los peones.

    La niña Rosa María, con una muñeca a rastras, había visto todo lo que pasó. Sentadita en un tronco le dijo a Rolando:

    —Rolito, embustero, ¡tú tumbaste a Cristóbal y luego le pegaste!

    —Mira, Rosa, ¡si tú llegas a decir eso, te arranco la muñeca y le quito la cabeza y a ti te pego en la nariz!, así que cállate.

    Rosa María comenzó a hacer pucheros.

    —Tú eres muy malo, Rolito, ¡yo no te quelo!

    —No me importa, anda, desaparece y acuérdate lo que te dije.

    Un jinete acababa de llegar al hato, pasaba cerca y oyó la conversación de los dos niños. Cabalgó hacia los establos y dejó al cansado caballo a cuidado de un peón.

    —¿Qué habrá pasado ahora? —Alfonso dijo para sí mismo mientras se dirigía a buscar a don Manuel.

    Ya casi enfrente de la puerta tuvo que apartarse para no ser atropellado por el patrón quien salía apresuradamente.

    —Alfonso, ¡por fin llegaste! Ven conmigo, acompáñame.

    Ya en el cuarto de Julia, Casimiro se dirigió a ella y le ordenó:

    —Julia, quédate con él aquí que ya yo regreso, voy a buscar mi saco de medicamentos.

    Casimiro era conocedor de los medicamentos que utilizaban los indios. Cogió unas yerbas y las echó en agua hirviendo, las envolvió en un pedazo de tela y se las aplicó al costado de Cristóbal. Le lavaron la cara y lo acostaron. Cristóbal se quejaba de vez en cuando. De pronto se apareció don Manuel con cara de pocos amigos, Alfonso le seguía a poca distancia.

    —¿Qué guarandinga es esa Casimiro que tú andas diciendo?, ¿qué Rolito tumbó a propósito a Cristóbal?

    —¿Quién le dijo eso, don Manuel?

    —El mismo Rolito, y que de paso, lo regañaste.

    —Don Manuel, si no me cree a mí pregúnteselo a Julia, yo no le he dicho a Rolito nada. Yo no vi lo que pasó. —Casimiro puso una cara muy seria, capaz de amedrentar a cualquiera—. Usted me conoce, don Manuel, yo no digo cosas a menos que esté bien seguro.

    Don Manuel iba a decir algo más, pero calló. Al cabo de unos instantes de duda le dio una orden a Casimiro.

    —Esa soga que tienes extendida en el patio se la das a Rolito en lo que esté curada. Se la acabo de prometer.

    Dio media vuelta y salió del cuarto.

    Cristóbal comenzó a hacer pucheros, esa era su soga que Casimiro se la había hecho especialmente para él.

    —Vamos, Cristóbal, no te pongas así, mi niño, yo te hago otra mejor, ya tú verás.

    —Es que yo quería esa, tío Casi, tú me la regalaste, además, Rolito sí me tumbo y luego me dio un ramazo aquí. —Y el niño comenzó a llorar dolorosamente.

    Julia lo abrazó, y con el corazón oprimido y con disgusto en la voz le dijo a Cristóbal:

    —Quédate tranquilo, mi pequeño, el amo es don Manuel, él hace lo que le parece. Tío Casi te va a hacer una nueva, y verás que bonita va a ser. —Y entre dientes y en voz baja de modo que solo Casimiro lo pudiera oír—: Algún día vamos a ser libres y mataremos a todos estos coños de madre.

    —Julia, no digas eso que, a pesar de todo, don Manuel no es malo, tú lo sabes mejor que nadie. No digo lo mismo de doña Elena o de su hijo Rolito, ellos son… diferentes.

    Ya afuera, don Manuel agarró por un brazo a su amigo y empleado, el otrora esclavo Alfonso.

    —¡Alfonso!, que gusto me da verte de nuevo, ven conmigo.

    Ambos hombres se alejaron caminando hacia un frondoso Samán en el centro del patio de la casa del hato.

    —Manuel, aquí te tengo el pago de la venta del ganado.

    Alfonso sacó de su morral una bolsa de cuero, conteniendo algo muy pesado. don Manuel la tomó y sorprendido le dijo:

    —¡Carajo!, Alfonso, esto es muchísimo, ¿es oro, verdad?

    —Sí, Manuel, oro purísimo, exactamente, tres kilos y medio.

    —Pero, ¿qué pasa? Nunca habíamos podido vender ganado a ese precio tan alto… ¿Eran cien reses, verdad?

    —Sí, Manuel, cien reses… El esclavo quien las compró parecía muy ansioso en adquirirlas.

    —¿Un esclavo las compró? ¡Ah!, ya sé, se robó el oro de seguro y no quiere que lo descubran.

    —Jum… quizás, puede ser, pueden ser tantas cosas. También puede ser compra de carne para un ejército en campaña.

    Don Manuel ignorando el último comentario de Alfonso sacó de la bolsa un pedazo de oro del tamaño de una nuez y se la ofreció a Alfonso.

    —Toma, Alfonso, un regalo, este es un bono por tan buen trabajo.

    —No, Manuel, tú eres mi amo, tú me tratas muy bien, me das de comer, me vistes, me das autoridad sobre los demás, no me falta nada ni a mí ni a mi mujer, ¿para qué quiero yo oro?

    Don Manuel se conmovió ante esa declaración de Alfonso y lo abrazó.

    —Alfonso, yo no soy tu amo, tú lo sabes bien, yo te di tu libertad hace mucho tiempo. Te debo la vida varias veces, a ti y a… Josefina, si no es por ustedes y por… Rosalía, yo no tuviera nada y estaría muerto. ¡Tú eres mi hermano!

    —Manuel, siempre estaré agradecido. A propósito, averigüé algo más sobre Rosalía.

    —¿Sabes dónde está? ¿Averiguaste dónde está?

    —Sí, encontré al indio quien navegaba la piragua cuando Rosalía escapó.

    —No digas escapó Alfonso, ella se fue porque quiso, ella es libre, como tú y como yo.

    —De cualquier forma, Manuel, ella debe estar trabajando en Angostura, allí fue donde desembarcó.

    —Jum. Tengo que ver qué invento para ir a Angostura.

    Don Manuel bajó la cabeza pensativo y comenzó a caminar hacia la casa del hato cuando Alfonso lo detuvo.

    —Algo más, Manuel…

    —Sí, Alfonso, ¿qué?

    —Oí la conversación de Rosa María y Rolito…

    —¿Acerca de qué? ¿Qué puede ser tan importante en una conversación de niños?

    —tú lo dirás, pero Rolito si tumbó a Cristóbal y lo golpeó.

    —¡Carajo!, pero de dónde le habrá salido esa maldad en Rolando. Rubén no es así, al contrario, no conozco a nadie más noble que ese hijo mío.

    Don Manuel se alejó cabizbajo y moviendo la cabeza de un lado a otro.

    La vida transcurría tranquilamente en el hato, Cristóbal aprendía rápidamente los oficios de un llanero. Ya a los diez años de edad montaba a los caballos de trabajo del hato, enlazaba becerros y ayudaba a arrear ganado.

    Rolando siempre en competencia, no se quedaba atrás, tampoco las maldades para con Cristóbal disminuyeron a pesar de las reprimendas de don Manuel.

    Rubén ahora de quince años leía muchísimo y aprendía, cosa no usual en un joven de su edad. Siempre estaba pendiente de la llegada mensual del arreo de mulas que traficaba entre Caracas y el hato Las Maravillas.

    Era el único contacto que se tenía con el mundo exterior. Muchas veces traían libros los cuales eran leídos rápidamente por Rubén.

    Rosa María crecía también, era amable y bien educada, pero era una niña muy sola.

    —Cristóbal, ¿juegas conmigo un rato?

    —¿Qué quieres jugar?

    —Muñecas…

    —¿Estás loca?, ese juego es de niñas no de hombres.

    —Anda, no seas malo, mira que yo no tengo a nadie con quien jugar, todas las otras niñas son más grandes que yo o más chiquitas.

    Cristóbal dudó, quería a la niña quien siempre había sido buena con él, al fin se decidió y dijo:

    —Está bien, Rosita, ¿qué quieres que haga?

    —¡Ay!, qué bueno, toma, esta es tu hija, yo soy la mamá y tú el papá.

    Cristóbal tomó la muñeca de mala gana y la cargó en sus brazos.

    —¡Ja, ja, ja!, mira Toño, mira al maricón de Cristóbal con su muñeca, ¡ja, ja, ja!

    Rolando había aparecido de pronto con su amigo el niño esclavo Antonio. Ambos se rieron de Cristóbal quien los ignoró y siguió cargando la muñeca.

    —Es culpa mía que se estén burlando de ti, Cristóbal, perdóname —la niña dijo con los ojos tristes y con los labios caídos de tristeza.

    —No, Rosita, no es culpa tuya, es culpa de ellos, no te preocupes, no le hagas caso y vamos a seguir jugando.

    —¡Cristóbal maricón! ¡Ja, ja!

    —Cállate, Rolito, grosero, le voy a decir a mi papá que estás diciendo malas palabras.

    —Cállate, Rosa María, o te pego.

    —Niños, niños, ¿qué es lo que pasa?

    Rolando y Antonio se escaparon corriendo.

    —Mami, Rolando está diciendo groserías.

    —Ay, ese niño, es terrible… ¿qué haces aquí Cristóbal?

    —Está jugando conmigo y…

    —¡Julia!, ¡Julia!, ¡ven rápido acá, ahora mismo!

    —¿Qué pasa, doña Elena?

    —Cuantas veces te he dicho que no me gusta que Cristóbal se quede solo con Rosa María. ¡Tienes que obedecerme, por favor!

    —Ven, mi amor, ven Cristóbal, vamos, que tienes que ayudar a Casimiro.

    —Mami, yo no tengo con quién jugar, el único es Cristóbal —dijo llorosa Rosa María.

    —Ven, yo juego contigo.

    —Sí, un ratico y después te vas… como siempre.

    Escenas como estas se repetían con frecuencia. El antagonismo de Rolando hacia Cristóbal crecía cada vez más, alimentado por doña Elena, quien también cada vez quería distanciar más a Cristóbal de Rosa María.

    Pero mientras más se empeñaba en hacerlo, más se buscaban los dos niños.

    El ansia de aprender de Rubén era tan grande y los libros eran cada vez más escasos. Al final, don Manuel decidió enviarlo a Caracas, a vivir unos años con su hermano don Ramiro.

    —Rubén, hijo, yo no soy maestro, no sé tanto, y tú cada vez quieres aprender más y más. Lo único que se me ocurre es mandarte a Caracas con tu tío, ahí tendrás más oportunidad de aprender.

    Rubén saltó de alegría, era la mejor noticia que podían darle.

    —¡Gracias, padre!, ese es el mejor regalo, no te voy a defraudar, ya verás.

    —Ya lo sé, hijo mío, tú eres muy inteligente. No mereces quedarte toda la vida en este hato.

    Semanas después, Rubén salió rumbo a Caracas, acompañado de varios peones al mando de Ramón, uno de los mejores capataces del hato.

    Para Cristóbal la ida de Rubén empeoró la relación con Rolando. El suceso que llevó a Casimiro a tomar una decisión con respecto al futuro de Cristóbal aconteció un día en el cual Rolando aparentó estar de buen humor y se acercó amigablemente a Cristóbal.

    —Mira, esclavo, te propongo algo para divertirnos.

    —No me digas esclavo, Rolito, porque no lo soy, y no tengo ganas de divertirme contigo.

    —Está bien, Cristóbal, perdóname lo de esclavo… pero te reto a enlazar a un tigre, ¿no te divierte?

    —Tú estás loco, Rolito. ¿Enlazar a un tigre?, ¿así como lo hacen los llaneros?

    —Sí, así mismo, mira, tú y yo perseguimos al tigre, tú lo enlazas por un lado y yo por otro, luego nos separamos y el tigre queda en el medio de nosotros dos, totalmente amordazado, luego lo matamos a machetazos… ¿qué te parece? Si no vienes conmigo, eres una gallina, un pendejo, y un cobarde.

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