Lo que grita el subsuelo
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"Lo que grita el subsuelo" es una variada serie de relatos de terror con tramas muy peculiares:desde la repentina aparición de una espeluznante tribu amazónica que irrumpe en un pueblo atemorizado, a un ateo condenadamente escéptico y racionalista que se ve obligado a consultar a una médium a quien menosprecia por su extraña apariencia. En El agujero, un avezado científico quedará paralizados con los pies imantados al suelo de su apartamento, sin saber qué lo está succionando.Mientras en la Noche de San Juan un pequeño niño que vive en un pueblo en las montañas es encontrado muerto con los brazos abiertos.
Los valientes hombres de una pequeña aldea no tendrán el suficiente arrojo para enfrentar tres espantapájaros vivientes y esperpénticos en Los incrédulos, y su valor se convertirá en verdadero pánico cuando el cielo se tiña de un negro absoluto.
Al descubrir a su criada indígena en medio de un ritual inaudito, los prejuicios de una mujer blanca serán trastocados en Itzel. También observamos con horror en El Moó, ambientado en la segunda guerra mundial, cómo la maldad de un ser sobrenatural arrastra a una inocente adolescente al bosque, fascinada por un demoníaco fauno. En La Innombrable, una violenta psicópata tiene sed de venganza y de sangre, mientras que en El bosque de los robles enanos, un buen hombre encontrará a su joven amigo llorando por la fatal maldición que le lanzó años atrás una gitana. Por último en El hombre de papel, un niño aterrorizado noche tras noche por su infame niñera encontrará un ardid para sobrevivir a sus insidiosos fantasmas.
Liliana Pérez Alvarado
De nacionalidad costarricense, originaria de playa Tambor. Siempre tuvo gran inquietud e inclinación por la literatura, escribió poemas y cuentos desde su adolescencia. Estudió una carrera universitaria en la Universidad de Costa Rica Actualmente se dedica a su familia y a promoverse como escritora.
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Lo que grita el subsuelo - Liliana Pérez Alvarado
Los Asesinos
¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra
.
Génesis.
No, no estábamos preparados para aquello. Nuestro pueblo está monte adentro, en un lugar remoto: veinte chozas desperdigadas a lo mucho. Nunca pasa nada aquí. Es un pueblo huraño, montuno, donde nunca llega nadie. Sabíamos por la humareda que había aparecido en el cielo y por una televisión vieja que apenas sí funcionaba, que el Amazonas se estaba quemando de nuevo y esta vez bastante feo, pero aquello que vimos salir de la selva no tenía nombre. Nos habían llegado algunos monos uakaris nerviosos, con hambre y pájaros exóticos — algunos desplumados — y también varias anacondas verdes. A los animales peligrosos los dejábamos seguir su camino, a los inofensivos los cuidábamos en una vieja bodega de paja.
Como dije, nunca pasa nada aquí. Nosotros nunca habíamos visto algo tan impactante como aquello. Ellos eran una manada singular, una especie de tribu llena del horror al fuego que los perseguía, haciéndolos huir precipitadamente. Parecían animales pero no lo eran, tampoco eran completamente iguales a nosotros o a cualquier tribu indígena de por aquí. Olían a chamusquina, a hambre, a necesidad. Caminaban despacio, cansados, como si les costara mucho levantar los pies del suelo, sus deformes pies con dedos pegados como los de los patos. Eran de mediana estatura, proporcionados pero de frente abultada, su espalda estaba un poco doblada y por lo mismo sus cabezas parecían no tener cuello ¡sino colgar de algo muy elástico! Sus ojos eran vivaces, ambarinos, casi traslúcidos y con grandes pupilas oscuras. Los movían rapidísimo, parpadeando nerviosamente. Iban completamente desnudos y untados de un barro seco gris. Lo peor era su boca, era desproporcionada con respecto al rostro, parecían peces colmilludos, algunos simplemente no podían cerrarla. Yo di tres pasos atrás y casi echo a correr, Silvano, que estaba almorzando, sacó el machete de la funda. Todos retrocedieron al vernos y se detuvieron, cautos. También estaban asustados, pero, ahora que reflexiono sobre lo sucedido, creo que nos encontraron tan semejantes a ellos que confiaban en nosotros, digo esto, porque, ahora que recuerdo con detalle aquello, veo que eran tratables, tranquilos.
Durante unos minutos solo nos mirábamos, sin atinar qué hacer, pero el que parecía su líder, abrió la boca desmesuradamente e hizo ademán de llevarse algo a esta. Era fácil de entender: estaban muertos de hambre. Los llevamos al pueblo, avanzaban formando un círculo compacto sobre sí mismos. La mayoría retrocedían al verlos pasar y nos hacían preguntas, nosotros nos encogíamos de hombros y solo decíamos atónitos: Salieron de la montaña
. Nadie los miró con simpatía. Un niño curioso le tiró un palo a uno, el cual se subió a la copa de un árbol a la velocidad del rayo, asustadísimo. No les fue fácil convencerlo de bajar. Los llevamos a la vieja bodega y les dimos de comer. Eran quince: cinco hombres, cuatro hembras, tres ancianos, y tres niños.
Por la noche, en la cama, mi mujer me contó de la inquietud general que se había esparcido por el pueblo debido a los intrusos y a las habladurías sobre ellos. Eran bichos raros, ni muy humanos para considerarlos gente, ni tan diferentes para llamarlos animales. Unos salvajes inauditos. Solamente la maestra, por el contrario, estaba fascinada por el encuentro, muy emocionada, incluso cuando fue a conocerlos trató de comunicarse, pero ninguno emitió una palabra, solo hacían un ruido como de gárgaras. Glo glu glo glo, algo así. La maestra dijo que quizá esa tribu contenía la respuesta a la evolución humana y se movilizó a un pueblo del interior para informar al gobierno. Eran de mucho interés, todo un hallazgo, muchos científicos internacionales vendrían a investigarlos y se los llevarían, dijo. Eso nos tranquilizó porque no los queríamos con nosotros.
Al segundo día los cueros de dos perezosos yacían en el suelo. Los salvajes con sus bocas todavía untadas de sangre, se limpiaban con el dorso del brazo. ¡Comían carne cruda! Y seguían sin llenarse. Les dimos un viejo saíno de monte. Una de sus ancianas de larguísimas uñas filosas lo destazó con una destreza limpia, económica. Otra mujer, que comía vorazmente aproximó la peluda manota de uno de los hombres para que le tocara la barriga: un hijo crecía allí. Ambos sonrieron al sentir la nueva vida moverse dentro.
Al tercer día habían tirado las paredes de la bodega. No les gustaba estar encerrados. Uno de ellos cazó una presa grande que los dejó tan satisfechos que pasaron durmiendo gran parte del día o desparramados y relajados sin nada más que hacer que escarbarse los dientes que se afilaban con piedras. Un anciano sacó de una especie de bolsa una piedra diferente: era huequeada y parecía esculpida. Empezó a tocar una música suave que los hacía embobarse aún más, balanceando el tronco al compás de esta, embelesados. Quizá la música los ayudaba a olvidar aquella traumática huida, o tal vez celebraban que habían podido sobrevivir.
Pero cuando las hirsutas crestas de las olas de nuestro horror y apatía inicial apenas estaban bajando, dos de nuestros niños pequeños desaparecieron. Tienen que entender que en nuestro pueblo los niños no desaparecen.
Toda la comunidad pensó de inmediato que eran ellos, porque eran carnívoros, devoradores de animales y quién sabe si caníbales. Era como si el motivo que en el fondo tanto ansiábamos, hubiera surgido al fin, dándonos una justificación oportuna y preciosa. Tenían que ser ellos.
Las madres de los niños perdidos se desmayaron, las otras mujeres se pusieron histéricas. Uno de los padres tomó un machete y dijo que iría a matarlos, pero lo detuvimos.
La maestra no daba señales de regresar. Los intrusos salvajes siempre tenían hambre, siempre tenían pringues de sangre seca en la cara y en aquella enorme boca insaciable que estremecía mirar. Las emociones se agitaban a un ritmo acelerado, las familias y las madres de los niños al atizarnos el odio y la desconfianza fueron saturando nuestra imaginación hasta convertirlos en monstruos amenazantes, peligrosos. Llegaron incluso a dotarlos de poderes maléficos, demoníacos. No podía haber otra explicación ¡ellos se habían comido nuestros niños! Nuestros prejuicios y supersticiones nos bastaban, no nos hacían falta pruebas ni juicios. Habíamos perdido la calma que da la cordura, pero como comunidad nunca estuvimos tan unidos y tan de acuerdo en algo.
Lo hicimos de forma silenciosa.
Cuando Anatolio abrió sus ojos demencialmente como cuando estaba muy molesto y dijo: Voy a buscar gasolina
entendimos de qué hablaba.
Irónicamente, murieron de la misma forma de muerte atroz de la que venían escapando. Desprevenidos, no pudieron salvarse: estaban durmiendo profundamente después de tomar una chicha fuerte que habíamos adulterado. Los amontonamos, les colocamos encima las paredes de paja que habían botado y les prendimos fuego.
Al siguiente día aparecieron los niños. Nuestros niños se habían adentrado en la selva, queriendo ser buenos y rescatar más animalitos: se habían perdido, simplemente.
Nadie pudo mirarse a los ojos. Sentíamos dentro de nosotros algo más sucio y despreciable que la simple culpa. Teníamos sangre en las manos. Sangre de fuego. Cenizas de inocentes. Pero en el fondo nos sentíamos mejor sin ellos.
Itzel
Les respetamos pero tenemos nuestras propias circunstancias, no podemos aceptar etiquetas
Rigoberta Menchú.
Creo que cuando fuimos niños todos tuvimos alguna vez la sensación de asomarnos a algo prohibido. No sé, quizás sean solo reminiscencias de las travesuras de la infancia, hendijas indiscretas que las desidias de los adultos no taparon y al sentirnos asustados, creímos ingenuamente que habíamos hecho algo malo, o que los otros lo habían hecho. En nuestra ingenua imaginativa hemos destapado una ventana al infierno o algo que se le asemeja. Pero cuando crecemos al fin lo entendemos: lo nuestro se llamaba curiosidad y con la curiosidad termina la época de la inocencia, irremediablemente. Y cuando la inocencia termina, cuando llegamos al conocimiento de lo que nunca consideramos siquiera probable, no volvemos a ser los mismos: nos volvemos adeptos a vivir con los ojos bien abiertos a cualquier posibilidad.
En ese entonces tenía mi domicilio en la cima de una pronunciada colina, Cerro Alto llamaban la extensa propiedad que daba, descendiendo por uno de sus flancos al rutilante y casi siempre sereno mar. Después de haber anunciado en el pueblito indígena de abajo que necesitaba una empleada doméstica, supuse que alguien vendría y en efecto, alguien ya estaba en la casa. Mientras caminaba por el pasillo a su encuentro no esperaba encontrarla así, tan relajada, leyendo cómodamente un libro en el sillón más grande de la sala como si esos fueran su sala y su sillón. Me dio la impresión de que los papeles se habían invertido: yo la criada, ella, la dueña. Tuve una especie de premonición, una sensación intensa de que estaba en deuda, un deseo impropio de ser servil, pero no fui consciente de ello hasta que lo reprimí conscientemente. Inaudito encuentro aquel.
Antes de mudarme a aquel país tenía muchas ideas preconcebidas, fijas, lo reconozco: una aborigen indígena no se entretiene leyendo como una apasionada intelectual, solo es alguien a quien empleamos y obedece nuestro mandato dócilmente. Mucho menos es una invitada de honor que se siente a gusto en nuestra sala. Esa fue mi educación y seguramente mis arbitrariedades no solo pesan sino que son bastante impertinentes para lo que concierne a esta historia, pero quiero ser justa y clara, aunque tenga que hablar mal de mí.
Vestía un colorido traje indígena propio de aquella región maya, al verme cerró abruptamente el libro y se puso de pie. Era más corta de estatura que yo. Al contemplarla frente a mí, creí por un segundo que era ciega pues miraba como sin mirar, como si no fijara visualmente su atención con aquellos ojos negrísimos. Tuve la penetrante sensación de que estaba frente a un ser antiguo y muy distante en el tiempo, algo como si un sutil velo me ocultara un tótem sagrado. La piel oscura de su rostro se estiraba sobre unos huesos