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Las Tres Caras de Jano
Las Tres Caras de Jano
Las Tres Caras de Jano
Libro electrónico241 páginas3 horas

Las Tres Caras de Jano

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Información de este libro electrónico

En Los Ángeles, el Dr. Arturo Montenegro, un psiquiatra de renombre, se encuentra en la encrucijada de su carrera y sus ambiciones. Anhela dirigir el prestigioso Centro Psiquiátrico True Style, pero su mundo se ve sacudido por la llegada de una enigmática mujer. Oculta tras una peluca y gafas oscuras, ella le suplica que la salve de un destino peor que la muerte: ser encerrada por su poderoso esposo en un manicomio. Su identidad es un misterio, su miedo palpable, y su negativa a revelar el nombre de su marido solo añade más profundidad a su enigma.

Cuando la consulta termina, la mujer desaparece, pero deja tras de sí un diario que se convierte en la llave de un mundo oculto. Las páginas revelan experiencias íntimas que no parecen corresponder a la figura temerosa que buscó ayuda. Intrigado y cada vez más obsesionado, el Dr. Montenegro se sumerge en un laberinto de deseo y engaño, donde cada verdad descubierta lleva a más preguntas, y la mujer conocida como Jano se convierte en un enigma que amenaza con consumirlo.

¿Es Jano la víctima o la arquitecta de una trama más siniestra? ¿Podrá el Dr. Montenegro desentrañar la verdad antes de que su propia realidad se desmorone? Sumérgete en esta historia de pasión, misterio y locura, donde las apariencias engañan y la verdad es tan elusiva como la identidad de una mujer decidida a mantenerse en las sombras.

IdiomaEspañol
EditorialViky Elis
Fecha de lanzamiento10 mar 2024
ISBN9798224733552
Las Tres Caras de Jano
Autor

Viky Elis

Viky Elis es una escritora venezolana nacida en Caracas. Desde pequeña, Viky se sintió atraída por la literatura fantástica y el romance, géneros que más tarde plasmaría en sus propias obras. Su pasión por la escritura se vio interrumpida por su carrera profesional durante más de dos décadas. En el año 2011, Viky decidió retomar su sueño de ser escritora y publicó su primera novela, Los Dos Libros de San André, que forma parte de la colección Crónicas de Magia, y desde ese momento no ha parado de escribir.

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    Las Tres Caras de Jano - Viky Elis

    1 ELLA MIENTE

    La hora más sagrada del día para el psiquiatra Arturo Montenegro era cuando disfrutaba su primera taza de café. No un café cualquiera, sino el colombiano, el que se cultiva en las llanuras de la Sierra Nevada en Santa Marta y por el que se paga un precio excesivamente alto. Esos veinte minutos de imperturbable calma le daban la paciencia necesaria para escuchar las letanías, quejas y fobias de sus pacientes, sin perder la cordura. Se encontraba, pues, en pleno disfrute, cuando, de repente, el delicioso aroma que emanaba de la taza humeante se vio interrumpido por otro olor, un poco más tosco y repugnante: un perfume almendrado que en menos de un cerrar de ojos se explayó por toda la instancia. Con desagrado, giró la cabeza hacia la puerta; la portadora de la fragancia estaba parada bajo el quicio, imperturbable como una estatua griega de otro siglo y con la mirada extraviada de los moribundos.

    No se pasmó por tal irrupción, pues la mayoría de sus pacientes eran egocéntricas personalidades del mundo del espectáculo que ingresaban al Centro Psiquiátrico True Style, en Los Ángeles, para tratar sus trastornos mentales. El Dr. Arturo Montenegro sabía lidiar muy bien con las excentricidades de los famosos, y la entrada impetuosa de aquella mujer de aura perturbadora la tomó como una señal premonitoria de lo que cabía esperar a lo largo del día: situaciones inesperadas propias del manejo de una clínica de ese tipo. Cinco años trabajando en el Centro lo habían hecho inmune a esas cosas y sabía, de sobra, que lo imprevisible formaba parte de su cotidianidad. Lo único que le causó extrañeza fue que su secretaria, Mary, no la hubiera anunciado; seguramente porque se encontraba buscando los expedientes de los agendados de la tarde y esos archivos se encontraban en el segundo piso del edificio.

    —¿Es usted el psiquiatra? —le preguntó, finalmente, la mujer con un hilillo de voz, y al escucharla, Montenegro evocó, de inmediato, a la Melanie Hamilton de Lo que el Viento se Llevó. No podía ser de otra manera, pues gracias a su afición por las películas clásicas, el Dr. Arturo Montenegro tenía el insano hábito de relacionar a sus pacientes con algún personaje del mundo cinematográfico. Por supuesto que todo aquello ocurría solo en su imaginación, y la persona jamás se enteraba de cuál era el personaje en cuestión. Él mismo catalogaba su manía como una travesura privada e inofensiva que solo sus allegados más cercanos conocían.

    —Sí, soy el Dr. Arturo Montenegro, para servirle —confirmó, colocando sobre el escritorio, muy a su pesar, la taza que se acababa de llevar a los labios, sin sospechar que aquella mujer se convertiría en el mayor enigma de su carrera. No lo pensó en ese entonces, pues tal como la Melanie Hamilton de la película, ella era el vivo retrato de la fragilidad: su estructura ósea era primitiva y endeble, sus labios cenizos apenas se abrieron cuando habló y sus manos maltrechas se apretaban una con otra, con tanta fuerza y empeño, que sus nudillos blanqueaban. Por alguna razón, evitaba mirarlo a los ojos, señal inequívoca en el campo de la psiquiatría de un trastorno de autoestima, inseguridad o vergüenza. Otro detalle que llamó la atención del psiquiatra fue que, a pesar del intenso verano, vestía un abrigo de lana oscuro que le llegaba hasta los tobillos. Ocultaba algo, y él lo sabía. El Dr. Arturo Montenegro supo, de inmediato, que la sesión duraría más de la hora y media reglamentaria para la evaluación preliminar. La mujer habló:

    —Me llamo Jano Bennet y necesito su ayuda.

    El terapeuta se colocó los lentes de carey, a pesar de no necesitarlos. Era una maña adquirida durante sus años de práctica en un centro comunitario en New York. Al principio los usó porque le daban una apariencia más profesional, más honorable, pues su juventud era demasiado ostensible como para ganarle los reconocimientos que merecía; pero después de haber logrado cierta respetabilidad y prestigio, los siguió usando por costumbre, porque las gafas eran uno de esos elementos imprescindibles que uno esperaría encontrar en un psiquiatra.

    Caminó hacia ella para presentarse. Le estrechó la mano con firmeza para darle confianza y la acompañó con sigilo hasta la confortable butaca de gamuza acanalada, como hacía con todos sus pacientes habituales. En el ínterin tuvo tiempo de echar una ojeada al reloj de pared. Marcaba la una de la tarde y atribuyó a esta incidencia el extenuante calor; los aires acondicionados apenas si cumplían con su función. Renegó para sus adentros que con todo el dinero que recibía el Centro no invirtiera en aparatos más potentes y anotó mentalmente que aquello sería una de las cosas de las que se ocuparía tan pronto se convirtiera en el próximo director. Las elecciones estaban a la vuelta de la esquina y él lideraba la lista de los favoritos para ocupar el cargo. Por lo pronto, tomó el control remoto, ajustó la temperatura y concentró toda su atención en la mujer.

    —Srta. Bennet...

    —Sra. Bennet —aclaró ella con una mueca de desagrado o fastidio, al tiempo que se entretenía mirando los diplomas que colgaban en la pared, los certificados de cursos y las placas de reconocimientos de diversas instituciones que se exhibían en un mueble de caoba ubicado cerca de la ventana. El título profesional que acreditaba al Dr. Arturo Montenegro como psiquiatra, otorgado por la Universidad Complutense de Madrid, tenía una ubicación especial: al frente del diván de los pacientes, como prueba fidedigna y recordatorio perenne de que estaba capacitado para tratar las dolencias mentales de sus congéneres humanos. La Sra. Jano Bennet observó todo con detenimiento, hasta que la voz conciliadora del doctor la sacó de su abstracción.

    —Sra. Bennet, si lo desea, puede recostarse en el diván y colocar el abrigo en la percha que está detrás de la puerta. Estará más cómoda y podrá comentarme lo que la agobia.

    La mujer alzó la vista, por primera vez, hasta encontrarse con la mirada impersonal del doctor y agregó con timidez:

    —Estoy bien donde estoy, gracias. Puede llamarme Jano.

    —Como quiera, Jano. Es un nombre singular para una mujer.

    —Mi madre es amante de la mitología romana —expresó como si eso bastara como explicación. Se notaba que no pensaba explayarse en aclaraciones superfluas; de seguro, muchas personas, a lo largo de su vida, le habrían hecho preguntas impertinentes sobre el origen de un nombre tan singular. El psiquiatra se abstuvo de preguntar, para no crearle a la paciente situaciones de estrés; por el contrario, se enfocó en crearle un ambiente fértil para las confidencias y los desahogos.

    Montenegro trató de evocar con la memoria si en alguna de sus películas clásicas favoritas se mencionaba aquel nombre; pero no era el caso. Dijo para sus adentros que quizás ya era hora de ampliar su acervo cultural y dedicarle a la lectura un poco más del tiempo que les dedicaba a las películas. Como sea, la mitología romana no era un tema que llamara su atención. Aquella retahíla de seres que dibujaba de un solo plumazo a dioses, semidioses y mortales, enmarcándolos como criaturas fantásticas aladas, de un solo ojo, con fuerza descomunal, inmorales todos, mezcolanza de hombres y animales, cuyas fisonomías desafiaban a la obra más perfecta de la naturaleza, reflejando con mucha arbitrariedad las pasiones más bajas, mal podrían representar el amplio espectro de las emociones humanas. ¿Qué podría decirse de un mundo así, en donde los padres devoraban a los hijos, en la que el incesto y las violaciones eran lícitas y en donde los caprichos de los dioses que habitaban en el Monte Capitolino privaban sobre los de toda la existencia humana? ¡No! Aquel no era un mundo que él quisiera explorar, aunque desde el punto de vista psiquiátrico pareciera relevante. 

    —Sra. Jano ¿Por qué cree necesitar mis servicios? —espetó el doctor de regreso a su sillón; al tiempo que cerraba las cortinas porque la luz daba directo al rostro de la mujer y esta mostró incomodidad. Notó, no obstante, que se trataba de una persona joven, casi bonita, de no ser por las ojeras que le otorgaban al rostro un aspecto lúgubre como el de alguien a punto de partir de este mundo. Ella se tomó todavía unos minutos más para echar un vistazo al lugar. Constató que el mobiliario, blanco al igual que las paredes, daban la impresión de salubridad, las cortinas apenas si se mecían y eran dobles: una, vaporosa como las alas de una mariposa y otra, más pesada, para cuando se quería bloquear por completo la luz del sol. La decoración minimalista fue de su agrado y la tenue iluminación invitaba a la confidencia y la reflexión. Por otro lado, estaba el psiquiatra, quien parecía confiable. Era alto, atractivo y de contextura atlética; ni muy joven, como para hacerla dudar de los juicios emitidos por su inmadurez, ni muy viejo, como para eclipsarse por el peso de su experiencia. Era, a toda vista, amable y servicial. Por la forma en que estaban estructurados los elementos en el espacio y apilonados los documentos en su escritorio, se notaba que era también organizado y metódico. Ya convencida de que era la persona indicada para ayudarla con su problema, y habiendo sido recomendado por una persona de su entera confianza, se armó de valor para hablar:

    —Quiero que me asegure que lo que diga aquí será confidencial —y volteó la cabeza para constatar que no hubiera otra persona en el recinto; lo que al psiquiatra le pareció una precaución inútil ya que era evidente que ellos eran los únicos allí; lo que le dio a entender que, quizás, la paciente sufría de algún tipo de delirio conspiratorio. Le sonrió para tranquilizarla.

    —La relación entre un doctor y su paciente es privada e inviolable en todas las ramas de la salud, incluyendo la psiquiatría. Tenga la seguridad de que lo que diga en este consultorio, se queda en este consultorio, como en Las Vegas.

    La Sra. Jano Bennet no pareció entender el chiste del Dr. Arturo Montenegro, o no le pareció gracioso. En todo caso, ella habló con contundencia:

    —Dos cosas requiero de usted, doctor: la primera, que certifique que no estoy loca; y la segunda, que me quite la mojigatería porque pretendo serle infiel a mi esposo.

    El psiquiatra pestañeó, se aclaró la garganta y soltó el bolígrafo con el que pretendía hacer sus anotaciones. Suspiró. En ocasiones, aparecían en su consulta personas aparentemente normales presentando cuadros de demencia o esquizofrenia moderada. No es que no estuviera acostumbrado a escuchar disparates; lo estaba, y de sobra; bien sabía Dios que disponía de material suficiente para escribir una enciclopedia de varios tomos con los entuertos mentales del género humano, pero aquella solicitud era inusual y la primera que escuchaba en sus largos años de práctica psiquiátrica. Entrelazó los dedos sobre el regazo, empujó su espalda hacia el respaldar, y optó por un tono de voz paternal:

    —¿Podría ser más específica?

    La señora se levantó de repente y el doctor la estudió con detenimiento. Su delgadez era notoria, sus ojeras sobresalían por debajo de los lentes, como si una mancha oscura estuviera supurando desde sus ojos y algo en su forma de actuar le produjo un sentimiento de lástima que el Dr. Arturo Montenegro no había sentido en mucho tiempo; y le hizo recordar los primeros años de su práctica en los barrios bajos de New York, cuando trataba a aquellas almas extraviadas que, habiendo perdido el rumbo, eran muy difíciles de recuperar. Le calculó no más de veinticinco años. ¡Definitivamente, Melanie Hamilton! .

    La mujer caminó con nerviosismo alrededor del consultorio. Era la primera muestra de vivacidad que el psiquiatra veía en aquella extraña joven, quien comenzó expresando:

    —Mi esposo quiere internarme en una institución para enfermos mentales. Además, me ha sido infiel con todas las que conozco y quiero pagarle con la misma moneda. Lo he intentado; pero cuando llega el momento de la intimidad con otro hombre, me congelo. Ojo por ojo y diente por diente, ¡Eso es lo que quiero! —se quitó las gafas y el psiquiatra vio como los ojos verdosos de la mujer se iluminaron con un destello de rabia. Al ver que el Dr. Arturo Montenegro la observaba, volvió a colocarse las gafas. El psiquiatra tomó el bolígrafo y garabateó unas líneas en su block. Preguntó:

    —¿Por qué haría su esposo algo así? ¿Tiene pruebas de eso?

    —Aun no, pero lo sé. Lo conozco. Está tramando algo. Se ha estado reuniendo con sus abogados y gente extraña a mis espaldas. Las empleadas domésticas me tratan con recelo y cuchichean entre ellas. Él debe haberlas envenenado en mi contra. El chofer y los guardaespaldas me espían. Me costó mucho llegar hasta aquí sin ser vista.

    —¿Ha probado hablarlo directamente con su esposo? A veces nos equivocamos con nuestras percepciones. Puede que su pareja se encuentre estresado por el trabajo o por cualquier otro motivo y esté enviando señales que usted está malinterpretando. Las relaciones personales son complejas. La sinceridad, en la mayoría de los casos, es la mejor consejera.

    La muchacha esgrimió una mueca de desdén. La sola idea de revelarle sus sentimientos a su esposo, le daba náuseas. La comunicación hacía tiempo que se había roto, y no había la más leve esperanza de que se compusiera. El psiquiatra siguió con su exposición: 

    —Vengarse siendo infiel no sería una posición madura de su parte. No creo que en su situación actual enredarse con otros hombres sea la solución a su problema. Primero, debe calmarse, centrarse en poner en orden sus emociones y después tomar las decisiones pertinentes. ¿No ha considerado el divorcio o un terapeuta de parejas?

    La mujer bajó la mirada. Su estampa era la figura misma de la derrota. Al cabo de unos minutos habló de nuevo.

    —Estoy en un callejón sin salida, doctor. Mi marido es un hombre poderoso y el divorcio no está en sus planes, pues su imagen de esposo devoto y hombre de familia le produce muchos dividendos en su carrera. Hace tiempo que dejamos de sentir amor el uno por el otro. Pero en su familia, el divorcio está muy mal visto; para él, este hecho sería un fracaso inaceptable. Es un narcisista empedernido, un truhan. Un divorcio implicaría que tendría que darme la mitad de los bienes habidos en nuestro matrimonio, pues no firmamos ningún contrato prenupcial, y eso él jamás lo consentirá. 

    El psiquiatra pensó que aquel podría ser el motivo real del embrollo de su paciente: ¡el vil dinero!, causal de la mayoría de las desavenencias en casi todos los matrimonios, pero, enseguida, ella se apresuró a aclarar:

    —No quiero que piense que solo me interesa el aspecto económico; nada más lejos de la verdad. En realidad, lo único que quiero es divorciarme y recibir lo que me corresponde. He pensado que, si le soy infiel y lo amenazo con exponer los detalles de mi infidelidad ante la opinión pública, cederá y estaré en mejor posición para negociar los términos que mejor me convengan en este proceso.

    El Dr. Arturo Montenegro no entendía la frívola lógica de aquel planteamiento, pero como buen profesional se abstuvo de emitir un juicio. Agregó:

    —La venganza no es la mejor consejera en su situación. No tome decisiones apresuradas. Tranquilícese y trate de ver los hechos con objetividad. Puede que su esposo no apruebe su conducta e intente alguna acción en su contra si se siente traicionado. ¿No teme las consecuencias?

    La joven titubeó unos instantes, pero se repuso; y con una voz potente que parecía salir del diafragma, agregó:

    —No, doctor. Estoy segura de mi decisión. Mi vida es un calvario, no tiene sentido. Estoy llena de lujos, pero no disfruto ninguno. ¿De qué me vale tener bienes materiales si mi alma está vacía? Tengo casas, carros, perros y joyas. Sin embargo, nada de eso llena el hoyo que tengo en el corazón. Lo único que me da cierto sosiego es el trabajo caritativo que hago a través de las fundaciones de la familia de mi esposo. Ahí es cuando mi esencia entra en contacto con algo de la nobleza humana, es cuando siento que el dinero, a final de cuentas, puede ser usado con otros fines diferentes a la vanidad y el exhibicionismo; pero no logro que ese sentimiento permanezca conmigo por mucho tiempo. Los días de tristeza avasallan a los de alegría. No tengo hijos, mi esposo vive volcado al trabajo y el tiempo libre se lo dedica a sus amantes. ¿Qué clase de vida estoy viviendo?

    El psiquiatra la escuchó con atención e interrogó:

    —¿Cómo se llama su esposo?

    Jano Bennet se puso nerviosa. No tenía intención de revelar el nombre de su pareja. Había escapado de casa, esquivado al chofer y los guardaespaldas, tomado un avión a otra ciudad, para visitar al psiquiatra, a escondidas de su marido. No, bajo ningún concepto lo diría; y si se daba el caso de que tuviera que decirlo, inventaría uno.

    —Prefiero mantener su nombre en el anonimato —respondió, sentándose de nuevo en la butaca reclinable.

    El Dr. Arturo Montenegro asintió, acostumbrado al secretismo con el que se conducen algunos de sus pacientes. Las personas no siempre están dispuestas a ventilar sus más íntimos pensamientos en la primera sesión, aunque debía reconocer que la Sra. Jano Bennet había explicado la naturaleza de su problema bastante bien, especificado con precisión lo que quería, aunque su enfoque de cómo resolverlo estuviera algo torcido. Como buen psiquiatra, empleó las siguientes palabras para tranquilizarla:

    —No tengo problemas con eso, pero debe entender que en algún momento abordaremos las dinámicas en su matrimonio, incluso lo referente a sus prácticas sexuales maritales o extramaritales, pues por lo que me comenta parece haber un elemento en esa área que la cohíbe.

    La muchacha se sonrojó y el psiquiatra se maravilló de que una mujer casada todavía conservara ese aire de recato infantil; pero más se sorprendió cuando la escuchó decir:

    —No creo que haya mucho que decir al respecto. Llegué virgen al matrimonio y solo he estado íntimamente con mi esposo. Nunca he consumado el acto con ningún otro hombre, aunque lo he intentado en varias oportunidades, pero algo en mí me impide llegar hasta el final. Por eso estoy aquí. ¡Ayúdeme a ser infiel!

    El Dr. Arturo Montenegro pensó que llegar virgen al matrimonio en la ciudad del pecado era toda una proeza, pues en la actualidad, la castidad ya no era vista como una virtud que había que preservar a toda costa, sino más bien como un estorbo, un accesorio innecesario que se desechaba lo antes posible por vergüenza; y las adolescentes, en especial, comenzaban a ejercitar su sexualidad desde tiempos tempranos. Montenegro se guardó sus impresiones y ella continuó con su exposición:

    —En nuestra hipócrita sociedad, carente de valores, la infidelidad masculina es un privilegio aceptado socialmente, incluso se incentiva y anima; pero a la mujer la miden con otra vara. Los hombres hacen el amor sin

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