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Cuando el diablo bajó del cerro
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Libro electrónico192 páginas2 horas

Cuando el diablo bajó del cerro

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Marcelo Puig, médico psiquiatra, dueño de "La Clínica" ubicada en el barrio Belgrano de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, decide viajar a Yavi un pueblito de la provincia de Jujuy, junto a su secretaria Roberta para investigar el pasado de su paciente Eloísa ya que esta no tiene familiares que puedan aportar información valiosa que guíe a un correcto diagnóstico. Allí desentrañará el misterio que envuelve a Eloísa sumergiéndose en un inframundo relatado por Romualda, antigua vecina de su paciente. En su ausencia, un asesinato en "La Clínica" colocará a cada personaje en una situación límite. Nadie será confiable. Todos serán sospechosos.
Puig y Roberta verán modificadas sus vidas. Doña Romualda será el personaje emblemático en Yavi y tratará de lograr sus objetivos íntimos e inconfesables mediante relatos ciertos y no tan ciertos sobre la vida de Eloísa.
El doctor Reuss quedará a cargo de La Clínica en ausencia de Puig y sus verdaderas intenciones sobre Eloísa se revelarán en la madrugada del sábado.
Las curiosidades del oficial Alarcón y del periodista fracasado Esculapio De La Cruz, serán claves sobre el asesinato y la desaparición de dos personajes durante aquella madrugada. A partir de aquel momento la vida no volverá a ser la misma porque… el Diablo bajó del cerro…
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 feb 2024
ISBN9786316594020
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    Cuando el diablo bajó del cerro - Alba Demichelis

    1

    Noviembre 2019. El cielo celeste intenso de Buenos Aires presenta nubarrones aislados presagiando una lluvia primaveral. Los lapachos rosados lucen su esplendor florecido y dan protección a los estorninos y palomas. En el aire se deslizan, junto al aroma de los tilos y ceibo, los pájaros más diversos con sus trinos inconfundibles. Aquel zorzal parece mecerse en el aire al compás de Verano Porteño de Astor Piazzolla, melodía que se escapa por alguna ventana como queriendo apresurar las estaciones del año. El ave detiene su vuelo en la reja de un ventanal y picotea el vidrio buscando algún insecto pegado allí. Sus picoteos suenan como un llamado urgente: toc, toc.

    Eloísa abre sus ojos con desgano, maldiciendo al vil pajarraco que la ha despertado con sus picoteos. Luego de una ducha reparadora prepara el café para comenzar la mañana. Se dirige a su escritorio arrastrando los pies. Enciende su vieja computadora y abre la ventana para recibir el aire fresco matinal con sus aromas y sonidos. Piazzolla llega atenuado por la distancia y los ruidos callejeros pero no menos placentero. Esta vez es el jacarandá de la vereda quien acompaña a Verano Porteño con sus desplumadas hojas. Se siente agobiada frente a la pantalla en blanco mientras el cursor titila demandante. Escribir una obra literaria no le resulta sencillo. Con el tiempo ha ido perdiendo creatividad, ahora la soledad la interpela. ¿Cómo ocurrió todo? Sabe que en cada minuto de su vida apeló a la imaginación para resolver problemas, para evadirse cuando la realidad la superaba, para encontrarle sentido a su vida, para proyectar. Cierra los ojos, se relaja en el sillón y trata de buscar respuestas dentro de ella. Poco a poco va tomando posición fetal envuelta en su manta multicolor. En su diálogo interior cree encontrar respuestas. Nunca ha tenido etapas creativas. Ha registrado cada acontecimiento de su vida archivándolos con títulos novelescos. Ha publicado a algunos, otros permanecen ocultos, secretos.

    Lentamente una música muy agradable comienza a llegar a sus oídos hasta hacerse insoportable. Eloísa mira la pantalla de su celular y advierte una llamada internacional. Su corazón da un vuelco. Con manos temblorosas y un aleteo en su estómago atiende. La voz suena segura y formal

    –Buen día. ¿Señorita Victorio? Editorial Galicia le comunica que su cuento breve ha sido seleccionado entre los participantes del concurso literario para ser publicado antes de fin de año.

    Ella sólo atina a balbucear algunas interjecciones. Su corazón no para de galopar desenfrenado. La voz continúa fría y distante.

    –Si bien no obtuvo el primer premio, consideramos que es una obra literaria de calidad y merece ser conocida. Nuestro representante en su país la visitará para los últimos detalles con la documentación pertinente para firmar un contrato.

    –De acuerdo – logra decir – Muchas gracias.

    Corta la comunicación y se queda un largo rato tirada en su sillón con los ojos cerrados. Disfruta de ese momento en soledad aunque no recuerda con exactitud cuándo ha enviado un cuento a un concurso de Editorial Galicia en España. Es un hecho relevante, significativo, sin embargo la llena de dudas y lentamente los sentimientos van cambiando. Tiene miedo. ¿Se trata de un error? Pero habían dicho Señorita Victorio; es ella. Tampoco tenía cualquiera su número de celular. No hay error. Busca en su computadora añejos archivos que aclaren tal confusión. Seguramente ha transcurrido mucho tiempo y como no era el único concurso en el que ha participado, es normal que no lo recuerde. Se tranquiliza.

    El doctor Puig llega cansado al hospital. Ha tenido una mañana difícil. Desde temprano su teléfono no ha parado de sonar. Es increíble cómo la prensa se las ingenia para ubicarlos donde sea. Lo han llamado desde las radios más ignotas hasta los principales medios del país. Todos quieren tener la primicia. El conflicto gremial ha llegado a mayores. Ha hablado mucho sin decir nada aprovechando cada oportunidad para reclamar insumos y mejoras para el hospital. Ahora el cansancio es supremo.

    –Doctor Puig, dejé sobre su escritorio tres nuevas historias clínicas impresas para su evaluación –dice su secretaria–.

    –Gracias. Estaré muy ocupado. Por favor que nadie me moleste por un rato.

    Puig entra a su despacho y se derrumba en un sillón mullido pero algo destartalado. Trata de recordar cómo y cuándo había comenzado todo. Lentamente los recuerdos fueron invadiendo su presente. La vio tirada en la cama con la mirada perdida, ausente. Sintió piedad. La habitación olía mal producto de la humedad y la poca ventilación. El caótico desorden daba un marco de absoluto abandono. Abrió la ventana y una brisa renovadora se apoderó de la habitación. El sol matutino acarició la cara de la mujer y la hizo parpadear.

    –¿Quién es usted? ¿De dónde salió? – preguntó con espanto –.

    –Soy el doctor Puig. La encargada del edificio me abrió. Usted no respondía a sus llamados.

    –¿A qué vino? No lo llamé.

    –Vine a buscarla. La llevaré a mi clínica. La cuidaré.

    Eloísa sintió que la cubrían con una manta, que la arrancaban de su cama para ubicarla en una camilla. No se resistió. No valía la pena. Los dejó hacer.

    La ambulancia partió ululante por las calles de la ciudad, se escuchaba el ruido de los diferentes vehículos que pasaban zumbando, los colectivos se retiraban dejándolos pasar. Afuera todos continuaban sus vidas automatizadas por la rutina. Nadie se quedaba quieto, ni siquiera la camilla que bailoteaba incesantemente en su travesía por calles de adoquines. En silencio, Puig apretaba su mano para darle confianza y la miraba con sus ojos mansos. Parecía no afectarle el sacudón de la ambulancia. Sintió un sudor frío en la mano. No distinguió si era suyo o de Eloísa, pero hizo caso omiso a ello y se dedicó a prestarle cuidados necesarios para que ella lograra llegar a La Clínica sin más sobresaltos que los ocasionados por los adoquines o baches. Algo en su corazón le decía que ésta no sería una paciente común. ¿Por qué había sentido tanta piedad al verla? Una obsesión se acababa de apoderar de él. No descansaría hasta lograr recuperar a Eloísa. Haría todo lo humanamente posible por verla feliz.

    Los golpes a su puerta lo traen bruscamente a la realidad presente.

    –Urgente, doctor. Una emergencia. Lo llaman de la guardia.

    Eloísa se sienta frente a la computadora y comienza a revisar sus archivos. Últimamente la memoria le viene jugando en contra. Por suerte su máquina diabólica guarda toda la información que en su cerebro no tiene cabida, puesto que ha decidido ocuparlo sólo con cosas buenas, buenos recuerdos. Conoce a su máquina a la perfección; es vieja, simple, fiel. Nunca le ha ocasionado trastornos. Pero esta vez algo no anda bien. Es como si alguien hubiera hurgado en ella. Falta información. Está segura de ello. Carpetas vacías. Si no ha sido un ataque remoto, sólo una persona tiene acceso a su casa, a sus cosas, a su vida, a su secreto… ¡El doctor Puig! De pronto su rostro, enrojecido por la ira, comienza a transformarse en una máscara arrugada. El ceño fruncido, el mentón tembloroso y sus ojos ensombrecidos, se reflejan en el espejo del recibidor devolviéndole una imagen propia de las películas de terror. Se aparta asustada, bruscamente, enceguecida. Toma un abrigo del perchero y sale a la calle corriendo. Está lloviznando pero no le importa. Corre.

    Puig llega a su casa donde lo espera su fiel labrador. La compañía del perro mitiga su soledad. Como todos los días al llegar, luego del ritual saludo, lleva a Panky a pasear por la plaza del barrio. Necesita controlarse y pensar con tranquilidad. No dará un paso en falso. Al llegar a la plaza busca un banco alejado de la muchedumbre y se sienta junto a Panky. Los recuerdos vuelven sin prisa pero sin pausa. Los primeros días de Eloísa en La Clínica no habían sido fáciles. Su estado de ánimo cambiaba bruscamente, en forma intermitente, de la calma a la ira, aunque la calma ocupaba tiempo más prolongado que la ira. La mayor parte del tiempo permanecía en la cama aparentando dormir para que no la molestaran.

    Ha transcurrido mucho tiempo desde aquel día en que se conocieron en aquella situación engorrosa cuando la encargada del edificio llamó desesperada a la policía y al hospital del barrio en el que Puig cumplía una guardia, luego de atender La Clínica de su propiedad. Nunca supo por qué decidió llevarla allí sin que nadie lo solicitara. Eloísa no tenía familia, nadie reclamó por ella. ¿Quién pagaría la internación y el tratamiento? No lo consideró.

    Durante la larga terapia ambos fueron buceando en el alma del otro sin siquiera proponérselo. Él como psiquiatra debió hacerlo para desentrañar el complejo mundo interior de su paciente, conocer sus miedos, sus fobias, sus amores, sus frustraciones, etc. Ella olvidó que era su paciente. Creyó que él era un amigo al que amaba, quien le inspiraba ternura y ganas de protegerlo porque percibía su soledad y su tristeza y de quien jamás esperaría una traición. Él logró que ella pusiera en palabras todo aquello que se encontraba escondido en su alma, que la aterraba y que sólo había salido para esconderse en su computadora en sus noches de insomnio. Sus fantasmas ocultos salieron al exterior por su boca, inundando toda la habitación de La Clínica. Ocuparon un lugar estratégico ubicándose junto a la puerta y a la ventana. El doctor Puig los mantuvo a raya con su presencia; con él no corría peligro pero no la dejaban salir de allí.

    Poco a poco aquellos fantasmas comenzaron a hostilizar a Puig pero el psiquiatra les presentó batalla derrotándolos uno a uno aniquilándolos totalmente. Esto posibilitó a Eloísa salir de allí libre de pánico. Volver a su casa, su refugio, y comenzar una nueva vida; dar forma a sus producciones literarias para cuando se considerara preparada para recibir críticas y publicarlas. No quería que los fantasmas volvieran renovados y bajo otros disfraces a impedirle salir de su casa. Para ponerse a prueba comenzó a enviar cuentos cortos a cuanto concurso literario encontró en la web. Sólo se atrevió con los cuentos. Los poemas se le antojaron oscuros, fúnebres, tristes. Perdió la cuenta de la cantidad de concursos en los que participó. Nunca ganó nada, ni siquiera una crítica. Fue invisible para los otros. Pero no perdió la fe. En realidad se acostumbró a ello y se sintió cómoda. Fue un ejercicio mental escribir, mostrar, esperar, nada. Siempre que revisó sus archivos y apareció la carpeta titulada Aquelarre de alamas rotas solía cerrar los ojos y continuar sin abrirlos mientras el corazón le galopaba con furia. No tuvo coraje para borrarlo. Allí estaba, testigo de su vida pasada, sus miserias, sus equivocaciones, sus terrores. Nunca lo abrió por temor a que los espectros y quimeras se escaparan de allí y volvieran a invadirla. No lo borró por temor a perder su pasado. Todo era irracional pero allí estaba siempre ese pasado bestial, absurdo, surreal.

    Puig sonríe en silencio al recordar todo aquel proceso de Eloísa. Siente mucha ternura y una sensación muy parecida a la satisfacción por haber alcanzado el éxito al recordarla tan radiante aquella mañana en la que abandonó La Clínica.

    El trinar desordenado de los pájaros, disputándose un lugar para dormir en la copa de los árboles de la plaza, se le antoja lejano; Panky echado a sus pies duerme sin inmutarse. Los gritos de las madres reuniendo a sus hijos para marcharse se van aquietando hasta desaparecer dejando el aroma de los tilos y el sol que irremediablemente se oculta detrás de los edificios, luego de haber corrido a la lluvia imponiéndose con toda su majestuosidad, sólo para él. Piensa en la contradicción de la primavera, estación del año que inspira a escritores, poetas y cantantes, que se asocia con el amor, con días soleados, con flores multicolores y aromas pero a la vez húmeda, pegajosa, lluviosa en forma traicionera, provocadora de múltiples alergias que brotan epidermis y sangran narices.

    Comenzaba el otoño cuando Eloísa abandonó la clínica y el cambio de estación pareció no afectarle como otras veces. Se mostraba estable, segura de sí, sin miedos aparentes. Con un cuerpo algo redondeado por el tratamiento y la alimentación adecuada pero delicado y armonioso. Canturreaba melodías ininteligibles mientras preparaba la maleta. Estaba feliz.

    –No me alcanzará la vida para agradecerle todo lo que hizo por mí, doc.

    –No me digas eso, Eloísa. Cumplí con mi deber. Aunque a modo de agradecimiento podés brindarme tu amistad. No dudes en llamarme cuando lo necesites.

    –Gracias, Puig. Hasta pronto. Lo llamaré.

    La acompañó hasta la puerta y llamó a un taxi. Ella en un instante desapareció entre la mezcla confusa del tránsito de la gran ciudad. Sólo quedaron los ruidos ensordecedores de motores y bocinas. Luego entró a La Clínica y ya solo y relajado en su consultorio, ordenó cronológicamente las grabaciones de la terapia de Eloísa y comenzó a escucharlas. Tuvo la necesidad inexplicable de revivir todo aquello. La voz de ella comenzó lentamente a ocupar la sala. Todo en torno a Puig se desvaneció hasta desaparecer. Sólo quedó la voz. Esa voz que lo obsesionaba hasta el delirio. ¿Cuántas veces se había quedado perdido en un laberinto de racionalidad y sentimientos mientras escuchaba esa voz…gélida y distante?

    Eloísa llega jadeante a la casa de Puig. Su ropa mojada por la llovizna se le pega al cuerpo sudoroso dándole más calor aún e incomodidad. El sol la había sorprendido bruscamente mientras corría abrazándose a sus ropas mojadas. Las piernas le tiemblan, ya no la sostienen. Abre el pesado portón de rejas y tiene la sensación de que en ese esfuerzo se le va la vida. Cae ruidosamente en el suelo del jardín sobre el césped húmedo, aplastando lirios y caracoles con su cuerpo debilitado. Nadie la ve. La tarde se va adormeciendo lentamente ocultando lentamente a Eloísa en el follaje del jardín.

    Los gritos de los muchachos que se acercan a la plaza con sus latas de cerveza interrumpen el viaje al pasado del doctor Puig. Panky despierta sobresaltado porque le han tirado una piedra. Desde hace un tiempo la plaza cambia de dueños cada atardecer. Los niños con sus madres, los ancianos ávidos de sol y tranquilidad, los empleados que hacen un alto en sus tareas para tomar un refrigerio, las personas solas que gustan leer allí, todos, al llegar la noche huyen presurosos para ceder el lugar a los dueños nocturnos. Puig toma la correa de Panky que no ha dejado de gemir de dolor y comienza su huida. No se siente bien. Tiene el presentimiento de que algo está por ocurrir. Le inquieta esa certeza porque no puede inferir si es algo bueno o malo. En la penumbra de la tarde noche, alcanza distinguir el portón de rejas abierto. Se apresura llevando a Panky casi en el aire. Al llegar descubre a Eloísa que yace sobre jazmines

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