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Los Vampiros Beben Agua porque la Sangre Engorda
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Los Vampiros Beben Agua porque la Sangre Engorda
Libro electrónico346 páginas5 horas

Los Vampiros Beben Agua porque la Sangre Engorda

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LOS VAMPIROS BEBEN AGUA PORQUE LA SANGRE ENGORDA

¡El mundo cambió y los vampiros también!


Máximo Bestrini tiene un problema: es un vampiro asustadizo. Le teme a la sangre, a la oscuridad, a los ajos y hasta a su propio reflejo. Su padre, el presidente del Centro Hispanoamericano de Vampiros, no entiende cómo su hijo puede ser tan cobarde. Lo presiona constantemente para que se convierta en un digno sucesor y lo somete a todo tipo de pruebas y entrenamientos.


Máximo quiere ser presidente y ser aceptado por sus compañeros vampiros, que se burlan de él constantemente. Por eso, decide inscribirse en las Olimpiadas Vampíricas, el evento más prestigioso del mundo vampírico. Allí tendrá que enfrentarse a retos como volar sin paracaídas, morder a humanos sin ser descubierto, o escapar de una estaca de plata.
¿Podrá Máximo superar sus miedos y demostrar su valía? ¿O fracasará estrepitosamente y decepcionará a su padre y a su comunidad? Descúbrelo en esta divertida y original novela, llena de humor, aventura y sorpresas. ¡No te la pierdas!


Los Vampiros Beben Agua porque la Sangre Engorda es una novela humorística, que encierra un profundo mensaje sobre los valores de nuestra sociedad.

IdiomaEspañol
EditorialViky Elis
Fecha de lanzamiento22 abr 2024
ISBN9798224808151
Los Vampiros Beben Agua porque la Sangre Engorda
Autor

Viky Elis

Viky Elis es una escritora venezolana nacida en Caracas. Desde pequeña, Viky se sintió atraída por la literatura fantástica y el romance, géneros que más tarde plasmaría en sus propias obras. Su pasión por la escritura se vio interrumpida por su carrera profesional durante más de dos décadas. En el año 2011, Viky decidió retomar su sueño de ser escritora y publicó su primera novela, Los Dos Libros de San André, que forma parte de la colección Crónicas de Magia, y desde ese momento no ha parado de escribir.

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    Los Vampiros Beben Agua porque la Sangre Engorda - Viky Elis

    DEDICATORIA

    A mis pilares:

    Rafael, Daniel y Melanie

    Carlos, Carla y Carlota

    1. El Miedo de un Vampiro

    Caracas, 15 de febrero , 2022 : Máximo Bestrini estaba irritado, todo lo que pudo salir mal ese día, salió mal. Iba retrasado a su interpelación en la Corte de Asuntos Disciplinarios, imputado por el mal manejo de una carga de sangre, tipo O, categoría Premium, que debía trasladar a un centro de almacenamiento en Caracas. El desagradable asunto se dilucidaría en una sesión extraordinaria. Su padre, el distinguido Don Claudio Bestrini, presidente del Centro Hispanoamericano de Vampiros, conociendo la poca escrupulosidad de su hijo en cuestiones de horarios, planes o agendas, no había cesado de recordarle la importancia de la puntualidad en este tipo de interpelaciones. Pero Máximo era Máximo y bastaba que quisiera hacer alguna cosa bien para que las circunstancias conspiraran y saliera todo terriblemente mal.

    Llegó, pues, con treinta minutos de retraso, estacionó su vehículo de manera abrupta, abrió la portezuela de un solo golpe, se lanzó a la acera y corrió como liebre hacia el Edificio II, el de la Magistratura Judicial, sin tiempo para disfrutar los setos con figuras animalescas que eran el sello distintivo del lugar. Lamentó no tener tiempo para disfrutar el clima, puesto que era un digno día de febrero con vestigios del frío decembrino, pero asomando ya el potente calor de marzo.

    El Centro Hispanoamericano de Vampiros estaba ubicado en una zona boscosa privilegiada, en lo alto de una colina en las afueras de la ciudad. Allí operaban seis Magistraturas, cada una con su propio edificio, que se conectaban entre sí por largos pasillos techados, bordeados por columnas dóricas. La estructura arquitectónica del Complejo, como era de esperarse, era gótica, bien gótica, con grandes arcos ojivales y extensas paredes de vitrales; a excepción del Edificio VI y la mal llamada zona rosa, que se acercaban más al estilo moderno minimalista, porque era el área en donde los vampiros aceptaban la presencia de petiches (término peyorativo para referirse a los humanos).

    Máximo Bestrini atravesó la Plaza Drake, llamada así en honor a Desmond Drake, vampiro mayor, quien fuera discípulo directo del propio Drácula por poseer las tres virtudes vampíricas, base del Código de Conducta; pasó de prisa las imponentes puertas de entrada del Edificio II, casi se resbala sobre la superficie pulida del mármol del vestíbulo, pero mantuvo el equilibrio y siguió corriendo, azorado, hacia el área de los ascensores. Allí, con el rostro acalorado, sintió su sudor filtrándose a través de su camisa, se detuvo para tomar aliento, al tiempo que pulsaba con insistencia el botón de llamado. Frau Helga Merck, Magistrada de Educación del Edificio IV, llegó detrás de él, cargada de carpetas y con un enorme bolso colgado en su hombro con el emblema del Centro. Era una mujer robusta, sexagenaria, de mirada penetrante, con ojos de búho que escondía detrás de unos lentes gigantescos de carey, conocida por los profesores y alumnos como la Magistrada Hitleriana, por su severidad y el poco sentido del humor. Los vampiros de la nueva generación la definían como una vampiresa ortodoxa drakeniana, de la vieja escuela, que buscaba rescatar los valores vampíricos tradicionales tan desprestigiados por los revolucionarios vampiros del Bronx. Era, en pocas palabras, una enciclopedia andante de normas y procedimientos, siempre pendiente de cualquier detalle que desarmonizara para corregirlo. Al ver a Máximo, frunció el ceño y reclamó:

    —Jovencito, no por mucho pulsar el botón, el ascensor llegará más rápido ¿O debo entender que en Transilvania esta clase de comportamiento le estaba permitido?

    El vampiro enseguida negó con la cabeza y retiró el dedo del botón. Pero la Magistrada aún no había terminado con él:

    —Además, veo que su cabellera está mucho más larga que los dos centímetros y medio permitidos en el Código de Conducta y su vestimenta no está acorde para presentarse en una Corte: esos pantalones están muy arrugados y la corbata está mal anudada —y colocando todo el peso de las carpetas en su brazo izquierdo, se ajustó los lentes con la mano derecha para enfocar mejor la vista, dándole a entender que lo estaba escudriñando como se escudriña un bicho raro bajo el microscopio. La Magistrada fue su profesora de Protocolo en el Instituto para la Educación de las Aptitudes Vampíricas, en Rumania y, aunque era poco afecta a las demostraciones de cariño, sentía un aprecio muy especial por el joven Bestrini. En todo caso, Máximo ya no era un estudiante, pero ella igual lo reprendía porque consideraba un deber enderezar los defectos de su carácter. Para suavizar la tensión que había surgido entre ellos, el vampiro se ofreció a ayudarla con las carpetas, pero esta se negó con contundencia.

    —¡No soy una anciana decrépita! —Dijo—. A mis años, todavía tengo la fuerza suficiente para cargar mis propios enseres.

    Al joven no le quedó otro remedio más que colocar sus manos dentro de los bolsillos de su saco para ocultar su nerviosismo. Al menos, no era el único que iba tarde. Mientras el ascensor ascendía, el vampiro pensaba en su situación. No había preparado sus alegatos con propiedad; no le gustaba hablar en público. A decir verdad, tenía un enjambre de palabras enmarañadas dentro de su cabeza. Por más que se devanó los sesos durante tres noches seguidas, no encontró una explicación razonable para la pérdida de los 15,8 litros de sangre humana. La sangre fue donada por una fuente anónima y era particularmente importante porque se manipuló artificialmente para hacerla rica en glóbulos rojos y plaquetas, y muy baja en leucocitos, principal sospechoso de las indigestiones en los vampiros. Si bien era cierto que se dañó antes de llegar a su destino, no era menos cierto que nadie se tomó la molestia de informarle las condiciones para su preservación; entre las cuales figuraba que debía mantenerse refrigerada bajo unos parámetros muy estrictos para evitar su coagulación. ¿Cómo iba él a prever que la sangre se malograba más rápido en los países tropicales? Llevaba tan solo tres meses en Caracas y los inconvenientes de residir en esta ciudad latinoamericana habían sido incontables. En su Rumania natal, aquello no habría ocurrido, porque el clima de Transilvania la habría preservado tan fresca como recién drenada de la yugular.

    Cuando el ascensor llegó al piso ocho, el vampiro sostuvo la puerta para que la Magistrada pasara. Esta le agradeció, solemne, con un leve movimiento de cabeza y se dirigió con pasos firmes a la Corte de Acciones Disciplinarias con la altivez propia de los que se saben impartidores de la ley. Máximo iba detrás de ella y sintió el coletazo de su perfume floral, el mismo que le alborotó la alergia y le produjo unas ganas incontrolables de estornudar. Frau Helga Merck entró y tomó su lugar en la mesa de caoba recién importada de Taiwán, mientras el vampiro se detuvo, indeciso, bajo el quicio de la puerta, porque no quería entrar estornudando y regando saliva por todas partes. No obstante, lo hizo tres veces y sintió como si un millar de hormigas subieran por su garganta. Lo inquietó el hecho de que el resto de los Magistrados estuviera ya presente, enfundados en sus acostumbradas togas negras protocolares, con aquellas ridículas pelucas blancas y onduladas que les daban la apariencia de cantantes de cabaré. Las luces de los quince bombillos que colgaban del techo tuvieron un efecto perturbador en Máximo, porque iluminaban el recinto lo mismo que en las salas de interrogatorio de los tiempos de la guerra fría. Su padre estaba de pie, cerca de la puerta, vestido de negro de pies a cabeza y con la habitual rigidez en el rostro. El vampiro tuvo la impresión de hallarse en una reunión de zamuros y aunque la risa se asomó a sus labios, se contuvo porque no era ni el momento ni la ocasión para reírse.

    La primera vez que Máximo Bestrini vio aquella Sala, diseñada por el vampiro francés Jacques Renoir, pensó que estaba destinada a torturar más que a intimidar. Bastaba ver sus dimensiones para percatarse de que era la obra de un psicótico. El techo gótico era demasiado alto; los vitrales hexagonales de las ventanas, demasiado anchos; el mobiliario, demasiado negro, descomunal y estrambótico, y los cuadros de las paredes medían unos impresionantes dos metros de altura y mostraban los rostros más tétricos de la historia vampírica desde el siglo pasado; por lo que no era casual que los interpelados, al verla, se sintieran como cucarachas en un baile de elefantes. Máximo sintió, de inmediato, el impacto de la sala siniestra, como la llamaban los vampiros de menor rango del Centro. Pero, a pesar de la terrible impresión que producía la Sala en los visitantes, como el resto del Complejo era considerado una obra maestra, su influencia nefasta se diluía en la grandiosidad del conjunto.

    Máximo entró dando traspiés, acomodándose la corbata, entallándose la camisa, y alisándose el cabello con la mano; lo que, por supuesto, causó una pésima impresión.

    —¡Vaya! Al fin el interpelado nos hace el honor de su presencia —fue el retórico saludo, nada halagador, que le lanzó su progenitor, gesticulando con la mano para que se situara en el medio de la Sala. El vampiro oyó una exclamación colectiva, pero no supo dilucidar si era de alegría o enojo, aunque se inclinó más por la de enojo. Trastabilló, pero, al final, dando pasos cortos, caminó con timidez hasta el lugar señalado, sintiéndose como un gladiador a punto de ser devorado por leones, como los del Coliseo romano en el siglo I. Frente a todos, la figura enclenque del hijo, con su metro ochenta de estatura, ojos pavoridos y labios fruncidos, se alzaba con todo el peso de su ingenuidad, dando indicios de estar bajo una fuerte tensión. Enseguida, se inició la sesión y se leyó la minuta con los presentes:

    Presidente: Don Claudio Bestrini.

    Magistrado de Relaciones Públicas: Lou Perkins.

    Magistrado Judicial: Lord Winston.

    Magistrado de Seguridad: Otto Benz.

    Magistrado de Finanzas: Ignacio Fuenmayor.

    Magistrada de Educación: Frau Helga Merck.

    Magistrado de Deportes y Recreación: Li Benson.

    Interpelado: Máximo Bestrini y Orador Judicial: Pedro Lewis.

    Este último fungiría como fiscal. Aunque la interpelación no acarrearía acciones penales para el vampiro, conllevaba una condena moral que no debía desestimarse. Pedro Lewis era un vampiro alto en estatura, con cara de niño constipado y expresión de estreñimiento crónico. Máximo lo había atisbado varias veces en la cafetería, mientras sorbía un espumoso batido rojo de carótida, pero ignoraba que trabajara en la Magistratura Judicial. De hecho, era la adquisición más reciente del grupo, que en esos momentos se encontraba en la búsqueda de nuevos talentos. Era un secreto a voces que los ancianos ortodoxos, último vestigio de la generación drakeniana, buscaban aprendices con el perfil idóneo para convertirse, en un futuro no muy lejano, en la nueva casta de relevo.

    El fiscal Pedro Lewis estaba sentado en el extremo derecho de la mesa, y sobre esta reposaba un expediente con un legajo enorme de documentos. De allí, tomó uno de color grisáceo, se levantó de su asiento y alzó la ponencia hasta la altura de sus ojos. Comenzó a leer, sin pausas, los detalles del incidente. Su voz era monótona y narraba con cierta veracidad lo ocurrido, pero Máximo no lo escuchaba porque estaba entretenido mirando los movimientos de su boca, comparándolos con los de un primate. Además, reclamaba su atención una mancha abstracta y verdosa que resaltaba en una pared cercana a la ventana que, obviamente, fue pasada por alto por el personal de la limpieza. Estas dos circunstancias le impidieron concentrarse en la lectura del libelo.

    Después de la disertación, que el interpelado estimó duró entre diecisiete y diecinueve minutos, y en el que a duras penas pudo controlar las ganas de comerse las uñas y bostezar, Pedro Lewis pasó a la acusación propiamente dicha, resaltando la irresponsabilidad del vampiro al abandonar la carga en un lugar populoso de la ciudad, a la intemperie y sin las previsiones del caso. Tuvo la impresión de que el interlocutor enumeró sus faltas con excesiva satisfacción, demorándose deliberadamente en los pasajes más engorrosos y con un énfasis que lo retrataba peor de lo que en realidad era. Remató con las siguientes palabras:

    —Cabe destacar que la sangre desperdiciada por Máximo Bestrini era de calidad Premium, y no el agua artificial, coloreada y elaborada por los vampiros del Bronx que busca sustituir el elixir sagrado.

    Fue entonces que le tocó a Máximo su derecho a la palabra. Continuaba de pie en el medio de la Sala, sintiendo las punzadas de los ojos inquisidores, cuando un retorcimiento estomacal lo sacó de su abstracción. Lo único que hacía falta era su declaración para dar por concluido el acto; pero el vampiro estaba más pendiente del sonido de sus intestinos que de los Magistrados. Además, estaba seguro de que lo amonestarían y que nada de lo que dijera alteraría el resultado de la interpelación. En aquel silencio sepulcral, en el que los arbitrantes mostraban ya signos de impaciencia, se dirigió a su padre en los siguientes términos:

    —No sé cómo pasó, papá. Se coaguló como yogurt —fue todo lo que dijo. Ni una sílaba más, ni una menos. Nada de explicaciones rebuscadas, nada de excusas que justificaran el curso de sus acciones, ni siquiera mostró una pizca de arrepentimiento, lo que le hubiera procurado la buena voluntad de los presentes. Solo aquella respuesta soez, aceptable en un niño de once años, pero no en un adulto joven. 

    El rostro del padre se tornó rojo escarlata, cerró los puños con fiereza hasta que los nudillos se volvieron blancos y dio un golpe seco sobre la superficie de la mesa, que resonó como un estruendo e hizo que algunos papeles cayeran al piso. No podía ocultar la decepción que le producía haber engendrado a aquel hijo imberbe, tan poca cosa, tan sin ambiciones, temeroso hasta de su propia sombra, que lo único que hacía era ocupar un espacio vacío en una habitación de su casa. Era tan diferente a su hija Malva, con personalidades tan opuestas, que, en ocasiones, pensaba que aquello había sido una jugarreta del destino, un chiste al que todavía no le encontraba la gracia, un exabrupto genético dentro de su larga trayectoria de aciertos. La reputación del distinguido Don Claudio Bestrini era algo sobre lo que no se dudaba, intachable e incorrupta. Máximo, en cambio, estaba muy lejos de ser un referente para su raza. Sí, era un vampiro, una criatura de la noche, un ser sobrenatural, pero lo asustaba la oscuridad y la enigmática luna, lejos de infundirle valor, hacía que le temblequearan las piernas. Luego de recobrar su compostura, Don Claudio Bestrini, apuntó:

    —Era una asignación especial y la arruinaste. Esa sangre repotenciada se distribuiría entre los vampiros de élite que no pueden cazar por una u otra razón. ¿Cómo pretendes que te considere como mi sustituto en la Presidencia si eres incapaz de llevar a feliz término la tarea más simple? Todo lo que tenías que hacer era trasladar la carga de un punto de la ciudad a otro. Eres un irresponsable, un bueno para nada y una desgracia no solo para la familia sino para el gremio de vampiros en general. No sé mucho de genética, Máximo, pero dudo mucho que alguno de mis genes corra por tus venas.

    El muchacho pensó, más, por fortuna, no llegó a manifestarlo en alta voz, que era imposible que los treinta y seis cromosomas que poseía provinieran todos de su madre. Y en cuanto a la sangre repotenciada, su desafortunada respuesta fue:

    —No entiendo la razón de tanto alboroto por un poco de sangre gratis. ¡Ni siquiera han tenido que pagar por ella! Esos vampiros de élite bien podrían tomar el agua sintética elaborada en el Bronx, es un suero tan nutritivo e inocuo como la misma sangre. Además, no engorda.

    Don Claudio Bestrini no se contuvo:

    —¡Sal de mi vista inmediatamente, si no quieres que te estrangule con mis propias manos! —y el tono no dejó lugar a dudas.

    El vampiro salió de la Corte de Acciones Disciplinarias, humillado y cabizbajo. No era la primera vez que su padre arremetía contra él en tales términos, pero sí fue la primera vez que lo hizo delante de los Magistrados, quienes eran considerados los aristócratas del género, cuyo árbol genealógico se trazaba hasta los primeros vampiros de Transilvania desde los tiempos de Val El Empalador.

    El hijo catalogó como denigrantes las palabras del padre, pero no se atrevió a exteriorizar su enojo. Podría haber tirado la puerta de sopetón cuando salía a modo de protesta, o gritado algunas frases insultantes a esos chupasangres de cuello blanco para no parecer un tonto, o caminado con altivez, hombros erguidos y mirada desafiante, como si le importara un bledo lo que acababa de oír; al menos eso le hubiera dado un poco de satisfacción a su malogrado ego. En cambio, hizo lo de siempre: bajó los ojos, se mordió los labios, dio media vuelta y se escabulló en silencio hasta la salida. 

    Mientras esperaba el ascensor, oyó los comentarios mordaces del personal que trabajaba en los cubículos adyacentes a la Corte, que escuchó la discusión porque los gritos llegaron hasta el final del pasillo.  En ese momento, Máximo se hizo una promesa: < ¡Algún día seré presidente del Centro y todos se tragarán sus palabras, comenzando por mi padre!>

    ¿Cómo lo lograría? Bueno, eso era otra historia, porque el vampiro era muy dado a expresar deseos idílicos que no conllevaban nunca un plan para su realización; y un sueño rara vez es una meta si no existe la disposición de llevarla a cabo. Y la disposición de Máximo en estos asuntos era una de esas cosas efímeras cual perfume barato, que surgía de la emoción del instante y se apagaba tan pronto las cotidianidades del día reclamaban su atención. Él mismo reconocía que era algo perezoso y nada emprendedor, pero tenía sentimientos. En verdad, le dolió la actitud de su padre, cuanto más porque él realmente se esforzaba por complacerlo; pero hiciera lo que hiciera, nunca era suficiente.  Parecía como si un geniecillo travieso se escondiera perennemente detrás de él, truncándole los caminos.

    El vampiro sintió un nudo en la garganta y contuvo las lágrimas de impotencia que amenazaban con salir. No quería alimentar la chismografía del Centro con comentarios burlescos de que lo vieron salir llorando como niñita regañada o como perro con rabo entre las piernas. Lo último que quería era que le adosaran el mote de llorón, además del de miedoso que ya ostentaba; así que se aguantó. Se abrieron las puertas del ascensor y Máximo entró, sin mirar para los lados. Pulsó el botón de la Planta Baja. Necesitaba un trago, aire fresco y desahogarse con Valtram Lemur, el único amigo que tenía desde sus días de secundaria; y él sabía en dónde encontrarlo.

    Mientras, en la Corte de Acciones Disciplinarias, los solemnes Magistrados seguían reunidos alrededor de la mesa recién importada de Taiwán y deliberaban sobre el infortunado comportamiento de Máximo Bestrini. El Magistrado Judicial, Lord Winston, era un anciano inglés, casi senil, de cara pecosa y de modales tan refinados que resultaba fastidioso en alto grado. Había llegado a Caracas con el contingente de vampiros que emigró para escapar de la persecución de los cazadores europeos. Fue él quien interpuso el litigio por negligencia contra Máximo Bestrini, porque opinaba que la ley era un instrumento aplicable a todos por igual, sin importar rango o clase social. Tomó la palabra para dirigirse a sus colegas:

    —Debemos imponerle al interpelado un castigo acorde con la magnitud de la pérdida. No podemos hacernos la vista gorda ante este tipo de situaciones.

    Luego, mirando a Don Claudio Bestrini, acotó:

    —Lo siento mucho, presidente. Entiendo que se trata de su hijo, pero debemos ser inflexibles con las faltas de los jóvenes. Una acción ejemplarizante a tiempo es preferible a una condena por un delito mayor a largo plazo. Así es como se cortan de raíz todos los males.

    El presidente asintió con la cabeza, expresando de esta forma su vergüenza por la conducta irrespetuosa de su primogénito; pero fue Ignacio Fuenmayor, Magistrado de Finanzas y miembro fundador del Centro, cuyo hijo se casaría pronto con Malva Bestrini, quien refutó:

    —Fue solo una equivocación que podemos achacar a su juventud. Quizás a usted le resulte inconcebible su modo de actuar, porque no tiene hijos. Si los tuviera, otro sería su pensar. Los muchachos hacen tonterías, son inmaduros por naturaleza y, en realidad, tampoco se trató de un lote muy grande —señaló, restándole importancia—. Además, el presidente ya consintió en pagar una compensación por la sangre perdida. El muchacho ya está bastante afligido. Creo que lo mejor es que cerremos el caso y pasemos a los otros puntos de la agenda.

    Pero, para Lord Winston, el asunto no había terminado, consideraba que Máximo Bestrini en ningún momento mostró aflicción o arrepentimiento. Con el rostro encendido y las orejas coloradas, se alzó de su asiento con tanta brusquedad que los tres cabellos que aún quedaban en su cabeza terminaron cayendo sobre su frente. Tomó un sorbo de agua de un vaso y se preparó para su alocución:

    —Somos los garantes de preservar los valores de la raza. Hemos evolucionado para adaptarnos a los tiempos modernos, pero hemos perdido mucho en el camino. Nuestros jóvenes no respetan nuestras costumbres. Han olvidado el orgullo drakeniano de ser vampiro y emulan el comportamiento de los petiches, mientras nosotros pasamos por alto los indicios.

    Luego de una pausa para tragar saliva, prosiguió:

    —La nueva generación de vampiros es muy diferente a la de Desmond Drake. Ahora nuestros chicos van a la playa, usan tangas y se broncean, sin recato. Ninguno quiere cazar, prefieren la sangre empaquetada y hasta la aderezan con brócolis y brotes de frijol, siguiendo el boom vegano. En lugar del elixir divino de la sangre, toman tequila, cerveza de barril y cócteles. Ya no se espantan por los collares de ajo, los toleran con ligeras molestias, que no pasan de un salpullido leve en la piel. Muchos hasta se atreven a ejercitarse en gimnasios heterosexuales sin temor a mostrarse con mallas apretadas y sugestivas, poniendo en entredicho la virilidad legendaria de los vampiros. Los más osados hasta se hacen orificios en el cuerpo para exhibir sus piercings, o se tatúan intrincados símbolos o figuras para reforzar las deficiencias de su autoestima. ¿A dónde nos va a llevar este libertinaje? Si no los detenemos ahora, se perderá nuestro legado para siempre. ¿No lo cree así, Frau Helga?

    La Magistrada retiró la mirada de los papeles que había estado revisando hasta ese momento y los puso de lado, sobre la mesa. Se ajustó los anteojos, cruzó las manos sobre su regazo y refirió:

    —Ciertamente, un poco de disciplina no les vendría mal a estos muchachos. Su comportamiento y falta de compromiso dejan mucho que desear. Pero eso es culpa de los vampiros revolucionarios del Bronx, cuyas protestas por los derechos vampíricos en el año 1977 han resultado en un caos de libertades, demasiado difícil de controlar. Aún recuerdo la ola de violencia que esos facinerosos provocaron. A partir de esa fecha, los cambios en el Código de Conducta no han hecho más que llevarnos por el camino de la decadencia.

    Lou Perkins, uno de los Magistrados más jóvenes, cuyo liberalismo era por todos conocido, así como su simpatía por el movimiento del Bronx, opinó:

    —Bueno, no exagere, Magistrada. Muchas cosas han cambiado en verdad, pero no todas para mal. Lejos quedaron los tiempos en que dormíamos en incómodos ataúdes, nerviosos por si algún nativo, amparado por la luz del día, tuviera la ocurrencia de aparecer portando una filosa estaca de madera con el fin de clavárnosla en el corazón. ¿Quién en su sano juicio dormía con semejante amenaza? Debo confesar que, desde hace unos años para acá, no sufro de insomnio, ni tengo ataques de pánico, ni tomo psicotrópicos. Dormir de noche tiene sus ventajas, no lo puedo negar. Ahora disfruto de las camas King, los colchones Dulces Sueños y los almohadones gigantes de plumas tan suaves como nubes de algodón; y yo no cambiaría eso por nada.

    Lord Winston mostró su incomodidad ante lo expresado por su colega y contraatacó:

    —¿Es la comodidad más importante que nuestras tradiciones? Desmond Drake debe estar revolcándose en su tumba. Antes dormíamos cuando se asomaba el sol en el horizonte y cazábamos por las noches; pero desde que nuestros homólogos americanos inventaron esa droga que nos permite soportar la luz sin que nos afecte la fotofobia, nuestros jóvenes andan todo el día en la calle, y apenas si duermen. En vez de cazar, desperdician su tiempo en clubs nocturnos, bailando y bebiendo como marineros tocando puerto. Tienen a petiches como amigos y hasta están hablando de revocar la prohibición de los matrimonios híbridos. Si permitimos que nuestra sangre se mezcle con la de ellos, nuestro linaje ya no será puro. Si no actuamos con mano dura, sobrevendrá el caos y será el fin de nuestra raza. Pronto se hablará de nosotros en pasado como se habla de los dinosaurios en los libros de historia.

    El Magistrado de Seguridad, Otto Benz, opinó:

    —Yo apoyo la moción de Perkins. No creo que unos pocos cambios nos lleven al exterminio. La historia nos ha demostrado que las especies deben evolucionar. No veo por qué tenga que ser diferente con los vampiros. Si no lo hacemos, nos estancaremos; y lo que se estanca, perece. Es la ley de la naturaleza.

    Lord Winston era conocido por lo acalorado de su discurso y ya se preparaba para refutar con mayor contundencia lo expresado por Benz, cuando Don Claudio Bestrini decidió tomar cartas en el asunto. No deseaba enfrascarse en una discusión infructuosa que

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