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El rey ahogado: El motín contra Carlos III
El rey ahogado: El motín contra Carlos III
El rey ahogado: El motín contra Carlos III
Libro electrónico756 páginas12 horas

El rey ahogado: El motín contra Carlos III

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Durante la Semana Santa de 1766 en Madrid se produce el «Motín contra Esquilache» aunque realmente iba dirigido contra el rey Carlos III, viéndose el monarca obligado a desterrar al odiado ministro y a aceptar entre otras exigencias populares la bajada del precio del pan. Los tumultos culminan el 1 de abril de 1767 con la expulsión de España e Indias de casi cinco mil jesuitas, acusados de ser los auténticos promotores del motín.

Antonio Valladares de Sotomayor, escritor y periodista, lleva a cabo una trepidante investigación, ayudado por Jérôme Chevalier, policía francés, para descubrir a los asesinos y torturadores de su cuñado Lope, destacado líder popular, y de Lucien Delon, espía francés, amigo suyo.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento23 oct 2020
ISBN9788418578175
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    El rey ahogado - Jerónimo Herrera Navarro

    1. El Bando

    Llamada a la sublevación

    12 de marzo de 1766

    A la tímida luz de los faroles de la Puerta de Segovia, se vislumbraron dos sombras que se movían con rapidez y desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Los guardias de servicio se mantenían dentro de su cuartucho, al resguardo del frío intenso que esa madrugada cubría el suelo con una fina capa de rocío. En ese momento, el oficial al mando del cuerpo de guardia acababa su ronda, pero no observó nada extraño. No se podía imaginar que al día siguiente iba a ser arrestado y su brillante hoja de servicios quedaría manchada para siempre por no haber evitado que justo en sus narices alguien arrancara el recién promulgado bando de capas y sombreros, y lo sustituyera por un gran cartel en llamativas letras rojas que rezaba:

    «Hay ciento cincuenta españoles prontos a defender la capa y el sombrero redondo, y así todo aquel que verdaderamente lo sea y quiera agregarse a este partido, se le proveerá de armas, municiones y de todo cuanto necesite para este menester».

    A primera hora de la mañana, los dos alcaldes de Casa y Corte, Antonio de Sesma y José Güell, bajo sus largas y rizadas pelucas coronadas por sendos tricornios, se hicieron cargo del pasquín y levantaron acta acompañados por el escribano de la sala y dos alguaciles. El cortejo judicial había sido rodeado por el abigarrado y heterogéneo concurso de gentes que siempre se encuentra en los lugares de más tránsito de la ciudad y, todos ellos, llenos de curiosidad y expectantes, los observaban como si asistieran a una representación teatral.

    Antonio de Sesma, enarcando las cejas, le decía a Güell en tono solemne:

    —Nunca en los veinte años de servicio que llevo en este cargo he visto un escrito tan sedicioso y dañino para la monarquía, y he visto muchos. ¡Esta insubordinación debe ser castigada ipso facto!

    —Antonio, la situación es muy grave –le contestó José Güell, que era el de más edad, con gesto de pesadumbre–, esta noche han arrancado todos los bandos que se publicaron ayer y además están llamando a la rebelión y a la desobediencia armada, y lo hacen con un descaro y una audacia que solo se puede comparar con la de los guapos de comedia, burlando a la guardia que custodia esta puerta y con total y absoluto desprecio de las leyes del reino. ¡Hay que dar parte de inmediato al Gobernador del Consejo para que tome las medidas oportunas y se averigüe sin pérdida de tiempo quién hay detrás de este terrible delito!

    Y ambos magistrados y su séquito, abriéndose paso entre la multitud, abandonaron precipitadamente la Puerta de Segovia, que ya a esa hora —las nueve de la mañana— registraba una intensa actividad. Y no se fijaron en algo que debía haber llamado su atención: cientos de campesinos sucios y harapientos se agolpaban a la puerta esperando su turno para entrar en la corte, próximas las celebraciones de Semana Santa.

    Amenaza al rey

    13 de marzo de 1766

    El Gobernador del Consejo de Castilla, a pesar de sus casi sesenta y seis años, era un hombre dotado de una gran vitalidad. Don Diego de Rojas y Contreras, obispo de Cartagena, sentado en su despacho, leía atentamente un documento ante el Gobernador de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, Francisco de la Mata Linares. Su rostro, caracterizado por unos labios un tanto sensuales, pero que solían aparecer contraídos en un gesto agrio y prepotente, propio de la persona que está acostumbrada a mandar y que no admite que le contradigan, en ese instante, a pesar de sus quince años al frente del segundo puesto en importancia de la nación después solo del rey, mostraba gran agitación y enfurecimiento. Sus ojillos, vivos y perspicaces, echaban fuego e iluminaban las mejillas tensas y afiladas.

    Mientras leía y releía unos papeles que tenía entre sus manos, decía a su amigo Francisco, colegial como él del salmantino colegio de San Bartolomé, en tono grave:

    —Paco, las prisas nunca son buenas. No lo has leído bien. Este pasquín va dirigido a Su Majestad el rey. ¿No te das cuenta? Y le da un plazo y le amenaza. Escucha: «La Nación española hace presente a V. M. que no le es decorosa la capa corta y sombrero de tres picos —leía en voz alta y firme—, y así suplica a V. M. mande que dicha Nación vuelva a su traje de capa larga y sombrero redondo, pues somos leales y no italianos, y para que V. M. resuelva le damos doce días de término que empiezan a correr desde este día, y si al fin de este plazo no hubiere V. M. determinado y resuelto el que vuelva el traje español, se le hará requerimiento a V. M. en otros términos. Madrid 12 de marzo de 1766». ¿Te das cuenta ahora de la gravedad de este escrito? Da órdenes al Rey, le da un plazo y le amenaza…

    —Sí, tienes razón —interrumpió De la Mata que le hablaba con tanta franqueza por la camaradería— y eso nunca se ha visto en Castilla. Por eso te lo he traído sin tardar.

    —Te lo agradezco mucho, pero las cosas están llegando demasiado lejos —ahora hablaba despacio, como si estuviera fatigado, pero con un gesto como de irritación y contención—. Este otro pasquín que me acaba de llegar todavía es más subversivo. A las siete de esta mañana lo han retirado de la puerta de Guadalajara los alguaciles de ronda…

    De la Mata le volvió a interrumpir otra vez:

    —Perdona, Diego, es que también se incautó en la puerta de Guadalajara, de madrugada, el papel que te he traído.

    —Pues todavía peor me lo pones. Este está escrito con muchas faltas de ortografía y con muy mala letra, como para simular que lo ha escrito alguien del pueblo o que de verdad pertenece al pueblo. Se titula: «El rey es bueno y Esquilache le hace quedar mal» y dice cosas monstruosas, como que hay cien hombres dispuestos a quemar con alquitrán la residencia de Esquilache e incluso a asesinarlo si el rey no lo destierra de inmediato, pues, y cito textualmente: «vino sin camisa y ahora pretende avasallar a los españoles sacando partidas de moneda y granos fuera del Reino». Pero esto no es lo peor, Paco, es que responsabiliza al rey del nombramiento de Esquilache y termina con una amenaza directa contra su vida. Dice —y aquí se puso de pie y leyó con gran temblor de manos y agitación de voz— que el soberano debía mirar por su alma, dado que estaban dispuestos a armarle traición y quitarle la vida como no destituyera a ese pobre diablo.

    Como movido por un resorte, De la Mata Linares se puso también de pie muy alterado. Era incapaz de entender que se pudiera escribir algo así. No había visto nunca unos escritos tan ofensivos a la dignidad y autoridad regias.

    —Diego, hay que actuar con rapidez. La situación es muy alarmante.

    —Por supuesto. Inicia una investigación con todos los medios que necesites para localizar y detener a su autor o autores. Aunque esas amenazas suenan a bravuconadas, no podemos consentirlas y, menos, después de burlarse de nosotros al fijar esos papeles en nuestras narices por dos veces a lo largo de la misma noche en pleno centro de la Villa y Corte, a dos pasos de la Platería y de la plaza de la Villa. ¡Es inaudito! ¡Es una provocación! Dime Paco, ¿cuándo termina ese plazo de doce días?

    De la Mata Linares, después de hacer un cálculo mental, le respondió:

    —El día 23, Domingo de Ramos. No obstante, creo que deberías ponerlo en conocimiento de Su Majestad, porque no se trata de dos casos aislados. Han sido arrancados todos los bandos que se fijaron el once por la mañana y los han sustituido por pasquines no sé si tan disparatados como estos, pero subversivos por igual, que llaman a la desobediencia y a las armas.

    —Tienes razón, Paco. Me desplazaré ahora mismo a El Pardo para hablar con Su Majestad.

    Los españoles, collones

    Dos horas después, el Gobernador del Consejo estaba en el despacho de Esquilache en el palacio de El Pardo. Nada más llegar le pidió que dejara todo lo que estuviera haciendo y que avisara a Grimaldi pues tenía que tratar con ambos asuntos de la máxima importancia. Muy poco tiempo después estaban los tres sentados alrededor de la mesa del salón que servía de escenario a las reuniones de los ministros, cuando se encontraban en dicho palacio acompañando al rey.

    Aunque se trataba de una reunión informal, a la mesa estaban los tres hombres más poderosos de España después del rey. El marqués de Esquilache, primer ministro de facto que gozaba de todo el favor real, aunque solo se encargara de las secretarías de Hacienda y Guerra; el marqués de Grimaldi, primer Secretario de Estado, que pugnaba con el anterior por conseguir el codiciado título, y el máximo representante del Consejo de Castilla, institución que desempeñaba importantes funciones como tribunal de justicia e incluso de gobierno interior. Esquilache, con su gran nariz y sus pequeños ojillos vivos y penetrantes, y una sonrisa en la boca que intentaba disimular su malestar por la forzada visita, fue el primero en hablar:

    —Supongo, Eminentísimo Señor Obispo —y la fórmula de tratamiento correspondiente a Cardenal la pronunció tan exageradamente, que se notó a la perfección el tono sarcástico que le daba, a pesar de que su acento italiano lo enmascaraba un poco— que algo muy urgente ha debido llevarle a sacarnos de nuestras altas ocupaciones…

    —Supone usted bien, mi querido marqués —y el obispo le devolvió el mismo tono en la acentuación con que paladeó el «mi querido»—. Están sucediendo hechos de extraordinaria gravedad que creo deben ser puestos en conocimiento de nuestro soberano de forma inmediata y que exigen tomar medidas excepcionales y es por eso que me he permitido molestarles muy a mi pesar —y esto último lo dijo con gesto muy serio e incluso severo, pero con un poco de retintín.

    —Estimado monseñor —intervino con su acento genovés el marqués de Grimaldi en tono conciliador —, por favor, no quiero que piense que me ha molestado su llamada, todo lo contrario. Es para mí un placer atenderle en todo lo que esté en mi mano.

    A continuación, el obispo de Cartagena les informó con detalle de los motivos de su visita y leyó los dos pasquines. También puso en su conocimiento las medidas que había puesto en marcha para descubrir a los culpables de tales desórdenes y, por último, les urgió a poner al corriente a Su Majestad de todos estos hechos, pues en su opinión debería sopesarse la suspensión temporal del bando de las capas y sombreros, por la oposición sin igual que había levantado en toda la ciudad y evitar males mayores.

    Nada más terminar Diego de Rojas su intervención, Esquilache se levantó y dando paseos alrededor del salón, le contestó con una gran sonrisa que no debía preocuparse tanto. Y continuó:

    —Querido obispo, los españoles se han distinguido a lo largo de su historia por su indisciplina y falta de sumisión a las leyes. ¿Cuántas veces se han reiterado estas medidas sobre la vestimenta? Solo en lo que va de siglo se han promulgado decretos con este fin en 1716, 1723, 1729, 1737, 1740 y 1745, medidas, que, por otra parte, están presididas por la razón y la justicia y que solo persiguen evitar los embozos y los atracos a mano armada que se producen lo mismo de día que de noche aprovechando el ocultamiento del rostro. La delincuencia se ha incrementado de forma extraordinaria en España y hay que atajarla con medidas efectivas y ejemplarizantes. No podemos, no debemos ser débiles, porque entonces será imposible imponer las necesarias reformas que Su Majestad demanda para este reino. Además, los españoles son unos collones, y hablan mucho y se quejan y amenazan y luego no hacen nada. Ya saben, perro ladrador… Así que, querido obispo, nada de arredrarse, nada de dejarse atemorizar por los bocazas, que además siempre los ha habido. No. Todo lo contrario, hay que actuar con determinación para que se imponga el bando en todos sus términos tal y como está prescrito y con la ayuda de la tropa como ya se está haciendo. He dado órdenes de que el cuerpo de Inválidos se implique en hacerlo cumplir, con la única prevención de que deberán remitir a los contraventores a la Sala de Alcaldes de Casa y Corte para que les aplique la ley.

    Ante el tono de superioridad y la sonrisa ofensiva con que respondía el siciliano a las palabras prudentes y cautelosas que acababa de dirigir a los dos ministros, el obispo se volvió a Grimaldi y le espetó:

    —¿Vos también pensáis de la misma manera, señor secretario de Estado?

    A lo que el interpelado contestó con visible incomodidad:

    —Querido amigo, yo creo que cada uno de nosotros tiene que asumir sus responsabilidades. Hay que descubrir a esos incitadores a los desórdenes: eso es todo. Y al mismo tiempo, incrementar la vigilancia para que todo el mundo sepa que esta vez va en serio y que el bando se va a cumplir. Como dice Leopoldo, no podemos ser débiles.

    —Ya veo —contestó el obispo— que estoy en minoría y que no están de acuerdo en que traslade al rey mi preocupación y que conozca lo que está ocurriendo.

    —En efecto, monseñor —y ahora Esquilache afiló y tensionó el rostro en un gesto grave— no vemos oportuno ni necesario molestar al rey, que está disfrutando de unos días de montería, con estos asuntillos que son de la exclusiva competencia de su excelencia y del corregidor. Ya sabe, ¡mano firme! ¡Y ahora todos a trabajar!

    Ante estas últimas frases pronunciadas en tono enérgico y solemne, el obispo se levantó derrotado y cabizbajo, pero se despidió diciéndoles:

    —¡Ustedes están ciegos, no conocen el carácter español! —y esto lo dijo irguiendo la cabeza, enderezando bien el cuerpo y levantando el brazo, como si fuera a impartir la bendición, en un gesto de dignidad nacional—. Esto me temo que va a ir a más. Dios quiera que seamos capaces de atajarlo a tiempo, pero si no es así, les hago a ustedes responsables de lo que ocurra. Perdonen por haberles molestado sin necesidad. Buenas tardes.

    Y abandonó el salón a toda prisa, como alma que lleva el diablo.

    Los dos marqueses se quedaron atónitos por la reacción desmedida del obispo, pero tampoco les sorprendió. Esquilache fue el primero en hablar:

    —Está claro que todavía no ha comprendido que Carlos III ha traído un viento nuevo para España —siguió con su sonrisa y tono de prepotencia— y que siguen una y otra vez resistiéndose a cualquier iniciativa que tomemos que suponga una renovación, una modernización del país. Da lo mismo que sea mejorando la administración real, en especial la recaudación fiscal; profesionalizando los nombramientos de los cargos de la monarquía para que dejen de estar bajo el control de los colegios mayores, o tomando medidas para prevenir y evitar la delincuencia como ocurre ahora con el bando que prohíbe el uso de capas largas y de sombreros redondos de ala ancha. El caso es poner trabas y que todo siga igual, como hasta ahora. ¿Qué pensaba? ¿Qué iban a obedecer a la primera y con toda cordialidad? Un pueblo acostumbrado, mal acostumbrado por siglos de desidia, a la inacción y al conformismo, no iba a cambiar sin resistencias. ¿No te parece Jeromo?

    Grimaldi torció el gesto al escuchar el término —amigable en exceso—, que utilizó su rival en el favor de Carlos III.

    —Es evidente que tienes razón —dijo— y estoy de acuerdo en que hay que emplear más mano dura y dejarse de contemplaciones. No es oportuno que el rey piense que tenemos reticencias o que albergamos dudas sobre la aplicación del bando. Muchas otras medidas esperan su turno y no podemos permitirnos más demoras que las que ya consiguen nuestros oponentes, en especial el Consejo de Castilla, que solo representa la antigüedad, y todos aquellos partidos contrarios al progreso de la nación, que ya se encargan de poner demasiadas piedras en el camino. A mi juicio, deberías traer más tropas a Madrid, y poner en alerta a los Inválidos para que extremen el control del cumplimiento del bando.

    —Gracias por tus consejos, Jeromo, pero me sobran consejeros y me faltan leales servidores de los que de verdad fiarme. Madrid no necesita más tropas, sobran las que hay. Solo es necesario aguantar estos primeros días y en seguida el pueblo se habituará al nuevo modo de vestir, como lo ha hecho ya a los faroles y al empedrado de las calles, que también provocaron al principio la oposición de muchos madrileños…

    —Por cierto —le interrumpió Grimaldi— ya que mencionas los faroles con tanto énfasis, te agradecería que dejaras de alardear en público del éxito de tu gestión en la instalación de los nuevos cuatro mil cuatrocientos ocho faroles de Madrid, cuando sabes a la perfección que ha sido responsabilidad mía, por encargo expreso del rey, con la inestimable ayuda, como sabes, del marqués de San Leonardo, que ha sido el que ha llevado el peso del trabajo. Y no ha resultado fácil hacerlo en el tiempo previsto y con el coste presupuestado de novecientos mil reales. Te digo esto no por vanidad mía, sino en honor a la verdad y para que resplandezca la luz en este asunto — y esto lo dijo en tono irónico.

    —No te preocupes, ya sabes que no me interesan los personalismos —le respondió, devolviéndole la ironía—. Esta es una labor colectiva en la que participamos todos los súbditos del rey, y solo él es el que se lleva todos los honores. Por cierto, me espera en su gabinete y no puedo tardar más.

    —Espera un momento, te quería decir…

    Pero Esquilache cortó la conversación de raíz y salió del salón dejando a Grimaldi con la palabra en la boca.

    Disputa familiar

    18 de marzo de 1766

    Matías Gómez rebosa alegría. Acaba de recibir del Ayuntamiento de la Villa un pliego en el que consta su nombramiento como celador de faroles de Madrid. Matías se encontraba sin trabajo desde que cuatro meses atrás lo despidieran de las obras del Palacio Real que estaban tocando a su fin, aunque todavía quedaba mucho por hacer, según los entendidos, respecto al proyecto previsto. De la noche a la mañana se quedó en la calle, justo cuando peor se estaban poniendo las cosas. Su mujer, la Lorenza, trabajadora y de genio, era criada de un señor bien colocado en la Contaduría de Sisas del Ayuntamiento, y aportaba a la casa cuatro reales diarios, cantidad manifiestamente insuficiente para vivir sus cuatro hijos, los padres de ella y el matrimonio.

    Estos meses han sido de agonía constante. Ahora las cosas han cambiado. Matías, un hombre robusto, pero no muy alto, de buen carácter, analfabeto pero práctico, al que solo le importa el día a día, va a ganar tres mil trescientos reales anuales seguros, porque paga el ayuntamiento y eso es dinero contante y sonante en unos tiempos tan difíciles. Su empleo de celador consiste en vigilar a veinticuatro hombres, de los ciento cincuenta y dos que tienen que encender a diario los nuevos faroles instalados en la ciudad. Antes era cada casero el responsable de encender el farol que le concernía, pero con los nuevos, el encendido diario lo hacen estos operarios, distribuidos en los ocho cuarteles en que se divide la capital, y un celador controla el encendido de cada uno de los veintitrés faroles que corresponde a cada operario, y al mismo tiempo revisa su estado de conservación y de limpieza, y da aviso de cualquier incidencia que se produzca. El alumbrado público se iniciaba con el toque de oración y se mantenía encendido a base de velas de sebo hasta las doce de la noche. Un gran adelanto para la ciudad, aunque muchos madrileños no lo vieron así porque subieron mucho los alquileres y el precio de las velas.

    La Lorenza y su hermano Sebastián estaban muy unidos desde niños y vivían en casas próximas en la calle del Amor de Dios, en pleno barrio de Lavapiés. Pero Matías, lo primero que iba a hacer en consonancia con su nueva condición, era cambiarse a otra casa que ya había visto en la calle del Pez, cerca de la Fuente del Cura, para celebrar todas aquellas buenas noticias junto a sus cuñados y sobrinos, la Lorenza hizo una magnífica empanada de pescado, acompañada de un buen vino manchego a pesar de ser Cuaresma, y Matías pronunció unas breves palabras en forma de oración, dando gracias a Dios por estar buenos, por el trabajo y por todos los bienes recibidos. Estaba muy contento y satisfecho, por fin podía vivir tranquilo y a resguardo de los cambiantes tiempos y zozobras que tan a menudo sucedían.

    Sebastián, en cambio estaba muy serio y cabizbajo. El hermano pequeño de la Lorenza no dijo nada en toda la comida. Se buscaba la vida como podía para dar de comer a su mujer y sus dos pequeñuelos. Había hecho de todo. Trabajó de aprendiz en una carpintería; de peón albañil en las obras del palacio nuevo; de mozo de imprenta, donde aprendió a leer; de ayudante de un ropavejero recogiendo ropa y muebles viejos; de trapero y, por último, de buhonero vendiendo por las esquinas y plazas todo tipo de baratijas, con lo que apenas sacaba para el sustento diario. Alguna vez se había visto obligado a robar, a coger algo para comer. En una ocasión, hacía dos años, lo detuvieron por apropiarse de una gallina en el mercado de la Cebada. El hambre apretaba y su mujer, preñada, necesitaba comer algo más que los pucheros aguados que se podían permitir. Tuvo la suerte de que un cura jesuita amigo suyo consiguió que el tendero retirara la denuncia a cambio de la devolución de lo robado. Ahora las cosas habían vuelto a empeorar.

    Matías, para intentar animar un poco a su cuñado, le dijo que bajo sus órdenes iba a tener un ayudante que ganaba dos mil reales, y que había pensado aprovechar la primera oportunidad que tuviera para ponerlo a él en su puesto. Sebastián, en vez de sentirse halagado por tal proposición, le contestó muy enfadado, como si hubiera sido objeto de una injuria, echando fuera todo lo que le bullía en la cabeza:

    —No te preocupes por mí cuñadito, guárdate tus promesas para otro de tu calaña. Yo no quiero nada de alguien como tú que se aviene a bajarse los pantalones ante un extranjero ladrón que nos está llevando a todos a la miseria. Ahora soy yo, pero mañana puedes ser tú. ¿Quién te garantiza a ti que lo mismo que han echado al que estaba en tu puesto, no hagan lo mismo más adelante contigo, solo por adular a algún señor o por agradecer a alguien un favor? Yo soy pobre, pero honrado y muy español.

    —El señor marqués de Esquilache no es un ladrón. Todo eso son calumnias y mentiras que lanzan los envidiosos y los enemigos que tiene, que son muchos, porque ya se sabe que en este país siempre se ataca a los mejores, a los que tienen más méritos. ¿¡Qué es italiano!? ¡Pues qué más me da, si está haciendo grandes cosas! Y aquí, en Madrid, tenemos la mejor prueba de ello. Mira el alumbrado, el empedrado de las calles, los paseos, la mejora de los caminos, y según dicen los entendidos, se están preparando muchas más grandes obras y leyes para que dejemos de ser un pueblo bruto e inculto.

    —¡Ya, y tú te crees todo lo que dice la propaganda oficial! Porque además de ser un analfabeto, te interesa egoístamente creerte todo eso, aunque el pueblo, tú lo sabes, estemos pasando hambre. Y cada vez está todo más caro: el pan sigue subiendo, ya está a catorce cuartos; las velas de sebo, también, gracias a tus faroles; y el aceite y el carbón para calentarse, y la carne, y todo, porque es todo, mientras que los salarios no suben. A mí no me compran ya ni un alfiler, todavía menos unas tijeras o un rosario. No hay dinero por ningún sitio. Todo el mundo se queja de lo mismo y llevamos ya mucho, demasiado tiempo así, aguantando un día y otro… Pero todo tiene un límite…

    —Mira, Bastián, tienes razón. Lo que dices es así, pero en esta vida hay que ser práctico. Lo primero es comer y después los principios. Yo también estoy cansado de aguantar. Ya estoy llegando a una edad en que tengo que asegurar un poco mi vida y la de tu hermana y los críos. No te oculto que hemos tenido que buscar influencias para conseguir el nombramiento, pero si empiezo con reparos y problemas de conciencia se lo dan a otro, y soy yo el que pierdo. ¿Para qué? ¿Alguien me va a reconocer mi sacrificio?

    —Por eso estamos como estamos. Porque hay mucho cobarde que piensa como tú, y se piensan estos extranjeros que todos los españoles somos iguales y que hemos perdido nuestra tradicional dignidad y bizarría. Ahora nos injurian de nuevo prohibiendo nuestra vestimenta, cuando ya prohibieron nuestros antiguos autos sacramentales y las comedias de santos. ¡Prohibir, prohibir! —y aquí casi se le escapó un grito—. ¡Ya está bien! Los precios del pan suben, suben y no paran de subir, y es sabido que esa Junta de Abastos en la que manda Esquilache, está haciendo grandes negocios con el trigo a costa del hambre del pueblo. Y no me digas que no porque esto lo sabe todo el mundo. Y después ¿qué más vendrá? No. Ya está bien. Ya verás como pronto van a pasar cosas. No soy yo el único que no está de acuerdo con esta situación. Somos muchos. Ya verás…

    Sebastián estaba tan alterado y furioso que se levantó de la mesa, se acercó a Matías y lo puso de pie agarrándolo por el cuello de la casaca. Parecía que estaba dispuesto incluso a pegarle, pero se contuvo. Le siguió espetando, rojo de cólera:

    — Lo tenemos merecido. Los españoles lo tenemos merecido porque en otro país esto no pasa. En Inglaterra o en Francia, al día siguiente mismo habrían cogido a Esquilache y lo habrían colgado de un árbol. Pero todo llega. Te advierto cuñadito que ojalá no te arrepientas pronto de haber aceptado ese puesto, a costa de un buen español que se hubiera distinguido por serlo y que por eso lo hubieran echado de su empleo para buscar a otro como tú, fiel servidor a la voz de su amo…

    Y en este punto fue Matías el que se revolvió y le hizo frente a su cuñado llegando a agarrarse y a empujarse mutuamente, lanzando ambos improperios e insultos contra el otro, ante el lloro y los gritos de miedo de los zagalejos, que buscaron refugio en las faldas de las madres. Pero la Lorenza no se dejó amedrentar por todo ello y los separó a la fuerza poniéndose ella en medio y les recriminó su actitud, diciéndoles:

    —¿Es que ese Esquilache es el que va a venir aquí a dividir a las familias? ¿Bastián, es que no te alegras por tu hermana y tus sobrinos que a partir de ahora van a llevar una vida mejor?

    —Por supuesto, hermanita, pero no a cualquier precio.

    Y Bastián cogió su sombrero redondo y su capa larga, y sin más cogió a su mujer y a sus dos hijos y se marcharon de la casa.

    Reunión de la Junta de Abastos

    Miércoles, 19 de marzo de 1766.

    Son las nueve de la mañana y la plaza de la Villa está muy concurrida. Grupos de ciudadanos hablan animadamente en corrillos. Cualquier observador se daría cuenta enseguida de un hecho curioso: la gran mayoría de los allí reunidos llevan capa larga y sombrero gacho. Son gente del pueblo: artesanos, comerciantes ambulantes que llevan su mercadería encima, aunque no hacen ademán de venderla; aguadores, criados, soldados, mozos de cuerda, albañiles y otros trabajadores en paro; también hay mujeres, clérigos y mendigos siempre presentes en cualquier aglomeración.

    De la Cárcel de la Villa salen dos hombres que se quedan parados y perplejos mirando el gentío, dudando de que estuvieran allí por ellos. De los dos, uno que llevaba sombrero de tres picos y vestía con casaca y calzón azul oscuro, muy usados, capote corto nuevo doblado en el brazo, espadín y medias blancas y zapatos con hebillas corrientes, se acercó a uno de los grupos y preguntó qué hacía allí tanta gente. A lo que uno con pinta de cazurro, pero en tono de chanza y con mucha chulería le contestó:

    —El señor petimetre se nota que anda un tanto despistao. Aquí estamos esperando a que llegue el señor Esquilache, que seguramente será su amigo, para que nos dé de comer con las multas que están cobrando a los pobres a los que recortan las capas y que traen aquí a la cárcel. ¡Maldita sea su estampa! Como lo viéramos por aquí, creo que no saldría vivo. Y lanzó un escupitajo al suelo y lo miró en tono de desafío.

    El que preguntaba, alto y moreno, con el cabello largo sujeto con una coleta por detrás, era el poeta, escritor y periodista Antonio Valladares de Sotomayor que salía justo en ese momento de pagar la multa del hombre que le acompañaba, llamado Nicolás, de estatura regular pero fuerte y joven que se encaró con el cazurro y le dijo:

    —Mira tú por donde que aquí, el que suscribe, acaba de salir de la cárcel de la Villa, tras pagar sesenta y seis reales del ala el caballero que me acompaña y por lo que le estoy muy agradecido, y de conseguir que me soltaran después de arrearle un puñetazo al alguacil que me detuvo —y le enseñó su prominente y duro puño derecho— y de armar tal escandalera que mira mi capa. ¿Ves? ¿Listo? Está intacta. No me la han cortao como a otros, a la fuerza. Y ahora estoy ya fuera gracias a mi amo, el gran escritor Antonio Valladares de Sotomayor, quédense con su nombre que se va a hacer muy pronto famoso en esta Corte con el semanario que está a punto de aparecer y con las obras dramáticas que va a estrenar la divina Mariquita Lavenán, y otros papeles que va a dar al público. Y que tú que eres un analfabeto no vas a leer en tu vida…

    En esto, Valladares se lo llevó de allí para evitar la gresca que se estaba preparando, al tiempo que otro paisano que miraba divertido la escena le dijo al pasar:

    —Caballero, acaba de empezar la reunión de la Junta de Abastos aquí al lado, en la Casa de la Villa, y se espera que bajen los precios del pan, porque si no, se puede armar una muy gorda. Ya ve usted que los ánimos están muy caldeados.

    La Real Junta de Abastos de Madrid se reunía en el palacio de los Consejos, ya que la presidencia correspondía al Gobernador del Consejo por deseo del rey. Pero en esta ocasión, se ha trasladado a la Casa de la Villa a instancias de don Alonso Pérez Delgado, su corregidor, y aprovechando la ausencia del gobernador.

    Esta institución tiene como misión principal fijar los precios del pan y de otros artículos de primera necesidad como carne, tocino, aceite, pescado salado, vino, vinagre, velas de sebo, carbón vegetal y jabón, así como velar para que no escaseen y castigar los abusos en el peso. La Corte tenía este privilegio, y de ahí la creación de esta junta, y la Hacienda real, la obligación de destinar todos los recursos económicos que hicieran falta para que el pueblo estuviera bien surtido de estos bienes esenciales y evitar cualquier riesgo de tumulto tal y como había sucedido en el pasado.

    En estos momentos la situación era excepcional. El precio del pan y de los otros artículos básicos habían subido mucho. Existía mucha inquietud en la calle. Por eso el corregidor insistió en que la junta se reuniese con carácter extraordinario y que se hiciese en la Casa de la Villa, como muestra de la preocupación y desvelo de las autoridades por resolver las dificultades de la mayoría de la población.

    En la imponente sala de juntas cuyas ventanas dan a la plaza de la Villa, las voces de los allí presentes apenas sobresalían del fuerte silencio reinante en el interior. Los asistentes se fijaban en los frescos barrocos del techo, obra de Antonio Palomino, en los que Madrid le dice a la monarquía: «Mantua sum. Tua seperero. Tua dicar oportet» que significa: «Mantua soy. Tuya seré por siempre. Así se proclamará», máxima expresión de eterna fidelidad, aunque en esta ocasión por lo menos los madrileños brillaban por su ausencia. Solo ocho personas ocupaban el gran salón: el consejero de Castilla Andrés Valcárcel Dato, que preside de forma interina la junta por ser más antiguo que su compañero el marqués de Montenuevo; el corregidor, que está en su casa y hace de anfitrión; el consejero de Hacienda, Manuel de Sesma, hombre de la confianza de Esquilache; el marqués de la Regalía y José Aguirre Acharán, regidores de Madrid; el director del Pósito de Madrid, Simón de Aragorri; y, por último, levantando acta, el secretario Vidal López de Azcoitia. Estaban colocados alrededor de la gran mesa que sirve de cabecera o presidencia de la alargada sala en que se celebran las reuniones más multitudinarias del Ayuntamiento de Madrid.

    Como hemos visto, en el exterior había expectación por ver qué medidas se tomaban para bajar los precios. De forma espontánea se concentraron varios cientos de madrileños delante de la Casa de la Villa, en su mayoría muy exaltados. De cuando en cuando se oían gritos de ¡Pan barato ya! que se introducían dentro de la Casa.

    Mientras, los miembros de la junta discutían los asuntos que traían. En primer lugar, el presidente en funciones Andrés Valcárcel Dato, que había sido muchos años gobernador de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte y conocía muy bien la problemática del orden público de la ciudad, agradeció al corregidor Alonso Pérez Delgado el haberles abierto la Casa de la Villa para celebrar aquella reunión de la Real Junta de Abastos, que de esta forma se podía acercar todavía más, si cabe, a las preocupaciones de los madrileños. Y, a continuación, lanzó a los demás la pregunta de si no había alguna forma de rebajar el precio del pan y algún otro artículo.

    El primero que tomó la palabra fue el corregidor haciendo hincapié en que se estaban multiplicando los robos de alimentos y que había una gran conflictividad derivada de la carestía de la vida. Que era una de las misiones de la junta arbitrar los medios para resolver estas situaciones tal y como ya se había hecho en el pasado, y que no había más remedio que adoptar medidas urgentes y extraordinarias para paliar los efectos del hambre que de verdad se estaba dejando sentir en la ciudad.

    El consejero de Hacienda contestó que no había posibilidad de gastar más en la compra de trigo porque ya se había demostrado que no era eficaz esta medida, al haber destinado más de cuatro millones de reales en traerlo de Sicilia y Nápoles para abaratar el precio del pan y, sin embargo, seguía escaseando el que se destinaba a la molienda diaria. Y continuó diciendo:

    —Señores, se consume el trigo que tan caro nos cuesta poner a disposición de las tahonas de Madrid, y el resto desaparece del mercado. Todos los propietarios lo están acaparando para esperar el momento en que se acabe para sacarlo con los precios mucho más altos. Esto se llama especulación, pero lo peor es que no podemos hacer nada. El precio de catorce cuartos el pan de dos libras es alto en exceso, estamos de acuerdo, pero no podemos bajarlo sin aumentar todavía más el déficit de esta institución, que deberá asumir la Hacienda Real. Incluso no es descartable que haya que subirlo todavía más. La solución a este complicado estado de cosas requeriría la adopción de medidas de índole excepcional que están fuera de nuestro alcance.

    —Entonces ¿no podemos hacer nada? —dijo el corregidor—, ¿no podemos dar respuesta a esos gritos que oímos? Ya se lo han reclamado también al rey y a la reina madre. El otro día, el quince, cuando entró Su Majestad en Madrid, después de la temporada pasada en El Pardo, el pueblo no lo vitoreó como de costumbre. La situación es muy preocupante.

    —Su Majestad ya ha hecho todo lo que podía hacer y más —intervino el marqués de Montenuevo— y el pueblo también tiene que comprender que a veces no se puede llegar hasta donde se quisiera. Las malas cosechas no dependen de nosotros y los recursos de la monarquía son limitados. Los sacrificios son inevitables. Ya se ha llegado hasta donde se podía llegar.

    —Sí, pero ¿qué pasa con el trigo que está estancado? —preguntó incisivo el corregidor—. Nosotros, la Junta de Abastos, tenemos como misión principal tomar las medidas para que no falte en tiempos de escasez. Hay un contrato no escrito entre la monarquía y el pueblo de que aquella se encarga de las necesidades esenciales de este a cambio de su fidelidad y de su disposición permanente a defenderla. Si este contrato se rompe, ya se sabe que el pueblo no se queda quieto. Recuerden el motín del pan de 1699.

    —El señor corregidor no desconoce —intervino con un tono solemne y retórico el consejero de Hacienda— los esfuerzos de Su Majestad por mejorar las condiciones de vida de sus súbditos, de los que se preocupa como un auténtico padre de familia. De todas formas, aquí nos acompaña el director del Pósito de Madrid, y puede contestar a esa pregunta.

    —Bueno, la obligación del Pósito es que nunca llegue a faltar trigo para cubrir las necesidades de la ciudad —dijo el aludido Simón de Aragorri— para lo que hay que efectuar compras en el extranjero en épocas de malas cosechas, como es sabido, lo que lo encarece todavía más. Ahora mismo, el abastecimiento está asegurado incluso en las peores condiciones posibles. El problema está en los comerciantes al por mayor y propietarios de tierras, tanto de la Iglesia como nobles que están guardando el grano para especular con su precio. La libertad del comercio de granos, decretada por Su Majestad el año pasado, aunque haya dejado a Madrid al margen, ha provocado este efecto. Habría que obligarlos a todos a sacar al mercado todo el grano, o tendríamos que proponer su incautación, medidas contrarias a ese espíritu de la libertad de comercio que propugna la política ilustrada y más moderna de Europa.

    A continuación, el consejero de Hacienda volvió a tomar la palabra:

    —Entiendo la preocupación del corregidor, pero creo que la situación del pueblo trabajador tampoco es tan mala. Que los tiempos son difíciles, sí; pero amigos, lo son para todos —y esto lo dijo en un tono que quería ser sincero pero que sonó a cínico dadas las circunstancias—. El pueblo, nuestro pueblo, es muy sacrificado y sabe salir adelante incluso de coyunturas más desfavorables. Hay que pasar estrecheces, de acuerdo, pero no estamos tan mal como en épocas lejanas, además el sistema de caridad funciona.

    —Sí, es verdad —ahora era el marqués de la Regalía el que tomaba la palabra —, en los barrios las juntas de Caridad se encargan de ayudar a los que lo están pasando peor, e incluso los conventos, las parroquias, las casas distinguidas de la ciudad también se prestan a ayudar a sus vecinos. Yo en mi casa lo hago y seguro que ustedes en las suyas, también.

    — No, señores, no hay motivo para la alarma —de nuevo era el consejero de Hacienda el que hablaba y seguía donde lo dejó—. Siempre habrá unos pocos exaltados que vengan aquí a la plaza a gritar y a intentar armar gresca, pero son casos aislados. Créanme, el precio del pan está un poco alto, pero es asumible para la gran mayoría.

    Después de unos minutos de silencio en que nadie se atrevía a tomar la palabra, volvió a hablar el corregidor:

    —Bueno, señores, parece que estamos en un callejón sin salida y no podemos hacer nada. Yo solo les he transmitido mi preocupación porque así me lo dicta mi conciencia ante tantos casos como se están produciendo de pequeños hurtos y robos de alimentos. Señores, roban para comer. Me dirán ustedes que esto ha ocurrido siempre y les contesto que no, que no tanto. Hay más mendigos y más pedigüeños que nunca. Han aumentado los altercados, las peleas y las protestas. Y en estos últimos días todavía más por el bando de las capas y sombreros. Esperemos que como su señoría dice — y miraba al de Hacienda— todo esto quede en nada. Dios lo quiera.

    Y con estas palabras dejó callados a los demás, que se quedaron unos instantes, meditando. Solo fueron unos segundos, pero se hicieron eternos. En ellos se hizo notar el oscuro, penetrante y denso ruido del silencio, todavía más en un salón tan largo, tan profundo y tan alto. Todos se observaban para ver si alguien más abría la boca, pero no, nadie más habló, por lo que el presidente, después de preguntar pasó a otro asunto del orden del día.

    Un literato gallego

    El caballero de la coleta que pagó la multa de Nicolás era, en efecto, don Antonio Valladares de Sotomayor, con el «don» y el «de» incluidos, joven literato llegado a la Corte unos años antes desde su tierra natal de Galicia, dispuesto a triunfar en lo que consideraba una profesión con futuro. Como hijo de una familia hidalga con muchos hijos, sabía que tenía que emigrar para tener otras oportunidades en la vida que no fueran las de trabajar las tierras. Así que después de realizar estudios en Santiago, decidió probar fortuna en la capital del reino. Arribó a Madrid acompañado de su hermana Carolina y su marido Lope de Andrade y Dávalos, que se acababan de conocer y de casar en el camino desde Galicia, en la villa de Olmedo, donde tenían parientes.

    En seguida inició su carrera literaria probando suerte con obritas de circunstancias, almanaques y piezas teatrales, tres formas distintas de obtener ingresos inmediatos con la literatura. De las primeras, consiguió publicar gracias a sus amistades que le proporcionaron mecenas: un Romance heroico para el nuevo Marqués de Campoflorido; una Égloga pastoril dedicada a la Condesa de Valdelasfuentes, que acababa de llegar a la corte procedente de Murcia, su lugar de origen, y quería introducirse en la buena sociedad madrileña; y un Elogio en octavas con motivo del cumpleaños de don Francisco Guardamino, rico comerciante, director de la poderosa compañía que formaban los Cinco Gremios Mayores. De los segundos, solo vieron la luz dos números, pues no fue capaz de hacer la más mínima sombra al famosísimo Diego de Torres y Villarroel, el Piscator de Salamanca, que tenía el monopolio de esos almanaques y pronósticos que eran tan populares. Y en el teatro colocó dos sainetes, uno a cada compañía de Madrid, que, aunque tuvieron un éxito relativo, le abrieron la puerta para que más adelante le admitieran otras obras.

    Con todo ello, fue afianzando su posición y pudo iniciar una nueva empresa, que le reportó mejores resultados: la publicación de obras periódicas. En un primer momento llegaron a ver la luz casi dos, muy efímeras: La Gaceta semanal instructiva y curiosa de Madrid, que aguantó dos números, y El Mentidero de Madrid, que fue clausurado por las autoridades después de impreso el primer número, pero antes de que se distribuyera —de ahí el «casi»—, simplemente porque el juez de imprentas, que era el funcionario encargado de conceder la licencia, después de autorizarla, consideró peligroso que se pudieran difundir, a través de ese poderoso medio, las mismas hablillas que circulaban por la Puerta del Sol.

    Por fin, siguiendo la estela del periodista Francisco Mariano Nifo, concibió el proyecto de publicar un Semanario literario y erudito que se vendería por suscripción entre todas las personas e instituciones interesadas en la difusión de las luces, que, aunque formarían legión en teoría, en la práctica, a la hora de comprometer su dinero para tal empresa, ya no resultaron tantas. Y las suscripciones eran vitales para la viabilidad económica del semanario, pero también para conseguir la licencia de impresión, lo que no era fácil. A su cuñado Lope también le pareció una empresa prometedora y se asoció con él, invirtiendo en el semanario parte del dinero que había podido ahorrar en los años que llevaba trabajando de secretario de Francisco de Quirós, un hombre influyente y rico que había sido condiscípulo suyo en la Universidad de Valladolid y que vivía de las rentas de sus tierras.

    En ese momento, Valladares y Lope estaban volcados en visitar a posibles suscriptores y en la adquisición de suficientes avales para conseguir la licencia de impresión que concedía el Consejo de Castilla. Ya tenían la sede del semanario. Valladares había alquilado una casita de dos plantas con una pequeña caballeriza anexa, en la calle del León, justo enfrente de la calle Infante, y en la planta baja instaló el despacho del semanario. También tomó a Nicolás de empleado para que se encargara de los recados, limpieza y arreglos del local, así como de permanecer en él en su ausencia.

    Nada más abandonar la Plaza de la Villa, Valladares y Nicolás se dirigieron al semanario. Nicolás tenía unos veinte años y un carácter muy impulsivo, y por eso a veces se enzarzaba con demasiada facilidad en peleas. Por el camino, el escritor le regañaba por encararse con el cazurro que se había burlado de él.

    —¿No te das cuenta, Nicolás, que ese tipo buscaba camorra? Tienes que ser más hábil y evitar esas disputas que solo te pueden traer problemas. ¿O qué querías, volver otra vez a la cárcel? Hombre, si acabo de sacarte. ¡No seas pendenciero! ¡Carajo!

    —Tiene razón, amo. Tengo que ser más listo y no dejarme llevar por el pronto que me domina. Pero, de todas formas, ese mendrugo, no tenía media bofetada… Era todo pico, pero si llegamos a vernos las caras de cerca, le arreo… Ya lo creo que le arreo… —y no paraba de gesticular dando golpes y puñetazos en el aire.

    —Bueno, Nicolás, ya está bien. La gente nos está mirando. Habla más tranquilo porque no quiero llamar más la atención. Me siento incómodo con la vestimenta que llevo, mientras que tú vas tan a gusto con la capa larga y el sombrero prohibido. ¡Vaya un contrasentido! Ya no sabe uno qué es lo que debe hacer. Si me pongo lo que aquí todo el mundo lleva, pero está proscrito, te arriesgas a que te detengan y te multen. Si te pones lo que manda el rey, son tus vecinos los que te miran mal y te insultan. ¡Está todo desquiciado! Pero la verdad es que lo primero es lo primero. Yo hasta ahora no me había dado cuenta de la trascendencia que tenía este asunto. Después de tantas tropelías como este Esquilache está haciendo, solo le faltaba herir el honor, el orgullo español. Es verdad, no se puede permitir este insulto a la dignidad nacional y hay que ser valientes y enfrentarse a lo que sea.

    —Eso, amo —dijo Nicolás con entusiasmo—, ¡lo que sea!

    Menos mal que ya llegaban a la calle del León y se introdujeron dentro de la casa, si no, todavía se podía haber liado si se encuentran con una ronda de alguaciles o de blanquillos¹.

    Incidentes graves, tibieza del rey

    Viernes, 21 de marzo de 1766.

    Era mediodía del viernes de Dolores cuando una berlina tirada por dos caballos se introducía dentro del palacio de los Consejos en la calle Mayor, y descendía con mucha prisa y subía las escalinatas casi corriendo un acelerado Francisco de la Mata.

    Entró sin esperar a ser anunciado en el despacho del Gobernador del Consejo.

    —Diego, hay que hacer algo —le dijo nada más abrir la puerta—. Las cosas empeoran por momentos —se sentó después de una leve indicación—. Acabo de recibir del corregidor un informe que confirma los que yo tengo. Ha habido ya varios altercados graves. El otro día, ante la Trinidad, un alguacil dio una cuchillada en la cabeza a un infractor que se acogió a sagrado, y la muchedumbre casi lo mata a pedradas. Antes de ayer fue en la plaza de Santo Domingo, en que dos ciudadanos se enfrentaron a una partida de blanquillos que los seguían desde el cuartel de los Caños del Peral y cuando los rodearon, aquéllos tocaron un silbato y aparecieron por las calles adyacentes dieciséis hombres armados que hicieron huir a los blanquillos. Y ayer fue un lacayo del marqués de Cogolludo, que se enfrentó con su espada a los alguaciles y pudo huir ayudado por los que contemplaban la reyerta. También ha habido otros en la calle Platería, en la de Atocha y en otros puntos de la ciudad. Ayer se juntaron varios cientos de personas delante de la plaza de la Villa mientras se reunía la Junta de Abastos y gritaban «pan barato, ya». El día quince, cuando entró Su Majestad en Madrid procedente de El Pardo, no lo vitorearon como de costumbre. Todo lo contrario. Hay malestar y el corregidor lo atribuye — y estoy de acuerdo— a que los oficiales, jornaleros, peones y mozos tienen que hacer un gran sacrificio y ahorrar varios meses para hacerse una capa, y el que se la corten lo toman como que se la estropean y le quitan valor. Por otra parte, si el objetivo del bando era evitar los embozos, con la capa corta también se embozan y no se les puede reconocer. ¿Qué sentido tiene tanta rigidez para nada? Diego, te repito hay que hacer algo pronto.

    —¿Has podido averiguar algo de los autores de los pasquines? —quiso saber primero el gobernador.

    —No, nada. Es muy difícil y está todo tan revuelto… No sabemos a dónde acudir … Se multiplican los conflictos —respondió De la Mata con gesto de desánimo.

    —Tienes razón —le reconoció el máximo responsable del Consejo de Castilla —y estoy de acuerdo contigo en el diagnóstico, pero no te creas que es fácil persuadir a Esquilache de lo que está ocurriendo. Está empeñado por alguna causa que se me escapa en continuar adelante con el bando, apoyándose en la mano dura, es decir, en la tropa y no se da cuenta de que cada vez hacen falta más tropas y más mano dura. ¡Así no solo no va a conseguir nada, sino que va a provocar un estallido popular! ¡Voy a intentar hablar con el rey, es el último cartucho que me queda para evitarlo!

    Sin pérdida de tiempo, Diego de Rojas se trasladó a Palacio en su carroza de cuatro caballos. Aunque tuvo que esperar a que el rey despidiera a los embajadores que habían acudido a entregarle sus credenciales, pudo enseguida despachar con él.

    Carlos III, vestido con su clásico atuendo de casaca y calzón de color azul claro, tan abotonado que no dejaba ver más que el pañuelo blanco de costumbre anudado al cuello del que salía un adorno rizoso de encaje, y los puños desbordados por las blondas de la camisa, esperaba al gobernador del Consejo en el gabinete donde despachaba con sus ministros. Al llegar, lo recibió con una sonrisa.

    —¿No vendrás con tantas prisas por el bando, verdad? —le inquirió el rey en cuanto apareció por la puerta.

    —Pues sí, majestad, en efecto —dijo el aludido manteniéndose en pie hasta que el rey le hizo una seña y se sentó en una silla al lado de su mesa —, ese es el motivo que me trae y me preocupa extraordinariamente. El pueblo ha recibido ese bando como una ofensa a su dignidad y se están oponiendo a su ejecución incluso acudiendo a las armas. Ya se han producido varias disputas graves por ese motivo. Se cobra la multa de seis ducados y quien no puede pagarla va a la cárcel, y, además, lo más importante es que no se consigue desterrar el embozo porque con la capa corta se sigue ocultando el rostro. ¿Qué sentido tiene, majestad, mantener una norma que no logra el objetivo propuesto y que genera un rechazo tan amplio? Suplico a la benevolencia de Su Majestad que suspenda la ejecución del bando para evitar males mayores.

    —Diego, eres demasiado blando, ya hemos comentado Leopoldo y yo que no eres capaz de aguantar la presión —al decir esto le brillaban sus grandes ojos azules y lanzaba un suspiro como de paciencia, como si estuviera esperando su visita, mientras que el obispo hizo un gesto de sorpresa—. El pueblo no es tan dócil y disciplinado como quisiéramos. De cuando en cuando hay que darle un azote para que obedezca. Ya se ha intentado en varias ocasiones imponer medidas parecidas y han fracasado. No podemos flaquear ahora, Diego, no puedo desautorizar las medidas que ha tomado mi gobierno, sería perjudicial si vieran que pueden torcer la voluntad real y obligarme a rectificar…

    —No majestad, eso no —se apresuró Diego de Rojas a interrumpir al rey—. Eso en ningún caso. Me permito solo sugerir a la bondad e indulgencia de Su Majestad la posibilidad de suspender un tiempo el bando alegando como motivo la conveniencia de estudiar con más detenimiento el momento y circunstancias de su entrada en vigor, por ejemplo. El caso es parar esta escalada de insubordinación y de subversión contra el bando y contra las órdenes de imponerlo a la fuerza que ha dictado el señor Esquilache antes de que sea demasiado tarde. Majestad, se lo ruego, los españoles son reacios a la mano dura, se rebelan. Mejor es apelar al patriotismo, intentar explicar y justificar el porqué de las cosas, y hacerlo poco a poco, tomando medidas suaves pero eficaces en orden a conseguir el fin propuesto.

    —No insistas más, Diego, creo que te estás pasando —Carlos III lo miraba con cara seria e incluso con enojo—. La situación no es tan horrible como la pintas. Sí noté el sábado pasado, cuando entrábamos en Madrid, que el más absoluto silencio me recibió en vez de las aclamaciones y vítores que acostumbran a dedicarme los madrileños, y lo achaco al disgusto momentáneo que ha provocado el bando, pero nada más. Dentro de poco todo volverá a la normalidad. —Ahora hablaba con un tono paternalista y cercano, muy típico suyo—. Anda, no te preocupes y continúa tomando las medidas que sean necesarias para mantener y garantizar el orden, en coordinación con Esquilache y Grimaldi si eso fuera necesario —y le hizo un gesto para que saliera.

    Diego de Rojas no osó volver a hablar. Se dio cuenta de que había colmado la paciencia de Su Majestad. Pensaba: «Sin duda Esquilache se ha adelantado y le ha dado al rey todo tipo de garantías y seguridades cuando la realidad es tan distinta. Ya no puedo hacer nada más, salvo rezar».

    Se precipitan los acontecimientos

    Sábado, 22 de marzo de 1766

    Lope de Andrade no iba los sábados a trabajar a la casa de Francisco de Quirós en la calle de la Reina, muy cerca del convento de San Hermenegildo y de la casa de las siete chimeneas, donde vivía Esquilache. Solía quedarse en casa descansando y jugando con los niños, y como mucho salía a medio día para hacer alguna gestión. Pero este sábado veintidós de marzo se levantó muy temprano y se marchó pronto, diciendo a Carolina que volvería a casa a la hora de comer. Lope, que era un castellano franco y directo al que le gustaba llamar a las cosas por su nombre, no dijo nada de a dónde iba ni qué iba a hacer, en contra de su costumbre. Iba vestido de diario y se había puesto su capa larga, bastante gastada por el uso. Carolina la había acortado con un dobladillo cosido, sin cortar el trozo como mandaba el bando, pero así se disimulaba, y el sombrero, hecho tres candiles, que le cubría una incipiente calva en la coronilla. De su mesa de escritorio cogió unas cosas y las guardó en el bolsillo de la chupa. Siempre antes de salir miraba el reloj que llevaba en un bolsillito inferior, aunque la cadena colgaba de otro superior. Esta acción la realizaba con el brazo derecho porque el brazo izquierdo lo tenía un poco contraído por una enfermedad infantil. Los niños revoloteaban alrededor y no lo dejaban irse, intentando llamar su atención para que se pusiera a jugar con ellos en vez de marcharse, pero todo fue infructuoso. Sobre las nueve y media, Lope de Andrade se despidió muy cariñoso de Carolina y de sus hijos. Ya no se volvieron a ver más.

    El rey y el escopetero

    Carlos III necesita salir al campo todos los días. En el interior del palacio, de cualquier palacio, se ahoga. Le falta el aire, aire fresco que le azote la cara y le despeje la cabeza embotada en ese ambiente siempre enrarecido de chismes y murmuraciones. No soportaba el protocolo de la corte. Cuando tenía que asistir a algún acto o a alguna ceremonia y se tenía que vestir para ello, lo llevaba mal. Prefería su atuendo de caza: casaca de paño liso de color corteza de árbol claro; chupa de ante, con un galón de oro estrecho al borde, y calzón de ante negro, todo ello de la excelente fábrica de Aravaca. Su paciencia, control sobre sí mismo, austeridad y senequismo le facilitaban el amoldarse a todas las circunstancias, pero él solo se encontraba a gusto libre en el campo, cazando o paseando. Porque la caza era la excusa. Tiraba bien y tenía cierta pericia para abatir las piezas que se le ponían a tiro, pero esto era lo de menos. Caminar, fatigar el cuerpo, incluso sentirse cansado y luego relajarse en el baño; disfrutar con la lluvia, con el barro, le encantaba. Era como volver a los orígenes, lejos de los excesos de la civilización moderna, que solo deparaban a las personas como él, preocupaciones ridículas o enfermedades mentales, que habían aquejado a su padre y a su hermano. Él tenía la fórmula eficaz: vida sana y austera, ejercicio físico, comidas suficientes, pero sin excesos, un poco de vino, solo una copa al día. Y algo fundamental: el método, la organización. Una vida ordenada era esencial para él. No le gustaban los cambios, prefería usar siempre los mismos utensilios, la misma ropa, la misma escopeta, los mismos sirvientes, los mismos ministros.

    Después de comer, como solía, se internaron en la Casa de Campo, lugar de caza cuando el rey estaba en Madrid. Aunque la comitiva que se disponía era enorme y se desplazaban varios centenares de personas entre gentileshombres, caballerizos, monteros, y demás criados de la casa de Su Majestad, el rey prefería hablar mientras caminaba con personas de su confianza, como el abate Gándara, su escopetero, que le acompañaba ese día.

    —Dime Gándara —le habla mientras le entrega la escopeta después de hacer un disparo— ¿qué se comenta por Madrid del magnífico alumbrado público que hemos dispuesto por toda la ciudad?

    —Majestad —el abate entrega la escopeta recién disparada a un mozo para que la cargue, mientras que otro le da una recién cargada—, todo son elogios por lo rápido que se ha ejecutado y lo bien que está funcionando el servicio de encendido y mantenimiento de los faroles, pero el pueblo se queja de que esto ha supuesto un aumento de los alquileres que pagan a los caseros y de la subida del precio de las velas de sebo y

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