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Chico con Suerte
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Libro electrónico262 páginas4 horas

Chico con Suerte

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Información de este libro electrónico

Conocido por salir adelante siempre sin grandes esfuerzos y por su despreocupación por el futuro, el joven Alexandre atraviesa un momento difícil. Desempleado y moroso con sus facturas, ve en la sugerencia de un amigo, un chico de compañía de éxito, la oportunidad de resolver sus problemas inmediatos y mantener su nivel de vida. Pero los servicios esporádicos y las prácticas que acaba de empezar no son suficientes, y necesita dinero urgentemente. Es entonces cuando una oferta inesperada pero irrechazable le pone en manos del misterioso Jefe, un excéntrico hombre de negocios lleno de artimañas. Mediante un acuerdo de exclusividad, inician una relación que trasciende lo comercial, hasta el momento en que los verdaderos sentimientos y situaciones quedan al descubierto. Un mundo donde el sexo y el dinero son vicios, y el placer un remedio fugaz.
Romance gay para adultos.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento20 ene 2024
ISBN9781667468433
Chico con Suerte

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    Chico con Suerte - Jade Sand

    Chico con Suerte

    Ícone Descrição gerada automaticamente

    Una novela de

    JADE SAND

    Copyright © 2018 por Jade Sand

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este contenido puede ser utilizada o reproducida por ningún medio existente sin el permiso escrito de la autora.

    ––––––––

    Esta es una obra de ficción. Su propósito es entretener a la gente. Cualquier parecido con nombres, personas, hechos o situaciones de la vida real habrá sido mera coincidencia.

    Póngase en contacto con la autora:

    Facebook: https://www.facebook.com/jade.s.autora/

    El dinero crea adicción, ¿lo sabías? El dinero y todo lo que proporciona: facilidades, comodidad, poder. Entenderás enseguida de que estoy hablando.

    Nace un chico de compañía

    ––––––––

    LA GENTE SIEMPRE HA DICHO QUE TENGO SUERTE. Ni siquiera conocía el significado de la palabra, pero oía a la gente decir: ¡Este chico tiene suerte! A los cuatro años salí ileso de un accidente en el que murieron dos personas y otras dos fueron hospitalizadas. No pasé por las penurias que pasaron mis hermanos mayores, y aún así heredé los rasgos físicos más privilegiados de la familia. ¡Qué suerte!, me decía todo el mundo cuando me veía, has sacado los ojos de la abuela o vas a ser grande como el tío Francisco o incluso tienes una facilidad de conversación como el abuelo Miguelino.

    Durante mi adolescencia, no fui buen estudiante, estuve a punto de suspender varias veces, pero nunca lo hice; a los dieciocho años, me trasladé a la capital de mi estado y conseguí, sin mucho esfuerzo, un trabajo legal; y a los veinte, me matriculé en la universidad aún sin saber a ciencia cierta lo que quería en la vida. Decían que mi buena apariencia, junto con mi despreocupación por el futuro, contribuía a todo ello.

    Con un sueldo razonable, me pasaba el día en una tienda de decoración y acabados, y lo único que tenía que hacer era sonreír y ser amable con los clientes. Para orientarles y hacerles recomendaciones y balances había arquitectos y otros profesionales cualificados. Los colegas más recalcitrantes decían que yo formaba parte de la decoración de la tienda y no del proletariado. Además, aprovechaba muy bien el dinero que ganaba, lo gastaba todo.

    Mi trabajo, mi beca del 50% en la carrera de ingeniería civil y el estudio donde vivía, sencillo pero todo mío, eran motivo de curiosidad e incluso de envidia por parte de algunas personas. Has tenido suerte de conseguir este trabajo, ¿eres pariente del dueño? y que suerte has tenido de conseguir este estudio, ¿todavía está desalojado? y que suerte has tenido de aprobar este curso eran las cosas que oía más a menudo. Tuve mucha suerte.

    Sin embargo, sin darme cuenta, mi supuesta buena suerte empezó a disminuir. En el trabajo, fui perdiendo beneficios y mis responsabilidades aumentaron más allá de lo que estaba acostumbrado; en la universidad, mis notas bajaron hasta que ya no fueron suficientes para mantener la media beca, y empecé a pagar la matrícula completa. No me preocupé demasiado, al fin y al cabo, las crisis van y vienen y esperaba que solo fuera una mala fase. Pero las cosas fueron empeorando hasta que, a finales de año, el veintiséis de diciembre para ser exactos, me despidieron definitivamente.

    El 26 de diciembre ya es deprimente de por sí. Las calles están vacías, las tiendas abren tímidamente para intercambiar los regalos que no fueron bien elegidos y muchos empleados se van con una mano delante y otra detrás. Así salí yo de la tienda de decoración y acabados en la que trabajé durante casi cuatro años: no con la cabeza gacha, porque sonreiría y saludaría en cualquier situación, pero sí prácticamente tapándome las facciones de la vergüenza con las manos. El dinero que recibía tenía un destino determinado, y si quería mantener mi nivel de vida, tendría que encontrar otro trabajo de inmediato.

    Caminar por las calles con las puertas cerradas no era alentador para alguien en mi situación. Busqué en los anuncios, fui al centro comercial. De allí no salí con las manos vacías, conseguí un trabajo que al principio parecía prometedor, pero que se convirtió en la pesadilla de pasar el día quieto y sonriendo a pesar del hambre, las ganas de mear y el picor de pies. Era maniquí en una tienda de ropa cara, donde cada pieza equivalía al último sueldo que había cobrado. En la misma planta y a pocos metros, había una auténtica agencia de modelos, donde me recomendaron. No vale, fue lo que oí. Demasiado guapo, personalidad común, nada extraordinario. ¿Para fotografía? ¿Por qué no? Sería bueno para eventos. Y ahora las fotos. Muchas, muchas fotos, en las que tuve la oportunidad de presumir de lo que yo consideraba la combinación perfecta de genética y ejercicio que aún podía hacer. Pero mis expectativas se marchitaron con el no definitivo a la segunda llamada. Adiós a la carrera de modelo. Al menos me dejaron conservar el book de fotos.

    Enero, febrero... No puedo decir que pasara un mal verano. Era popular y tenía muchos amigos que no paraban de invitarme a salir. Inteligente, aprendí a identificar y a rechazar todo lo que pudiera costarme dinero, sin que la gente lo supiera, y cuando salía rara vez necesitaba pagar nada, casi siempre mi presencia era suficiente para quien me invitaba. Tampoco compraba ropa, evitaba comer fuera, igual que evitaba a la casera que administraba el edificio donde vivía, por el retraso en el pago del alquiler. Siempre había la promesa de que las cosas mejorarían después de Carnaval, que es cuando empieza realmente el año en Brasil, pero ella no se lo creía y, no muy sutilmente, me advertía de que había lista de espera en caso de que tuviera que mudarme.

    Pedir ayuda a los parientes estaba descartado, porque sabía que el dinero no llegaría, pero las críticas vendrían disfrazadas de consejos, y no pagarían mis facturas. No merecía más esta vergüenza en mi vida. Sonreír y saludar, ese era mi lema, y para todas las preguntas, yo era Chico Buarque, esperando que llegara el carnaval, pero en mi caso, quería que llegara y se fuera pronto. Después del carnaval las cosas mejorarían. Hmm. No mejoraron.

    El carnaval había terminado, y con él, las vacaciones universitarias. Empezaba el curso y yo seguía buscando trabajo. No lo conseguí. Es decir, podía, pero las ofertas se limitaban a servicio de camarero, vendedor ambulante, ayudante de cocina y bailarín en locales nocturnos para lucir mi belleza y menear el culo por unos míseros dólares. Nada de esto me servía y en aquel momento no era más que Raskólnikov evitando a los acreedores y fingiendo que todo iba bien. Ni siquiera abrí el sobre que contenía la factura de la tarjeta.

    En una de mis salidas con amigos conocí a un joven, y enseguida nos hicimos amigos, se llamaba José Francisco, pero como no le gustaba su nombre, todos le llamaban Tico. Era un moreno guapo con la cabeza rapada, tatuajes que daban un toque sensual a su piel, bien vestido y forrado de dinero. No parecía importarle, e incluso le gustaba el hecho de que yo estuviera interesado. Fui una vez a su piso y él vino dos veces a mi casa. Él vio que yo no trabajaba y le picó la curiosidad, yo vi que él no trabajaba y me picó aún más la curiosidad, porque mientras yo pasaba privaciones, él vivía de lujo, señoras y señores, en un piso que era mi sueño de consumo, además de tener un coche y un iPhone. Trabajo, me dijo con una sonrisa suspicaz, pero puedo irme cuando quiera. Guay, ¿verdad? Le entendí bien.

    Un martes por la noche, Tico me llamó para ir a una sala de conciertos, le dije que no podía, pero insistió y me recogió en mi estudio, así que acabé confesándole que no iría porque no tenía como pagar. No se sorprendió, pero me dijo que me prestaría algo de dinero y que si era listo, al final de la noche habría ganado más que suficiente para devolvérselo. Ya consciente del oficio y de la propuesta que me hacía, no me preocupé por lo que pudiera pasar, como tampoco me hice ninguna expectativa. Simplemente fui.

    Era un lugar agradable, lleno de gente guapa, al menos en las primeras horas. Poco después, Tico dijo que iba a marcharse, pero me puso una especie de pastilla en el bolsillo y, al oído, me dijo que fuera listo. Asentí y me fui a la pista de baile; no tenía dinero para beber, pero bailar seguía siendo gratis. En cierto momento, parecía que yo era el caramelo más deseado de la fiesta, todos los que habían salido, hombres y mujeres, querían tenerme. Incluso sentí interés por parte de algunos, pero en la condición en la que me encontraba, lo mejor era aceptar la situación y seguir el consejo de Tico, es decir, vender lo único que aún tenía, que era yo mismo. Como no sabía como decírselo a los pretendientes, lo descarté.

    Cuando me cansé del ambiente, decidí marcharme, pero fue fuera cuando me di cuenta de que no tenía dinero para el taxi, quizá ni siquiera para el autobús si esperaba a que pasara, así que me quedé allí sin saber que hacer. No quería llamar a Tico a esas horas, no había bebido casi nada y tenía hambre. En otras palabras, estaba perdido.

    Decidí alejarme de los taxis y empecé a caminar sin rumbo, a pasos lentos, mirando los coches para ver si, por algún milagro, conseguía que me llevaran al centro. Mientras caminaba, uno de los coches que pasaban por la calle aminoró la marcha y se detuvo frente a mí, el conductor bajó la ventanilla y vi una mano blanca que me hacía gestos para que me acercara. Curioso, ni siquiera miré de reojo, apresuré el paso y fui hacia ella. Un tipo pequeño, delgado y con los ojos hinchados, que hablaba como si le persiguiera el servicio secreto, me preguntó cuanto costaba el servicio. No me preguntó si estaba disponible o si hacía este tipo de cosas, me preguntó cuanto costaba el servicio y siguió mirando hacia delante, impaciente por salir de allí. ¿Sería que ya parecía un chico de compañía y no lo sabía?

    —Trescientos reales —le respondí. Era ese momento, lo tomas o lo dejas.

    El hombre me miró asustado. Me encogí de hombros. Tico me había dicho que esa era la cantidad que cobraba, y yo me limité a imitarle. Fue sin pensarlo.

    —Espero que merezca la pena —dijo el hombre, abriendo la puerta del coche.

    Me puse en el lado del copiloto y él arrancó a toda velocidad. Poco después, todavía sin mirarme bien, me pidió que me bajara la cremallera y le enseñara mi material. Esto me inquietó un poco, porque hasta entonces había estado tranquilo, pero respiré hondo y empecé a abrirla, dándome tiempo para concentrarme y relajarme. Al abrirla, el tipo me puso la mano en el muslo y cuando la saqué, me masturbó ligeramente. Me excité rápidamente. Me gustaba.

    —Grande...  —se mordió los labios e hizo un ruidito con la lengua. 

    —Aún no has visto nada —bromeé.

    Me quitó la mano y se dirigió a un motel situado a unas manzanas. En la entrada, pidió la suite más barata y, aún en el coche, se inclinó sobre mí y empezó a chupármela, tragándose casi toda mi polla. Llevando un anillo de casado en la mano izquierda, el pequeñajo —que debía pesar unos cincuenta kilos como mucho— tenía un hambre de mil demonios.

    Entramos en la habitación, y él no estaba de humor para perder el tiempo, así que enseguida empezó a quitarme la ropa y a dejarse caer sobre mi boca, besándome la barriga y los muslos y chupándomela de nuevo, dejándome todo babeado. Se quitó su propia ropa, que consistía en una camiseta vieja y uno de esos pantalones cortos estilo pijama, me dio un preservativo antes de que pudiera sacar uno de mi bolsillo y se tumbó boca abajo en la cama redonda. Lo único que me pidió fue que no dejara marcas, y así lo hice. Por lo demás, hice todo lo que sabía hacer y me sentí bien, igual que me sentí bien al recibir seis billetes de cincuenta justo después de correrme. Mi carrera como profesional del sexo había empezado.

    Todo el trabajo duró unos cuarenta minutos y, al salir del motel, el tipo, cuyo nombre ni siquiera pregunté, me pidió mi número de teléfono móvil y lo grabó solo de memoria. Me dejó a unas calles de la discoteca, donde cogí un autobús. Estaba contento y nada cansado. Lo haría todos los días si los clientes fueran siempre así de fáciles.

    Una vez en mi casa, miré detenidamente la pastilla que me había dado Tico y que aún tenía en el bolsillo. Había oído hablar de ella, pero hasta entonces no la había visto en persona. La guardé en un lugar adecuado por si alguna vez la necesitaba.

    La tarde siguiente, Tico me llamó, y lo primero que hizo fue cobrarme los ciento cincuenta reales que me había prestado. Tacaño. Mentí durante un rato, pero luego admití que había salido con un hombre y cobrado por el servicio. Tico solo me dijo que había tardado demasiado y que me ayudaría si me interesaba continuar en el trabajo. Le dije que me lo pensaría y salí a hacer la compra. Mi nevera estaba desabastecida.

    La semana siguiente ocurrieron dos cosas importantes: la primera fue que salí con otro hombre; me estaba acostumbrando a referirme a ellos como clientes. La segunda fue que conseguí un trabajo, en realidad unas prácticas, eran obligatorias para el curso que estaba haciendo, pero eran remuneradas y me ayudarían en muchas cosas.

    Juro que quería conseguir un trabajo de verdad como el que tenía antes, con el que pudiera mantenerme y hacer que mi familia se sintiera orgullosa en casa. Pero las prácticas no eran ese trabajo. El sueldo apenas daba para pagar el estudio, por no hablar de otras cosas. Por otra parte, era bueno mantener la fachada, porque la gente siempre quería saber como me iba en la ciudad, y yo decía que trabajaba en una empresa de construcción, y al fin y al cabo era verdad. Pero solo comí bien ese mes porque Tico me pasó dos clientes y, con su ayuda, empezaba a profesionalizarme. Utilicé las fotos que había hecho para el book de modelos, hice otras más íntimas, en casa, y monté una página web; compré una tarjeta nueva para tener un número exclusivo y organicé mi rutina. No era una de mis atribuciones ser organizado, pero por moralismos y todo lo demás, tuve que ser discreto con el trabajo extra y compaginarlo con mis prácticas y mis estudios.

    Mis prácticas habían sido fáciles y bien separadas unas de otras, así que la pastilla que me había dado Tico aún no lo había utilizado. El repertorio: el anémico de la primera vez, un gordo religioso y un grandullón que no dijo una palabra en dos horas y ni siquiera me miró. Todos casados. Horarios flexibles y alternativos. Trescientos reales a cada uno, de los que tenía que dar un porcentaje a mi amigo Tico, que estaba demostrando ser un gran gigoló. Me ayudaba en todo, pero esa ayuda tenía un precio. Mi plan cuando creé la página era empezar a arreglármelas por mi cuenta para no depender más de sus indicaciones; al fin y al cabo, nunca había necesitado ayuda para atraer a un hombre. Sí, guapo, caballero, veintidós años y bien dotado, por así decirlo. Creía tanto en mi potencial que tenía intención de aumentarlo cuando las cosas fueran más favorables.

    Aunque solo había hecho tres servicios y necesitaba urgentemente hacer más, aún me podía permitir el lujo de rechazar a los clientes que no me gustaban, pero tal y como iban las cosas, esa selectividad no duraría mucho. La factura de la tarjeta había sido absurda y suponía contemplaciones; mi teléfono móvil estaba en las últimas y mi mochila made in China se deshacía por sí sola. Buena suerte querida, ¿por qué me has abandonado?

    El Servicio de los Diez mil Reales

    ––––––––

    EL DÍA QUE CUMPLÍA UN MES DE PRÁCTICAS, salí de la empresa a mediodía, como hacía siempre, y, todavía en la calle, cogí el móvil para consultar los mensajes de mi número de trabajo. Estaba ansioso por leerlos y no podía hacerlo durante las prácticas, pero en cuanto los leí guardé el teléfono enfadado. Nunca estaba preocupado, por muy crítica que fuera la situación, pero enfadado, sí. Mensajes cursis y sin sentido, eso es lo que recibía. Nada nuevo, nada importante. ¿Dinero? Nada. Otro día de espera para nada. Me fui a comer a casa para no malgastar ni un real y por la tarde no fui al gimnasio, me había quedado sin suplementos y ya debía una mensualidad. Así que por la tarde lo único que hacía era dormir, levantarme y quedarme acurrucado en la cama hasta que llegaba la hora de ir a la universidad. Y eso es lo que hacía después de estudiar.

    La ventaja de acostarse temprano es estar descansado y esperanzado por la mañana. Mientras me cepillaba los dientes, incluso sonreía al espejo, tal era mi estado de ánimo para el trabajo. Fui andando a la oficina de la constructora, que por suerte estaba cerca y me ahorraba el gasto y la molestia del transporte público. Llegué unos minutos antes, saludé al personal y sentí que todos me miraban fijamente. En fin, un viernes normal de un chico pobre pero guapo.

    Como becario, tuve la oportunidad de aprender innumerables funciones, la mayoría muy alejadas de la profesión para la que estudiaba. En poco tiempo preparaba el mejor café, atendía el teléfono, aparcaba el coche del director y, por supuesto, cumplía con mi deber, que era lo más variado posible. Me paseaba por las calles llevando y recogiendo documentos, que era lo que más hacía. Le caía bien a Vera, la directora. Era una mujer de unos cincuenta años, licenciada en la época en que la ingeniería era una cosa de hombres, que lo mandaba todo con mano de hierro, pero que tenía mucha paciencia conmigo, cosa que no tenía con los otros recién llegados. En general, me llevaba bien con todos e incluso disfrutaba de aquellas mañanas.

    Pero aquel viernes en particular había un movimiento diferente. Todo el mundo estaba callado, se organizaban los expedientes, se inspeccionaban las carpetas y los nervios de Vera estaban a flor de piel. La empleada más joven salió del baño con los ojos enrojecidos, la recepcionista fue llamada en privado y entró en el despacho con la cabeza gacha. Las cosas no iban bien aquel día, y como yo no sabía nada, preferí quedarme callado en mi rincón y no dar pie a la mala suerte. Preparé el mejor café que pude y salí diez minutos después de la hora, aún sin saber que estaba pasando.

    En un raro momento en que me encontraba en el último piso, pude oír una voz tranquila pero aterradora que discutía con las dos chicas que sin duda serían despedidas. Era una voz de hombre, y la ayudante de servicios generales, que también estaba escuchando, me confió que se trataba del dueño de la empresa, un hombre que solo daba la cara cuando tenía problemas graves que resolver, o en las reuniones de fin de año. Como Vera era su mano derecha en todo, solo aparecía en esas ocasiones, así que yo nunca le había visto, ni comer, solo había oído hablar de él.

    Cuando me senté a comer media hora más tarde, vi que tenía una llamada perdida, pero no me apresuré a devolverla. Unos minutos después, llegó un mensaje del mismo número, lo abrí sin mucha expectación y vi que era alguien diciendo que quería mis servicios, pero que tenía una propuesta diferente. Ignoré el diferente y envié la respuesta habitual: precio, tiempo y otros detalles. Unos segundos después de enviar el mensaje, el cliente potencial llamó; bebí el resto del agua de mi vaso y contesté. Era un hombre que hablaba con mucha objetividad, algo raro en este negocio.

    —Eres Alexandre, ¿verdad? —confirmé y continuó—. He visto tus fotos y he tenido el placer de verte en directo. Estoy interesado.

    —¡Genial, guapo! —Ni siquiera me molesté en hablar en directo, en mis fotos no se veía mi cara—. ¿Qué es lo que quieres? Dímelo.

    —Quiero cuarenta y ocho horas contigo. Todo el fin de semana.

    Fruncí el ceño, sorprendido.

    —¡Vaya, cariño! ¿Y qué haremos en

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