Cuentos para leer en la cama
Por Matilde Eskenazi
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Donde las batallas se entrelazan con temas de vida, que nos capturan, nos atrapan, haciendo imposible detenernos en su lectura, ya que todos buscamos un sentido en nuestra existencia, y la autora de estos veintidós cuentos lo facilita, poniendo luz a nuestros rincones obscuros.
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Cuentos para leer en la cama - Matilde Eskenazi
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
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info@Letrame.com
© Matilde Eskenazi
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz Céspedes
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Ana Castañeda
ISBN: 978-84-1181-687-8
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
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Dedico este libro a mis tres entrañables hijas, que con su apoyo, aceptación y su buena vibra, hicieron posible la publicación de estos cuentos. Eternamente agradecida.
También doy las gracias a todos los personajes (y personalidades) que me inspiraron con sus historias de vida para recrear estos cuentos, qué parecen de fantasía, pero en realidad son espejos del colectivo humano y de la intimidad que se vive, desde la mente y lo corpóreo.
A todos los colaboradores de la editorial, que con paciencia infinita me llevaron por el túnel, para dar a luz este compendio de historias.
Hay tanto que desaprender para volver aprender
.
Prólogo
Cuando te sumerges en la quietud del solitario instante, sin expectativas que limiten tu horizonte, este libro despliega sus brazos acariciando esos inexplorados recovecos.
Un viaje con todo incluido, pero sin itinerarios. Cada uno de estos cuentos son una invitación que teje un hilo hacia la introspección y la poesía bella de la vida, con un jugueteo de verdad y fantasía, para ser saboreado sin prejuicios ni restricciones.
Matilde Eskenazi, ávida mujer aventurera, sabia y bien vivida; artista con visión auténtica que nos reta a sentir un tutti frutti de emociones humanas en su más rica variedad. Ella nos conduce a la pasión ineludible, entrelazando vidas que buscan encontrar sentido en la complejidad de las relaciones, en la fugacidad del tiempo y en la maraña de sensaciones que nos embriagan. Descubre cómo la pasión y la lujuria se entrelazan con la fragilidad del ser humano, creando un tapiz de experiencias que nos recuerdan que somos, en última instancia, seres conectados por nuestros anhelos más profundos. Cada historia es un pincelazo en el lienzo de la experiencia humana, explorando los matices del amor, el deseo y la conexión.
Al adentrarte en estas páginas, las llamas se avivan dentro de ti, impulsándote hacia paisajes posibles, animándote a explorar incansablemente los pasillos de tu morada interna y a navegar los pliegues desnudos que el éxtasis despierta.
Desiste del control, abandona toda perspectiva.
¡Ríndete a todo lo que anhele nacer!
Artemisa J. Sosa
EL ENCUENTRO
«Querida Antonieta, acabo de recibir tu correo, y se armó todo un lío con tus archivos y los míos, si quieres mándalos otra vez al correo, pero como archivo nuevo, y por favor, esta vez no olvides ponerle título, y con mucho gusto revisaré tu material, y podré leerlo mientras este fin de semana tú disfrutas del sol en Santander».
Escribía Alfredo suspirando en su ordenador; terminó de escribir el correo y lo envió.
Cerró los ojos y así, de la nada, un calor intenso corrió por todo su cuerpo, y ahí sentado frente a su ordenador, en esa mañana de viernes, se imaginó el hermoso cuerpo de Antonieta, con sus jeans bien ceñidos que le sentaban tan, tan bien, y esa blusita roja holgada, que exaltaba su blanca piel, comenzó acariciarse con la mano metida dentro el pantalón, sintiendo suspiró, jalaba el aire y lo retenía hasta el sofoco, con esto se centraba en su placer.
Además de buenos amigos, eran cómplices por decirlo así. Él leía sus escritos y los reacomodaba dándoles el hilo conductor indispensable para alcanzar la coherencia y la amenidad; ella deseaba ser escritora. Él ya lo era.
A sus sesenta y seis años aún le gustaban mucho las mujeres, pero solo las miraba, ya no traspasaba ninguna línea ni nada de ello que condujera al sexo, en realidad nunca lo había hecho; la fidelidad a su mujer había sido completa; siempre recordando con cariño cuando su hermano mayor le explicó que el secreto estaba en romper la conexión que existía entre los ojos y las manos: una cosa era ver y otra era el tomar, no obstante que la vida le había regalo virilidad de sobra y un miembro de buen tamaño.
Pensando en Antonieta y su belleza, seguía sobándose. Llevaba cuarenta años de casado con la misma mujer, que desafortunadamente con la llegada de la menopausia, llegado un día, en forma rotunda le cerró las piernas, para no volver a abrirlas jamás. No quiso tratamientos hormonales ni alternos que elevaran su libido, nada, no quiso hacer nada para revitalizar su deseo sexual, el cual se marchitó y murió de muerte natural. Dormían separados, cada uno en su habitación, desde hacía cinco años; ella se lo pidió, él se mudó nada convencido, y así era lo que era.
Antonieta había encendido una calentura olvidada, siempre se veían a solas, se imaginó tocándola desde los pies a la cabeza y una hermosa erección lo sorprendió hasta finalizar en éxtasis blanco.
Antonieta era una mujer madura poseedora de un cuerpo maravilloso y casi perfecto como retratan a las amazonas, su piel blanca y su pelo rojizo le daban un aire de inmaculado candor y toda ella gritaba sin saberlo: «Tómame».
Ya satisfecho, el pantalón mojado lo incomodó, se puso de pie y deseó tanto que el sueño se hiciera realidad.
Tal cual, como arte de magia, ella mandó de nuevo los archivos de su obra, Alfredo se dedicó con afán a corregirlos, y una vez terminados de corregir los envió de nuevo.
Durante la semana ella envió un correo agradecida por sus correcciones tan atinadas, sobre todo en el cuento llamado: «No existe zorra con tacones, ni gato con botas», decía el texto»: «Te invito a mi casa a beber un buen tequila que me regalaron y a charlar para el lunes en la tarde». Él aceptó, viniendo de ella el aceptaría todo.
Llegó a la cita puntual, feliz de verla finalmente en persona.
Pasada media hora de charlas, y de los temas comunes entre ellos, Antonieta se disculpó y entró a la habitación contigua.
Él, afuera sentado y tranquilo, degustando la segunda copa del buen tequilita convidado.
De pronto ella sale de la habitación en donde había permanecido unos minutos, y cuál fue la sorpresa de Alfredo, de pronto salió completamente desnuda, ahora se le plantó de frente. Él atónito, que tenía la copa entre sus dedos, la empuja hasta la boca, y de un solo trago se lo pasa, sintiendo un calor penetrante, pero tibio, sabroso.
Mirándola sin saber qué decir, mejor se dice: Yo la veneraba en lo irreal, parpadeó y la vio de nuevo. ¡Caramba! La había imaginado hermosa, pero la realidad había superado a su imaginación, tenía ante él un cuerpo perfecto, torneado por algún maestro, sus proporciones eran magníficas, llevaba casi rasurado en su totalidad el pelo púbico dejando solo una tira de bello alrededor de los labios; su vulva era exuberante, al grado que se le miraban sus otros encantos de entre el poco bello que la circundaba por los labios; eso era digno de una postal.
Quedé azorado, una cosa era la excitación que ella me provocaba al soñarla y otra muy distinta el tenerla frente a mí despojada de sus ropajes, mirar sus piernas que eran tan bellas me hipnotizaban, era un gran placer visual.
Yo la miro, y renazco.
Aturdido por las emociones que me provoca tenerla frente a mí desnuda, estoy en un sueño y me quedé sentado asombradísimo, esperando una señal de lo que ya intuía… ¿Cómo lo supe? Fue fácil, lo leí en sus ojos cuando me miró; cuando se detuvo junto a mí y me miró esquivamente, noté rápido en lo bello de sus ojos la pasión escondida, disimulada a más no poder, y pensé, y más que pensar, sentí mucho amor y ternura por Antonieta y en la soledad que ella habitaba.
Conocía sus escritos, de hecho soy el corrector de redacción de sus escritos, admiraba su creatividad y vehemencia, cómo escupía en ellos el riesgo de vivir sincerada, dándoles vida a todas las cosas que la rodeaban.
Me puse de pie frente a ella como si tuviera un resorte en las piernas; para ese momento, yo ya estaba narcotizado por el deseo mío, sí, mío de mí, secreto que yo guardaba en mis adentros. Conocía sus textos escritos sin cobardía, le dije:
—¿Puedo tocarte? ¿Puedo besarte?
—Si lo haces dulce y suavemente, sí puedes —me respondió sonriendo, prometedora.
No perdí un solo instante, y como estábamos de pie, me fui a su espalda y desde atrás comencé a tocar sus senos colosales, sin prisa, suaves, como ella me lo pidió; los cuales eran exquisitos, mi otra mano bajaba directo a su sexo. Comencé a masturbarla de a poco, mientras se recargaba en mi regazo tranquila, con su pelaje sedoso y perfumado desperdigado sobre mis hombros, sin prisa, con paciencia meticulosa la estimulaba, como pianista talentoso la iba interpretando.
Sin ninguna resistencia, me permitió recorrerla toda, estaba húmeda, vi en su rostro sus gestos de placer, suavemente la conduje hasta el sillón gris, que por su diseño no podía ser más adecuado. La recosté guiándola con mis brazos y le abrí las piernas con suavidad, quedé de rodillas ante ella, yo ya hirviendo coloqué mi cabeza blanca como nieve entre sus piernas, una bruma mística nos envolvía, lamí y lamí, chupé, sobé con mi lengua restregándola suave en toda su área húmeda, y la succionaba firme, y luego aflojaba para frotar con mis labios la entrada de su vagina, con control metódico, para no lastimarla, me estacionaba en su ya erguido clítoris, para darle el mayor placer posible. Y como preludio recorría su entrepierna con ternura y suavidad, yo con habilidad furtiva de hombre maduro, que olvidó familia y ataduras, yo como hombre libre, que sale desesperado de su celda. Ella se dejaba querer sin argumento alguno, solo gemía; el tiempo presente prevalecía entre nosotros, era una fiesta, y ella era el pastel.
Yo la miro de atisbo desde abajo y renazco con el sabor delicioso que emana su ser. Sabiendo yo que no había nada peor que una mujer mal tocada, la recosté sobre el sillón, estaba entregado a adorarla, a interpretarla como sinfonía en allegro moderato.
Ella me dejaba saber que mi roce erótico en su recinto labial era de placer total. Acariciaba mi cabellera de tanto en tanto, con los dedos me mostraba dónde detenerme y cuándo continuar, arremetía empujando y separando mi boca de su hinchado clítoris y su cuerpo arqueándose de placer. No tenía prisa alguna de separarme de su entrepierna, gozando vivir cómo se estremecía, y cómo sus piernas temblaban en el gozo. Una energía nueva me recorre el cuerpo y me nubla la cabeza, mientras yo dibujo su vulva completa con mis besos, a sabiendas que cuando mamas el sexo de una mujer, lo debes hacer sin ninguna prisa, pacientemente aplicado a darle mucho placer, no solo de pasadita y con rumbo inadecuado.
No sé cuánto tiempo permanecí ahí hincado, jugando suave con su clítoris en mi boca, que mi cabeza metida entre sus piernas no paraba de llevarla al éxtasis, al placer bestial, lo sabía por sus pujidos acompasados y sus suaves estertores. El goce en que ella estaba sumida era total. Sus ojos cerrados, sus piernas flexionadas y bien abiertas, el contorneo suavecito de subir y bajar acercándolo a mi boca hasta que un alarido sutil pero definitivo y convulsionante escapó de sus entrañas, cuando lo succioné atrapándolo completito entre mi boca y ella derritiéndose me hizo saber que la había llevado al magnífico orgasmo.
Mi deseo hecho realidad, yo sudaba de la espalda, oh, cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, ¿por qué nos negamos este intercambio de placer? Los humanos estamos estúpidamente atrapados en prejuicios religiosos y la ignorancia de saber que la cunnilingus es un arte amatorio que resplandece al que lo recibe y al que lo da, con finales y preludios; sus piernas aún temblaban, había tocado a esa mujerona, conocido su sabor, su íntima reacción, me dejó feliz, complacido en una dimensión inconmensurable. Índice del deleite, la verdad es que ya lo había olvidado completamente, por el paso de los años, la auto masturbación y la docilidad en la que uno se va arrinconando, cuando comienzas a transitar la vejez, aunado a la rutina de un matrimonio longevo que se torna fraternal.
Antonieta permaneció en el sillón, solo que ahora completamente estirada, con las manos aún crispadas del placer y la cabeza de lado. Me puse de pie, esperé unos instantes para contemplar completita su total desnudez desde arriba y, tomando su cabeza hacia lo alto, me senté en el sillón para depositarla sobre mi regazo, parecía una diosa, su pelo rojizo desparramado sobre mis muslos, sus senos lindos y pálidos colgaban de forma natural, no lo pude evitar y de nuevo comencé a