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Mujeres de Fuego y Nieve: Cuentos cortos
Mujeres de Fuego y Nieve: Cuentos cortos
Mujeres de Fuego y Nieve: Cuentos cortos
Libro electrónico283 páginas4 horas

Mujeres de Fuego y Nieve: Cuentos cortos

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Información de este libro electrónico

"Mujeres de Fuego y Nieve" es una fascinante colección de historias contemporáneas de mujeres que cruzan la frontera entre México y Estados Unidos buscando su lugar y su voz. La identidad cultural, la violencia de género, la migración forzada, el sacrificio, el amor y la resiliencia enmarcan historias llenas de suspenso donde el realismo se ve atenuado por lo sobrenatural y lo místico.

Dentro de las páginas de este libro cautivador, te encuentras una estudiante universitaria lucha contra el mal cuando su padre es detenido por la migra. Una adolescente indocumentada es arrancada de su ciudad natal y lucha por sobrevivir en un lugar embrujado. Después de rescatar a su sobrino en la frontera, una joven lucha con su privilegio y el poder de La Santa Muerte. Una curandera se enfrenta a un demonio para ayudar a su nieta a sobrevivir a su violento marido. Una joven periodista chicana de Seattle, viaja a México, sumergiéndose en el femicidio y en una sociedad secreta.

Desde los desiertos y volcanes de México hasta los bosques del noroeste del Pacífico, estas historias vertiginosas combinan comentarios sociales con terror clásico y psicológico.

Estas historias hacen referencia al abuso sexual, la violación, la violencia de género y la muerte, lo que puede resultar perturbador para algunos lectores.
IdiomaEspañol
EditorialBookBaby
Fecha de lanzamiento13 jun 2023
ISBN9781667894652
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    Mujeres de Fuego y Nieve - Nati Del Paso

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    Mujeres de Fuego y Nieve

    © 2023 Nati del Paso

    Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio, incluyendo fotocopias, grabaciones u otros métodos electrónicos o mecánicos, sin el permiso previo por escrito del editor, excepto en el caso de breves citas incorporadas. En revisiones críticas y otros usos no comerciales permitidos por la ley de derechos de autor.

    ISBN 978-1-66789-464-5

    eBook ISBN 978-1-66789-465-2

    Para mis mujeres de fuego, de nieve y de sangre por inspirarme con sus vidas y amor: Mi madre Maria Piedad del Paso, mi hija Pía Molina, mis hermanas Gigi y Sophia Sefchick, mis sobrinas Regina Olivares y Raphaella Godoy. Mi abuela Guadalupe Landgrave, mis tías Guadalupe, Teresa, Adelaida y Carmen del Paso y mis primas Alejandra, Guadalupe, Victoria y Ana Eugenia Mainero, Lupita, Magdalena y Teresa Garcia de León,

    Adelaida e Inés Gómez del Campo, Carmen y Pilar Fernández y mis tías abuelas Adelaida del Paso y Piedad Landgrave.

    Índice

    Asuntos ilegales

    Más sabe el diablo

    No es oro todo lo que brilla

    Honrarás a tu madre

    Con el alma en un hilo

    Agua estancada

    El canto de la cigarra

    Iris

    Agradecimientos

    Acerca de la autora

    Asuntos ilegales

    Antonia viajó en autobús hasta el trabajo, mientras intentaba hacer la tarea de Química en su teléfono. Cuando este vibró por tercera vez, miró los mensajes de su madre: La migra tiene a papá.

    Se le hizo un nudo en la garganta y el miedo se apoderó de sus entrañas. ¿Qué haría su padre? ¿Quién cuidaría de su madre, sus hermanos y su hermana pequeña? En ese momento, dudó si bajarse del autobús y volver a casa en lugar de ir a trabajar. Su familia vivía en Ocean Shores, Washington, a tres horas de Seattle, donde ella estudiaba. Llamó a su madre, pero le saltó el buzón de voz.

    Metió el teléfono en el bolso, no sin antes comprobar si su novio Ethan le había enviado algún mensaje. Se apresuró a ir a JennyPho, el restaurante vietnamita donde trabajaba desde su primer año. Las lluvias de septiembre hacían que la gente tuviera ganas de tomar sopa caliente, por lo que el local estaba lleno a pesar de que no eran ni las seis de la tarde.

    Antonia colgó su mochila y su chaqueta en la trastienda y se puso el delantal sobre sus jeans y camiseta negros, ajustándolo a su estrecha cintura. Se trenzó el pelo color chocolate, parpadeó para alejar las lágrimas de sus ojos marrones y practicó una sonrisa.

    Ngoc entró y le preguntó qué le pasaba mientras apilaba su mochila sobre la de Antonia y tomaba un delantal idéntico. Ngoc era de su misma altura, apenas superaba el metro y medio, era delgada y tenía ojos marrones oscuros. Aunque Ngoc había nacido en Estados Unidos, sentían un vínculo como hijas de inmigrantes.

    –¿Cómo sabes? –preguntó Antonia.

    Ngoc se encogió de hombros, haciendo rebotar su cola de caballo. Luego se apartó el flequillo que se le metía en los ojos.

    –Inmigración detuvo a mi padre.

    Ngoc la abrazó con fuerza.

    –Lo siento. ¿Estás bien?

    Antonia negó con la cabeza.

    –No sé qué hacer. ¿Qué pasa si lo envían de vuelta? –Ngoc la apretó aún más fuerte. Antonia suspiró y se separó–. Vamos a trabajar. No hay nada que pueda hacer ahora.

    Durante las siguientes cuatro horas, rellenaron rollos primavera, picaron chiles jalapeños y llevaron bandejas de tazones de pho humeantes a los hambrientos clientes. Cuando Joe, el dueño, entró a las ocho y media para cerrar, Antonia le preguntó si podían hablar en privado. Esbelto y ágil, era un hombre de mediana edad amable y comprensivo. La condujo a su oficina trasera, que también hacía las veces de armario de suministros, y le ofreció una de las dos sillas plegables que había.

    –¿Cómo te va en la escuela? –le preguntó Joe sonriendo. –¿Ya eres médica? ¿Vas a renunciar?

    Antonia negó con la cabeza y tragó saliva.

    –Todavía no estoy en la escuela de Medicina. Me quedan dos años antes de poder aplicar. Necesito tu consejo.

    –¡Por supuesto! –dijo él.

    Antonia confiaba mucho en Joe. Inmigrante de Vietnam tras la caída de Saigón y que apenas salía adelante con su restaurante, era un hombre justo y flexible cuando estaban en época de exámenes.

    –¿En qué te puedo ayudar?

    Ella le contó lo poco que sabía.

    Joe la miró con compasión. –Necesitas un abogado para tu padre.

    –No tenemos dinero. ¿Podemos conseguir un defensor público?

    Joe se rascó la barba. –No hay defensores públicos en el Tribunal de Inmigración para los indocumentados. Tendrás que pagar un abogado. ¿Tu madre tiene papeles?

    Antonia se desplomó en la silla. Es inútil, pensó.

    –Solo los gemelos nacieron aquí. ¿Conoces a algún abogado?

    Joe buscó en su bolsillo trasero y sacó una tarjeta de presentación de su cartera.

    –El abogado que me ayudó a conseguir mis papeles se retiró, pero otro que vino a comer aquí me dio su tarjeta. También te daré un par de meses de adelanto.

    Antonia le dio las gracias y fue a buscar su mochila. Ngoc la estaba esperando. Luego se sentó en una silla y hundió la cabeza entre sus manos. Ngoc le tocó la espalda en gesto de apoyo.

    –Necesito un abogado y no sé cómo voy a pagarle.

    –Lo solucionaremos juntas. Robaremos un banco.

    Antonia sonrió y se dio cuenta de que seguramente la ayudaría a robar un banco si se lo pidiese. Ella mantenía a su madre con dos empleos sin beneficios, además de ir a la escuela. Cuando terminara sus clases de prerrequisito pretendía aplicar a un programa de Enfermería.

    –Puede que sea la única manera –dijo Antonia–. ¡Vamos! Tengo que llamar a mi madre y averiguar qué pasó exactamente.

    Revisó su teléfono durante los veinte minutos que duró el trayecto a casa, pero Ethan aún no había respondido a ninguno de sus mensajes. Cuando llegó a su parada, sacó el espray de pimienta que llevaba a todas partes. Luego corrió en medio de la llovizna, saltando por encima de los charcos, hasta llegar a la estrecha casa de dos pisos donde alquilaba una pequeña habitación en el sótano, más económica que los dormitorios. Se asomó a la entrada y preguntó:

    –¿Señor John?

    –¿Cuál es la contraseña? –dijo una voz ronca que provenía del oscuro hueco de la escalera, debajo de los escalones de la entrada.

    –Martes de tacos.

    –Buenas noches, señorita.

    Antonia suspiró aliviada. El señor John era un anciano veterano sin hogar que dormía al pie de la escalera de su habitación. El dueño de la casa se aseguraba de que tuviera comida, mantas e incluso medicinas, a cambio de su vigilancia. Había intentado conseguirle algunos servicios, pero el señor John se negaba, alegando que el sistema siempre jodía a los negros.

    Después de encerrarse en su habitación, se tumbó en la cama y llamó a su madre, que contestó al primer tono.

    –Mami, ¿qué pasó?

    Al otro lado escuchó a su madre lavando trastes.

    –Estoy muy preocupada, mija. Dos oficiales, que siempre se sientan en su coche fuera de la granja de ostras y vigilan a los empleados…

    –¿Qué oficiales?

    –¡La migra! Se sientan en su coche y observan a los empleados de la granja. Una vez se llevaron a cuatro. Y ahora se llevaron a tu padre. Acabábamos de dejar a los gemelos con Nora, la niñera. Es la chica que tiene a su esposo en la cárcel por golpearla, ¿recuerdas?

    –¡Mami, por favor, solo dime qué pasó!

    –¡Uf! ¡Siempre estás de mal humor! Nos pararon los oficiales (sabían nuestros nombres) y, después de dejar que papi estacionara el camión en un lugar seguro, lo esposaron y se lo llevaron. Mimi y yo nos fuimos caminando a casa.

    –¿Adónde se lo llevaron? ¿Por qué ahora? –Antonia apoyó la frente en su libro de texto.

    –No lo sé, pero se llevan a trabajadores que nunca infringen la ley. ¿Qué vamos a hacer?

    –No te preocupes, mami. Joe me recomendó a un abogado y me dará un adelanto. Mándame un mensaje si sabes algo de papi. Necesito estudiar.

    Antonia sacó un yogur de la mini nevera que conformaba su cocina, junto con una placa de cocción situada sobre un archivador y un microondas. Se sentó a comer en una mesita contra la pared, abarrotada por los libros y su computadora portátil. El espacio era diminuto, pero tenía su propio baño. Después, recalentó un café y se puso a estudiar, tratando de alejar la preocupación por su padre. No podía hacer nada por él en ese momento, así que se sumergió en su trabajo. El tiempo parecía estar volando cuando de repente el zumbido de su teléfono la interrumpió. Era un mensaje de Ethan. Te envié mi ensayo. Dime qué te parece.

    –¡Mierda! –pensó ella– ¡No tengo tiempo!

    Luchó contra una sensación de fastidio. Ethan no había respondido a sus mensajes en todo el día y ahora esperaba que le ayudara con sus tareas. Suspiró y pensó: Tengo suerte de que esté conmigo. ¿Acaso el amor no consiste en estar ahí para el otro? Agotada, revisó la redacción e hizo correcciones. Se las envió por correo electrónico, orgullosa de haber editado el trabajo de un hablante nativo. Ethan la necesitaba.

    Se quedó dormida en la mesa de la cocina resolviendo problemas de Química. Se despertó a las cinco de la mañana y salió por la puerta a las cinco y media. El calor del camión de tacos le dio la bienvenida cuando entró corriendo al pequeño espacio donde los propietarios, el señor y la señora Sánchez, la recibieron con una taza de café caliente y un burrito de frijoles negros, como era habitual.

    –¿Otra vez te desvelaste? –preguntó la señora Sánchez, observando las bolsas tan marcadas bajo los ojos de la joven.

    –Examen de Química. –respondió ella, sin querer preocuparlos con sus problemas. También eran indocumentados.

    –Un día te levantarás tarde e irás a jugar golf antes de ir a ver a tus pacientes –le dijo la señora Sánchez, riéndose mientras le daba un abrazo. Antonia le devolvió la sonrisa y se puso a preparar los burritos del desayuno.

    –¡Buenos días! –le dijo al señor Sánchez, el hombre corpulento que estaba friendo tocino y huevos en la parrilla.

    –Buenos días, Antonia. Sé que tienes clases, pero necesitamos que te quedes cinco minutos después de cerrar.

    Antonia asintió, torciendo la boca. Maldita sea, no tendría tiempo de repasar sus apuntes antes de clase.

    Durante las dos horas siguientes cocinó burritos al vapor, sirvió café y jugo de naranja a los trabajadores de la construcción, al personal médico de ojos cansados y a los estudiantes madrugadores.

    Una mujer, ataviada con bata, le devolvió su burrito a Antonia entre quejas.

    –Lo pedí sin salsa picante. Está demasiado picante.

    –No. Usted dijo salsa suave. Tiene salsa suave –contestó la joven.

    –Bueno, esto no es suave. No puedo comérmelo.

    Antonia tomó el plato de papel, con burrito y todo y lo tiró a la basura. Llamó al señor Sánchez.

    –¡Burrito vegetariano SIN salsa! ¡Ni siquiera suave!

    –¡Olvídalo! –resopló la mujer mientras se alejaba.

    –¿Qué pasa? –preguntó la señora Sánchez.

    La cara de Antonia ardió de rabia. Era la tercera vez que la señora Sánchez la preguntaba. Podría haber manejado mejor a esa clienta. Así que se obligó a sonreír y a ser educada durante el resto de su turno.

    A las ocho y cuarto, cuando se acabó la comida, el señor Sánchez cerró las ventanas del camión de tacos, sacó algo de su bolsillo y se lo dio a Antonia.

    –¿Qué es esto? –preguntó ella.

    –Queremos ayudarte a aplicar para DACA¹.

    –¡Pero esto es demasiado! –dijo Antonia, mientras levantaba el rollo de billetes de veinte dólares.

    La señora Sánchez le sonrió. –Mil dólares.

    –Hay suficiente para ti y tu hermana Lily –dijo el señor Sánchez, jugando con su negro bigote.

    –¡Mimi! –dijo la señora Sánchez.

    –Muchas gracias, pero no puedo aceptar esto –dijo Antonia, intentando devolver el dinero.

    –¡Tonterías! –dijo él enérgicamente–. Ahora vete a la escuela para que me puedas curar la gota.

    Antonia los abrazó a los dos, sintiendo su corazón estallando de emoción. Metió el gran rollo de dinero en el bolsillo de sus jeans y salió del camión. Inclinó la cabeza, respiró el aire fresco de la mañana con aroma a pino y agua de mar y juró que no volvería a estar de mal humor en el trabajo.

    El azul brillante del cielo contrastaba con el verde de los pinos y con los amarillos y rojos brillantes de los arces, un respiro tras la consecución eterna de días grises de lluvia de Seattle. En medio de su respiración, se acordó de su padre y la sensación de luz se desvaneció y fue sustituida por pesadez en su corazón. Se apresuró a entrar en la clase de Química. En ese momento, sorprendió a Ethan inclinado sobre el pupitre hablando con una chica rubia que había estado coqueteando con él desde que empezó el trimestre. Un rubor se extendió por sus mejillas y forzó una sonrisa mientras se acercaba.

    –¡Hola! –dijo ella.

    Ethan se incorporó rápidamente y le dio un beso en la mejilla. –¡Hola!

    Era un joven apuesto, de pelo castaño rizado, rasgos finos y ojos azules, era diferente a los demás. Se llamaba artista y actor y escribía poesía y relatos cortos. Rechazaba la cultura pop y todo lo comercial o hecho para las masas. Por eso, estar entre su pequeño círculo de confidentes la hacía sentir especial. Cuando se conocieron, a él le fascinó su condición de indocumentada, pero a Antonia le preocupaba que se diera cuenta de lo ordinaria que era y la dejara.

    La chica rubia miró a Antonia de arriba abajo antes de dirigirse a la persona que estaba detrás de ella. Ethan y Antonia se sentaron a su lado.

    –¿Cómo estuvo el examen? –preguntó ella.

    –¡Shhh! –contestó Ethan mirando a su alrededor para ver si alguien la había oído–. No quiero que nadie sepa que estoy repitiendo Cálculo –aclaró él.

    En especial la chica que está a tu lado, pensó Antonia y observó con el rabillo del ojo la mirada de la chica rubia, que era muy bonita.

    –Tengo malas noticias sobre mi padre. Lo detuvieron y lo tiene

    Inmigración.

    Lo miró pensando que, tal vez, él se sentiría culpable por haber estado coqueteando con otra.

    –Antonia, lamento lo de tu papá. Es una mierda –le dijo a la vez que le tocaba el brazo–. Tal vez pueda acompañarte esta noche después del trabajo.

    Antonia asintió, conmovida de que se preocupara por ella. Todo el mundo coquetea, se dijo a sí misma, pero él se preocupa por mí y mis problemas, eso es lo que cuenta. Sacó su cuaderno y silenció su teléfono. Él se inclinó y le susurró al oído:

    –Sé que tienes mucho qué hacer ahora, pero ¿revisaste mi ensayo?

    –Sí, lo hice. Te lo envié a la 1 de la madrugada.

    –Gracias. No he tenido tiempo de ver mi correo.

    El profesor empezó la clase.

    Cuando Antonia se dirigía al aula de Psicología, vio una llamada perdida de un número desconocido. Revisó su buzón de voz. Era su padre. Tienes que conseguir un abogado, hija. ¿Puedes traer a tu mami a verme a Portland?.

    Antonia se tragó el nudo en la garganta que amenazaba con cortarle la respiración. Un viaje de tres horas y media en autobús, de ida y vuelta. No había forma de que llegara a tiempo para su turno en JennyPho. Un miedo persistente se instaló en sus pensamientos: ¿de dónde iba a sacar el dinero si no trabajaba?

    A media tarde, ella y su madre llegaron al centro de detención, tras haber pagado 100 dólares por el viaje. Antonia se sorprendió al ver a unos manifestantes que estaban rodeando el edificio.

    –¡Mira! –le dio un codazo a su madre y señaló las pancartas que decían Acabemos con la detención de indocumentados.

    Su madre la miró, perpleja. –¿Por qué están aquí?

    –¡Están aquí por nosotros, mami! Están protestando contra Inmigración.

    De repente, dejó de sentirse tan sola.

    –Siento que te hayamos traído aquí, mija.

    –¡Yo no lo siento! Me alegro de estar aquí y de no volver con la abuela. Allí no hay escuelas ni trabajo.

    La madre suspiró.

    –¿Y si nos meten en la cárcel? Al menos tus hermanos nacieron aquí. Si te casaras con Ethan, te podría hacer ciudadana.

    –Nos casaremos y seré doctora y cuidaré de ti y de la familia –Antonia intentó sonar más segura de lo que se sentía por su madre, pero también por ella misma.

    La señora le apretó el brazo. –A veces, ya no sé quién eres.

    –¡Sigo siendo yo, ma…! –Antonia se detuvo, buscando el rostro de su madre.

    –Tienes tu propia casa, tus ideas. Cada día eres más gringa.

    –¡Ojalá lo fuera! Así no nos deportarían.

    –Tú, hija, ni de aquí ni de allá.

    Entraron al edificio. Antonia temblaba a cada paso, mientras el sudor brotaba de su frente; su madre, miraba a su alrededor como un ratón asustado. Tras pasar por el detector de metales y dejar sus bolsos en un casillero, se acurrucaron en la austera y fría sala de visitas, cuyas mesas y sillas de metal les hacían recordar cada segundo dónde estaban. Su padre entró por la puerta. Antonia lo saludó con la mano. Unas ojeras oscuras rodeaban sus ojos. Se lanzó a sus brazos y se aferró a él; su madre hizo lo mismo por el otro lado. Los tres cerraron los ojos con furia, tratando de contener las lágrimas.

    –No tenemos mucho tiempo –dijo Antonia, secándose los ojos mientras se sentaba de nuevo en el banco. Su mamá le dio una palmadita en la mano.

    –¿Cómo estás? –le preguntó la mamá de Antonia.

    –Estoy bien. ¿Y ustedes? –dijo el padre.

    –Nosotros estamos bien. Antonia está trabajando para conseguir un abogado.

    Su mamá acarició el brazo de su padre, mirándolo de arriba a abajo.

    El padre se volvió a Antonia y le dijo:

    –Gracias, hija. Cuando hables con el abogado, dile que hace unos años me atraparon tratando de entrar con una green card falsa. Y que pronto me trasladarán a Tacoma.

    Antonia asintió. Si al menos tuviera su celular para tomar notas.

    –¿Te están dando de comer? –preguntó la madre, tocando su mejilla.

    –Sí. ¿Cómo irás a trabajar?

    Ambos se volvieron hacia su hija.

    –Puedo llevarte yo, mami. Dejaré la escuela.

    –¡Espera! Puedo conseguir que me lleve Juan Martínez. Quédate en la escuela hasta que sepamos qué pasa.

    –¿Te refieres a si me deportan? –preguntó su padre.

    –No pasará, papi, tengo el nombre de un abogado. Nunca has quebrantado la ley. No puede pasar, ¿verdad?

    –¡Y los gemelos nacieron aquí! –agregó su madre.

    Asintió sin mirarlas a los ojos. Un timbre fuerte sonó por encima de sus cabezas y les hizo brincar en su asiento.

    El padre se levantó y tomó las manos de Antonia.

    –Cuida a tu madre y a tus hermanos. Si me deportan, vende el camión y utiliza el dinero. No vengas a México, ¿me oyes? En el pueblo se están llevando a las chicas.

    –Sí, papi, yo me ocuparé de todo.

    Antonia bajó la mirada, enjugándose las lágrimas mientras sus padres se abrazaban y se despedían.

    De regreso al autobús, Antonia sonrió al escuchar un mensaje de Ethan en el que decía que la apoyaba a ella y a todos los indocumentados. Envió un mensaje de texto a Ngoc, quien le había estado enviando emojis de ánimo durante todo el día. Luego, trató de estudiar desde su teléfono.

    Al día siguiente, Antonia faltó a la clase de Antropología para reunirse con el abogado antes del trabajo. Se registró con una recepcionista y esperó en una pequeña sala hasta que salió un hombre calvo y pelirrojo que le tendió su pequeña mano en señal de saludo.

    –¿Señorita Cárdenas? Soy Lee Welch.

    Antonia estrechó la mano extendida mientras él la miraba de arriba a abajo. ¿Me sostuvo la mano un poco más de lo normal? pensó, y se encogió de hombros. Él le sonreía amablemente. Probablemente, no esperaba a alguien tan joven. Welch tenía poco más de sesenta años, con una coronilla calva rodeada de un pelo fino y ralo que se extendía en semicírculo de una oreja a la otra. Su cara y su frente estaban cubiertas de pecas. Cojeó un poco mientras la condujo a su despacho, donde cajas rebosantes de expedientes se amontonaban en una esquina y una película de plástico cubría aún el archivero. En las paredes no había ni cuadros ni adornos, solo una computadora sobre el gran escritorio. Ella se sentó en una silla al

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