Presencias
Por David Estopier
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Presencias - David Estopier
presencias
Primera edición: febrero 2023
ISBN: 978-607-8773-53-4
© David Estopier
© Gilda Consuelo Salinas Quiñones
(Trópico de Escorpio)
Empresa 34 B-203, Col. San Juan
CDMX, 03730
www.gildasalinasescritora.com
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Distribución: Trópico de Escorpio
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Diseño editorial: Karina Flores
HECHO EN MÉXICO
PREFACIO
Empeñado en deshacerme de las presencias las escribo. Algunas están aquí. Son casi imperceptibles, pero están, han descrito los sucesos aquí narrados a través mío. Cada cuento revela además de situaciones explícitas, manifestaciones implícitas de algo o de alguien que aparece y se desvanece por falta de evidencias tangibles. Los hechos no terminan de hacerse cuando aparecen otros nuevos que los transforman y cada hecho saca sus propios desenlaces sin importarle nuestra lógica amarrada a las secuencias y consecuencias comunes.
JULIA
I
Así anduve desde aquel día, de un lado a otro, de pueblo en pueblo, sentado en cada banca de jardín, alterando el paisaje. Lo intenté en cada fonda, en cada café. Nada, ninguna revelación me consoló. No la encontré, solo abracé con fuerza el sabor de su boca, el aroma de su piel y la imagen suya antes de huir.
II
Julia sacó la hogaza crujiente del horno, la partió por la mitad, me ofreció aquel trozo dorado lleno de aroma. Habíamos desordenado la cama y perfumado el silencio. Nos sentamos a la mesa hambrientos, ilusionados. ¿Cómo olvidar su boca?, aquellos ojos miraban mi expresión mientras probé el pan. Le entregué un anillo de oro con su nombre grabado al interior. La tarde se asentó en el pueblo de Milte, el trigal se enderezó con el viento.
Cuando llegaron, oí sus pasos, gritos y golpes tras la puerta, recuerdo que corrió, logró escapar. Yo me quedé, me golpearon, me confundieron y fui acusado. Cuando todo se aclaró regresé, ella no estaba; la casa de madera se encontraba casi vacía, el horno frío, el trigal en silencio, un trozo de pan sobre la mesa, mi corazón también estaba en trozos. No quiero perderla, por eso anduve sin rumbo, probando hogazas en cada vendimia, en cada local, ninguna hogaza sabía igual, ninguna. Imaginé que podría encontrarla si reconocía el aroma de aquel pan horneado. Desde entonces voy errante por caminos y trigales.
III
Cuando salió de la casa, Julia corrió desesperada, como si debiera ocultar algo. No sabía qué debía de esconder, no sabía ni siquiera a qué se debían los gritos y las amenazas, pero su instinto le decía que corriera. Desde hace días en el pueblo de Milte los hombres estaban buscando algo o a alguien y ella no quería ser esa alguien.
No supo cuánto tiempo corrió, pero cubierta por la noche se sentó junto a un árbol. Estaba sudando, apenas si podía jalar aire. A lo lejos aún escuchaba voces. El trigal cuchicheaba y el bosque murmuraba. Julia trató de calmarse y aflojó los puños. Se dio cuenta de que traía el anillo en la mano. Lloró de tristeza y de rabia. Volvió a apretar el puño. Con sigilo se enderezó y siguió caminando cerca de algunos matorrales. A cierta distancia se observaba la luz de algunas casas de Quintana, el pueblo vecino. La mujer decidió dirigirse hacia allá.
IV
Los caminos alimentan el azar, ¿cómo iba yo a saber que me esperaba una sombra? A lo lejos, calle abajo, una silueta oscura estiró los brazos huesudos, me interceptó. Sostenía un breve canasto de pan, lo acercó. Tuve que detenerme. La tarde estaba a punto de morir. No distinguí el rostro, con su mano flaca quitó el pequeño mantel que cubría los panes. El aroma me dejó sin aliento. Era inconfundible. La mujer se sobresaltó al ver mi expresión. Me ofreció una hogaza más bien pequeña, aún tibia.
—¿De dónde la sacaste?
No contestó, me retiró el pan para envolverlo en papel y me lo entregó.
Le ofrecí dinero. Lo tomó y se puso en marcha mientras decía en voz alta palabras que no entendí. Al escucharla, algunos comenzaron a acercarse, intenté gritar, pero al ver que más gente se acercaba me contuve; a pesar de su edad se fue de prisa como se van las sombras. Después de unos instantes comencé a caminar despacio en la dirección en que la vieja huyó, mientras la gente me observaba a cierta distancia. Cuando vi que perdieron el interés en el asunto corrí, di muchas vueltas por calles y calles, pero no localicé a la mujer. Descontrolado regresé con el envoltorio de pan en la mano, fui al hostal, pedí un café y saqué lentamente mi pan. Sentí de nuevo aquella sensación enigmática, áspera al tacto, firme y a la vez tersa; gentil. Lo partí. El sonido de la costra abrió camino en mi pecho, la recordé. El migajón era suave, moreno, discretamente esponjado.
V
Los parientes no se escogen. Cuando Julia llegó a la casa de su hermana, el cielo aún estaba oscuro, tocó a la puerta. Su hermana la reconoció de inmediato. No se abrazaron, se miraron fijamente. La herida era tan grande que ninguna de las dos dijo palabra. No hubo marcha atrás ni reconciliación. No la invitó a pasar. Después de unos interminables segundos la puerta de madera oscura volvió a cerrarse. Julia no había sentido el frío de la noche, pero ahora sentía un frío extremo que le congelaba la sangre. Dio media vuelta y comenzó a caminar por las calles del pueblo. Recordó algunas cosas. Conforme el cielo se aclaraba, el ruido del pueblo comenzó a aumentar. El capataz y dueño, don Jacinto, estaba afuera recibiendo los costales de harina cuando miró a la mujer que apenas podía caminar y luego a unos metros se desplomó. Don Jacinto pidió ayuda a los cargadores y la llevaron adentro. Dos de ellos fueron a buscar al médico por instrucciones del capataz, otro se quedó ahí, mirando a la mujer mientras Jacinto terminaba de recibir los costales.
El hombre miró la mano apretada de Julia que poco a poco se soltaba y dejaba ver un destello dorado. Sin pensarlo abrió la mano y ella semiinconsciente, hizo un último esfuerzo por apretar el puño en el instante en que el médico entró junto con una mujer. La llevaron al consultorio. Julia se recuperó un poco. Despertó por completo cuando el consultorio estaba solo. Miró su mano vacía. Afuera el médico atendía a algunos pacientes. La mujer miró la puerta del pequeño traspatio. Salió de ahí sigilosa. Fue directo al molino y entró por la panadería. Don Jacinto la reconoció de inmediato. Le pregunto en dónde vivía, ella fingió no recordar la dirección exacta, pero dijo que en el lejano pueblo de Atenpa, había perdido a su familia, que no tenía dónde vivir, pero que era buena para cuidar el trigal del gorgojo y para preparar masa, sobre todo para hacer pan; necesitaba ayuda.
VI
Cuando la conocí estaba en la calle, sentada, con su canasta sobre las piernas. No sé por qué me acerqué a ella. Había más vendedoras de pan en esa zona del pueblo, pero algo en esa mujer me llamó la atención. Cuando levantó la vista quedé prendado de