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El Galpón
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Libro electrónico299 páginas4 horas

El Galpón

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Información de este libro electrónico

Cuando la condición humana es la que induce directamente el éxito o el fracaso del quehacer del ser humano, quien no evoluciona retrocede... Así mismo, aunque la frivolidad es en la actualidad la que rige los mercados, sus resultados son finalmente consecuencia del influjo del hombre. Esa es la esencia del mundo corporativo según lo plantea Will

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 mar 2023
ISBN9798987734902
El Galpón
Autor

William Castaño-Bedoya

William es considerado un escritor profundo, humano y vivencial. Mientras, en Los mendigos de la luz de mercurio, desnuda la injusticia social provocada por los excesos de los extremismos, la politización del sufrimiento como herramientas de control político en medio de una de las etapas de más exclusión social en los Estados Unidos; en El Galpón, el autor recrea cómo el conformismo aletargado atenta contra la relatividad del éxito mientras la desconfianza y la excesiva ideologización política se convierte en el trasfondo de una solapada doble moral que torpemente empuja a los protagonistas al manoseo ético. En Flores para María Sucel, el autor reflexiona sobre el viaje por la vida de una familia que trata desesperadamente de mantener el cuerpo y el alma juntos, mientras son destrozados por sus exilios internos. Por su parte, en Los Monólogos de Ludovico, recrea el impacto de la frustración y la impotencia como factores que conforman el absurdo.

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    El Galpón - William Castaño-Bedoya

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    40 años antes

    1980

    Ethan Bordaberry llegó a sesentón en la empresa donde trabajó durante toda su vida. Desde que apareció, siendo todavía muy joven, mantuvo intactos sus cinco pies y siete pulgadas de estatura, no engordó ni se hizo lánguido, el cabello se le fue cayendo y de forma vitalicia sus dientes diminutos mostraron una sonrisa gingival. Era un fulano menudo de tez blanca lampiña que dejaba notar algunos vestigios de acné y en momentos de soledad, solía morderse la lengua como si lo hiciese con una goma de mascar.

    A comienzo de los años ochenta, cuando se mudó desde Houston, Texas, se vinculó a HanssenBox, una empresa pequeña de mensajería internacional que operaba en un local ubicado en el costado noroccidental del Aeropuerto Internacional de Miami y contaba con no más de cinco empleados. Ethan era un chiquillo pues apenas estaba en sus veinte tempranos, pero poseía la magia de ser el único que hablaba inglés. De logística no tenía ni la más remota idea. Apenas se había recibido de arquitectura en la Universidad de Texas A&M, profesión que nunca ejerció, debido a que, desde el día que llegó, zambulló allí su vida y nunca más salió. De su carrera quedaron tan solo unos bosquejos que hizo para planificar arreglos en el nuevo edificio que compró Adolph, años después. Los bosquejos tampoco fueron cosa del otro mundo.

    Odalys, a quien hizo su nueva mejor amiga, era una vivaz empleada de ojos verdes que soñaba con la jubilación americana y que todas las mañanas llegaba a la oficina con una apariencia impecable. Se pensaba que gastaba su salario visitando un encopetado salón de belleza de algún área exclusiva de Miami.

    —¡Qué va!, yo misma me paso el secador eléctrico y ya está —decía con un marcado acento cubano.

    Odalys ingresó recién llegada de Cuba y con el paso del tiempo, aprendió inglés, lo que la llevó a ser la voz bilingüe grabada en el conmutador de la empresa.

    Buenos días… HanssenBox, ¿Cómo puedo ayudarle? contestó durante más de tres décadas, frente a sus fotografías históricas, desteñidas, en las que aparecía sentada en el mismo escritorio desde que era una linda jovencita. Las fotos contaban la historia de su atornillado en el tiempo.

    Nadie se explicaba cómo, en pleno Estados Unidos de América y dentro del universo de HanssenBox, una persona como Odalys, que hablaba y escribía perfecto inglés y español y que había completado sus estudios secundarios, pudiera haber trabajado durante más de treinta años desempeñando siempre el mismo cargo, con un salario muy cercano al mínimo exigido por el gobierno. Lo mismo les sucedía a los choferes ya envejecidos, al cuidandero del edificio y al de mantenimiento.

    —¡Qué va, chico!, HanssenBox ya es parte de mí, afirmaba con orgullo cada celebración de aniversario en la empresa.

    Odalys llegó a convertirse en la empleada más veterana de HanssenBox, seguida tan solo por Don Pablo, un callado ayudante de contabilidad, de origen nicaragüense, que solía preparar los cheques de nómina y de proveedores, y que la mayoría de los viernes llevaba a su pequeña perrita Connie, una Bichón habanera de pelaje blanco que todos querían apapachar. Y por Carmina, una empleada, también de origen nica, que atendía asuntos operativos con aliados comerciales en otros países de habla hispana y que, empoderada por el dueño, ejercía la intrigante misión de comunicar cualquier desliz que pudiera poner en entredicho el accionar de personas importantes como el mismo Ethan, o a Maximiliano, que solían llamar Max, el contralor, encargado de supervisar las cosas contables y financieras; o a un cubano de nombre Yusnavy que era el encargado de la planta de operaciones.

    La confianza que surgió entre Ethan y Odalys, a través de los años, los hermanó tanto que ella andaba pendiente de él; incluso más que la propia Kennie, su esposa, con la que tuvo dos hijos varones.

    —Vivo más pendiente de ti que tu mujer —decía ella muchas veces, por muchos años y motivos—. No me explico cómo te deja salir a trabajar tan desarrapado.

    El tiempo fue testigo de los intentos que, Odalys junto con otras empleadas, realizaron para que Ethan mejorara su facha en el trabajo. Hasta regalos de ropa, cinturones, corbatas, zapatos, maletines de cuero y agendas ejecutivas le regalaban por sus cumpleaños en colectas que hacían. No era raro ver a Odalys sintiendo vergüenza ajena por él, especialmente porque ella era muy aseada y detallista con su presentación personal. Se la veía ingresar en puntillas a la oficina de Ethan, con cinta pegante gruesa enrollaba en los dedos, con el pegante hacia fuera, con la que limpiaba las escamas de caspa que, como escarcha navideña, se posaba en las hombreras de un saco oscuro que Ethan mantenía colgado en un perchero y que usaba cuando algún compromiso le exigiera lucir formal. Sin embargo, Ethan ni se percataba de tan bonito detalle, ese tipo era tan extremadamente descuidado, despreocupado, sencillo y simplón, que un día decidió que su vida en América dependería del salario ajustado que le asignó Adolph cuando lo hizo gerente de HanssenBox, reforzado por algunos beneficios que incluían el pago de la cuota de un carro Mazda entrado en millas, un seguro de salud y el manejo de una tarjeta de crédito con la que, entre otros gastos menores, cubría sus comidas. Con los años, de conformidad, Ethan se convirtió en el gran atlas, que cargaba el mundo de HanssenBox en sus espaldas, mientras, como clavadistas acapulqueños, los millones de dólares se zambullían en las cuentas bancarias de Adolph.

    —Por lo que veo, lo único que usted se cuida son sus muelas —increpó Odalys al verlo pasar con el cepillo de dientes en la mano rumbo al baño de hombres.

    —Ethan simuló reír con ironía—. Copiar y pegar es mi código —aclaró con desfachatez. Ella no lo entendió y él, sin dudarlo lo aclaró:

    —Copié la misma ropa de ayer y me la pegué hoy.

    —¡Ay, no, chico, contigo no se puede! —contestó indignada.

    Ese día, Ethan había repetido la facha de hacía dos días: una camisa blanca arrugada de líneas azules claras, de mangas cortas y bolsillo en el lado del corazón, del que pendía prensado un viejo bolígrafo Parker, modelo Jotter London Stainless Steel, que recibió como regalo de cumpleaños en la oficina, y se enfundó el mismo pantalón rucio de dril azul oscuro, que se había puesto los dos días anteriores y que se sostenía con un cinturón negro desjaretado y hebilla cromada a la que se le notaban varios despellejes. Lo que más indignó a Odalys fue la prominencia con la que se veía pegado en el pantalón, el pelaje blanco de Fanfarrón, nombre con el que Ethan bautizó a un odioso y enloquecedor jack russell terrier de cuatro años, al que una tarde lluviosa recogió frente a su casa y adoptó.

    —Ese fanfarrón es de esos que le muerden la mano al dueño cuando les dan de comer, sostenía ufanado.

    ~

    El nuevo viejo edificio de HanssenBox ocupaba una cuadra a un costado occidental del Expressway que bordeaba el aeropuerto. Era una nave antigua destinada al embarque y desembarque de mercancías y se caracterizaba por ser uno de los últimos edificios de carga en pie, pues la zona venía poblándose de negocios ejecutivos, hoteles, centros comerciales y residencias nada compatibles con bodegas. El edifico fue adaptado y pintado bajo la coordinación de Ethan, que mostró sus dotes de arquitecto, quizás por única vez en su vida. Luego de algunos meses, terminó las reparaciones, ayudado por un humilde y solitario encargado de mantenimiento, un hombrecillo indocumentado, que llegó a los Estados Unidos después de servir, como carne de cañón, en la cruenta guerra de El Salvador en contra del Farabundo Martí.

    El inmueble contaba con generosos parqueaderos que lo rodeaban. Para llegar a la entrada principal, había que sortear una especie de atrio conformado por cinco escalones que precedían una puerta de vidrio desembocando en un pequeño, solitario y lacónico lobby. Allí, cualquier visitante debía decidir si dirigirse al segundo piso a pie, subiendo exactamente los treinta y seis peldaños de la escalera pegada en la pared izquierda, o usando un elevador empotrado a la mano derecha que conducía al mismo lugar. El elevador de HanssenBox recordaba esos viajes en ascensor de cualquier película de terror. Sin embargo, en décadas, nadie se quedó allí atorado ni cosas por el estilo.

    La mayoría de las veces, los visitantes, tocados por la curiosa necesidad, lograban llegar al segundo piso y quedaban aislados en una especie de sala de espera a la que todos los funcionarios de HanssenBox reconocían como: mezzanine, pero que en realidad no lo era, pues estaba lejos de ser un piso intermedio en un edificio de tan solo dos plantas. Ese sitio ofrecía, en medio de un silencio sepulcral y la iluminación de algunas lámparas que titilaban como queriéndose apagar de por vida, la compañía de un sofá beige de imitación cuero y una planta grande de plástico agobiada por el polvo, parecida a una buganvilia de flores moradas, que se sostenía plantada en una vasija gigante que rechinaba en su brillo. Allí mismo, pegada a la pared, junto al peldaño más alto de la escalera, había una puerta de doble hoja que lejos de invitar a seguir, intimidaba, pues se veía muy pesada y adusta, parecía de hierro, pero en realidad era una puerta de hojalata pintada de gris.

    Muchos se preguntaban, cómo siendo HanssenBox una empresa de logística, las cosas no fluían por lógica y sin señalizaciones, sino que en cada paso previo a llegar a las oficinas ejecutivas había que tomar decisiones tan trascendentales, como sentarse en el sofá a ver si alguien pasaba para preguntar dónde quedaba la oficina de Ethan, o quedarse contemplando la buganvilia desteñida, mientras pasaba el tiempo y alguien salía para preguntar lo mismo, o la opción más obvia quizás, luego de esperar largos minutos, aprovechar que alguien saliera y colarse decididamente para explorar y quedar nuevamente en solitario en el pasillo que conduce a la sala de conferencias esperando que alguien, que por ahí deambulara, al verle con el rostro lleno de interrogantes y con ganas locas de pedir ayuda, se dignara preguntar… —¿a quién busca, señor?— y que al momento de nombrar a Ethan, fuera conducido hasta el escritorio de Odalys, y esta le pidiese que lo esperara un minuto o quizás más para que Ethan lo atendiese, si es que tenía cita con él.

    La imagen del edificio blanco de HanssenBox sobresalió desde el Expressway por más de dos décadas, hasta que pulularon los hoteles y otros edificios lo desdibujaron en el horizonte. La majestuosidad del bloque imperó en toda la cuadra, pintado de blanco con toldos azules sobre las puertas. Sin embargo, el objetivo de tener oficinas listas en el área ejecutiva y disponibles para alquilar, como un centro de ganancias propias del inmueble, entró en limbo por esos tiempos, pues, sin haberse percatado, mientras el empleado de mantenimiento silencioso construía los módulos por meses, el negocio de alquilar oficinas venía siendo absorbido por empresas dedicadas exclusivamente a rentar módulos en pequeños lapsos de tiempo, inclusive por días, a precios muy atractivos. En concordancia, la parte proyectada para la renta estuvo sin clientes en su totalidad; algunas fueron ofrecidas a proveedores externos de servicios, para conveniencia de Ethan, y a quienes les convenía retener.

    1989

    Las cuatro esquinas que formaban el cruce de las calles Aragon y Salcedo creaban un ambiente mágico pese a la omnipresencia del narco. Era finales de los años ochenta y para todos, menos para los colombianos que se acercaban madrugados al consulado en el 280 de Aragon en la ciudad de Coral Gables, lo del narco pasaba desapercibido y tan solo se notaba cuando alguna celebridad era detenida y el Herald lo hacía visible al día siguiente. Las noticias sobre narcotráfico aparecían tan seguidas en Miami, que muchas veces ni se publicaban porque se amontonaban y el simple albedrío de los periodistas les aconsejaba publicarlas o no. La cosa cubana contra Fidel gobernaba el periódico haciendo muy dispareja la pelea por el protagonismo de las noticias. Sin embargo, cada información del narco, aunque no fuese publicada, fluía veloz dentro de la comunidad colombiana que, amilanada, buscaba las sombras para no chocar con las esquirlas de la discriminación, que pesaban como un yunque o como la conciencia de un asesino arrepentido.

    El saludo que recibían los colombianos por esos días, de parte de muchos, era: Ajá ¿y qué?, seguido por un suave pellizco de nariz con el índice y el pulgar, simulando limpiar la cocaína que habían aspirado, esos saludos cliché mermaban a los cafeteros de a pie y los sumían en la soledad, en el desamparo comunitario. Pero, por más peyorativos que fuesen no disminuían la magia de Aragon y Salcedo, más bien la catapultaban. Era como si la palabra narco le diera un resplandor especial, más brillante y elocuente, más vivaz.

    Una mañana del ochenta y nueve, el ambiente de las cuatro esquinas se tornó aún más mágico cuando las licuadoras de los carros de la policía, atravesados en la calle, destellaron sus fulgores contra las pupilas de los transeúntes. Ese resplandor tan vehemente que emanaban del techo de los vehículos lograba empequeñecer la tranquilidad de todos los que merodeaban por ahí. Las luces se quedaron en cada esquina por unas horas cambiando porfiadas de azul a rojo y viceversa. Los policías elevaron barricadas cerrando los accesos a Aragon desde Ponce de León hasta Le Jeune Road y, de una flota de vehículos pesados, dos de ellos con dieciocho ruedas cada uno, bajaron grúas para montar cámaras de filmación, reflectores, cables en rodillos gigantes, contenedores plásticos, entre otros trebejos. El personal, que venía en autobuses coach de color negro, inundó los andenes. En minutos, varias carpas de tonos blanco hueso fueron elevadas y cerradas con cremalleras a lo largo de la calle; silenciosas máquinas de aire acondicionado fueron conectadas a cada una para menguar el calor y la humedad. La operación completa se asemejó a la toma de Normandía el Día D.

    Con el correr de los minutos, el caos se convirtió en una rutina muda que hacía mover las miradas de quienes se aglomeraron detrás de las barricadas. Todos, sin excepción, querían adivinar de qué se trataba el meollo. Las conjeturas, como si les hubieran puesto una pizca de levadura, crecieron y crecieron.

    —¿Será que pasó algo en el Consulado? —preguntó alguien.

    —¡Uy, sí!, la cosa está muy rara —dijo otro—, el año pasado detuvieron al vicecónsul comprando coca en Hialeah, ¿cómo te parece?

    —¡Uy, no jodás!, ¿el vicecónsul?, no puede ser, qué tal que se desate una balacera y nosotros aquí parados.

    —¡Ah!, yo no creo, debe ser que detuvieron a algún capo y lo van a filmar.

    —Puede ser, porque han bajado muchas luces y cámaras también.

    —¿Pero, por qué entonces no están en el Consulado, sino en la esquina, en la librería? —preguntó una señora.

    —Por seguro pescaron a algún peso pesado comprando libros. ¡Ellos también leen! —contestó alguno.

    El edificio más alto de las cuatro esquinas era el 300 Aragon. Tan solo tenía tres pisos y desde la calle se veía forrado en espejos. Eso era un verdadero y chocante contraste, pues las edificaciones de la ciudad se pintaban en colores pastel a tono con su estilo mediterráneo. El mismo Consulado era el orgullo de los colombianos en Miami, al menos por su arquitectura.

    Óliver, un joven publicista, observaba el revolú desde el tercer piso de ese edificio a través de la vidriera de su oficina. Nadie notaba su presencia, ni siquiera los policías uniformados y por seguro los federales que debían estar ahí vestidos de civil. Lo observaba todo sin necesidad de pagar balcón, lo hacía como todos los días. Conocía esas cuadras como la palma de su mano. Él y Greta, su joven mujer, eran quienes le proveían diseños publicitarios al Consulado, a la Cámara de Comercio, a la emisora colombiana, a las empresas de envíos de dinero, de traducciones, de fotocopias, de documentos, del notario, del que sacaba las fotos para el pasaporte, del abogado de inmigración o de otros, que tenían como él, oficinas rentadas a lo largo de Aragon.

    —Greta, ¿te gustaría averiguar qué está sucediendo? —propuso Óliver.

    —Claro que sí, mi amor, voy a llamar a la Cámara de Comercio, o… mejor voy personalmente y así me despejo un poco.

    Óliver vio como en menos de un minuto Greta cruzaba la calle e ingresaba en un edificio que bordeaba Salcedo hacia el costado de Miracle Mile. Allí quedaba la oficina de la Cámara.

    Un carro de policía, escoltando una limusina Town Car, último modelo, de impecable estilo, color azabache destellante y rines de cromo, llegó a las cuatro esquinas. De ella, descendieron unos camajanes gigantones, anchos de espalda, pero de piernas flacas, con gafas negras que los cubrían de oreja a oreja y empoderados como ellos solos. Sin embargo, no lucían agresivos porque algunos sonreían haciendo comentarios cuando se esparcieron alrededor de la limusina. El camaján que quedó al lado de la puerta trasera derecha miró pausado a su izquierda, luego al frente y por último a la derecha, igual a como miran los búhos sin mover el cuerpo. Abrió la puerta trasera de ese vehículo y un personaje, que Óliver reconoció sin dudar, tan pronto le vio asomar la cabeza salió despavorido de la limusina como queriendo escapar de las miradas e ingresó a la librería en la esquina suroriental de esa intersección. Se trataba nada más y nada menos que del apuesto detective Ricardo Rico Tubbs de ojazos color miel y cabello oscuro ensortijado de la serie del momento, Miami Vice. El gentío que lo vio se enloqueció, se embadurnó de esa magia, se sintieron felices y agraciados como el mismo observador del tercer piso.

    —¡Uy, qué cosa tan bacana! —gritó Óliver—. Ahora sí que los colombianos nos veremos como los más malos de todos los malos del universo. Están filmando Miami Vice en mis propios pies, en las narices del Consulado, de sus cónsules y vicecónsules. No lo puedo creer, esto era lo único que nos faltaba —exclamó negándose, tomándose el cabello, rascándose la escasa barba que por esos días amenazaba poblar su mentón. La magia del lugar siguió creciendo acompañada por una fascinación tal, que solo hacía falta que un resplandor como el aura de algún ser celestial manara de cada ser vivo allí presente. Greta regresó sin noticias, porque nadie en la Cámara sabía y fue ella misma quien les dio a conocer lo del revolú. Óliver le contó con detalles lo que vio y se quedaron allí fisgoneándolo todo sin perder detalle.

    —¡Míralo, míralo, míralo!, ahí va, ¿lo viste?, ¿lo viste? —exclamó Óliver una hora después, halando de la blusa a su mujer y señalando sin cesar a Ricardo Rico Tubbs cuando salió del lugar.

    —Sí, sí, sí, que emoción, igualito al de la televisión. Y… ¿dónde está el otro?, ¿será que no vino? —preguntó Greta. Los dos estaban poseídos por la magia de las calles Salcedo y Aragon que unía, de forma inevitable, todo cuanto sucediera con la cosa del narco. Muchos aplaudieron al ver salir a Rico de la librería, él les sonrió y los saludó ondeando el brazo derecho, pues con el izquierdo trataba de pegarse el saco a su cuerpo, pero no se les acercó. Otros lo chiflaron con alborozo. Eso de estar por ahí parado y ver caminado a semejante actor, de semejante serie, que mostraba por el mundo semejantes cuitas de los narcos colombianos, quienes traían el vicio a Miami, justo a dos pasos del Consulado, sí que era mágico. Rico se enfundó en la limusina junto con los camajanes que lo cuidaban y desapareció.

    Corrían los días y la magia no cesaba, no cesó nunca, ni cesaría mientras el Consulado estuviese allí plantado en el 280 de Aragon. La magia era latente, los mismos que allí llegaban no sabían cómo interpretar a los otros que allí estaban. Había muchos buenos que parecían malos, y malos que parecían buenos. Entraban y salían algunos desprevenidos que parecían listos, y otros maliciosos que simulaban no matar ni una mosca. Iban y venían oportunistas que semejaban ser emprendedores, y emprendedores que pasaban desapercibidos. Llegaban también familiares y abogados de presos detenidos, a los que, con carácter oficial, los vicecónsules visitaban en las cárceles cercanas o lejanas donde pululaban los presos y presas del narco. Pasaban también personas del mundo que necesitaban poner en regla documentos para visitar Colombia y ser testigos con sus propios ojos del realismo de las mariposas amarillas, del sabor del café en el terruño. Aquellos quienes pasaban eran en su mayoría visitantes flotantes, gente que acudía al Consulado una, dos, tres o máximo cuatro veces en su vida. Sin embargo, nunca, pero nunca, por más que lloviera, tronara o relampagueara, podían faltar aquellos que cada viernes llegaban a comer gratis los trocitos de quesos de cabra, tipo brie, cheddar, queso de oveja duro, azul u otros que se prestaban al maridaje de los vinos seleccionados en cada cóctel que se ofrecía por múltiples motivos, casi todos loables, altruistas, como presentar una nueva novela del autor tal, celebrar el aniversario de alguna entidad, abrir la exposición de algún pintor que buscaba la fama porque los que ya gozaban de ella nunca colgaban obras en el Consulado, condecorar a algún comerciante destacado, presentar algún político local, en fin.

    Un lunes de esos meses, el Consulado fue la sede de un encuentro de pequeños empresarios bajo el auspicio de varias cámaras de comercio que por esos días buscaban fusionarse para tener más músculo frente al establecimiento. Óliver asistió, y como novedad para él y para sus intereses comerciales conoció a Ethan. Ese encuentro fue bastante casual y rodeado de buena química personal, motivada por el entusiasmo y la necesidad de crear aliados. A Óliver, Ethan le pareció un tipo afable de buena energía y por seguro que Ethan pensó igual. Fue muy fácil para los dos hacer migas, encontrar empatía y disfrutar del momento, se hicieron nuevos mejores asociados, se admiraron mucho sus talentos y destrezas profesionales; se convirtieron en amigos para siempre, para toda la vida. Los dos hicieron presencia en el evento con el estand de sus propias empresas. HanssenBox, la empresa de mensajería que

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