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Mi penique de la suerte: Navidad en la Ciudad, #3
Mi penique de la suerte: Navidad en la Ciudad, #3
Mi penique de la suerte: Navidad en la Ciudad, #3
Libro electrónico109 páginas2 horas

Mi penique de la suerte: Navidad en la Ciudad, #3

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Una nueva y encantadora historia de amor ambientada a finales del siglo XIX en la Ciudad de Nueva York, durante la más memorable de las estaciones del año: Navidad. De la mano de la autora superventas del New York Times Jill Barnett. Cuando un arquitecto famoso, Edward Lowell, se convierte repentinamente en el tutor de su huérfana sobrina de cuatro años de edad, la vida que él ha conocido hasta entonces se desvanece por completo. Su sobrina está afligida y, cuando ella ve una muñeca en el escaparate de una tienda de juguetes, él ve en los ojos de la niña los primeros signos de felicidad. Pero la muñeca se vende antes de que Edward pueda comprarla, por lo que se embarca en la aventura de encontrar a la persona que las fabrica, con la esperanza de que eso pueda ayudarle a curar a su joven sobrina.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento2 sept 2020
ISBN9781071564486
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    Mi penique de la suerte - Jill Barnett

    Mi penique de la suerte

    Por Jill Barnett

    Capítulo Uno

    Finales del siglo XIX, Ciudad de Nueva York

    Edward Abbott Lowell fue nombrado Hombre del Año por los cuatrocientos miembros reputados del club de caballeros más exclusivo de la Ciudad de Nueva York. Mientras caminaba por el gran salón del Union Club, estrechando manos tras su discurso de aceptación, Edward tuvo una extraña sensación repentina de que algo iba mal. No con el club ni con sus miembros, sino algo diferente, como si el aire a su alrededor estuviera vibrando aun cuando no pasara ningún tren elevado cerca. 

    Se pasó la mano por el cuello y se percató del camarero que había aparecido silenciosamente con su bourbon. Aprovechó esta pausa en la conversación, tomó un largo trago de su whisky y se alejó del alcalde que charloteaba animadamente con sus compinches. El tipo debe haberse bañado en aceite de Macasar. Olía como una mezcla de motor de elevador y los bollos navideños de la tía Martha. 

    Edward necesitaba tomar el aire. 

    Unos pocos minutos más tarde, cerró la puerta tras de sí, acallando así el estrépito de voces, el sonido distante y metálico del piano y las estridentes risas masculinas que llenaban el club. Antes de alejarse, miró la sala abarrotada a través del elegante vidrio de las puertas que conducían a la terraza; estaba repleta de costosas chaquetas confeccionadas por sastres y chalecos cosidos a medida, bolsillos de los que colgaban exclusivos relojes de oro y cadenas de diamantes, un verdadero océano de bigotes, barbas recortadas y cabello abrillantado y alisado de manera que todas esas chisteras, alineadas en los estantes del guardarropa del vestíbulo, se acomodaran en la cabeza de su propietario en un ángulo apropiadamente garboso. 

    El Hombre del Año, la distinción más alta del Union Club... difícil de creer. Sacudió la cabeza y caminó hasta la balaustrada de piedra que bordeaba la terraza de la tercera planta para observar la Quinta Avenida. 

    ¿Cuántos nuevos acuerdos comerciales se habrían pactado o sellado en esa sala esta misma noche? 

    Al igual que la mayoría de los grandes negocios de la ciudad, el Grant Building, su último y más ambicioso proyecto, el que le había ganado la distinción de Hombre del Año, había sido negociado y confirmado con un sólido apretón de manos en este mismo club de caballeros hace unos pocos años. Y le había llevado tan solo un decenio de duro trabajo, junto con la pura fortuna de ser escogido del Boston Tech[1] para ir a Chicago en calidad de protegido del gran arquitecto William Le Baron Jenney, siendo esta la prueba de que incluso una ardilla ciega puede encontrar nueces alguna que otra vez. 

    Ahora él tenía muchas nueces... muchas más de las que su padre había perdido en la Gran Depresión, más que las que su caudaloso abuelo había podido ganar en toda su vida, y que su bisabuelo aún antes. Y Ed apenas tenía veintinueve años.

    Pero esta noche, antes incluso de dirigirse al podio, se había sentido como si volviera a ser aquel pequeño otra vez, con los nervios a flor de piel, esa sensación de no caber en sus zapatos que le devolvió al primer día de universidad, apenas dos días después de cumplir los dieciséis años, cuando —como el novato que era— se había adentrado tímidamente en aquel edificio de Back Bay, el lugar que encarnaba las verdaderas posibilidades de todo lo que él había deseado alguna vez. De esto se trataba esta noche para él, de la culminación de todas esas fantásticas posibilidades.

    Oyó que las puertas se abrían y se giró para ver a Harold Green cerrándolas con el pie mientras balanceaba una copa en cada mano.

    —Mira a quién tenemos aquí —dijo Ed—. Y yo aquí pensando cándidamente.

    Hal sonrió y le alcanzó una de las bebidas:

    —No sé por qué, pero dudo que pensaras en mí, amigo mío. Creo que más bien recordabas el vestido verde, escandalosamente corto, que la encantadora señorita Marianne Fitzgerald llevaba anoche en la velada en Fleming House. Arthur, Rand y yo estuvimos apostando cuánto tiempo tardaría en dejar que se lo quitaran. Y tú, querido agraciado, estuviste sentado a su derecha durante toda la cena de nueve platos. Así que dime si es verdad que la liberaste unas pocas horas después —comentó Hal... demasiado vivazmente como para esconder la verdad—. Me he apostado unos cientos a que tuviste esa suerte, ya que fuiste tú quien llevó a la dama a casa.

    —Es una amiga de Josie.

    —Solo porque fue a la escuela con tu hermana no quiere decir que no fueras afortunado.

    —Dejaré los detalles para tus sueños... y tu extremadamente vigorosa y lujuriosa imaginación —contestó Ed con el propósito de irritarle por comportarse como un cabeza de membrillo. Bebió un trago y esperó.

    —Ah, sí. Un verdadero caballero nunca besa y luego cuenta. Así pues, ¿qué más sucedió? —Hal rio con malicia, pero Ed no era ningún estúpido.

    —Nada. Llevé a Marianne a casa, a la casa de su padre, para mantenerla a salvo de tus lascivas manos y tu lengua mordaz. Es una joven dulce. Tú ya sabes eso, así que deja las estupideces. Tiene motivos para no querer nada contigo.

    —Eso pasó hace mucho tiempo —masculló Hal mirando cabizbajo su copa.

    —Parece que no tanto para que lo olvides y pases página.

    —Marianne Titsgerald[2] no significa nada para mí —afirmó con un claro desdén.

    —Si dejaras de llamarla Titsgerald y te disculparas ante ella, quizás podría perdonarte.

    —No puedo pedirle disculpas incluso aunque quisiera. No se acercará a mí —se detuvo mirando su bebida con el ceño fruncido—. La mitad de los hombres que había en la sala anoche la devoraban con la mirada. Apuesto a que Macaffey estaba babeando. Maldito idiota. Alguien tendría que hablar con su modista... o encerrarla en una habitación.

    —Marianne tiene veinticuatro años. Josie y ella tuvieron el baile de cotillón el mismo año. Es apenas una joven dama como para vestirse pura como la nieve blanca.

    —La madre de la chica está muerta. Es muy salvaje. Demasiado. Y los dos sabemos que su padre le consiente terriblemente —se detuvo—. ¿Realmente piensas que no lo es? Quiero decir, ¿ella ha...?

    —No sigas, Hal. Estás locamente enamorado de ella y ella no quiere saber nada de ti.

    —Lo sé —respondió Hal sintiéndose miserablemente.

    —Pídele perdón, cásate con la chica y averigua por ti mismo lo pura que es.

    —Ha rechazado diez propuestas.

    —Apuesto a que ninguna de ellas fue tan insultante como la tuya. Ya basta de Marianne Fitzgerald. Mira, ha habido algunos cambios en los soportes de la planta baja del edificio Forsythe. Necesito que revises los planos conmigo mañana. 

    —Estaré allí a las siete —dijo Hal, con el ánimo bastante menos vivaz. Apoyó los codos y la copa de su cóctel en la balaustrada; dirigió la mirada a la calle en sombras, el eco de los cascos de un carruaje de caballos en la calzada. Ed lo observó durante un minuto. Su amigo era la viva imagen de una triste pena de amor.

    Conoció a Hal Green aquella primera semana que pasó en el Boston Tech y se convirtieron en amigos inseparables casi de forma instantánea. Con el tiempo ambos abandonaron la institución con destacadas cualificaciones en ingeniería arquitectónica y prometedoras pasantías: Ed con Jenny en Chicago y Hal con Frank Furness en Filadelfia. Por esas cosas del destino, ambos estaban preparados para establecerse por sí mismos cuando Harrington Wilson se acercó a Ed con la propuesta de un contrato lucrativo para construir tres grandes edificios comerciales de acero de varias plantas en la Ciudad de Nueva York. Eran proyectos importantes y Ed sabía que Hal era el socio que necesitaba a su lado, por lo que se instalaron en

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