Daniel y el ángel: Navidad en la Ciudad, #1
Por Jill Barnett
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Un clásico de Navidad lleno de amor y risa de la mano de Jill Barnett. Cuando el acaudalado financiero D. L. Stewart se encuentra a una mujer herida en la nieve frente a su mansión de Nueva York, no tiene ni idea de que se trata de la hermosa Lillian, un ángel caído de gran corazón y algo inepto, enviado de vuelta a la Tierra para que le enseñe en qué consiste realmente la Navidad. Pero Lilli tiene mucho trabajo por delante. D. L. es un ser cínico con el alma herida, un hombre experto en no sentir nada, que cree que puede comprarlo todo y a todos. ¿Puede realmente un ángel amoroso y cándido cambiar a este hombre dolido que tiene un corazón de roca dura? Para los lectores de Julie Garwood, Judith McNaught y Jude Deveraux.
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Daniel y el ángel - Jill Barnett
Jill Barnett
Daniel y el ángel
/
Para Emma,
el único ángel que he conocido jamás
CAPÍTULO UNO
Era el día perfecto para un milagro.
El cielo resplandeciente sobre el Reino de los Cielos era tan dorado como la trompeta de Gabriel, y el sonido distante de cánticos llenaba el aire celestial. Las nubes, algodonosas y blancas como el plumón de los retoños de ganso, creaban el más santo de los firmamentos... un lugar por el que ningún ángel temía caminar.
De pie, inmediatamente fuera de las Puertas del Cielo, se encontraba un ángel inexperto llamado Lillian. Miró hacia la izquierda, luego hacia la derecha y, tan solo para asegurarse, echó una ojeada rápida por encima de ella.
No había nadie en la costa.
Con una mirada de pura determinación, se arremangó la vaporosa túnica blanca, flexionó los dedos e hizo exactamente lo que le habían prohibido hacer: intentó crear un milagro.
El estallido fue lo suficientemente fuerte como para romper el Cielo.
La resonancia de una fuerza similar a un huracán provocó que las nubes salieran disparadas, entrechocando unas con otras, en todas las direcciones posibles. Lilli aterrizó de plano sobre la espalda. Durante unos segundos de aturdimiento, permaneció encima de una nube que aún brincaba, con los brazos y las piernas extendidos como la figura de un ángel en la nieve.
Lentamente, el oscuro humo procedente del estallido se asentó en torno a ella. De un soplido, se apartó de la cara un mechón de cabello rubio plateado y parpadeó unas cuantas veces; después, se encontró a sí misma con la mirada fija en las alturas celestiales. Primero, agitó los dedos de los pies; luego, movió los brazos y las piernas.
No... No tenía nada roto.
Se sentó rápidamente. El halo se le deslizó encima de los ojos. Lo empujó de vuelta a su sitio y se bajó con rapidez la túnica para cubrirse las piernas desnudas. Como copos de nieve que caen, tres plumas perladas de las alas flotaban enfrente de ella.
Se miró la espalda por encima de los hombros y frunció el ceño al verse las alas arrugadas. Giró los hombros, los sacudió suavemente y agitó las alas para liberarse de los embrollos. Oyó un grito contenido y dio la vuelta de un salto: «¿Florida? ¿Eres tú?»
Se oyó otro gruñido ahogado.
—¿Dónde estás? —se volvió hacia un lado y hacia el otro. De repente, cerca de ella, dos pies descalzos asomaron del interior de una nube negra—. Oh, ahí estás.
Los pies patearon en el aire unas cuantas veces y desaparecieron describiendo una voltereta. La cabeza oscura de Florie apareció a la vista y, con la ayuda de Lilli, salió arrastrándose de la nube negra y permaneció allí arrodillada un instante, con las alas ladeadas hacia abajo mientras tosía.
Lilli le dio a Florie palmadas suaves en la espalda hasta que dejó de toser y volteó la cabeza hacia arriba. Observó a Lilli con la mirada aturdida.
—¿Qué ha ocurrido?
—Nada.
Florida se giró y se quedó helada, sin dejar de mirar horrorizada hacia el oeste.
—¡Oh, no! Sí que ha ocurrido algo —exclamó—. ¡Mira lo que has hecho esta vez! —Lilli se giró también y casi se murió... de nuevo—. ¡Has roto las Puertas del Cielo!
Lilli se tapó los ojos con ambas manos y gimió; después, lentamente, separó los dedos y miró a través. El estómago se le hundió. Hasta algún lugar cercano a sus pies desnudos. Poco a poco, se levantó y caminó hacia su último desastre, con Florie siseando justo detrás de ella. Se detuvo, incapaz de pensar, de hablar. Únicamente podía mirar.
La entrada al lugar más sagrado del universo era un completo desastre. Las puertas colgaban en ángulos imposibles de las bisagras de oro de veinticuatro quilates, que ahora estaban destrozadas por la mitad, con los pasadores de oro doblados como un bumerán. Se suponía que las puertas, que originariamente tenían la forma de unas alas de ángel, debían encontrarse en el centro, donde una cerradura incrustada en diamantes las mantenía en perfecta simetría.
—¿Dónde está la cerradura? —susurró Florie.
Lilli miró hacia abajo, a sus pies, donde el polvo de diamantes titilaba como granos de arena entre pedazos rotos de una perla preciosa. Mordiéndose el labio inferior, señaló:
—Creo que aquí —sintió náuseas—. En algún lugar —Florie se agachó y juntó el polvo barriéndolo con los dedos—. ¿Eso es todo lo que queda? —preguntó Lilli mirando con desasosiego la pequeña columna de polvo blanco. Florie asintió con la cabeza—. Parece la mujer de Lot.
—San Pedro se va a enfadar tanto que va a escupir relámpagos. ¿Te puedes imaginar... —se acercó inclinándose y susurró— ...su reacción? Recibirás el peor castigo que nunca se haya dado. Puede que sea incluso peor que cuando te ordenó que abrillantaras todos esos revestimientos plateados.
—Bueno —dijo Lilli a toda prisa—, no me puede castigar si no sabe que fui yo —dio varias vueltas sobre sí misma, apretando la larga túnica con los puños—. ¡Vamos! ¡Sígueme! —y salió disparada a toda carrera.
—¡Espera!
—¡Deprisa, Florie! —gritó Lilli por encima del hombro—. ¡O pensará que lo hiciste tú!
A Florida se le fue todo el color de la cara. Rápida como un rayo, aleteó tras Lilli. Sacudiendo las alas, brincaron de un banco de nubes a otro, hasta que Lilli encontró el escondite perfecto en el interior de una rechoncha nube cúmulo, en la que carámbanos centelleantes enmarcaban un revestimiento plateado. Agarró la mano de Florie y la arrastró hacia adentro.
Florie miró alrededor con incertidumbre:
—¿Crees que San Pedro nos encontrará?
—Por supuesto que no. Este es el lugar perfecto. Lo encontré cuando pasé todos esos meses abrillantando plata. Nadie pensaría que pueda haber un revestimiento en esta nube.
—¿Estás segura?
—Me escondí aquí la última vez.
—Oh —Florie se detuvo; después, miró a Lilly con una mirada cómplice—. Aquella vez que estabas intentando volar y te chocaste de cabeza con la escalera de Jacob.
Lilli ladeó la cabeza:
—Si no hubiera sido porque todos los arcángeles estaban subidos encima de ella en ese momento...
—Gabriel aún tiene un doblez en su halo.
—Lo sé. No he sido capaz de volver a mirarle a los ojos desde entonces —Lilli miró a su amiga y, tras unos segundos silenciosos, admitió—: Bueno, en realidad... no me refería exactamente a eso.
Florie examinó a Lilli con suspicacia:
—¿Qué más has hecho?
—¿Me prometes que no se lo contaras a nadie nunca?
Florie asintió con solemnidad.
—¿Me lo juras y que te mueras ahora mismo si dices algo?
—Ya estoy muerta.
Lilli se revolvió avergonzada un instante y luego confesó:
—Yo también, pero si llegaran a enterarse alguna vez de lo de los pergaminos sagrados...
—¿Perdiste los pergaminos? ¿Los pergaminos sagrados?
Lilli asintió.
—¿Cómo pudiste perderlos?
—Bueno, no es que los perdiera exactamente.
Florie se quedó mirándola.
—Se me cayeron —admitió Lilli—.
—¿Dónde?
El rostro de Lilli reflejaba angustia.
—En las profundidades del Mar Muerto —Florie se quedó paralizada con la boca abierta—. Solo quería cambiarlos de lugar... fuera de la vista. Pero trastabillé —tras un largo segundo en silencio, Lilli levantó la barbilla, con una mirada esperanzada en el rostro—. Pero alguien los encontrará... algún día.
Florie la miró con incredulidad y sintió un escalofrío. Estiró el cuello para observar los largos carámbanos con escarcha que enmarcaban la entrada y miró hacia afuera.
—¿Estás segura de que nadie nos puede encontrar aquí?
Lilli le dio a su amiga unos golpecitos tranquilizadores en la mano.
—Confía en mí. Mira, ¿ves que nuestras alas se combinan con la plata y el hielo centelleantes? Y nuestras túnicas son blancas. El color de mi cabello es de un rubio tan pálido que no destaca —miró el cabello oscuro