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Baltasar es Nombre de Rey
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Libro electrónico257 páginas3 horas

Baltasar es Nombre de Rey

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Baltasar Castreño, nombre ficticio de un personaje real, resulta ser el paradigma, el reflejo fiel, de tanto emigrante español llegado a la tierra de promisión americana.

Seguramente, más de un amable lector que se adentre en la lectura de este disparate de la vida que es Baltasar Castreño, resultará sorprendido, ¡o tal vez no! de las vivencias que aquí se presentan y acontecen. Para otros, en cambio, les resultará muy familiar el entorno y desenvolvimiento del protagonista; bien porque estas experiencias en América se las escucharon a otros o, sencillamente, porque el lector ocasional, también forme parte de la diáspora emigrante que un día se decidió a cruzar el mar, a "mirar más allá", a ver qué había al otro lado de la orilla del inmenso océano.

Esta historia, quede claro, no es ficticia y todo lo que aquí acontece y desarrolla, son hechos reales, tal y a como a este humilde escritor se lo contó el protagonista. El autor de este libro sabe, por experiencia que vidas como la de Baltasar y entre la comunidad emigrante, española en este caso, historias similares podrían narrarse a cientos, y a cuál más fascinantes. El hecho de que el autor en Baltasar es Nombre de Rey, también haya sido un vividor y aventurero en tierras americanas, corrobora el hecho de que la existencia de un emigrante sea en cualquier momento una exposición esperpéntica, una auténtica ristra de disparates, de grandezas humanas, de heroicidades, de felicidad y conquista y también de tragedia y muerte. La sangre española está sembrada y derramada de punta a punta del continente americano.

Es por ello que la vida de Baltasar Castreño y en lo que al autor del libro se refiere, se presenta como un homenaje, como una real muestra de admiración a miles de españoles que, desde hace siglos, llegaron, y siguen llegando, a tierras americanas. Tierras en donde una raza como la española, ha contribuido, no con su granito de arena, sino con montañas, con toneladas de arena, al engrandecimiento de América de uno a otro confín, aunque pretendan opacarlo, los ignorantes, acomplejados y envenenados por la leyenda negra urdida por Inglaterra, en contra de su odiada y admirada España, mal que les pese.

Baltasar Castreño, nombre ficticio de un personaje real, es una muestra del coraje y virtudes, anteriormente señaladas.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 may 2021
ISBN9781643347585
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    Baltasar es Nombre de Rey - Emilio Renero

    I

    Un día de reyes

    En el Burgo Ranero y empezando a amanecer, aquel día prometía, como otro cualquiera, en el hogar constituido por Julio Castreño y Antonia Carrión. En principio no dejaba de ser un día más, a no ser por el hecho de que Antonia se sintió ligeramente indispuesta. Nada extraño, por otra parte, ni por lo que alarmarse, puesto que se sabía en la antesala del alumbramiento de su primer hijo. Manuela y Aurelio, también hijos del matrimonio, llegarían a la familia años después y de momento les tocaba esperar turno, mientras el primogénito hacía su irrupción con todos los honores que confiere el haber llegado el primero al seno familiar.

    Las crónicas familiares del matrimonio Castreño, no relatan lo que sus majestades de oriente dejaron aquel año y aquella madrugada de Reyes, en el hogar de Julio y Antonia. Pero, por si acaso, ahí quedó el niño Baltasar para dar la nota y mayor alegría en ese día festivo. Podía haber nacido un día antes o un día después. Lo que ocurre es que el niño, tuvo que nacer un 6 de enero, para robarle protagonismo a Melchor, a Gaspar y a su homónimo Baltasar.

    En efecto, aquella mañana, nuestro personaje que, obviamente, entonces no tenía nombre, pugnaba por salir de su letargo obligado, decidiendo, finalmente, asomarse al pícaro mundo. El primer hijo del matrimonio, pidiendo paso y naciendo a la vida en aquella fecha del 6 de enero de 1948. Tampoco es extraño presentarlo así, porque si para el común denominador de la humanidad, lo propio es nacer cuando lo dictan las leyes inexorables de la naturaleza, seguramente en el caso de nuestro hombre, habría que concluir pensando que no nació cuando debía, sino más bien cuando a él le dio la gana. A tenor de lo visto y conociéndolo años después en sus correrías y andanzas por el ancho mundo, no sería muy descabellado pensar que, quien sería sacramentado más tarde en la pila bautismal de la iglesia del Burgo Ranero con el nombre de Baltasar Castreño, nació ese día, ni más ni menos, porque se le antojó; porque él así lo quiso. Y punto.

    En cualquier caso, su nacimiento se produjo dentro de los plazos establecidos, porque ya, desde entonces, Baltasar fue un hombre práctico, como se irá viendo y al que nunca le gustó hacer esperar a nadie.

    En aquella España de trabajo, sudor y lágrimas, vio la luz Baltasar Castreño y entre las callejas y sembradíos de su entorno rural, comenzó a crecer, aprender y desarrollarse como cualquier ser vivo, como cualquier niño de su entorno, en un medio rural duro y recio, pero que, transcurrido el tiempo, fue algo muy oportuno para afrontar la vida en años venideros, en su juventud y adultez posterior.

    La infancia de las canicas, de jugar al güá de los balones de trapo, para emular a los ídolos del balompié de entonces, aquellos que salían en los cromos y que los niños guardaban como oro en un paño, aunque estuviesen menos mediatizados que los ídolos actuales, evidentemente. Peonzas, trompos y, de vez en cuando, algún juguete mayor, especialmente en tiempo de Reyes, si bien en alguna ocasión nuestro mentado protagonista, ya de muy niño, comprendió que no siempre la vida te da lo que quieres y que, habitualmente, lo que consigues te lo has tenido que trabajar primero. Un año, un día de Reyes, me levanté a ver qué habría junto a mi zapato. No había nada.

    La explicación vino después. Ya entonces los Reyes, aunque Magos ejercían de su potestad y autoridad, habiendo sentenciado de antemano al bueno de Baltasar, argumentando que no había hecho méritos suficientes (según la escala de valores de la época), para ser recompensado con ningún regalo en aquella ocasión. Blanca Navidad con Reyes en blanco, finalmente. Las cosas claras, debió de pensar Baltasar. Habría que amarrarse los machos de ahora en adelante. Mejor por mí mismo y no depender de nadie para no sufrir más desencantos, rezongó aquel pobre niño castigado, en tal ocasión, por los Magos de Oriente, en base a una supuesta mala conducta infantil a lo largo del año.

    Seguramente aquella experiencia fue el primer aldabonazo recibido que le indujo a pensar que había que esforzarse para merecer y conseguir.

    Iba a navegar por su cuenta y no depender de los caprichos y veleidades de nadie. ¿Para qué? ¿Y si el año próximo Sus Majestades de Oriente, vuelven a amanecer de mal humor nuevamente y me quedo a dos velas otra vez? Si ni siquiera su homónimo Baltasar, con toda su realeza oriental, había intercedido por él, para que le hubieran regalado un juguete, en la festividad de los Reyes Magos. Realmente no me importó tanto. Recuerdo que también sin regalo, era feliz, argumenta aquel niño infractor y, por ende, sin juguete.

    No sabemos si ya por aquel entonces le sonaba a Baltasar aquello de el pan nuestro de cada día, dánoslo hoy, pero tras el fraude y desencanto aludidos, y en previsión de que el Supremo Hacedor del cielo y tierra, estuviera muy ocupado en otros menesteres como para acordarse de él, Baltasar ya entendió y se reafirmó en su idea de entonces de que era mejor coger el toro por los cuernos. Fue por ello que puso manos a la obra para ir limando algunas dificultades. Por ejemplo, y si para muestra basta un botón, con suma determinación y recordando que le gustaba mucho comer, creó una alianza ominosa y cómplice con su prima Juani que, dicho sea de paso, tiene nombre de mujer fatal del celuloide, como no podría ser de otra forma en la historia que vamos a narrar. Juani, resulta ser esa prima inevitable y necesaria en la infancia de todo varón que le enseña la existencia del sexo contrario, de que hay algo más. Era la prima que le ayudaba en las operaciones logísticas de encaramarse a una silla para bajar la cesta de la comida que, en lo alto y colgada de un gancho blindaba, supuestamente, doña Antonia, confiando ciegamente, en la condición inexpugnable del techo de la cocina. La madre de Baltasar, aún no sabía (lo que averiguaría años después), que tenía un hijo de altos vuelos, a quien eso de las dificultades aparentes, no le arredraba en exceso. Es por ello que, en la delictiva connivencia con la prima anteriormente aludida, la canasta de doña Antonia, sucumbía a diario a los asaltos desaforados y perfectamente planificados del niño Baltasar, y caía rendida a sus pies, el continente y el contenido. Mientras se llevaba a cabo el delito, Juani, fiel aliada en aquella mancuerna fatal para la desdichada canasta, desempeñaba diligentemente sus labores de intendencia y cubridora de la retaguardia. Había que prevenir que cualquier enemigo inoportuno apareciese en escena, retrasando o abortando aquella exitosa operación cotidiana.

    Al regreso de las tareas del campo que Antonia laboraba, en compañía de su esposo Julio, el ama de casa asistía estupefacta a la constatación de cómo la sagrada pitanza familiar había desaparecido o al menos disminuido, en un misterio insondable, una vez que el infractor había vuelto a ascender de nuevo la canasta a los cielos infinitos de la cocina familiar, como si tal cosa. El depredador estaba en casa y era sangre de su sangre y carne de su carne. Era el traidor Baltasarcito, que por necesidad y, quizás, más por travesura, se alimentaba y divertía por su cuenta.

    Aquella cabezonería, el empecinamiento por acometer empresas de su agrado y antojo sería, a partir de entonces, una constante en la vida, carácter y personalidad de Baltasar, tal y como iremos comprobando a través de las páginas de este libro. Animado por su éxito, en la lucha de la consecución diaria del sustento, Baltasar decidió que, aunque no todo el campo sea orégano, seguramente él, y dentro de sus limitaciones infantiles, estaba bien capacitado ya para labrar y cosechar, exitosamente, todo lo que se propusiera en el futuro.

    Pero antes, y como era preceptivo, no estaba de más comenzar su período de instrucción escolar. En este capítulo prosiguió, erre que erre, con su actitud. Frente a las normas disciplinarias de aquel entonces y que muchos en la actualidad extrañamos, el niño Baltasar navegaba con bandera propia. No obstante, en aquella pequeña escuela del pueblo, el maestro Don Ernesto Corral, ejercía su magisterio y autoridad tal y como ordenaban los cánones de la época, y no estaba dispuesto a ceder ni un ápice desde su puesto de mando. ¿Consecuencia? El niño Baltasar, con frecuencia, terminaba su jornada escolar bajo arresto, o sea, con los brazos en cruz y frente a la pared del humilde, pero sagrado, recinto magisterial.

    El castigo era cumplimentado por los reglazos de rigor y por el posterior informe fatal a los padres, que luego, en casa, se encargaban de redondear la faena del maestro aplicando también su propio castigo domiciliario. ¿Traumas de la niñez? ¿Consecuencias psicológicas y secuelas insolubles después de aquello? En absoluto, Gracias a los castigos y disciplina impuestos aprendí a respetar a los demás y agradezco mucho a mi maestro todo lo que me enseñó en aquella escuela de mi pueblo donde todos éramos amigos y de la que guardo recuerdos entrañables. Así se expresa Baltasar Castreño en el día de hoy, muchos años después de abandonar la infancia.

    Dentro de los recuerdos y anécdotas de aquellos tiempos de la letra con sangre entra, mencionar aquella ocasión, que forma parte de la experiencia infantil de cualquier niño que se precie. Aquellos escarceos de fumador incipiente, con un cigarrillo robado al padre a hurtadillas, o cualquier papel de liar de aquellos libritos tan populares de aquel tabaco de picadura tan en boga entonces. Y luego, en soledad, en el anonimato terrible, asumiendo a solas el pecado infame y transgresor de aquella acción, y acompañado de los mareos inevitables en las primeras inhalaciones de la nicotina. O, tal vez, en compañía de otros menesterosos igual de desalmados, como los amigos o compañeros de la escuela. Pasajes de una infancia y experiencias tan comunes a tanta y tanta gente, en los años incipientes de la existencia. Esos años, en los que el mundo y la vida avanzan demasiado despacio en el ansia de crecer y hacerse mayor, para vivir con las ventajas de los adultos. Como el poder fumar libremente, por ejemplo.

    A escondidas, en compañía de otros compañeros de la escuela, ejercía su particular quebranto de la ley, el niño Baltasar. En un día aciago, él y un compinche ocasional, fueron sorprendidos por el maestro en sus labores clandestinas de inhalación tabaquil, tras una pared semiderruida en las afueras del pueblo.

    En una época aquella en la que los castigos escolares eran del dominio público, por lo que de ejemplarizante conllevaban, Baltasar se vio expuesto en la picota del oprobio y del escarnio. Leídos los cargos y sentenciados los infractores, o sea, Baltasar y el otro, se dio vía libre a la pública ejecución dentro de la escuela del pueblo.

    Con el corazón en un puño, la congregación de escolares allí reunidos, juicio sumarísimo y posterior ejecución de Baltasar y su compinche. También allí se palpaba la tensión, por si acaso, los dos delincuentes se iban de la lengua. En aquel tipo de delito todos estaban implicados y eran partícipes, aunque solo dos habían sido capturados por el instinto inquisidor del maestro. Existía la posibilidad de que aquellos dos abrumados por la presión cantaran, o sea, se fueran de la lengua y toda la congregación escolar tuviera que ser castigada. Se encontraban, quizás, a las puertas de una ejecución masiva. De momento, y ante el interrogatorio feroz y sagaz del enseñante, ambos dieron la callada por respuesta. Parecía que aquel juicio sumarísimo no daba para más. Puestos de pie y ante toda la congregación expectante, los dos reos, impasibles y a punto de ser ejecutados. El pelotón de fusilamiento compuesto por el maestro del Burgo Ranero, Ernesto Corral, se preparó para tal menester.

    Lentamente, como el que se dispone a vendar los ojos a quienes van a ser ejecutados, sin la gracia postrera de un último deseo que no se le debe negar a ningún ser humano que se precie, y por muy miserable que haya sido su delito, como era el caso de estos dos, se procedió a tal fin. El maestro Ernesto, Ernesto el maestro, de apellido Corral, y sin ningún rasgo de pudor ni humanidad, cogió unas hojas entresacadas del periódico del día y comenzó a liar un cigarro gigantesco primero y después otro postrero.

    La tensión y la angustia se apoderaron de los presentes, cuando el maestro Corral, aquel hombre sin piedad que impartía enseñanza y reglazos por igual, a diestra y siniestra, cuando las circunstancias lo requerían entre aquella tropa de rebeldes, extendió ambos cigarros a los reos, pronunciando una sentencia fatal: Fumen.

    Y fumaron, por increíble que parezca en nuestros días, Baltasar fumó.

    Abrumado por la situación, Baltasar no recuerda exactamente de qué estaba hecho aquel cigarro infame, cuyo humo le abrasaba la boca, y apestaba el ambiente. Tal vez fuera la hoja de la sección necrológica, como una alusión clara de lo nefasto y previsibles consecuencias de ese vicio. A lo mejor era la sección deportiva, y nuestro hombre, entonces niño, se fumó, él solito, las crónicas de cómo habían sido los golazos del domingo anterior. Pudiera haber sido, quizá, la página de actualidad internacional, en donde se reflejaban las vicisitudes de una España de postguerra que se iba abriendo y proyectando al exterior, tratando de ser reconocida y aceptada en el nuevo régimen franquista que tantos criticaban y miraban con recelo, aunque no todos. En resumidas cuentas, lo único que Baltasar recuerda es que se fumó lo que le dieron.

    El caso es que la experiencia, obviamente, no fue nada grata para Baltasar. Aquel debut suyo como fumador social, ante tanto público, en semejantes circunstancias y con un producto, a todas luces, de tan mala calidad, determinaron que semejante experiencia, fuese de debut y despedida. Nunca más. Actualmente Baltasar, como tantos otros forzados por las circunstancias, no es sino un fumador pasivo en ocasiones.

    Niño alegre, vital, curioso e inquieto, recuerda Baltasar incidencias, travesuras y aquella ocasión inevitable en la infancia de cualquier niño que se precie, y en la que casi nos descalabramos para siempre, pero tras la cual, afortunadamente, no pasó nada. A los cinco años Baltasar ya comenzó a experimentar empresas de alto calado. Un día quiso emular a cualquier jinete de los cómics, de los chistes de la época y se trepó a uno de los caballos de su padre. Falto de práctica, se enredó con el collar del equino, y el noble animal se asustó, al saber que su jinete al margen de nuevo, era novato, o sea, inexperto, que no sabía cómo montar ni dirigir un caballo. Algo fundamental para que el caballo y el caballero no acaben por el suelo o algo peor.

    Sin poder determinar en la actualidad cuál de los dos entró en mayor estado de pánico, el caballo arrancó tal y como se esperaba del mismo en tales circunstancias, galopó despavorido por las calles del pueblo, arrastrando aquel bulto desconocido y del que no podía desprenderse. Era nuestro héroe infantil e intrépido, Baltasar Castreño, besando el suelo, tragando el polvo de las calles del Burgo Ranero. Milagrosamente no pasó nada. Nuestro protagonista quedó a salvo para acometer empresas de más alto riesgo, en el futuro, a lo largo de su vida. Ya lo verán.

    Susto mayúsculo para todos, incluido el caballo, al que obviamente no vamos a dar más protagonismo en esta historia, salvo el de haber sido montura receptora y testigo del desparpajo de un niño de cinco años.

    Entre travesuras y vivencias, el tiempo pasaba y la incipiente existencia de Baltasar, se iba llenando de experiencias y sensaciones inevitables en la vida de cualquier ser humano. El entorno local y nacional seguía marcado por la Guerra Civil, finalizada hacía poco. Las necesidades eran muchas, había que pensar bien y afinar mejor aún, para ver qué opciones se le podrían exigir a la vida en aquellas circunstancias.

    Si es cierto que la mano femenina mece la cuna del mundo, en el caso que nos ocupa no iba a ser una excepción. Gracias a mi madre, soy como soy —dice Baltasar—, quien reconoce que su madre le inculcó, entre otras cosas, el temor de Dios y el amor al prójimo.

    II

    Aprendiendo a vivir

    Mi madre, siempre quiso lo mejor para sus hijos. Quería que yo tuviese una buena educación, que fuera útil a los demás y que ayudara a construir un mundo mejor. Por contra, no quería que sus hijos trabajásemos en el campo detrás del arado y las vacas.

    Pues así tenía que ser. Y así fue. A los diez años, la madre abnegada de la época, envió a su hijo Baltasar, en calidad de interno, al Monasterio de los Padres Mercedarios, en Herencia, Ciudad Real. Doña Antonia, deseaba lo mejor para su hijo, o sea, que aquel torbellino llamado Baltasar, se hiciese misionero, para ayudar a los niños pobres del África y a la gente necesitada.

    La estancia en el monasterio, se prolongó por espacio de tres años, y vencida la nostalgia de las primeras semanas, en las que por la mente de Baltasar desfilaban a todas horas sus padres, amigos, su maestro, en fin, el pueblo, en el que había vivido hasta esas fechas, se fue adentrando en la rutina del estudio y disciplina internas de su nuevo hogar.

    Según cuenta Baltasar, el baño diario con agua helada a las seis de la mañana, era tan ineludible como cualquier otra ocupación en aquel centro educacional, que hacía del cumplimiento de sus normas disciplinarias su señal de identidad. Y es que preparar hombres para el día de mañana y, especialmente, misioneros para el África, no era una cuestión baladí.

    "Mens sana in corpore sano, ya parecía pensar Baltasar que, al margen de las tareas estudiantiles, en las que no era muy bueno", tal y como reconoce él mismo, ya le daba duro al balón en sus ratos de ocio deportivo. Pero al margen de una actividad futbolera, casi obligatoria en cualquier niño de cualquier época, ya apuntaba Baltasar inquietudes artísticas, que se verían reflejadas años más tarde, en sus andanzas por tierras americanas. De momento, se erigía en el protagonista de algunas obras de teatro que en el colegio se representaban.

    Mi comportamiento no era el mejor. Casi siempre estaba castigado, porque hablaba mucho, reconoce el propio Baltasar. Circunstancias y características, estas del diálogo y la comunicación, que serían propias de Baltasar Castreño, empresario y hombre de negocios en años venideros.

    Pero mientras esa etapa de su vida aún estaba por llegar, había que seguir cumplimentando esta en la que estamos inmersos; la de sus años infantiles en el monasterio de Sarriá en donde, presuntamente, se estaba formando un futuro misionero, que viajaría, con el tiempo, a tierras africanas para ayudar a los negritos de aquellas latitudes olvidadas, y a los más necesitados y menesterosos de nuestro cuitado y pícaro mundo.

    A pesar de sus desavenencias con las normas del centro de estudios, había una actividad en la que el estudiante Baltasar sí era aplicado y se erigía en un ejemplo a seguir. Era el primero en levantarse a diario a la hora convenida. La pereza no era, ni lo sería nunca, uno de sus defectos. La razón de acometer cada día con entereza y prontitud, no era otra que el rito cotidiano de asomarse por la ventana de su habitación, para que el futuro misionero, contemplase embelesado, el matutino caminar de una joven rubia, de una edad similar a la de Baltasar. La rubia, le hacía vibrar, en una experiencia y sensación que, hasta entonces, el niño que empezaba a despertar en adulto, no había conocido. Seguramente aquellos sentimientos resultaban encontrados con los que debía sentir un misionero en ciernes, más preocupado del alma que del cuerpo. Pero de momento, y mientras se aclaraba la contradicción, el joven estudiante interno

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