Cuentos con y sin pintores
Por Enrique Butti
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Las variadas historias de estos pintores borronean un manifiesto artístico exacerbado que inspira al resto de los cuentos "sin pintores" que completan este volumen, donde el humor, el desasosiego y la compasión que modelan la narrativa de Enrique Butti alcanzan una expresividad estremecedora.
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Cuentos con y sin pintores - Enrique Butti
Cuentos con y sin pintores
ENRIQUE BUTTI
Cuentos con y sin pintores
Enrique Butti
Editorial Palabrava
Diagonal Maturo 786
Santa Fe
editorialpalabrava3.0@gmail.com
www.editorialpalabrava.com.ar
Colección nordeste
Directora de colección: Patricia Severín
Coeditora: Viviana Rosenzwit
Diagramación: Álvaro Dorigo y Noelia Mellit
Diseño de Colección y Tapa: Álvaro Dorigo y Noelia Mellit
Santa Fe www.sugoilab.com
Digitalización: Proyecto 451
Versión: 1.0
Primera edición en formato digital: enero de 2023
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
ISBN 978-987-4156-53-2
Índice de contenido
Portada
Legales
Portadilla
I
CUENTOS CON PINTORES
El relojeado
La Ciudad de los Templos
Vanagloria
Triángulo amoroso con perro
Las artes plásticas en los albores del siglo XXI
II
CUENTOS SIN PINTORES
Misión clandestina
El primer poema
Tesoros
Asociación holística
Mi gemelo filipino
Cuentos con y sin pintores
ENRIQUE BUTTI
I
CUENTOS CON PINTORES
El relojeado
Orlandito apareció después de un siglo, se me sentó al lado y me festejó todo el tiempo con cigarrillos, café y fernet. Me los hacía pagar con la amenaza de que después quería hablar conmigo y con la pormenorizada descripción de los cuadros que había pintado últimamente, siempre acompañados por el meticuloso éxito con que habían sido rechazados en salones y galerías. El resultado fue que me perdí el inicio y el desarrollo del debate. La conclusión en boca de los más sapientes exigía silencio general y pude concentrarme.
—Seguimos arrastrando una piedra que en el principio de la humanidad debe haber sido un cascotito. Todos le agregamos nuestro grano de arena. Ya tiene un peso insostenible y va a terminar por aplastarnos —manifestó Arredondo.
—Concuerdo —asentó José, siempre conciliador—. Sísifo fuimos y seremos.
—Yo en cambio no estoy para nada de acuerdo —cuándo no saltó Materaso—. Esa es una patente óptica pesimista. La humanidad es laboriosa, y lo que hace es rasquetear esa piedra, con lima y con punzón. Aunque los retrógrados le pegoteen sus mocos, las toneladas van a pesar cada vez menos.
—Hay cosas en las que avanzamos y hay cosas en las que retrocedemos. En las artes no hay signos de mejoría; fíjense si no en lo irreconocible que se ha transformado el arte del balón: los comentaristas no hablan de otra cosa que del comercio de jugadores y del monto de los contratos —metió la cuchara Florencio.
—Eso es verdad —pontificó en el cierre José—, estamos mejor y estamos peor, estamos como siempre.
En el Ite Missa Est, Orlandito no se me despegó. La viudez no lo favorecía, por más que el vulgo comentara que la mujer le había hecho la vida imposible, cosa que nunca me tragué, porque para mí Lorena seguirá siendo siempre un ejemplo de dulzura y sumisión. Es verdad que su lunar tenía, la pobre, que fue la falta de criterio para en la opción elegir al peor pretendiente.
Se me colgó del brazo, me susurró que se había aguantado a esa patota de fracasados porque tenía que consultarme y me rogó que lo acompañara a su casa. Yo intenté inventar una excusa que no quiso escuchar. Me dijo que tenía que ayudarlo, que tenía miedo; me arrastró a la calle tironeándome la manga del saco, tropezándose con las baldosas y babeando agitado. No sé qué estupideces contaba de su cuñado el pintor y solo paré la oreja cuando nombró a la que en su boca sonaba como una herejía.
—Vos sabés cómo era Lorena... —largó.
Claro que sí
, debería haberle contestado si yo no fuera tan educado, la conocía mejor que vos, que te la apropiaste y la hiciste infeliz, y no te digo que la asesinaste porque un alma destrozada no es una prueba judicial y vos sos capaz de querellarme por injuria
.
—Era rencorosa. Se creía que yo rivalizaba con el hermano que se la pasaba copiando los cuadraditos de tela escocesa de un tal Mondrian. Por favor, yo me comparo con algo más figurativo. Ella no me perdonó que a la muerte del hermano yo vendiera en bloque al griego del bazar los colorinches que el borrachín dejó en su pocilga. No habrá sido por el gasto que el griego se fundió dos meses después, porque recibió todo en consignación; se fue al tacho porque esas pinturas traían yeta. Por eso ni las quise ir a buscar cuando le desmantelaron el negocio. Seguro que terminaron tiradas en la basura.
—¿Ni una se guardaron?
—Una, que Lorena se emperró en colgar en el comedorcito, y que yo trataba de tapar metiendo adelante la muñeca española haciendo equilibrio en la columna corintia. Cuando ella se apagó, sin querer despedirse en la última instancia, lo primero que hice al volver del entierro fue descolgar ese adefesio, darle una mano de estuco y pintarle encima una de mis creaciones, que no es porque te lo diga yo pero de haberla visto en su momento terminabas pasmado de admiración. Después empezó la cosa que hasta me da chucho contártela. Dejemos a un lado que me arruinó la creación, un paisaje isleño con la perspectiva del agua que se te venía encima. Empezó a aparecer algo que al principio creí que eran manchas de herrumbre, porque el bastardo quién sabe qué cagarrutas habrá mezclado en sus tinturas. Pero no, con el tiempo la mancha fue tomando forma, cuerpo y color. Eso es lo que quisiera someter a tu interpretación.
—Tendrías que recurrir a un experto, no a este neófito —me apichoné, porque yo sostengo que la falsa modestia es una virtud.
—No, que no quiero levantar la perdiz y te pido que jures guardar secreto. La verdad es que estoy asustado y necesito a alguien de confianza absoluta. Vos sos el único amigo que tengo.
Dale nomás. El gran artista me subestima, eso lo tengo claro. Ni computa que cuando Lorena empezó a preferirlo deduje que era por su afición a la paleta y me encomendé a las lecciones particulares del maestro Romualdo Genovese, que me sacó un ojo de la cara para insuflarme la historia del arte con una moderna técnica de diapositivas. Me acordé de los fantasmas que pueden aparecer en una tela por empecinamiento de lo que se había pintado abajo. Rastrillé la definición en mi memoria, que es débil pero que en ese momento me respondió encendiendo con su fósforo una luz.
—Mirá —le dije en un rapto de generosidad, y para zafar de esta historia—. Si me pedís la opinión te la doy rápido y desinteresadamente. ¿Sabés lo que pasa con esa pintura? Ni más ni menos que se le apareció un pentimento.
El presuntuoso no acusó la bofetada:
—Ma qué pentimento. Si lo que el mediocre de mi cuñado había pintado era otro de sus cuadriculados de colores sin ton ni son. Lo que está apareciendo es de mano maestra. No hablemos más que ya llegamos. Preparate.
A lo que me preparé es a no conmoverme al entrar en esa casa que todavía debía estar llena de los despojos de aquella difunta que había sabido ser tan hacendosa. Inútil, porque lo primero que vi en una mesita ratona fue la carpetita bordada con patos o cisnes en relieve, con los piquitos abiertos que parecían pedir comida o socorro. No pude impedir que me saltaran las lágrimas.
Seguía con los ojos empañados cuando el energúmeno me plantó delante del caballete con la pintura.
—Mirá y decime.
Miré y me salió:
—Jesucristo. Es Jesús.
—¿Qué, adónde lo ves a Jesús?
—Ahí, con el pelo largo, las manos con las llagas abiertas.
—¿Qué te pasa, estás ciego? Yo también tengo el pelo largo. No son llagas.
Me refregué los ojos. La cosa cambió, casi me caigo.
—Che Orlandito, sos vos, pintado pintado. Y decime, ¿qué estás haciendo? ¿No te andarás queriendo cortar las venas, no?
Me dejé entusiasmar por el retrato, tan bien hecho que parecía un poster. Estaba Orlandito ahí, con las crenchas grises, pero sueltas, sin colita de caballo, medio desnudo y sangrando a troche y moche por los pulsos abiertos. Busqué en la mente para encontrar el nombre de una mexicana que se mostraba con ortopedias y sangrías, pero esta vez el fósforo no me respondió y no pude lucirme. Oí que el monigote sollozaba y desvié los ojos de la estupenda obra de arte. Orlandito estaba caído en el sofá y se tapaba la cara con las manos, sacudiéndose como un conejo.
—Vos también te diste cuenta de que soy yo... —largó, finalmente.
—Está clarito, hombre, mejor que un identikit. Confesá, ¿quién es el buen pintor que te odia tanto?
Se sulfuró, me llamó de una manera que no me gustó y no voy a repetir:
—¿Cómo te tengo que decir que esa figura salió sola? Abajo se ve todavía un poco del agua que yo había pintado, ¿ves? Y después apareció esto y me tapó la isla.
Pelotudo será tu abuelo
, debería haberle retrucado. Mirá lo que vengo a enterarme. Que si ese retrato tuyo salió por casualidad, entonces la casualidad pinta mil veces mejor que vos
.
Se levantó de un salto y me agarró de las solapas:
—¿Soy yo, no es cierto? No te quedan dudas, ¿no? ¿Y que me estoy cortando las venas?
—Ya te las cortaste, y en los dos brazos. La sangre te salta como catarata; si seguís así, en dos minutos te vaciás.
Se tiró en el sillón. Gimoteó:
—¿Qué hago?
—Nada, ¿qué querés hacer? Si tanto te preocupa quemá la pintura y chau.
Repitió su injuria, y después:
—Estás loco. Bonzo sí que no. Cortarme las venas, vaya y pase, pero morir quemado jamás.
Me cansé de tanto despropósito. Anuncié que yo tenía mis cosas que hacer, que cualquier ayuda que necesitara me llamara nomás, a cualquier hora. Y me fui, si