Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Lo que faltaba
Lo que faltaba
Lo que faltaba
Libro electrónico812 páginas12 horas

Lo que faltaba

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Mayo de 1993. A Lolo le han amputado la pierna. Cuando vuelve a casa se da cuenta de que ya no puede llevar la vida de antes. Se encuentra desvalido. El apoyo de su familia y, sobre todo, el de su inseparable amigo Ignacio, con quien repasa los momentos más importantes de su existencia, serán la principal razón que le permita hacer frente a su nueva situación. Lo que faltaba relata un conjunto vivencias y recuerdos que afloran a través de conversaciones que entrecruzan los protagonistas y a través de las cuales conocemos la intrahistoria de los últimos años del franquismo, el nacimiento de la democracia, los tiempos duros del terrorismo, el Opus, el 23-F, la cárcel y, en definitiva, el progreso de la sociedad. Mientras tanto, Trintxerpe, el barrio de Lolo, también evoluciona y pasa de ser «La Ciudad del Dólar» a «La Ciudad de la Droga».
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 ene 2023
ISBN9788419612236
Lo que faltaba
Autor

Roberto Álvarez Chans

Roberto Álvarez nació en Pasaia, Gipuzkoa, en 1962.Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad de Navarra ha dedicado su vida profesional al mundo de la publicidad. Es autor de un cuaderno de poemas titulado “Amor cercano”, así como de diversos relatos cortos (El arco de cristal, Historia en dos colores, As de corazones, La noche…). “Memorias de una pierna” es su primera novela, de la que tras el sorprendente éxito cosechado, está a punto de publicar la segunda parte.

Autores relacionados

Relacionado con Lo que faltaba

Títulos en esta serie (100)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Lo que faltaba

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Lo que faltaba - Roberto Álvarez Chans

    1

    El pirata Patapalo

    …y aquí estoy, tirado, en casa, en mi cama, con nuestro hijo al lado, como tantos otros días. Sin mi pierna, desde hace casi un mes. Ya nos hemos aburrido de ver la tele, de comentar las pequeñas anécdotas del día, de su trabajo, de mi no hacer nada. Ya hemos ido al baño, actividad para la cual su ayuda hasta ahora me ha resultado imprescindible. Pero hoy ha habido una novedad. He intentado ir yo solo, con las muletas. Gonzalo permanecía a mi lado, por si acaso. ¡Puagg!, con lo fácil que parece. Me he girado en la cama como una peonza torpe y llena de sebo. No es difícil. Solo hay que cogerle el truco y tener cuidado para que la sábana no te toque el muñón. La herida está todavía fresca. Cualquier roce me molesta y me recuerda que ahora soy un puto cojo y eso duele mucho más que el roce. Aún no consigo olvidarme de que me han amputado la pierna. Con el tiempo admitirás tu nueva situación, llegarás a pensar que siempre has sido así, lo de ser bípedo quedará como un sueño de juventud, me dicen. ¿Qué sabrán ellos?, ¿qué sabrá nadie que no haya pasado por esto? Me he convertido en el pirata Patapalo, el de la Isla del Tesoro que cantaba ron, ron, ron la botella de ron y me viene a la mente la imagen de Wallace Beery, uno de los actores favoritos de mi niñez. También me acuerdo del libro, que leí de crío y releí de padre, pero la imagen del pirata la relaciono inmediatamente con el actor, del mismo modo que uno a Robin Hood con Errol Flyn o a Ben-Hur con Charlton Heston. Mis hijos, tus hijos, nuestros hijos me dicen que estoy mayor. Pues claro, ¿cómo quieren que esté? Mayor y cojo. Más que cojo, inválido. Al menos por ahora. In-válido, aquél que no se vale por sí mismo. Ese soy yo. Me acuerdo de que los piratas ya inventaron aquellos pedazos de madera atados al muñón con cinchas de cuero como si fueran parte de su cuerpo. Y conseguían hacer una vida normal, dicen. Como Blas de Lezo, el mediohombre que derrotaba ejércitos y era de Pasai San Pedro, como yo. Porque uno no es de donde nace, sino de donde pace. Y yo he pacido en Trintxerpe, que era un barrio de San Pedro. Tan trintxerpetarra como tú, que me has apoyado tanto durante todos estos años. Has sido mi luz, mi faro, mi guía, mi referencia… y ahora que es cuando más falta me haces, siento que me fallas. Estás aquí, conmigo, pero no estás. Te doy pena, lo noto y eso es lo último que quiero darte. ¿Cómo me vas a querer si sientes lástima de mí? Me encuentro solo y solo, como quien no quiere la cosa, me he puesto en pie apoyándome en las dos muletas y haciendo una inusitada fuerza con el brazo izquierdo. A mi lado estaba Gonzalo por si me caía. Pero no, no me he caído. Y luego he caminado hasta el baño con cuidado y me he bajado el pantalón del pijama y me he sentado en el trono y he defecado como un señor. Pequeños grandes placeres de la vida. ¡Cómo los echas de menos cuando no puedes hacerlos! Estoy hasta los mismísimos de cagar en esa bacinilla en forma de cuña que me obliga a estrujar el intestino grueso y a empujar desde lo más profundo de mis entrañas mientras permanezco tumbado. Es una situación repugnante que lo llena todo de caca y la habitación entera huele a mierda… Venga, que no es nada, me repites tú cada vez. Joder, no es nada, pues hazlo tú, no te jode. ¡Qué cosa más asquerosa!, lo odio con toda la fuerza que me permiten mis esfínteres. Y no soporto que tengas que venir con esa cara de monja de clausura a recoger la cuña llena de caca y orines que vuela hacia el baño sobre mi cabeza como si fuera un trofeo de chorongos que desaparece por el aire como una de esas bandejas que se llevan los camareros por encima de las mesas dejando tras de sí uninconfundiblearomaamocordobañadoensalsadepis. Por eso, ¡hoy es un gran día! No he utilizado el maldito orinal por primera vez desde el día D, D de Dejar de tener pierna.

    —¿Qué día es hoy?,— le pregunto a Gonzalo.

    —¿Hoy?… 2 de mayo.

    —El día favorito del abuelo, la carga de los mamelucos, ¡ja!, pero al alba siguiente tuvo lugar el fusilamiento de los insurgentes tras el alzamiento contra los franceses, el cuadro de Goya con ese hombre moreno con los brazos en alto, camisa blanca alumbrada por un farol. No disparen. Sí, pero en una guerra siempre tiene que haber muertos, Loliño, lo importante es que el 2 de mayo fue el día que les dimos por culo a los gabachos, decía mi padre. Y desde ahí fueron replegándose hasta que llegaron a Donosti y la quemaron. Bueno, según dicen ahora los que la arrasaron y violaron a las mujeres fueron los ingleses, para tomar la ciudad, pero mi padre nunca quiso reconocerlo. Odiaba a los franchutes… nunca he sabido por qué.— Me intento apoyar en el codo para moverme. No puedo.— Gonzalo, tráeme ese cuaderno que está en el cajón de la mesilla, que no llego.

    —¿Este?,— me lo enseña y asiento con la cabeza. Es una especie de diario con las pastas de cuero curado, de un marrón no uniforme, que hace aguas como si fuera una pared de estuco oscura. En el centro de la tapa hay un cuadro labrado con las letras de la marca Saro. Con solo verlo me entra la nostalgia. Portada y contraportada están unidas por el lomo con una tela de color granate. Todavía me acuerdo cuando me lo compré en la papelería Tamayo. ¡Cómo pasan los años!

    Gonzalo me trae el manuscrito en el que llevo muchos días y noches apuntando todo lo que siempre te he querido contar. Las cosas que no podía dejar que se llevara el tiempo.

    —Mira Gonzalo, ayúdame a incorporarme.— Gonzalo me coge de ambos sobacos y me pone la almohada de respaldo. Noto que le peso. Me recuesto. Solo este movimiento tan habitual me agota… estoy peor de lo que pensaba. Más débil que hace un rato. Cualquier esfuerzo me deja hecho polvo. Cojo el cuaderno. Lo toco, aplano la hoja que acabo de abrir, lo hojeo rápido mientras identifico al instante los momentos, las palabras… puedo olerlas y puedo vivirlas con solo tocarlas. Miro hacia el cielo por la ventana y suspiro, ¡ahhhhh!. Lo cierro y lo abro por cualquier página. Lo ojeo sin ser capaz de ver nada. Sin las gafas, adivino borrosos pedazos de mi existencia.

    Gonzalo me mira extrañado. Estira el cuello sin atreverse a pedírmelo.

    —¿Qué cuaderno es ese?

    —¿Este?… el cuaderno de mi vida… llevo tiempo escribiendo en él nuestra historia para recordársela a tu madre cuando yo ya no esté… Bueno,— le miro,— si queréis también es para vosotros… Me atreví con la primera pagina cuando, pronto van a hacer dos años, me dijeron que la sangre no me llegaba al pie, que en el futuro tendrían que operarme y… decidí hacerlo por si me quedaba en el quirófano. Me lancé a poner sobre el papel lo que siempre quise contar por si acaso… pero, ya ves, mala hierba nunca muere. Ahora me temo que vas a tener que ayudarme a terminarlo… porque Patapalo está muy cansado ya…

    —No digas tonterías, aitá.

    Gonzalo pone cara de desagrado y vuelve a hacer un gesto con la mano, como intentando borrar mis palabras. Me coge el cuaderno y lo hojea, y se para en cada página y lee algunas líneas y pasa la hoja y sigue… Se cae un recorte.

    —¡Cuidado!, guarda eso en su sitio.— Mi hijo lo recoge obediente sin quitar los ojos del manuscrito.

    —Pero aitá, ¡si aquí está la historia de la familia!… —dice mi hijo mirándome a los ojos. Hacía mucho que no se atrevía a mirarme así.— Tienes que dejármelo.

    —Ahora no, ya tendrás tiempo,— se lo quito de entre las manos.— Mira, lo guardo en el cajón de la mesilla, junto a algunos recortes y fotografías. Si me pasa algo, ya sabes dónde encontrarlo… Y, ya que estás, te voy a pedir un favor…

    —Dime,— Gonzalo se acerca a mí y me aprieta el antebrazo.

    —Cuando yo no esté…

    —No digas eso,— me interrumpe enfadado.

    —Repito, cuando yo no esté,— le sello los labios con mi dedo índice,— es mi deseo que completes este manuscrito con las cosas que se me hayan olvidado… No solo quiero que lo corrijas, sino que añadas, bajo tu punto de vista, episodios de tu vida que yo no conozca, algún recorte de periódico, anécdotas de tu madre o de tu hermana… todo lo que consideres interesante para comprender mejor nuestra historia. ¿Entendido?

    —Aitáaaa, no digas eso, que tú tienes cuerda para rato…

    —¿Entendido?,— insisto.

    —Valeee…

    —Gonzalo… tienes que ser fuerte y estar preparado para cualquier cosa. Estos últimos meses lo he pasado muy mal y los años no corren en balde. Está claro que mi enfermedad no va ir a mejor… tenemos que ser conscientes de que esto se acaba…— Mientras hablo busco el hueco de la pierna con la mirada. Noto que sus ojos están llorosos y yo también me entristezco. Le vuelvo a entregar el cuaderno, que apoya sobre sus rodillas. No puedo evitar un sentimiento de envidia.— Ahora ábrelo por la última página y apunta, apunta que yo estoy sin gafas: 2 de mayo de 1993, tres semanas y media después de la amputación… primera cagada sin ayuda. La mejor forma de celebrar el día favorito de mi padre: Primera Defecación Oficial realizada en el Trono Imperial del señor Roca

    2

    Volver a vivir

    —…venga, que te estoy esperando…

    —¿Para qué?,— pregunta Gonzalo.

    —¿No habíamos quedado hoy para ir a bañarnos a San Pedro?

    —¡Ah!, ¿pero era verdad?, creía que lo decías en broma… — contesta nuestro hijo agobiado.

    —Pues nunca he hablado más en serio. Rápido, que quiero recuperar mi vida cuanto antes.

    —Vale, vale, ¿y María, no está?, dijo que le avisáramos.

    —No, ella va directamente. Si te descuidas ya está allí.

    —Pues déjame un bañador y una toalla.

    —¡Pídeselos a tu madre!— Gonzalo desaparece hacia la cocina y vuelve a aparecer contigo.

    —A ver, ¡que tenéis cada idea de bombero!… si no han pasado ni dos meses desde la operación. ¡Estáis locos!.— Tú como siempre animando.— ¿A quién se le ocurre ir a bañarse a Ondartxo?… si hace no sé ni cuántos años que no te bañas allí…

    —Pues por eso mismo… hoy es domingo, tus hijos tienen fiesta… tengo el capricho de sentirme libre, flotar en el agua como si mi cuerpo no pesara nada y me van a hacer el favor de dármelo… ¿que no quieres venir?, pues tú te lo pierdes.

    Cojo las dos muletas y me levanto con dificultad. Ya he aprendido a hacerlo solo, pero me cuesta. Avanzo por el pasillo hasta la puerta y me despides con un beso, no, si a terco no te gana ni una mula… ten cuidado, cabezaloca, mientras nos abres el ascensor. Siento que me da vergüenza salir a la calle. Me pongo una visera. Afortunadamente no hay nadie en la escalera, ni en el portal. Nueve peldaños me separan de la entrada. Compruebo cómo Gonzalo, por si acaso, se pone a mi lado sin decir nada. Un-dos, tacatá-tacatá, tres-cuatro, tacatá-tacatá… nueve veces hasta la entrada. Mi hijo abre la hoja de cristal y una bocanada de aire me da la bienvenida. Bendita sensación. Salgo y me apoyo en la pared junto al portal. Estoy derrotado, pero no digo nada… ¡y todavía no he salido de casa!

    —Espera un poco, que acerco el coche.— Gonzalo desaparece, apresurado, con un capazo de bañadores y toallas. La gente debe estar en la playa, porque en la calle no hay nadie. Me alegro. Prefiero la soledad. Triste soledad. Tranquila soledad. Mierda, se acerca el del segundo y yo aquí con la pernera derecha del pantalón doblada por la mitad con imperdibles. Me gustaría perderme en este mismo instante. Oigo el tintineo de sus llaves en la mano. Viene despistado mirándolas, con el pan y el periódico bajo el brazo. Bajar a hacer la compra, pasear, coger las cosas con las dos manos… placeres cotidianos que yo ya no me podré permitir. Ahora me ha visto. Vuelve a mirar las llaves haciéndose el distraído. Lo noto incómodo…

    —Hombre, Lolo,— me sonríe y trata de mirarme a la cara. Le gustaría no estar aquí, ni ahora. A mí también,— ¿por fin estás en casa?,— y sin esperar a mi respuesta continúa,— ya me alegro.

    —Sí, ya ves,— contesto deseando que se vaya.

    —¿Qué?, ¿a dar una vueltecita?

    —Sí,—y pienso en contestarle sí, la vuelta al mundo a la pata coja, no te jode,— con mi hijo, que ha ido a buscar el coche.

    —Bueno, pues bienvenido… y que lo paséis muy bien,— abre la puerta del portal y se dirige al ascensor. Respiro tranquilo. No sé ni como se llama. Normalmente apenas nos saludamos y hoy me lo tengo que encontrar sin opción de escapatoria… ahí viene Gonzalo. Se baja del coche y se acerca a ayudarme.

    —Venga, vamos por aquí, que hay más sitio.— Me conduce hasta la puerta del auto y me la abre.— Ahora dame las muletas… apoya una mano junto a la ventanilla… la otra en el respaldo y siéntate normal, como siempre.— Como siempre, dice. Me asusta estar apoyado en mi única pierna y dejarme caer hasta el fondo del asiento, que parece que me va a tragar.

    —¡Cuidado!, Gonzalo agárrame que me hundo, jodé, que me voy a mataaaar.— Él me coge de los brazos y me va dejando caer poco a poco hasta que ya estoy sentado, hasta que me encuentro seguro. ¡Ya! Lo he conseguido. Doblo la pierna y la meto. Me ayudo de las manos para recoger el muñón.— Gracias, pero la siguiente vez ten más cuidado… ¡qué susto me he dado!

    —Siéntate bien, que cierro.— Coge las muletas y las mete al capó. Da la vuelta al coche y se acomoda en el lugar del conductor.— ¿Ves?, si no tienes miedo es más fácil.

    —Ya… eso lo dices porque no tienes que hacerlo tú. Si te faltara a ti la pierna entenderías el acojono que da dejarte caer de repente al vacío,— protesto.— Ya me iré acostumbrando, pero…

    —Está bieeeen, tienes razón, pero verás cómo pronto lo haces tú solo y sin problemas.

    Arranca el coche y tira cuesta abajo despacio. Todo lo que veo me parece un milagro. Son las casas de siempre, la misma calle, la misma iglesia, la curva, la panadería, la farmacia… no hay sitio para aparcar, como siempre. Como nunca. Para mí todo es nuevo. Abro la ventanilla y el aire me da en la cara. Bendito sea. Entre pitos y flautas llevo más de tres meses haciendo el trayecto habitación-hospital, hospital-habitación. Dos antes de la operación y uno después. Sin estaciones intermedias. Sin salir. Lo de hoy es como si me llevaran de excursión. Esperamos a que el semáforo se ponga verde. Una pareja de ancianos cruzan del brazo. Apresuran el paso antes de que cambie el color a ámbar. Parece que les han dado cuerda. Los miro con envidia. El coche vuelve a arrancar y se introduce perezoso por la avenida de Euskadi de Trintxerpe. La calle de mi vida. Busco al pasar rostros conocidos entre los paseantes. Los pocos que reconozco están avejentados, más gordos, encogidos, con un andar derrotado que arrastra los pies… la vida nos estropea a todos. De forma diferente, caprichosa, personalizada, como se dice ahora, pero nadie vive ajeno al paso destructor del tiempo. Dejamos a la izquierda nuestra antigua casa, que me trae una ráfaga de nostalgia, la subida al Faro de la Plata, que siempre me recuerda a las excursiones que hacíamos de solteros y… entramos en San Pedro. Está como siempre. La vista de la iglesia me evoca mi niñez. Desde hace ya muchos años se puede acceder a Torreatze por una carretera que construyeron encima del agua y que evita la karrika¹ en la que estaba tu colegio y la casa de Blas de Lezo. El progreso es como el tiempo, lo devora todo. Para bien y para mal. Llevamos una pegatina de inválido en el coche y nos dejan pasar hacia Puntas, donde la circulación está limitada a los residentes. Desde la ventanilla veo San Juan al otro lado. Recorremos con parsimonia la angosta carretera y la vista me devuelve a los momentos de mi vida que transcurrieron en estos parajes. Recuerdo el agua llena de críos y madres en largos bañadores con aquella especie de faldita cubriendo sus partes, sentadas en el pretil y entre las varadas txalupas².

    Hoy solo hay tres niños que se bañan con manguitos frente a la última casa. Una amona³* los vigila mientras hace punto. Mejor para mí, no quiero ser el espectáculo de nadie. Aparcamos en la diminuta explanada que hay junto al Club de Remo. María nos está esperando tumbada sobre el murete. En cuanto se para el motor del coche se acerca mientras se despereza.

    —¿Qué tal?, ¿hace mucho que esperas?

    —¡Qué va!, he venido un poco antes para tomar el sol. Con este tiempazo me apetecía dar una vuelta y repantigarme aquí en plan lagarto. Me estaba quedando dormida… más bieeeen,—contesta mientras se despereza.— ¿Qué?,— me acaricia el brazo a través de la ventanilla,— ¿preparado para la aventura?

    —No creas, ahora que ha llegado el momento, estoy un poco asustado.

    Kaixo, Gontzal, hobeto lagunduiozu zuk, mesedez⁴,— dice mientras le da un beso a su hermano.

    Okey.— Gonzalo viene con las dos muletas en una mano y me ayuda a incorporarme. Estoy nervioso. Gira mi cuerpo sobre el asiento y me deja sentado mirando hacia la puerta abierta.— Mejor te pones aquí el traje de baño, que es más discreto.— Me lo pasa, se sitúa delante de mí y me ayuda a quitarme los pantalones y el calzoncillo. María se ha girado y está mirando a la ría.

    —Ayúdame a meter el pie… así y súbemelo un poco y ya me lo pongo yo.— Estoy sobre una pierna y agarrado al cuello de mi hijo. Me quedo a la pata coja, nunca mejor dicho. Me subo el bañador y me lo ato. El colgajo queda oculto. Bien. El muñón sobresale un poco por debajo de la pernera. Gonzalo me pasa las muletas y me dirijo, tacatá-tacatá, hacia el pretil. María me da dos besos, Aupa, aitá, que eres un valiente y me acompaña poco a poco hacia la rampa. Gonzalo se queda cambiándose y cerrando el coche. Me da miedo bajar la cuesta. No resbala, pero está húmeda. Por si acaso decido darle las muletas a María y bajar agachado agarrándome al muro y a una de las barcas que yacen boca abajo. Me gustaría saltar sobre una pierna como he visto tantas veces a los cojos en la tele. ¿Podré algún día yo hacer eso? Todo me parece mucho más difícil de lo que pensaba. Sigo avanzando agachado como un sapo. El agua ya me llega por el tobillo.

    —Tengo que comprarme unas sandalias de esas de río para no resbalarme,— digo.

    —Me parece bien,— dice María.— Espera un poco.— Apoya las muletas en la barca, se quita el vestido hacia arriba y, como por arte de magia, aparece en bikini. Mete las manos detrás de la nuca y de entre sus dedos surge una coleta. Así se parece más a ti. Me sonríe y se zambulle de cabeza, flop. En unos segundos aparece a mis pies, curiosa expresión cuando se tiene solo uno, en fin, con la piel brillante y el pelo pegado hacia atrás.— Venga, vamos.

    Antes de lanzarme al agua miro alrededor. Dos pescadores vienen de Puntas con sus cañas y aparejos. Yo estoy pendiente de su trayectoria, no quiero que me vean sobre una pierna al borde del agua. A ver si me voy a caer… pero ellos ni me miran. Mejor. Gonzalo ya viene nadando. Se ha debido tirar desde las rocas que hay junto al Club de Remo. Me giro hacia mi hija y salto hacia adelante rompiendo el agua con el pecho. ¡Ahhh, qué delicia!, solo por estas cosas vale la pena vivir.

    Me encuentro rarísimo intentando nadar con una pierna que no existe. Consigo flotar y me siento más ligero, pero cuando quiero avanzar me doy cuenta de mi torpeza. La sensación no es en absoluto desagradable y me sorprende comprobar que me siento mejor en el agua que en el suelo.

    —Parece que me desenvuelvo mejor en el mar que en tierra,— digo.

    —Sí, se te ve muy bien, la verdad.

    —Es que aquí no te puedes caer y no tienes miedo,— dice María.

    —Humm, será por eso, pero es una gozada… y además este frescor…— Intento hacer la plancha. Me sale mejor que nunca, porque la pierna derecha no me tira hacia abajo. El sol me da en los ojos cerrados y me transporta a momentos que han quedado en algún lugar de mi cerebro.— ¿Sabéis que hace unos años me bañé aquí con Ignacio?

    —¿Con Ignacio?,— pregunta mi hijo extrañado.

    —Sí, ¿a que no te lo esperabas?

    —Pues… la verdad es que no… pero si es aun chapas,— añadió María.

    —Bueno, es verdad que habla mucho, pero con el tiempo se ha convertido en mi mejor amigo. De todas formas de aquello habrán pasado ya… unos veinticinco años, jajaja… hasta aquel día no me había metido en esta agua desde que era pequeño… ahora está más limpia, se nota que no hay tantos barcos…

    —¿O sea que cuando os bañasteis tendríais unos cuarenta años o así?

    —Sí, por ahí… y eso no es lo peor, jajaja, sino que nos bañamos en gallumbos, jajaja… imaginaos… yo, con lo vergonzoso que soy, nadando en calzoncillos y encima aquí, que entonces me conocía todo el mundo, jajaja… cada vez que me acuerdo, no me lo puedo creer…

    —Yo tampoco,— dice María.— ¿Es verdad eso?, ¿y cómo así?

    —Pues claro que es verdad. Ya sabes, Ignacio, que está como una cabra… nunca había venido a San Pedro y le traje a dar una vuelta. Le encantó… hacía un día como hoy y va el tío y se quita la ropa y se lanza al agua, jajaja.

    —¿Y tú?

    —¿Pues qué iba a hacer?… me tiré detrás,— contesto recordándolo.— Y no solo eso, sino que, como no teníamos toalla ni nada, nos tumbamos sobre la ardiente piedra del muro hasta que nos secamos…

    —Aitá, ¡irreconocible!, no me lo puedo creer,— dice María riéndose,— con lo formal que tú eres.

    —Sí, la verdad, yo tampoco me lo hubiera imaginado nunca…

    —¿Y qué te dijo la amá?

    —¿La amá?, la amá no se enteró de nada, jajaja,— les miro a mis dos hijos que están flotando junto a mí.— Nunca se lo conté. Ya sabéis cómo es… seguro que todavía me estaría echando la bronca.

    —Jajaja, no tengas ni la menor duda,— dice Gonzalo.— Encima con el miedo que le da el agua…

    —Ya, pero vuestra madre, ahí donde la veis, ha salvado a gente de morir ahogada,— les comento.

    —¿Qué me dices?, Zuk bazenekien, María?

    Iderik ez⁶.

    —Venga, cuando salgamos, os invito a un pintxo en el Muguruza y os lo cuento.

    Me ayudan a vestirme y me acompañan hasta el pretil. Me apoyo en las muletas y me siento. Cojo un guijarro y lo tiro al agua. Sus ondas se escapan dando botes del lugar en el que ha caído la piedra y me hacen recordar, hace muchos años, las rocas, un calor seco, un río…


    ¹ Callejuela.

    ² Barcas.

    ³ Abuela.

    ⁴ Hola Gonzalo, mejor ayúdale tú, por favor.

    ⁵ ¿Tú lo sabías, María?

    ⁶ Ni idea.

    3

    La salvavidas

    — …este es un problema de bronquios muy común, sobre todo en los críos. Normalmente con los años se pasa, pero ahora le va a dar la lata.— El doctor Ruíz de Mendoza le había ordenado a Gonzalo que se volviera a poner la camisa y el jersey. Tú esperabas de pie, junto a la camilla, dispuesta a ayudar al chaval en cualquier momento. No hizo falta.

    —¿Y qué podemos hacer, doctor?,— preguntaste tú.

    —En estos casos no me gusta medicarlos. Con cuatro años son todavía muy pequeños, y tomar cualquier antihistamínico puede traer repercusiones a largo plazo… lo mejor es que siempre que podáis le llevéis a una zona seca,— continuó,— …a La Rioja, a la Ribera Navarra, a la Llanada Alavesa… lo importante es que no haya humedad, que es lo que le afecta.

    Hasta ese momento, durante mis vacaciones, solíamos ir nueve días a Galicia todos los años. ¿Te acuerdas, Mila? Visitábamos a mi familia en Pousa, nos acercábamos a Corme, aunque tú ya no tenías allí a nadie, pasábamos el día con Gilda, la vecina que vivía enfrente de nuestra casa y que solía ir a Combarro en verano, y volvíamos… Yo solo perdía una semana de trabajo, la de la Semana Grande. A partir de 1967, y tras la recomendación del médico, buscamos algún pueblo de secano. Mi amigo Montxo tenía el mismo problema que nuestro hijo y, desde hacía ya años, pasaba parte del verano en Huarte Arakil para desconectar y llenar sus pulmones de aire puro… y seco. Él mismo fue quien nos buscó una fonda en la que nos ofrecían cama, comida y cena por un precio muy asequible. Además, estar tan cerca, me ofrecía una ventaja, que a la larga se convirtió en desventaja: en caso de que surgiese alguna urgencia o problema siempre podía coger el 850 y volver a Pasaia y Cía. en menos de tres horas.

    La vida en el pueblo no ofrecía demasiadas alternativas: un desayuno pantagruélico a base de pan y mantequilla, dar una vuelta por la mañana, bañarse en el río cuando apretaba la calor, la siesta de los niños mientras nosotros alargábamos la sobremesa, otra vueltecita al atardecer hasta el pueblo de al lado y, tras la puesta de sol, a cenar a la fonda. Enseguida, tanto nuestros hijos como los de Montxo, fueron conocidos en todo el pueblo y pudieron salir a su aire sin ningún peligro. Recuerdo que era la época de la chica yeyé de Concha Velasco. Gonzalo, que era un renacuajo, se pasaba el día cantándola y bailándola, con movimiento de culo incluido. Lo hacía delante de todo el mundo y los vecinos le invitaban a repetir su actuación una y otra vez, ¿te acuerdas? Al final le tuvimos que obligar a abandonar su precoz salto a la fama para que no se convirtiese en un monito de feria.

    En aquel pueblo fue donde nació tu fama de salvavidas profesional. En realidad yo conozco la historia por lo que me contaron, porque aquella tarde fue una de las que me tocó volver a Trintxerpe a trabajar y no regresé hasta el fin de semana. Por lo que me dijeron en cuanto llegué a la fonda, quitándose la palabra unos a otros, estabais en el río entre el agua helada y los ardientes cantos rodados. El contraste era muy agradable, sobre todo cuando salíamos del chapuzón y nos tumbábamos sobre las piedras más grandes. De nuestra piel mojada se evaporaba un humo como si nos hubiésemos acostado sobre la parrilla de una barbacoa. Volver al agua otra vez costaba más. Para los adultos era una hazaña casi imposible. Si no lo hacías de golpe, no lo hacías. Para zambullirse, los más avezados utilizaban una inmensa roca en forma de ballena varada. Incluso alguien le había pintado un ojo y una especie de sonrisa. Y allí fue donde pasó. Un chaval de unos trece o catorce años se tiró desde ese trampolín natural, como tantas otras veces, pero buceó más de lo acostumbrado y salió en una zona en la que no hacía pie y en la que la corriente era muy fuerte. Se asustó. Empezó a bracear de forma demasiado rápida y descompasada. Se oyó algo así como …corroooo. Bueno, mejor dicho, lo oíste, porque al principio nadie más se percató. Por lo que cuentan, tú, con tus chancletas de río, avanzaste por las piedras y te tiraste al agua hasta que recordaste que no sabías nadar. Justo pudiste quedarte agarrada con las puntillas de tus sandalias sobre las piedras. Empezaste a chillar como una loca, dicen, ¡socorro!, ¡que se ahogaaaaa!. Ninguno de los presentes, mujeres de veraneo y niños pequeños, se vio capaz de rescatar al chaval… Ha caído en el remolino, decían los del pueblo, pero nadie se atrevía a ayudarlo. Hasta que al oír los gritos, un señor que atravesaba el puente en moto, paró, vació sus bolsillos en el suelo y se tiró de cabeza abriendo los brazos como si fuera un ángel. Le dio un guantazo al chaval, que no paraba de dar despavoridas brazadas, y lo sacó agarrándolo por la barbilla. Ya en tierra, os arremolinasteis todos junto al cuerpo exangüe que acababa de salir del remolino. Enseguida empezó a toser y, en unos minutos, recuperó la color. Fue el acontecimiento más relevante del verano y, seguro que también, del año. Lo más curioso de todo fue que el héroe, un vecino del pueblo de al lado, desapareció sin decir nada. Nadie supo nunca quién había sido. A falta de ángel de la guarda al que felicitar, todo el mundo se acercó a ti para reconocerte como la salvadora. ¡Y eso que no sabías nadar!

    —Esa veraneante es la que le salvó la vida a Joaquín,— decían días más tarde por lo bajinis cuando pasabas. Y te sonreían enseñando los dientes.

    Y así yo pasé a ser de la noche a la mañana el maridodelaquelesalvólavidaaJoaquín , María la hijadelaquelesalvólavidaaJoaquín y Gonzalo dejó de ser el niñoquecantaunachicayeyé y se convirtió elhijodelaquelesalvólavidaaJoaquín.

    Y es que la vida es tan caprichosa que hace y deshace a su antojo, porque el año siguiente, nunca recordaré por qué, cambiamos de pueblo y fuimos a Albelda, en La Rioja. Pernoctábamos en fonda Margarita, junto a otros vascos de Ordizia, Beasain, Bergara… y alguno de Bilbao. El plan era muy similar al del año anterior, si bien algunas noches nos invitaban a cenar deliciosas chuletillas de cordero en las bodegas horadadas en la roca de unas montañas tan rojas como las de las películas del Oeste. En esta zona de La Rioja los peñascos parecían quesos de gruyer con profundos agujeros, algunos de ellos encerrados tras puertas de madera con candados. El pueblo era más grande que Huarte Arakil y había más gente de vacaciones. Tanto es así que se organizaba un partido de fútbol entre el equipo de Albelda y los veraneantes, en el que tuve el privilegio de ver jugar a un joven Arconada bajo los palos. Esto fue mucho antes de ser el portero oficial de la Real y uno de los mejores del mundo, claro. Evidentemente ganaron los veraneantes, porque fue imposible meterle un gol a aquel joven que se movía igual que un gato montés. Parecía que delante de la portería habían puesto una puerta como las de las bodegas con triple candado. Inexpugnable. Salió en hombros del campo, ¿te acuerdas?

    Otro de los atractivos de Albelda para nosotros fueron Pepito y Platero. Pepito era un chaval que no llegaba a los catorce años y trabajaba en la fábrica de pepinillos que, junto a la de chorizos, era una de las mayores fuentes de negocio de la localidad. Cuando salía del trabajo siempre revoloteaba por la fonda en busca de algún recado que hacer para sacarse una propina. Iba de lado a lado montado en su burro Platero, como el de Juan Ramón, y, era tan simpático que se ganaba el corazón de todos. Nuestros hijos se pegaron a él como lapas y se pasaban el día montando en burro mientras protagonizaban una imaginaria película de vaqueros. Otro día de ardiente verano, en esa ocasión sí estaba yo, Pepito llegó hasta la orilla del río Iregua montado en Platero. Llevaba un pantalón corto y calzaba sus únicos tenis azules de tela para poder pisar sin miedo las piedras del río. Se subió al burro, se puso de pie sobre su lomo, abrió los brazos, dio un grito similar al de Tarzán y, cuando se cercioró de que todos le miraban, se tiró de cabeza. Yo estaba con Montxo leyendo en la sombra veinte metros más arriba, cuando te oí gritar como una loca: ¡Socorro, auxilio!, que se ahoga Pepito, ¡que no saleeee! y te vi adentrándote en el río hasta la cintura. ¿Cuántas veces se repite la historia? De repente te tiraste a salvar al amigo de tus hijos. Se veía tu cabeza aparecer y desaparecer bajo el agua. Yo te observaba desde la distancia sin ser capaz de reaccionar. Alguien se lanzó como un torpedo y buceó a la zona profunda. Fue un morrosko de Bergara con nariz de cartabón que respondía a uno de esos nombres por entonces impronunciables que empezaron a salir de entre las entrañas de los pueblos euskaldunes, Arkaitz. Nunca supe cómo lo habían traducido en el carné de identidad en la época franquista. Arkatiz desapareció bajo el agua y en seguida surgió con un Pepito, blanco como la cera, entre sus brazos. María y Gonzalo empezaron a llorar y los nervios se apoderaron de todos nosotros. Tu cabeza seguía subiendo y bajando en el agua como si formases parte del decorado. Con tanto ajetreo se habían olvidado de ti. Cuando Arkaitz salió, Montxo y yo ya estábamos en el río tirando de tus brazos para sacarte hacia donde hacías pie. El hombretón de Bergara apretó contra su corpachón a Pepito y de su boca salió una breve cascada de agua y babas, hice un curso de primeros auxilios, dijo más tarde. El chaval enseguida empezó a toser y abrió los ojos. Poco a poco, recuperó el resuello. Al tirarse, se había golpeado con una roca. La herida no era grave, solo tenía un pequeño roce con algo de sangre y un chichón, pero había perdido el conocimiento. El golpe le dejó atontado durante un rato. Platero se acercó y le empujó la cabeza con el hocico.

    Tú, mientras tanto, permanecías sentada en la orilla con los pies en el agua y tosías por la nariz y por la boca.

    —Creí que me moría… y tú ¿por qué has tardado tanto?,— me increpabas,— ¡pareces tonto!

    Cuando los curiosos vieron al chaval a salvo su atención se dirigió a ti y, cuando se supo que en Huarte Arakil habías realizado ya otro salvamento, todos empezaron a aplaudir. Enseguida se corrió la voz como la espuma por todo el pueblo. Los padres del chaval vinieron por la noche a agradecértelo y nos regalaron unos chorizos caseros que picaban tanto que hacían que, tras cada mordisco, brotasen lágrimas de nuestros ojos.

    Al llegar a Trintxerpe los conocidos, que se habían enterado de la noticia por Montxo, empezaron a llamarte la salvavidas y cada vez que te acercabas a la playa de Ondartxo, en Puntas de San Pedro, te ponían, en broma, una silla encima del pretil para que lo vigilases todo.

    —¡Eh!, cuidado, que ha venido el equipo de rescate… déjale, déjale ahí a Mila, en el puesto de vigilancia por si hay que salvar a alguien,— bromeaban los muy capullos…

    4

    En blanco y negro

    (Capítulo añadido por Gonzalo)

    …pues la primera imagen que guardo en la memoria es la de un espécimen que debía ser yo. La recuerdo en blanco y negro, tal y como era la vida de aquellos años. Soy algo parecido a un bebé cubierto hasta la cabeza con una toalla de unas rayas grises claras y otras más oscuras. Azules y blancas, me dicen que eran, de la Real, añadía mi padre. Podría ser que sí o podría ser que no, porque en la instantánea pegada en el álbum todo es monocromo. También siempre me han contado que el balde en el que me acabo de bañar tenía un vivo color añil. Pues sería así, tío, pero yo siempre lo recuerdo de un tono grisáceo a juego con las rayas más oscuras de la toalla. Tengo guardada en mi mente la imagen de la mesa sobre la que me apoyo, hecha de formica, rematada con un canto de plástico negro que estaba como pegado en el borde de la tabla. Los azulejos blancos y pequeños, la radio encima de una balda. ¿Realmente me acuerdo de algo de todo aquello? ¿o más bien todo lo que sé es por las fotos, tantas veces comentadas durante cuantos años? La cocina de carbón, con aquel gancho para levantar las tapas de hierro con un agujero en medio, como si fueran esos platos giratorios de los equilibristas chinos. El fuego debajo llameante, un infierno de andar por casa para los niños malos, eso no se dice, eso no se hace, eso no se toca… como si Serrat⁷* supiera de primera mano lo que pasaba en cada casa. ¿Me acuerdo realmente de algo o he recreado mis recuerdos a partir de las imágenes desgastadas y los comentarios repetidos una y otra vez con las mismas palabras?, mira aquí en la mesa de la cocina, te bañábamos en el balde, mira qué cara de pillo, ya te empezaba a salir pelo del de verdad… ¿A qué edad empieza una persona a ser consciente de que pasan las cosas y es capaz de acumularlas en su cerebro? ¿A qué edad comienza a darse cuenta de que existe? ¿Me miraba en el espejo y sabía que era yo? ¿Es verdad que estaba enamorado de mi madre, que me cuidaba, que me vestía, que me sacaba a pasear con una chaqueta azul clarita de perlé, que nunca he sabido qué es? ¿Es cierto que me ponía a dar saltos botando con el culo cuando llegaba mi padre ya de noche y me metía en el balde azul añil para bañarme, mientras mi pequeño yo pataleaba y salpicaba el agua por toda la cocina? No sé si he sido alguna vez consciente de eso, tío. Sé que ahora estoy seguro de que aquello pasó o, mejor dicho, de que pudo pasar o de que me lo han contado y me lo he creído. Algo así, sin más. Y, si me esfuerzo un poco, puedo creer que lo que lo que recuerdo es lo que realmente sucedió. Y consigo imaginarme a mi hermana a mi lado agarrándome de las manitas con un apenas perceptible sentimiento de envidia en su rictus, mamá ya lo cuido yo, ya lo visto yo, ya lo cojo yo, yoyoyo… ¿y cómo no iba a tener envidia de un ser despreciable que había llegado desde un mundo interior en el que había permanecido escondido durante meses y que, por arte de magia, aparece como si nada y se convierte en el centro de atención de todos?… ¡que yo también estoy aquí!, que no me he ido, que lo veo todo, que me siento ninguneada, olvidada, arrinconada…

    y recuerdo que mi padre, o recuerdo que me han contado que mi padre, se dio cuenta de la soledad de María y que, a partir de ese momento, se desvivía por ella, jugaba con ella, dibujaba con ella, le enseñaba a leer, a escribir, a contar, e intentaba que mi hermana dejara un poco en paz a mi madre para que me atendiese, para que me diera pecho, para que me quitase ese maldito aire que se atravesaba en uno de esos tubos de mi interior y no me dejaba respirar, ¡grrop!, ya esta fuera, ahora a dormir en esa cesta que llaman moisés y a mí me costó entender por qué, hasta que vi la película Los Diez Mandamientos. ¿Cómo no va a nacer entonces un romance secreto entre el padre y la hija? ¿Cómo no va a surgir un hilo de unión imperceptible, invisible, de esos que están siempre ahí y por no verse se hacen más fuertes cada día, porque nadie los corta. Y yo satisfecho, con tal de que me dejen comer, dormir y cagar, qué mas quiero Baldomero. Y enseguida a intentar comprender lo que me dicen, a reírme para no dar evidencia de que no entiendo nada y que todos me hacen las mismas tonterías que años más tarde descubriré que hacía el padre de Mafalda, a improvisar por el suelo una forma de moverme arrastrando el culo, porque eso de ponerme a gatas como que no, que uno tiene su dignidad. Recuerdo, o me han contado, aquel suelo de linóleo con cuadrados negros y blancos en la cocina que, tras una chapa metálica atornillada, cambiaba a parqué en el pasillo y en las habitaciones, un parqué que tenía de madera lo que yo te diga, porque no era más que un hule muy brillante, una vulgar y burda imitación que se estaba despegando por las esquinas. Las manos en el suelo, que van al chupete, que se llena de polvillo, de arenilla, de pelillos… que van a la boca… hummm ¡qué rico!, lo que no mata engorda y además inmuniza. ¿Y qué pasó después? Hay un salto en el tiempo o en mi memoria… es un salto que dura años y transcurre sin que yo sepa nada, hasta la siguiente foto en la que estoy vestido de dantzari, con una txapela y un gerriko⁸ colorados, yo siempre los he visto grises, de un gris muy parecido al azul del balde en el que me bañaba tres o cuatro años atrás. Pero ese gris sí estoy seguro de que era rojo, porque luego lo vi en años sucesivos, cada vez que salía la tamborrada en las fiestas del Carmen. Ahí ya tenía la misma piel morena que ahora, gris oscura en la foto, y los ojos azules de mi abuela, un gris muy claro en la imagen. Parecía un hindú, feo y oscuro, porque entonces los niños que gustaban eran rubios y blanquitos. Aparezco con unos pucheros como de acojonao ante un mundo que me queda tan grande como el pantalón comprado en la Alicia para durar varias tamborradas y que me hace incontables arrugas. Miro a la cámara con desconfianza, como bajando la barbilla mientras levanto los ojos. Recuerdo el horror de tener que guardar la fila, al lado de mis primeros amigos, Javi, José Francisco, Txetxo… los de mi portal, que tienen la misma cara que yo, en plan pardillos. Lo recuerdo como si fuera ahora, o quizás es que recuerdo lo que me han contado… no lo sé con seguridad. Y ya entro en un nuevo vacío en el que mi vida desaparece. No me pasa nada. O no sé lo que me pasa. Es como una lección que se me hubiera olvidado. Como cuando te estudias un rey y no te sabes el siguiente y luego te has aprendido el que viene después. Pues eso. Me acuerdo de lo del balde en el que bañaban, me acuerdo del traje de dantzari⁹ en las fiestas y la siguiente imagen que tengo es con mi hermana subido en Platero, el burro de Pepito en Albelda. A mí en la foto se me ve un poco mal, porque María está delante y me tapa casi entero. Ella lleva las riendas, pero yo también las cojo desde atrás. A Pepito se le ve como de perfil y además la zona de su cara está más oscura, como que entra una sombra o algo. Lo recuerdo como uno de los tíos más guays que conocí en aquellos años y ahora ya no sé ni cómo era su cara.

    Siempre me lo imagino como Joselito, el niño aquel que salía entonces en la tele cantando todo el rato en las películas de los sábados, porque también me suena que iba con algún pollino o una mula o quizá con un percherón venido a menos… No sé, no estoy seguro. Además se llamaban parecido, porque acababan en ito. Pepito venía trotando sobre el burro calle abajo y a mí me parecía un vaquero como los de las pelis. A Platero le ponía un saco de arpillera doblado un par de veces y sujeto con una cuerda y lo espoleaba con los talones. A veces le daba también con una vara, pero no le hacía daño, decía. ¿Cómo le voy a lastimar?, ¿no ves que es un asno?… ¡ay qué burro eres!… Y cruzaba una pierna y saltaba desde arriba. El borrico era blanco. Creo que el de Juan Ramón Jiménez también. No sé si el de Pepito se bebía un agua llena de estrellas, como el del poeta. A mí de eso no me contó nunca nada…


    ⁷ El autor hace referencia a la canción de Juan Manuel Serrat Esos locos bajitos.

    ⁸ Cinturón. Faja que se llevaba en el juego de pelota y en las fiestas populares.

    ⁹ Bailarín.

    5

    Ser uno más

    …aquí, ahora, sentado tras una mesa, me siento uno más… si no te fijas bien no te das cuenta de que soy Patapalo. Me encuentro bien mientras charlo con nuestros hijos y les cuento mis batallas. Es lo que tiene, seguro que si no estuviera enfermo no estarían conmigo. No hay mal que por bien no venga. Hablo y me escuchan, casi diría que con atención. Miro alrededor. Nadie me mira. Han sacado unas guindillas, unas aceitunas, unas antxoas y tres txakolis. La Loli ha salido a saludar y ha mirado mi pierna con disimulo. No ha mencionado nada, tan discreta como siempre. ¿Es posible sentirse vivo con una pierna? La respuesta es sí. Veo el entorno en el que me he criado, donde me bañaba de niño, donde venía contigo de soltero a pasear e intentar robarte un beso, donde me declaré, donde acudía con mi madre a despedir a mi padre cuando partía hacia la mar, Lolo, ahora, mientras yo esté fuera, eres el hombre de la casa. Allí enfrente, un poco más a la derecha, en Antxo todavía sigue estando Pasaia y Cía., donde enterré gran parte de mi vida. ¿Me arrepiento? No, por supuesto que no. Me gustaba el trabajo. ¿O una vez más fui cobarde?, igual hubiese sido mejor ir a la mar como quería mi padre, como quería tu madre, como querías tú, como queríais todos en Trintxerpe, porque era donde estaba el dinero. ¿Pero qué me dices?… ¿que te vas a casar con un chupatintas?, si en la mar ganan por lo menos el triple?, te decía doña Carmen. ¿Echaría atrás mi vida hasta ese momento?, o… ¿a qué otro instante me gustaría volver?, ¿cuando jugaba con Toño en Pousa antes de montarme en aquel maldito barco con mis padres para venir a Trintxerpe, huyendo de la guerra? Pero era imposible huir de aquel enfrentamiento fratricida, estaba por todas partes. Ingenuo, mi padre, tan listo que era, pretendía escaparse en barco de la contienda… y un huevo… iluso, mi padre. Pero no me quejo. He sido bastante feliz, sin grandes lujos, con problemas, ¿pero qué es la vida sin problemas? Y me casé contigo, que es una de las mejores cosas que me han ocurrido jamás. La mejor, quizá. Y ahora estoy aquí con dos hijos que, después de los años, me parecen maravillosos… si no fuera por esta maldita pierna que, aunque yo la siga sintiendo, ya no existe,…

    —¿Por qué no nos habías contado nunca eso? No me imagino para nada a la amá salvando vidas, pero… ¡si no sabe nadar!, jajaja. Menudo cachondeo tenían que tener con ella,— dice Gonzalo.

    La brisa que entra entre los montes Ulia y Jaizkibel me da en la cara. Huele a mar, el olor que me ha acompañado toda la vida. Cierro los ojos mientras ellos hablan. Inspiro hasta llenar mis pulmones y recuerdo cuando llegaba el Pelayo, el barco de nuestra familia, cargado de pescado, como todos los demás y Trintxerpe era una fiesta, la ciudad del dólar le llamaban. Los pescadores, para ir de bar en bar, cogían un taxi… las noches estaban abarrotadas de gente por la calle… Nueva York, la ciudad que nunca duerme, ja, a Sinatra le traía yo a Trintxerpe en aquella época. Se olía el pescado y se olía el dinero. Cuando venían los del bacalao, el barrio explotaba. Seis meses fuera de casa. Los hombres bajaban de los barcos como las estampidas de las vacas en las películas de vaqueros que veíamos en el cine Gran Sol. Los puticlús llenos, los bares abarrotados, las calles a rebosar, la música de las radios reventaba las ventanas, las risas se confundían con las peleas, la vida palpitaba como si el barrio tuviera un corazón gigante…

    —La verdad es que este sitio está muy bien para tomar algo. Podríamos venir todas las semanas y así nos cuentas más batallas,— propone María.

    Me encantaría, pienso. Aquí soy feliz. Se acerca la barca que va y vuelve de San Juan a San Pedro como si estuviera atada a una goma que se encoge y se estira. Escucho el motor y el sonido tartamudo me transporta al chapoteo que oía cuando bajaba las escaleras de nuestra casa en la calle General Mola y me acercaba al puerto. Un sonido cansino acompañado de pequeños borbotones de agua que son devueltos al mar con un color irisado por el aceite del motor de las embarcaciones. Como el acompasado ruido de los remolcadores, que encierran en sus entrañas cientos de caballos que parecen dispuestos a galopar como si tuvieran que arrastrar a Poseidón desde los confines del mar. Solo guiados por ellos pueden entrar por la bocana las grandes embarcaciones mercantes que atracan en los muelles de Pasai Antxo. Si no, se hundirían tras chocar contra las rocas del fondo. Esos barcos enormes que yacen aparcados bajo las grúas gigantes y que durante tantos años me encargué de gestionar, descargar, documentar…

    —Me parece perfecto que nos juntemos aquí. Si me traéis, por mí no hay problema,— digo saboreando una antxoa que, una vez más, me llena la boca. Es como masticar un pedazo de mar salado, carnoso, que se va deshaciendo en cada mordisco. El fuerte aroma de la sal me sube por la nariz hasta inundarlo todo. ¿Cómo esta cosa tan pequeña puede encerrar tanto sabor? Y pensar que de crío no me gustaba el pescado. Era lo que había en casa cada día, menos los domingos, que mi madre hacía rabo de toro por ser día de fiesta. En la mesa siempre yacía el cadáver de una merluza, rodaballo, lenguado, maruca, sardinas, antxoas, salmonetes, bacalao… Muchas veces marisco: langosta el día de navidad, de vez en cuando langostinos, cigalas, centollos, txangurros, nécoras, navajas, percebes… y lo que yo quería comer era filete. Ahora no lo entiendo. Creo que les pasa a muchos niños. No sé… a los míos… ya no me acuerdo.

    —¿De pequeños comíais pescado?,— les pregunto.

    —Noooo, a mí me daba arcadas… y sin embargo ahora me encanta,— dice Gonzalo.

    —A mí sí, siempre me ha gustado más que la carne,— contesta María.

    Vuelvo a sentir la pierna. La no—pierna. Una especie de calambre me hace mirar hacia abajo y buscarla. Esta sensación me pone muy nervioso. Quiero distraerme y olvidarme de que no la tengo, pero mi cerebro dice que está ahí. Al final me la tengo que tocar. Llevo la mano al muñón con disimulo y lo siento. Lo acaricio, compruebo dónde se acaba, que después no hay nada más, como si fuera un precipicio, un acantilado tras el que no hay nada. Se acaba de golpe, como cuando se acababa el mundo antes de Colón o de Juan Sebastian Elkano. Necesito tocar, busco tocar sin mirar lo que toco, como cuando de pequeños jugábamos en el portal de Pousa a la gallineta ciega. Cerrar los ojos bajo el pañuelo me daba pánico. Intentaba buscar siempre una rendija de luz, pero me lo apretaban hasta hacerme daño. Iba despacio con los dos brazos estirados acariciando con cuidado todo lo que aparecía ante mí, me arrastraba por las paredes, por el barandado en el que terminaban las escaleras, me resultaba imposible encontrar a nadie, aunque oía sus risas nerviosas cerca de mí. ¡Qué pronto pasa la niñez!… ¡cómo se pasa la vida, contemplando cómo se pasa la muerte, tan callando!…

    —Habrá que irse, ¿no?, que vuestra madre no espera y nos vamos a encontrar el plato boca abajo.

    —Pues sí, se acabó lo que se daba.

    Zuk aita daramazu, ezta?,¹⁰— le dice María a Gonzalo.

    Noski!¹¹*

    Cuando me intento levantar me doy cuenta de que sigo siendo Patapalo. Busco las muletas…


    ¹⁰ Le llevas tú al aitá, ¿no?

    ¹¹ Claro.

    6

    Mi día a día

    …y una mañana más llega Ignacio, fiel a su palabra, para hacerme la visita diaria y, si el tiempo lo permite, sacarme a dar una vuelta. Viene todos los días de labor. Los fines de semana los dejo para tus hijos, para que estéis en familia… y así yo también aprovecho para estar con la mía, dice. Ya me avisó ayer que hoy llegaría un poco más tarde. Yo ya me he duchado y le estoy esperando tumbado encima de la colcha. Se sienta al borde de la cama, justo en el hueco que ha dejado libre mi pierna derecha desde que abandonó esta vida. La tele, encima de la cómoda, encendida para nadie. Está todo el día puesta, hasta que la medianoche, cuando tú ya estás en el séptimo cielo, tumbo la almohada reclinada para dormir y la apago con el mando. La caja tonta se ha convertido en un miembro más de la familia. Ignacio también.

    —¿Qué?,— después de los saludos de rigor, Ignacio se pone en pie,— hoy hace un día espléndido, venga, que hoy vengo con retraso. Voy a coger la carroza esa que te tocó en la tómbola y nos vamos.

    Sale de la habitación mientras yo empiezo a incorporarme. Vuelve a entrar empujando la silla de ruedas. Es el mismo meteorito de siempre. Me enderezo y, con solo estirar la mano, cojo la camisa del galán que está, cual espantapájaros, plantado junto a la mesilla. Acto seguido agarro el pantalón y, con un toque de muñeca, lo descuelgo y me lo acerco. Primero me meto la pierna y luego el muñón. Me ahueco la pernera que me has dejado preparada con un par de imperdibles. Me pongo de pie apoyándome en la mesilla. Las muletas descansan expectantes a mi lado, pero hoy no las uso. A la pata coja me ato el cinturón y, enseguida, se acerca Ignacio con la silla.

    —¿Ya está la mademoiselle?

    —Pues todavía no,— digo mientras me siento despacio.— Llévame al baño, que me tengo que peinar.

    —Como usted diga, señora marquesa.

    Desde la silla apenas me veo la cara, por encima de la nariz, en el espejo. Lo justo. Cojo el peine de carey que me espera sobre la encimera de mármol, abro el grifo un poco, para no malgastar el agua, lo humedezco bajo el chorro y me peino hacia atrás repetidas veces, como llevo haciéndolo desde que era un niño.

    —Ahora ya estoy presentable.

    —Pues espera un poco que le tengo que cambiar de agua al canario,— me dice.

    —Jodéééé macho, ¿ya estás otra vez?.— Entra en el baño y sale al momento.

    —Ríete, ríete, ya verás tú cuando te toque a ti lo de la próstata… entonces me reiré yo.— Desbloquea la silla y me lleva hacia adelante.— ¿Adónde quiere ir hoy vuesa merced, al Neptuno o al Lizardi?

    —Tú conduce y ya me iré decidiendo por el camino,— contesto.

    —Pues vamos allá, hacia la aventuraaaa. ¿Tendrás que despedirte de tu señora esposa?

    —Sí, sí, que luego se cabrea. Milaaaa,— grito desde el hall.

    Tú apareces por la puerta de la cocina, en una mano la espumadera. Sonríes.

    —¿Os vais ya?,— dices— ¡Qué pronto!

    —Sí, vamos a aprovechar que hace un día estupendo,— contesta Ignacio.— ¿A qué hora te lo traigo?

    —Cuando quieras… con tal de que lo devuelvas sano y salvo a mí me vale.

    —Mensaje recibido,— dice Ignacio.— Ahora bien, si nos encontramos con dos chavalas que busquen hombres con experiencia… no te prometo que no se nos haga tarde, jajaja.

    —¿Vosotros?,— contestas riéndote,— no caerá esa breva…

    —Fíate, fíate, que este de aquí con la carroza gana mucho atractivo…— dice Ignacio empujando la silla hacia el ascensor.

    —¡Anda ya!… y si ligáis, ni se os ocurra volver,— dices mientras cierras la puerta.

    Lo tengo comprobado. Para que la silla entre en el ascensor, conmigo dentro, hacen falta tres movimientos. Primero hay que abrir la puerta. A tope, claro. La persona que me ayuda tiene que ponerse al lado de los goznes y aguantar la hoja con el cuerpo, con el pie o con el codo. Luego tiene que empujarme hasta el fondo. Pero la silla no cabe bien, las dos empuñaduras chocan con la puerta y no dejan que se cierre. Hay que volver a sacar la silla un poco y girarla hacia un lado. La persona que me ayuda se queda encerrada en un espacio triangular minúsculo y, desde ahí se estira para apretar el botón. Es curioso, pero nadie me pide que sea yo el que lo apriete. Lo tengo al lado. Con solo levantar un poco el brazo lo alcanzo sin ningún esfuerzo. Tampoco yo lo he apretado nunca. No se me ocurre hasta que el ascensor está ya en marcha. Mierda, la siguiente vez le daré yo a la B. Y luego nunca me acuerdo. En cuanto me siento en la silla me convierto en un ser inútil. Más inútil que antes todavía. Me he acostumbrado a que me lo hagan todo. Me someto a una especie de letargo en el que soy transportado a través de un mundo que pasa ante mis ojos. Es una sensación muy agradable. Voy mirándolo todo y siempre pienso que me encantaría quedarme dormido, como los niños pequeños. Pero nunca lo hago, me imagino vagando por la calle con la cabeza ladeada y la baba caída. ¡Quita, quita!, igual hasta empezaría a roncar. En cuanto llego a un sitio en el que tengo que realizar el esfuerzo de levantarme, se me despiertan las neuronas y mi cuerpo se pone rígido. Tengo que volver a valerme por mi mismo. A ver si se me cura la herida del muñón y me ponen una prótesis… mientras tanto, miro a un lado y a otro, contemplo las hojas de los olmos que forman una verde bóveda sobre mi cabeza…

    —Oye, a ver cuándo le dices a tu alcalde que ponga rebajes en las aceras, ¡eh!, que cualquier día te descuerno contra un bordillo,— protesta Ignacio haciendo fuerza para elevar las ruedas de la silla.— Jodé, si esto parece la montaña rusa.

    —Cállate, que no haces más que protestar… la siguiente me quedo en casa y no te invito a salir conmigo,— le contesto.

    —Hombre, no te pongas así, que ya sabes que este es el plan de mi vida… y no te hagas el chulo, a ver quién te va a sacar a pasear en la carroza si no estoy yo…

    Pasamos por delante de la iglesia, con esos cristales negros que siempre me han parecido mágicos. Oscuros durante el día cuando la luz entra de fuera y claros por la noche, cuando la luz sale de dentro. Seguimos hacia la curva del Banco Guipuzcoano y cruzamos la acera hacia el parque. La tienda de Alberro está en rebajas. Veo de refilón los carteles con los precios.

    —Bueno, adónde vamos ahora, señorita.

    —Hoy nos quedamos en el Lizardi, que me apetece comerme un pintxo de tortilla.

    —No se hable más.

    Nos sentamos en la terraza. Hay tres mesas ocupadas y en la barra cuatro o cinco personas. Algunos me saludan

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1