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El fuego y el combustible
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Libro electrónico377 páginas4 horas

El fuego y el combustible

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En el año 2003, con la guerra de Irak a punto de iniciarse, el teniente Jabo Azpilcueta debe viajar a Málaga desde la Sección Fiscal de la Guardia Civil en Bilbao, para poner en marcha la  Operación Virila .
En pleno comienzo, el azar le conecta caprichosamente con acontecimientos de su infancia y con las razones de su ingreso en el Cuerpo. La Operación Virila es el detonante de la vida de Azpilcueta en la ciudad de Antequera y supone el prólogo a las aventuras narradas ya en  Antequera Blues Express .
Arte, Eric el Belga y la lucha antiterrorista de fondo desencadenan la que será una nueva vida del guardia civil vasco en la ciudad, la hermosa  Atenas andaluza .
IdiomaEspañol
EditorialExlibric
Fecha de lanzamiento3 jun 2019
ISBN9788417845117
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    El fuego y el combustible - Juan José Álvarez Carro

    Carro

    1

    El Ejido, Málaga

    Viernes, 18 de julio de 2003 9:35 h.

    —Ahí viene —avisó por la radio a su jefe.

    —Vamos allá. Graba lo más cerca que puedas —deseó el teniente Azpilcueta.

    —No sé. Esto está muy oscuro, Jabo —se quejó el sargento Amaya.

    El garaje del edificio era amplio aunque mal iluminado, pero se veía con claridad que el abuelo se había hecho una coleta con las canas. Allí tenía una plaza de aparcamiento y había sido él quien había elegido el sitio. Vestido con elegancia —un polo verde claro y unos vaqueros nuevos—, estaba allí de pie junto a su BMW clásico. Abrió el maletero de su coche cuando aparecieron los del Audi A8 y se detuvieron junto a él. El abuelo los invitó a aparcar, pero se negaron.

    —Tiene matrícula española. Bien. Comprueba, Lucía —pidió el teniente Azpilcueta por teléfono cuando Amaya le recitó el número desde dentro del garaje, cabreado por la falta de luz—. Ocho, tres, siete, ocho. Charlie, Delta, Víctor.

    —No se ve bien, Jabo. El del Audi ha metido la cabeza en su maletero, pero poco más. El que está dentro del coche no se ve bien.

    —No te preocupes. Yo les sigo de todas formas. Tú inténtalo.

    Solo se había bajado del Audi el que conducía, que parecía muy joven. De traje, sin corbata. El otro no levantó la cabeza de algo que tenía en su regazo, un teléfono móvil quizá. Entonces el abuelo sacó un bulto largo, envuelto en cartón, y lo pasó al recién llegado. Una vez en el maletero del Audi negro, sin mayor intercambio ni saludos, se subió al coche, rodearon la calleja del garaje y enfilaron la salida a toda prisa. El abuelo se quedó apoyado en su coche, mirando cómo salían de aquel oscuro lugar. Era quizá una forma de despedirse y desear que su aportación llegara a buen puerto.

    —Bien, manos a la obra —despejó dudas Azpilcueta por si quedaba alguna.

    Durante el rato que había estado aparcado en la calle, Azpilcueta se relamía ante la expectación que aquel coche le mandaba a las tripas. El entorno que le ceñía los riñones, bien ajustado como un baquet de carreras, y el tacto áspero del volante le prometían dulces expectativas. Aunque la persecución que estaba a punto de empezar planteaba ahora pocas ilusiones lúdicas sobre el Clio V6. La tremenda responsabilidad de terminar con éxito un operativo un tanto raro era mayor que el rato que iba a pasar con aquel juguete, esa maquinita que habían decidido prestarle desde la comandancia. Ajustó la distancia del asiento por última vez. Lo que venía era un acto de compra, uno de venta, alguien que paga y alguien que entrega, solo que con más artistas invitados de los previstos. Pero esas habían sido las instrucciones del abuelo. Y el abuelo mandaba. El encuentro se iba a producir en algún lugar del norte de la provincia, donde el mediador esperaba. El transporte, sin embargo, había sido elección del vendedor. Y habían elegido a alguien joven, en Audi A8 alquilado, según se veía en lo datos que Lucía le volcaba desde el otro lado del teléfono a la eficiente carpeta de Amaya. En proceso todavía lo de averiguar la identidad del propietario y del cliente.

    Al salir del garaje, el Audi negro tomó a toda velocidad la única dirección posible calle abajo. Azpilcueta casi los pierde nada más empezar. De cualquier modo, la autovía hacia Córdoba-Granada no ofrecía muchas dificultades. Al bajar desde el conservatorio superior, el Audi enfiló hacia Fuente Olletas. Allí tuvieron que parar en un semáforo. Cuando la luz se puso verde, el coche negro arrancó con un chirrido de neumáticos y fue serpenteando de forma agresiva entre los otros vehículos. Todo menos discreto, se quejó Azpilcueta en voz alta y nerviosa.

    Mientras esperaban en otro semáforo junto a la fuente, Azpilcueta preguntó a Emilio Amaya si se sabía algo del lugar de intercambio. Al arrancar, el Audi adelantó en unos segundos a los tres coches que lo precedían, en línea continua. El Clio V6 era un juguete con casi trescientos caballos que empujaban con un vigor magnífico, pero aquellos dos no se lo iban a poner nada fácil. A juzgar por las direcciones en las señales, ninguna indicando lo que esperaba, Azpilcueta dedujo que habían decidido ir por el camino largo, pero sumamente más discreto. Maldijo no haber traído consigo a Amaya. Como consuelo, cuando Azpilcueta le describió a su compañero el camino que llevaban, este le anticipó algo que no iba a estar mal del todo.

    —Suben a los Montes. Ese es un tramo de los que a ti te gustan, mi teniente. Por ahí van varias carreras de coches.

    —Me pongo el cinturón de seguridad, entonces. La madre que lo parió. ¡Cómo va este tío! Esto no es normal.

    —Pues si tienes que emplearte, ten cuidado, que hay dos túneles en medio de curvas muy cerradas. Hay dos partes distintas. Al principio es ancho. Luego, arriba se vuelve más estrecho y ahí llevas ventaja, creo.

    —Veo que te he instruido bien, mi sargento.

    —De adónde van, nada todavía, Jabo. El abuelo dice que todavía no le han dicho nada del lugar del encuentro. Lo siento, mi teniente.

    —Id viniendo hacia Antequera, que yo os informo en cuanto pueda.

    —Nosotros vamos por la autovía, Jabo. Nos vemos allí.

    A solas ya, a toda pastilla detrás del coche negro, Jabo alcanzó a ver en el Audi el rótulo Quattro. Una versión para guerrear. La soltura con que aquel mozalbete trajeado movía el carro de combate que llevaba sólo podía obedecer a un más que generoso caballaje. Y a una técnica bien depurada. Pero kilo a kilo, él tampoco llevaba una máquina mala. El vértigo le venía por la posibilidad de encontrar a alguien de frente si la carretera, como le habían anticipado, se volvía más estrecha. Iba a tener que correr y empezó a repasar las posibilidades. Cuando le entregaron el coche, se fijó en que las ruedas traseras ya acusaban la potencia groseramente emocionante que tenía.

    El primer susto se lo llevó al entrar en la curva a izquierda del primer túnel, donde había un grupo de ciclistas medio revuelto, imaginó que a causa del coche negro que perseguía. Le increparon también a él en buen cristiano. Pronto comprendió que aquel seguimiento había enloquecido de manera dramática.

    A pesar de la marcha que llevaban, mantuvo a sus perseguidos siempre a la vista. Llegados a una población, Azpilcueta comprobó que el Audi se había detenido en la plaza principal, ante una estatua. Por precaución, él decidió pasar de largo por delante de ellos y se paró un centenar de metros más adelante para consultar un mapa en la guía Repsol. Mientras, intentaba no perder comba mirando por el retrovisor. Así pudo ver que el acompañante se había bajado para ceder su sitio a otro hombre salido de algún lugar de la plazoleta y que ambos se pusieron a hablar por sus respectivos teléfonos móviles. Vio que abrieron muy llamativamente el capó del coche y manipularon dentro durante un minuto, mientras otro sostenía un rollo de cinta americana. Al cerrarlo, el conductor trajeado señaló, temía y sospechaba Azpilcueta, hacia el Clio. Lo habían descubierto. Arrancaron de inmediato y, al llegar a su altura, los del Audi lo miraron y lo invitaron abiertamente a continuar la carrera. Jabo encontró en ellos dos rostros insultantemente jóvenes. Los más de quinientos caballos de aquel monstruo alemán se alejaron del coche de su perseguidor como una exhalación. Azpilcueta entendió que iba a tener que quemar gasolina. Cuando llegaron al cruce, siguieron hacia lo que el teniente vasco había visto en el mapa como Villanueva de Cauche. Por alguna razón, buscaban la carretera de montaña en lugar de la autovía. Seguían por el camino largo, así que tuvo que emplearse.

    Una vez en Villanueva de Cauche, volvieron a rechazar la autovía y pasaron por debajo, camino a la otra Villanueva, la de la Concepción. Después de pasada esta población, y durante varios kilómetros, los calores y el peso de los coches habían pulido el asfalto de forma que la subida a la sierra era muy resbaladiza, comprometiendo seriamente la permanencia sobre la carretera, sobre todo si se lleva potencia. Una vez pasada la cresta, la persecución se convertía en algo distinto. Ahora las bruscas frenadas del Audi eran más problemáticas por la bajada y se veía claramente que pasaba más apuros para detener su tonelaje. Después de un par de zonas muy reviradas, en un tramo recto y largo por la falda de la sierra, el Audi iba como un tren de mercancías. En ese momento, desaparecieron unos segundos de su vista por detrás de un cambio de rasante. Fue en ese instante cuando Azpilcueta vio una nube de polvo y fragmentos de coche esparciéndose por el aire.

    Apenas un par de segundos después, al asomar por la cresta de la rasante, Azpilcueta iba intentando frenar su coche, que obedecía con más nobleza que el Audi. Lo que encontró fue un accidente de una violencia espeluznante. El Audi había impactado de frente contra otro turismo, del cual solamente se adivinaba que era blanco. Y, catastróficamente, no en todas partes. Para adelantar a un ciclista, aquel pobre diablo se había apartado a su izquierda justo al encontrarse fatalmente con el misil que venía de frente.

    Azpilcueta se detuvo, sobrecogido, y apartó su coche de la carretera. Avisó de inmediato a los servicios de la comandancia, pero advirtió primero a Amaya de lo que había ocurrido, pues aquello trastocaba los planes de forma drástica. ETA no admitiría más dilaciones ni accidentes; ellos mismos no querían más dilaciones. El comprador tampoco las quería.

    No había sido buena idea seguir a los transportistas. El asunto se podría haber llevado a cabo sin aquella intervención, pero la amistad que tenía con el abuelo y su responsabilidad en el negocio lo habían presionado más de lo que su inteligencia le recomendaba. En apenas siete minutos aparecieron por allí dos unidades, una de Tráfico de Antequera —no debían de andar muy lejos— y otra de Seguridad Ciudadana; poco después, las ambulancias. Mientras Azpilcueta comentaba —no quiso presentarse todavía— con la sargento que comandaba el grupo sobre lo que había pasado, los equipos sanitarios se hacían cargo de los dos del Audi, de los cuales el conductor había llevado la peor parte. Aparecieron entonces otros guardias en la furgoneta de Atestados e Informes para hacer una exploración adecuada del asunto.

    Fue entonces cuando uno de los guardias jóvenes, posiblemente en prácticas —notó Azpilcueta—, comentó a la superior que el pasajero del Audi había procedido de forma extraña instantes después de que llegasen los servicios sanitarios. Se había acercado a la parte frontal de su siniestrado coche negro y había hecho algo raro. Había despegado algo y lo había colocado en el otro coche, horriblemente destrozado por aquel brutal impacto. La sargento dispuso a sus compañeros y en la furgoneta comprobaron de inmediato que aquello había sido, antes del impacto, un paquete de cocaína.

    Fue en ese instante cuando lo inusual del Renault Clio V6 azul, colocado en los mismos metros cuadrados del atestado, cobró repentino interés en parte de los miembros de Tráfico. Cocaína y un Audi A8 negro. En fila, un carísimo deportivo francés.

    —Venga por aquí, caballero, si es tan amable.

    Subió al vehículo de Atestados y lo sentaron en la silla de clientes. No hubo más remedio que pedir la presencia de la sargento del grupo. Una vez que se hubo sentado ella, cerraron la puerta principal de la unidad móvil y Azpilcueta mostró su identificación. Hecha la presentación, rogó que se comunicara con la comandancia. Necesitaba marcharse de allí a la mayor brevedad, pero antes tendría que sacar algo del maletero del Audi siniestrado y, a ser posible, con toda la discreción que el asunto requería.

    La sargento sacudía la cabeza. Por solidaridad con ella, Azpilcueta prometió una explicación. De las que a él rara vez le habían dado. Pero la suboficial había recibido instrucciones desde Málaga de que facilitara al teniente Xabier Aingeru Azpilcueta Yrigoyen cuanto apoyo le solicitara.

    Carretera del Torcal, Antequera (Málaga)

    Viernes, 18 de julio de 2003 11:50 h.

    La voz de Amaya sonaba providencial. El teléfono había empezado a vibrar en el preciso instante en que se bajaba de la unidad de Atestados. Amaya le comunicó el lugar del encuentro. Cuando Azpilcueta la puso al corriente, la sargento ordenó que un guardia se subiera al asiento de la derecha para dirigir al teniente hasta el lugar elegido para el encuentro. Seis minutos después, una vez en la última rotonda antes de llegar a destino, se bajó. A esas alturas, el joven ya había tenido ocasión de comprender lo útil de los cinturones de arnés.

    El paquete, envuelto en cartonaje, menos de un metro, una cuarta de ancho y otra de alto, viajaba en el asiento de la derecha, pues el Renault Clio V6 tiene motor central y no hay plazas atrás. Azpilcueta no conseguía evitar instantes de disfrute cuando oía al propulsor emitir un sonido como el gruñido de un perro al pasar de las cuatro mil vueltas, a las que llegaba por fuerza si quería cumplir horario. Por fin, con veinte minutos de retraso, apareció por el acceso a una pequeña cantera antigua, subiendo por la carretera del Romeral, a la derecha.

    Apartándose para subir por el corto carril en rampa, no pudo hacerse una idea exacta de la escena hasta llegar al llano de la cantera, donde se detuvo y apagó el motor. Ocultos los demás invitados dentro de la reducida cantera, vio que no era mal lugar, pues estaba muy cerca de la ciudad. Se volvió un segundo a mirar y la vio abajo, a lo lejos, escapando de la llanura de una vega enorme, recostada en una colina, pidiendo cobijo a las faldas de un castillo. Se tuvo que escapar de su postal para volver a la realidad. No tenía ni tiempo ni compañía para dejarse llevar. Hubo que improvisar, pues los planes habían cambiado de forma drástica.

    Tenía ante sí tres vehículos encarados a la rampa de entrada, taponada ahora por el V6 que traía él. Al ver aparecer a Azpilcueta, de uno de los coches —un Jaguar oscuro— bajó un hombre moreno de elegante porte, que le preguntó quién era. Que dónde estaban los tíos del Audi negro. También le pidió inmediatamente que sacara de allí su coche. Azpilcueta entendió que si quería mantener aquel negocio en pie debía obedecer sin demora ni dar lugar a más preguntas de las necesarias. Se subió al coche y lo dejó caer hacia atrás hasta la carretera. Lo aparcó en el estrecho arcén. Cuando volvió a ponerse ante ellos en la cantera, tuvo que explicarse.

    —Hemos tenido un accidente al venir. Pero yo traigo el encargo. No hay nada de que preocuparse.

    Del todoterreno Volvo, enorme modelo creado solamente para el mercado americano, apareció un hombre bajo, enjuto y pelirrojo. En silencio, observó al recién llegado. Rápidamente debió de concluir que algo en todo aquello no pintaba bien. Dio algunas instrucciones a su conductor, que encendió el coche y empezó a arrimarse lentamente a la rampa de salida. El hombre elegante del Jaguar, que parecía hacer las veces de mediador, empezó a calmar al pelirrojo, quien no entendía palabra de lo que se le decía. Azpilcueta se dirigió a él en inglés y en francés, pidiendo un minuto para sacar el paquete de su coche, a lo que el hombre pareció reaccionar, porque hizo una señal al del todoterreno y este detuvo el coche.

    El vasco sacó el paquete y abrió el cartonaje con sumo cuidado de no romperlo, pues se volvería a usar. Abrió la caja y la volvió hacia el pelirrojo, que intercambió unas palabras con su conductor. Ruso, opinó Azpilcueta. Mientras, de soslayo, miraba al tercer coche, de quien nadie se había mostrado todavía. Había en él una sola persona. Al menos, que se viera desde donde estaba él.

    El moreno y el ruso se sumaron a la curiosidad de Azpilcueta y miraron, ya sin ningún reparo, hacia el tercer coche, un modesto Renault 19 gris, comparado con el parque presente en la cantera. Al fin, cuando la tardanza parecía ya imprudente e inexplicablemente larga, se abrió la puerta del conductor. Del coche bajó una mujer que se cubría la cabeza con la capucha de una sudadera. La talla no le correspondía a la que era sin duda la cobradora de aquel negocio, pues la prenda le quedaba ridículamente enorme. Vestía una falda vaquera corta y unas zapatillas de lona. Llevaba puestas unas gafas de sol igualmente grandes. Cuando vieron a la mujer fuera del coche, el pelirrojo hizo una seña y el conductor del todoterreno asomó una bolsa de papel por la puerta derecha. La sostuvo hasta que la mujer se acercó a cogerla. Ella la abrió, comprobó la suma billete a billete y, al terminar, sacó un cantidad que entregó al moreno que había mediado, según indicaciones que el abuelo había hecho.

    La mujer volvió a meterse en el coche y quiso ser la primera en marcharse. Al pasar ante el grupo, aún con la capucha y detrás de las gafas oscuras, se detuvo un instante. Bajó el cristal, como para decir algo a los allí presentes, pero pareció pensárselo mejor. Cerró la ventanilla y, con ella, el pico. Se largó de allí con calma, cuesta abajo. Al pisar el asfalto, giró a la izquierda en dirección a Antequera.

    El cobro hecho y el dinero contado, todo ello sin mayores novedades, salvo un muerto más en la cuenta de aquel día y los que vendrían, tal vez, tras la intercesión de San Virila.

    2

    Málaga

    Siete días antes

    11 de julio de 2003

    Tener —o no— la suerte de que tu destino sea el que uno desea pende de ese hilo que los humanos hemos venido colgando en los dioses desde tiempos inmemoriales. Dioses más o menos crueles, más o menos benevolentes, instalados casi siempre en cielos lejanos y de muy difícil acceso. O tal vez no tanto. Pero hay quienes, como los que han decidido tener una vida picoleta, admiten por decisión propia un hilo más corto que el de los demás. El por qué es así es lo que nos queda por averiguar, pues así ha sido desde Ulises, pasando por Alatriste hasta Rubén Bevilacqua. Y en esa averiguación, en la de por qué algunos quieren y aceptan esa abnegación casi religiosa, hemos dado en llegar hasta este punto de la historia universal que nos ha tocado ocupar.

    Jabo Azpilcueta se sentó en el vagón preferente del Talgo, todavía incrédulo ante lo que había sido claramente una equivocación. Miraba a un lado y a otro como quien busca una explicación. Bendita equivocación —pensaba— aquella que te permite enfocar la vida desde otro ángulo, el de la primera clase, aunque sea por un corto viaje de un par de horas largas con destino al sur. Por la ventana, la elegancia de la estación de Atocha le permitió prolongar un rato su buena suerte, la de sentarse en el lugar caro, de mayor espacio por asiento, menos plazas en vagón, acceso a sala club en estaciones y prensa diaria. Tres cuartos de hora más tarde, cuando el error parecía durar ya más de lo esperable, después de la parada en la estación de Puertollano, decidió dejar de preocuparse. Y mientras la pantallita marcara que el tren se movía a 260 kilómetros por hora, a esa velocidad se iba alejando del momento embarazoso de tener que cambiar de vagón en compañía de un emisario o emisaria de los dioses para regresar al purgatorio de clase turista.

    Cuando las llanuras se le empezaron a llenar de olivos, naranjos y jazmines, Jabo pensaba en cuál era la postal con la que debía quedarse, y ya entendía que la hermosa visión que aquella pantalla lateral le dejaba ver valía más que el lujo dentro del vagón.

    Lo que veía por la ventana no habría desmerecido ser una de aquellas postales que le mostraba su madre. Sentado a la falda, sus ojos de niño veían playas llenas de gente, colores de sombrilla y bañador. O las que años después enseñaban las revistas del corazón que él veía en el hogar donde lo habían abandonado, algo casposas ya, de baronesas alemanas con una morenez trasnochada. O aquellas otras, muy distintas, que ya vio de mayor y que sin duda él prefería: fotos en blanco y negro con Sinatra, Hemingway y Ava Gardner en un autobús de Torres, dejándose ver de paseo en la plaza de toros de Ronda. No podía evitar cierto recelo en el que, a decir verdad, verlos tan libres, tan afortunados, tan ricos le llevaba a maldecir lo llano y proletario de su quehacer diario en la picolicie. Pero no se resistía a volver a mirarlas. Porque, quizá, le producían el mismo efecto que aquel tren moderno y caro en el que ahora se sentaba, camino de ese mismo sur en el que su madre se había perdido.

    Así y todo, cada vez que llegaba a Andalucía gustaba de mantener esa visión de ellos, la de los libres y los ricos, para hacer turismo interior, ese de postal costumbrista. Y cada vez que venía, todas y cada una de las veces que venía, buscaba la postal con una cerveza fresca tras una cortina de tiras y un cartel de chapa de Tío Pepe en la pared. Fuera, las moscas y el calor. Y, sentado en un rincón para mirar y entender lo más posible del local, se dedicaba a recorrer el paisaje, buscando pistas que lo pudieran conducir a ella, con ese punto de vista siempre de guardia para contemplar hilos cortos de verdad en los demás con el fin de olvidar en lo posible lo corto del suyo propio.

    No conseguía entender por qué, pero desde niño había tenido la habilidad de, como quien se tira a una piscina, entrar en las fotos. Tenía la extraña capacidad de quedarse colgado en las postales que él mismo acababa buscando, como si en ellas le fuera el oxígeno. Y así, parecía que siempre hallaba en ellas alguna clase de felicidad. Nada efervescente; se trataba más bien de algo apacible, como una siesta veraniega. Y extraía de ellas un correr imparable de cuentos, de personajes cuyos asuntos cotidianos eran parte de esa felicidad. A veces se recriminaba que tal vez no era más que un liso y llano culo veo, culo deseo. Esa compulsión a dejarse llevar por la imagen, a veces una calle quieta por la que él se empeñaba en pasear; otras veces gente sentada, mirándole a él de soslayo; o quizá un coche blanco —quizá un deportivo descapotable— aparcado con alguien dentro a la sombra de una arboleda, en una carretera junto a una fuente, de esas que había siempre cuando eso todavía se podía hacer. Esa vida, contenida en las fotos, que le hablaba en un lenguaje silencioso —pero incontenible— desde un marco colgado en la pared; esa habilidad para sacar un jugo sabroso era lo que definitivamente había acabado conduciéndolo al arte. O eso decía, al menos, el diploma firmado por Su Majestad y el rector de la Universidad del País Vasco.

    Con el tiempo, aquellas largas horas en solitario mirando las fotos de las paredes, primero en el orfanato de Treviño y de ahí al de Vitoria, pasaron a ser horas para la tarea escolar que, a falta de tutor, estaban desprovistas de toda proximidad humana. Las fotos fueron sus primeros diálogos con el mundo. Fotos, en su mayoría, desangeladas y medio borradas por el tiempo, que eran para él, sin embargo, ventanas a la

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