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El Dios Usurpador
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Libro electrónico335 páginas4 horas

El Dios Usurpador

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Semidioses de realidades simuladas en potentes ordenadores se ven obligados a combatir dentro de sus propias simulaciones para su supervivencia en el mundo real.

La aparente estabilidad de una casta de soberanos semidivinos de mundos virtuales se tambalea. El universo se enfrenta a la muerte térmica. Un dispositivo permite emigrar a otro universo: es la salvación. Los semidioses saben que uno de ellos está ya experimentando el dispositivo y les angustia el miedo a perder su ocasión. Deciden entonces celebrar combates en las realidades simuladas, bajo el arbitraje de un juez supremo: el Sumo Garante. El vencedor obtendrá la salvación. En una Roma de 1073 se desarrolla un combate entre dos señores. Estos envían a sus agentes para incitar a la persona cuyas creencias influyen en el resultado del combate, el obispo Argos, dotado de una inagotable sed de verdad. El hallazgo de un ángel con las alas cortadas, Mellaria, lleva a los protagonistas maravilla, conocimientos y multitud de problemas.
IdiomaEspañol
EditorialTektime
Fecha de lanzamiento10 mar 2022
ISBN9788835444206
El Dios Usurpador

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    El Dios Usurpador - Federico Granzotto

    Federico Granzotto

    El dios usurpador

    © Federico Granzotto 2022

    Traducido por Mariano Bas

    Índice

    Prólogo

    Cap. 1

    Cap. 2

    Cap. 3

    Cap. 4

    Cap. 5

    Cap. 6

    Cap. 7

    Cap. 8

    Cap. 9

    Cap. 10

    Cap. 11

    Cap. 12

    Cap. 13

    Cap. 14

    Cap. 15

    Cap. 16

    Cap. 17

    Cap. 18

    Cap. 19

    Cap. 20

    Cap. 21

    Cap. 22

    Cap. 23

    Cap. 24

    Cap. 25

    Cap. 26

    Cap. 27

    Cap. 28

    Cap. 29

    Cap. 30

    Cap. 31

    Cap. 32

    Cap. 33

    Cap. 34

    Cap. 35

    Prólogo

    Era el Demiurgo. El falso Dios. Había remplazado a la Santa Trinidad con engaños y subterfugios. Ahora gobernaba el mundo inferior creado por él. Ese mismo mundo que lo tenía prisionero, porque no podía salir de él, al ser parte íntima del mismo.

    La majestuosa sala que había creado como centro de su poder reflejaba su mentalidad de predominio. Sentado en un imponente trono gris y sin adornos colocado en lo alto de un gigantesco icosaedro de diamante, tenía delante de sí los asientos de sus generales, los arcontes, que lo miraban desde abajo, acomodados en sus escaños dorados. Algunos llevaban ropas vistosas en consonancia con su rango de sumos poderes del mundo. Otros estaban semidesnudos, y hacían ostentación de sus físicos esculturales. Todos tenían sus alas blancas plegadas sobre la espalda.

    El tamaño de la sala era desmesurado, hasta el punto de que no se veían sus extremos. El conjunto parecía un espacio infinito donde tenues nubes con extrañas decoloraciones fluctuaban a velocidades irregulares.

    Llevaba una máscara de plata que asemejaba un rostro que representaba uno de los poderes que había usurpado. Su amplia túnica blanca parecía irradiar luz con una lentitud que hacía a las partículas luminosas casi palpables. Esa luz enmascaraba la falsedad del Demiurgo.

    Golpeaba sus puños sobre los macizos brazos de su trono, hecho de un metal demasiado pesado e inestable como para tener un nombre incluido entre los elementos. Golpeaba sus puños y arremetía contra todos, presa de la frustración.

    Se dirigió a uno de los arcontes, el más solemne, y lo encaró con tres gritos tonantes:

    —¿Quieren quitarme lo que es mío? ¡Esos miserables ignorantes están locos! ¿No saben que yo soy Dios, soy el altísimo, soy lo absoluto y la luz sempiterna?

    Se puso en pie y apretó un puño, apuntándolo al cielo. Su musculatura perfecta se puso en tensión. Luego continuó con su arrogante monólogo.

    —Debéis cumplir con vuestro deber: proteger al mundo y servir a vuestro Dios. Porque si yo dejo de existir, os arrastraré conmigo a un abismo sin fin —siseó siniestro.

    Cap. 1

    Los gigantescos hornos que transformaban incalculables masas de hidrógeno en elementos más pesados estaban ya casi todos apagados. De esas estrellas muertas los señores del sistema habían extraído durante milenios materiales de construcción para sus inmensas naves espaciales. Algunas tan grandes como pequeños planetas, otras como sistemas solares enteros. Ciertas naves no podían describirse sin dejar estupefacto e incrédulo a cualquiera, salvo a un señor del propio sistema. En torno a una estrella se estratificaban numerosas capas de computadoras. Como en un brote, capa tras capa. La más interior extraía calor y energía de la propia estrella. Luego los trasmitía a las capas externas para su difusión. Eran inmensas computadoras cósmicas, que podían efectuar simulaciones informáticas de cualquier realidad física con la precisión más sutil.

    Se acercaban silenciosas una sobre otra, convergiendo hacia el centro de la galaxia, donde la densidad de las estrellas aún vivas era mayor. Sus señores, ya seres de luz, entidades digitales que habían perdido su forma corpórea y se habían convertido en una unidad con el software y el hardware de sus naves, habían reinado sobre ellas y sobre los mundos que se habían construido en su interior. Mundos virtuales magníficos o terribles, de indescriptible alegría o sufrimiento. Dioses omnipotentes y soberanos en las realidades simuladas plegadas a todos sus caprichos. Pero…

    La realidad física del universo moribundo era su talón de Aquiles. Cada vez más a menudo se enfrentaban por los escasos recursos energéticos y materiales. Inmensas naves estelares se aniquilaban en batallas titánicas y con ellas se perdían los preciosos recursos y tecnologías.

    Un día histórico de hacía millones de años, un señor de los sistemas grande y respetado estaba ponderando la situación junto a sus fieles consejeros.

    —La situación es sencilla: se tratará de masacrar. Nada más. La diferencia será que esta vez, para nosotros, este juego no será una simulación, sino la realidad… La derrota será una muerte real. No habrá manera de remediarlo —sentenció con la débil voz ronca de quien está habituado a ser escuchado atentamente.

    El señor paseaba nerviosamente, envuelto en su armadura de metal negro decorada con motivos abstractos, frente a su asiento de marfil decorado, mientras un pequeño grupo de consejeros ricamente vestidos asistía preocupado.

    Uno de ellos, un joven de piel blanca, Thalurr, tuvo el valor de dar un paso al frente y hacer una propuesta:

    —Mi señor, si el problema es el conflicto, podemos actuar de manera que no se produzca…

    Pero un segundo consejero lo interrumpió:

    —El problema no es el conflicto, sino la devastación, porque la devastación podría llevar a la pérdida de la tecnología que buscamos.

    —Cierto, y si es así ¿por qué no crear un conflicto controlado donde quien pierda ceda todo al vencedor? —respondió asertivo el joven.

    El señor alzó las cejas. Todos advirtieron ese pequeño gesto. El tiempo pareció pararse. Luego este preguntó:

    —¿Todo?

    El consejero de piel blanca aclaró:

    —Sí, mi señor. Organicemos lo que siempre hemos hecho en el interior de nuestros sistemas de simulación virtual… Pero esta vez hagámoslo intersistemas. Combates entre sistemas. Quien vence se lleva todo. Quien pierde se queda sin nada. No se perderían infraestructuras ni datos. El dispositivo transbranal no se perdería.

    El segundo consejero intervino dirigiéndose al joven con un deje de escepticismo en la voz:

    —¿Cómo harías que el señor derrotado cediera voluntariamente el control de su sistema? Es absurdo.

    Fue entonces cuando el señor del sistema chasqueó los dedos y se hizo de nuevo el silencio.

    —Un garante... —fue la respuesta pronunciada por el soberano con un hilo de voz.

    El joven se inclinó ligeramente:

    —Por supuesto, mi señor, un garante permitiría evitar sorpresas desagradables al final de los combates. Pero solo serviría un garante absolutamente inmune a influencias externas y a quien los señores estén dispuestos a entregar las llaves del poder de su sistema y el correspondiente control durante el desarrollo de los combates. Necesitaremos tiempo para estudiar una solución similar.

    Pero el otro consejero no estaba todavía convencido:

    —¿Y si quien posee la investigación transbranal no acepta la propuesta?

    El joven sonrió:

    —Entonces, si solo fuera él el que desertara, sería evidente que es el poseedor de las informaciones y por consiguiente su fin quedaría sellado al ser uno contra el resto del universo. Participando en las competiciones intersistemas tendría al menos la posibilidad de salvarse.

    Todos los asistentes se quedaron parados a la espera de una palabra de su soberano.

    El señor, asintiendo solemnemente, exclamó:

    —Proceded.

    Hicieron falta muchos años estándar para estudiar la solución de software que debía constituir el sumo garante de los combates. Para ello, se readaptó una antigua inteligencia artificial que controlaba los combates clásicos intrasistema y que había resultado extremadamente estable en los tests. Un programa común, muy difundido y conocido entre los sistemas. Esa solución se modificaría y presentaría en código fuente, a través de pequeñas naves que realizarían una emisión de los datos en toda la zona central de la galaxia, donde entonces se habían refugiado las naves de los señores. Todos sabrían de la propuesta de acuerdo entre los señores del sistema para luchar sin correr el riesgo de perder el dispositivo transbranal. Ese dispositivo experimental, aún en fase de proyecto, escondía una enorme innovación tecnológica que habría permitido cambiar branas del tejido del espacio-tiempo, realizando en la práctica el paso a un nuevo universo que estaría todavía lejos de la muerte térmica, a diferencia del espacio en el que vivían los señores. Ese dispositivo no podía perderse. El intercambio descontrolado de noticias al respecto se produjo después de un evento cósmico singular que hizo registrar fluctuaciones gravimétricas anormales compatibles con la teoría de los segmentos.

    Las negociaciones duraron millares de años, dejando entretanto en punto muerto la guerra. Fue una época de paz. Pero los señores, en tiempo de paz, se preparaban para la batalla. Finalmente, una mayoría consiguió obligar a los demás a unirse en un grupo cercano de naves, rebautizado luego como cluster, bajo la amenaza de ser los primeros arrasados por la onda devastadora de desesperación de los otros señores que, a falta de un acuerdo, no tenían otra alternativa que combatir hasta el final para conquistar los recursos restantes. Gigantes naves desde el núcleo palpitante, constituido por una estrella entera, estaban convergiendo a velocidades próximas a la de la luz hacia el centro de la galaxia.

    Nadie se habría atrevido a alejarse del centro, porque le habrían faltado la energía y los recursos, condenándose por tanto a fin seguro.

    Llegó el momento del gran encuentro, después de milenios de preparación, el cluster se había conectado.

    Bajo el sabio e imparcial control del sumo garante, tuvo inicio la reunión llamada «El acontecimiento supremo». Tuvo lugar en la nave del señor que lo promovió y cuyo nombre se había olvidado al haberse extinguido para entonces su dominio. Pero todos los señores supervivientes se habían reunido en una misma simulación, aunque en telepresencia, pues ninguno estaba dispuesto a transferir su consciencia a la nave del señor anfitrión.

    El amo de la casa saludó a los asistentes, todos señores de sistemas, todos distribuidos en torno a una mesa redonda de un diámetro exagerado. Cada uno había asumido forma humana y se sentaba en una butaca minimalista de piel negra, iguales para todos; todos vestían las mismas ropas: pantalones de la misma piel que la butaca y una camiseta de un material similar a la lana, también del mismo color. El ceremonial era muy rígido. Hablarían por turnos durante un tiempo fijado previamente. El objetivo de la reunión no era establecer la creación de los combates. Eso ya se había acordado para permitir la existencia del propio cluster. El objetivo era crear el reglamento de los combates.

    Fue entonces cuando se rompió el encanto de ser señores de los sistemas, porque todos empezaron a hablar de muerte definitiva, de fin inminente. Fin de la vida, pero también fin del universo. Se advertía más que nada la urgencia de entrar en posesión del transbranal y perfeccionarlo. Los ánimos parecían precipitar una espiral de auténtica desesperación: la seguridad de quienes se proclamaban dioses estaba agrietándose.

    Azoul, uno de los señores más poderosos, amo de tres sistemas estelares, comenzó:

    —Todos sabemos qué ha pasado: ¡todos sabemos que el acontecimiento cósmico tiene una naturaleza compatible con el dispositivo transbranal! ¿Hay alguien que finja que no lo sabe? ¿Hay alguien que finja que sus instrumentos no lo han detectado cerca el centro galáctico? —Luego hizo una larga pausa, para dar mayor énfasis a sus apremiantes palabras—: ¿Es posible que no se pueda colaborar? ¿Estamos todos tan desunidos como para querer desafiar realmente a la verdadera muerte? ¡La muerte, señores de los sistemas! ¡La verdadera muerte, aquella de la que no escapan ni siquiera los dioses! ¡Quienquiera que esté diseñando el transbanal debe permitirnos participar en el proyecto! ¡Se podría prescindir de estos combates!

    Fimeth, señor de cuatro sistemas, se levantó y, hablando con una sonrisa sardónica, exclamó:

    —¡Qué valor, qué audacia! Aunque no veo el miedo en tu cara porque será sin duda artificial, puedo sentir el miedo en tus palabras. Somos señores y no nos echamos atrás ante los desafíos, porque en caso contrario, nuestra vida estaría vacía. No podemos realizar eternamente existencias ficticias en los sistemas virtuales. ¿Ahora que tienes la posibilidad de vivir de veras, de combatir de veras, quieres esconderte como un conejo?

    Se oyó un número incalculable de discursos similares mientras los señores, aunque, con su estudiada arrogancia para asustar al enemigo que hubiera pensado en retarlos en los combates, demostraban en realidad el mismo sentimiento que el ateo en el lecho de muerte: la angustia.

    Entre ellos estaba también un jovencísimo Demiurgo, el falso Dios, el usurpador. Todavía no cegado por el delirio de la omnipotencia, asistía preocupado a la reunión, pensando en cuándo le tocaría a él y a su sistema enfrentarse en un combate por un dominio.

    Cap. 2

    «Annuntio vobis gaudium magnum:

    habemus Papam!

    Eminentissimum ac reverendissimum dominum,

    dominum, Idelbrandum

    Sanctæ Romanæ Ecclesiæ Cardinalem Aldobrandeschorum Soanae,

    qui sibi nomen imposuit Gregorium VII».

    Las palabras moduladas del cardenal protodiácono resonaron desde la grandiosa balconada de mármol negro de la basílica de San Pedro en el año del señor de 1073.

    La cortina púrpura se movió, dejando aparecer la presencia escultural del nuevo pontífice: una brillante armadura lacada de blanco sobre cuyas espaldas se distinguía un manto del mismo color forrado de oro. Destacaba severa una mirada desde unos ojos glaciales y una barba espesa canosa le cubría el rostro.

    El nuevo jefe de la iglesia universal contemplaba a su alrededor la sede de su dominio temporal y espiritual: esa San Pedro de mármol negro con vetas blanquecinas que la atravesaban como rayos. Una iglesia grandiosa y solemne desde su base cuadrada con aristas muy marcadas que dibujaban todos sus componentes arquitectónicos que tendían a lo vertical. Pirámides y triángulos por todas partes. Incluso las estatuas se habían esculpido en bloques no completamente excavados y parecían interpoladas en roca viva. La pirámide principal que coronaba la estructura era enorme y lisa y en su parte superior estaba recubierta con oro.

    La gran plaza cuadrada que tenía delante daba cabida a millares de fieles. A su alrededor, los edificios del poder vaticano, del mismo mármol negro, con las mismas formas angulosas.

    Allí abajo, en la plaza, se habían reunido personas de todos los estratos sociales. Desde el humilde mendigo al más ilustre dignatario de la corte papal.

    Más cerca de la balconada, los puestos estaban reservados a las personalidades más importantes.

    Entre las primeras filas, se distinguía claramente a Ludovico, conde de Torrevecchia, junto a su hermano mayor, el obispo Argos.

    Ludovico era un hombre imponente de veintinueve años, de más de dos metros, dotado de espaldas que parecían poder aguantar el peso de una montaña. Una gran barba negra le rodeaba el rostro armonioso con sus ojos castaños.

    Vestía con cuero grabado con el escudo de Torrevecchia: una torre negra. Sus espaldas se cubrían con una capa azul.

    Su hermano Argos se le parecía en su rostro bien proporcionado y los cabellos negros, pero su frente era más amplia. Tenía dos años más que su hermano menor.

    Vestía las ropas moradas que simbolizaban su pertenencia al grado eclesiástico de obispo. Los acompañaba un gran amigo de la familia que tenía el privilegio, aun sin ser noble, de estar a su lado. Era Demio: un rico mercader que se murmuraba que se dedicaba a la usura. Este presentaba una particularidad: era de una belleza indescriptible, pero su belleza era tan ambigua que resultaba casi andrógina. Muchos no podían decir si Demio era un hombre o una mujer y el hecho de vestir largas túnicas indudablemente no ayudaba al interlocutor a no sentirse confuso. Era imposible saber qué edad tenía.

    Estaba escoltado por su guardia, Emo, un hombre grueso y robusto, cuya fealdad hacía resaltar aún más la belleza de su patrón. El mercader y usurero necesitaba seguridad, porque su trabajo le había procurado muchos enemigos.

    —¡Vaya! —exclamó Demio con una nota de desprecio en la voz—. Este papa nos meterá en problemas con el imperio. Malo para los negocios.

    Argos lo interrumpió:

    —Ten cuidado con las palabras que diriges al nuevo Sumo Pontífice, Demio. Y también moderación en el tono con el que expresas tu desprecio.

    —Claro, claro —respondió este con un tono cantarín en su voz debido a su indistinguible sexualidad—. Perdonad, monseñor —añadió con una sonrisa y una leve reverencia. La sonrisa de Demio era trascendental, porque parecía tanto de la una bella mujer como la de un bello hombre, pero Argos lo conocía desde hacía décadas: eran muy amigos. Era de los pocos que conseguían no dejarse encantar por su carisma innato—. ¿Y qué piensa vuestra señoría? —continuó dirigiéndose a Ludovico.

    El conde esbozó una media sonrisa enigmática, como era habitual, y pronunció una sola palabra:

    —Veremos.

    —¿Veremos? —Demio levantó sutilmente las cejas, mientras Argos no conseguía contener una sonrisa felina.

    —Debemos tener confianza… incluso fe en las decisiones que tomará el pontífice —se corrigió Argos. Y continuó diciendo—: Si el emperador desea continuar nombrando los cargos eclesiásticos sin tener el derecho divino, se plantea un problema de orden moral.

    —Para mí es un problema de orden político —observó polémico Demio.

    —Demio, ¿no te parece que exageras? El papa acaba de ser elegido —exclamó Argos.

    —Sí, pero mira, lo que tú piensas que es un problema moral y de derecho, en realidad, visto de frente, es, como es habitual, un problema económico. Solo que se trata de la economía del papado contra la del imperio. Los que perdemos siempre somos los mercaderes. Los intercambios se reducirán y con ellos mis beneficios.

    —No morirás de hambre, Demio —sentenció el conde Ludovico.

    —Aprovecha para unirte al banquete que daremos en el palacio Torrevecchia en honor del nuevo pontífice mañana por la tarde. Quién sabe si no será el último banquete que podamos permitirnos, dadas tus nefastas previsiones —concluyó Argos con una sonrisa sardónica.

    Mientras la multitud se desperdigaba por las calles limítrofes de la gran plaza y las carrozas recogían a los nobles, los fieles volvían a sus casas.

    Solo Emo miraba a su alrededor con una vaga sensación de desconcierto. Su patrón lo apostrofó:

    —¡Emo! ¿Nos despertamos? ¡Te quiero siempre a mi lado, ya lo sabes!

    Emo se sacudió una especie de letargo y se acercó aprisa a su patrón.

    —Perdonadme… —dijo en voz baja.

    —¡Perdonadme, señor! —lo corrigió Demio.

    —Cierto… Perdonadme, señor —repitió mientras subían a la carroza.

    Cap 2.1

    Argos era el heredero designado de los condes Torrevecchia. La aristocrática casa desde hacía generaciones era parte de la guardia noble papal. Un título honorífico más que práctico. Desde pequeño, su padre lo había criado como su sucesor. El joven Argos aprendió arte y cultura, etiqueta y política. Pero por encima de todo su padre había deseado transmitirle la pasión por la esgrima y las armas. En el palacio había una armería con piezas dignas de rivalizar con las de la vaticana.

    Fue grande la decepción que dio Argos a su padre cuando se percató de que el joven prefería los estudios teóricos a la práctica de la espada. A medida que se alejaba de las armas, se iba acercando cada vez más a la filosofía y el misticismo. Estaba cada vez más obsesionado por la dimensión de lo divino. El natural desvío del recorrido formativo que el padre trató en vano de promover desembocó en un arrebato de vocación y en su consiguiente ingreso en el seminario. Después de un periodo de estudios breve, intenso y brillante, se convirtió enseguida en sacerdote y luego en obispo. Aún joven era considerado un experto teólogo. El padre, un hombre de mentalidad abierta, se resignó y concedió a su hijo la posibilidad de seguir su propio camino.

    Cap 2.2

    Vivía desde tiempo inmemorial sobre la tierra. Recordaba que había conocido una época en la que los hombres no eran capaces de comunicarse verbalmente. Recordaba la desesperación de haber sido abandonada entre pueblos toscos y primitivos. Recordaba que muchos habían abusado de ella y que otros tantos la habían venerado por su belleza. Recordaba que habían transcurrido innumerables épocas históricas. Nacía, envejecía y moría y se preguntaba constantemente por qué. Había olvidado casi todo de los milenios vividos. Solo recordaba bien una cosa: el rostro de un hombre. Al principio lo odiaba, porque sabía que ese hombre era el responsable de su miserable estado. Luego atravesó una larga fase de desesperación y frustración. Finalmente llegó a un estado de aceptación. No podía hacer nada. Continuaba con su eterno ciclo de nacimientos y muertes, convencida de que sería así eternamente. Condenada o privilegiada por su belleza.

    Hasta que un día en una de sus innumerables vidas vio aparecer de nuevo al hombre con ese rostro. Se vio atraída de inmediato por él. No era una atracción sexual. Era una curiosidad morbosa por conocerlo. Y al mismo tiempo un miedo angustioso a perderlo. No podía correr el riesgo de perder la ocasión de conocer a ese hombre, de comprobar si estaba de algún modo ligado a su pasado o si era solo un sosias. Pero la semejanza era enorme. Y ella lo sabía. Sabía en su fuero interno que aquel hombre era su carcelero. No debía, no podía dejarlo escapar.

    Demia, que en al año del señor de 1073 en Roma vestía, como tantas otras veces había aprendido que era mejor hacer, con ropas masculinas por comodidad en el vestir, se acercó a él. El nombre de ese hombre era Argos de Torrevecchia.

    Cap 2.3

    Magníficos jardines y un palacio blanco de estilo dórico se recortaban sobre una isla flotante en el vacío del espacio negro y vasto. El edificio era grandioso y sus dimensiones superaban las de una montaña. En el borde extremo destellaban los reflejos de una piscina natural cuyas aguas acariciaban lo que parecía ser el fin del mundo. Allí, junto al negro confín sobre la nada, se aproximaron nadando dos amigos que en la orilla salieron del agua como si esta les hubiera expulsado amablemente sobre sus olas. Caminando tranquilamente a lo largo del borde, que habría dado una sensación de vértigo a cualquiera, charlaban plácidamente.

    —Sabes que pronto abandonaré el oasis —dijo el primero, un hombre castaño con la barba corta.

    —Oh… —suspiró con un leve desagrado la joven de piel broncínea que lo acompañaba.

    A esto le siguió una breve pausa, como si los dos estuvieran ponderando qué decirse.

    —Sí, se trata como piensas de un encargo. Me han elegido como agente. Es inútil darle vueltas.

    La joven suspiró de nuevo y se dejó llevar adelante con una sonrisa melancólica. Mientras su cuerpo se flexionaba hacia el vacío, la fuerza invisible que contenía el oasis la

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