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Marte Robot
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Marte Robot

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Año 2079. La tierra agoniza. Luego de siglos de sobreexplotación de los recursos naturales, la humanidad se encuentra acorralada. Calentamiento
global, contaminación y sobrepoblación parecen formar un cóctel mortal...

Por si eso fuera poco, la naturaleza parece querer asestar un golpe final: erupciones volcánicas en cadena causan que grandes extensiones
queden yermas, aumentando la hambruna general.

En ese contexto, los gobiernos buscan solucionar sus problemas con avanzados equipos de inteligencia artificial, pero lo que parecía conducir a la salvación toma un curso inesperado.

A pesar de todo, un pequeño programa de exploración marciana se encuentra
en curso y lucha por subsistir. Sin que nadie lo sospeche, tal vez allí
se encuentre la llave que permita salir de esta encrucijada a la especie que
llegó a dominar un planeta, pero que ahora tiene los días contados.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 ago 2019
ISBN9780463383247
Marte Robot
Autor

Martin Manjarin

Martín Manjarin, born in 1970 in Buenos Aires, Argentina, is married and has two sons. He was passionate about astronomy and astronautics from a young age. This keenness led him to dabble in the greatest masters of science-fiction at barely 10. In the ‘80s he was part of the ‘Cosmos Generation,’ the millions of young followers who found their calling thanks to the famous TV show starring Dr. Carl Sagan. In his teenage years he found his other passion, IT, which would follow him through the years and forge his profession.

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    Marte Robot - Martin Manjarin

    MARTE ROBOT

    Año 2079. La tierra agoniza. Luego de siglos de sobreexplotación de los recursos naturales, la humanidad se encuentra acorralada. Calentamiento global, contaminación y sobrepoblación parecen formar un cóctel mortal…

    Por si eso fuera poco, la naturaleza parece querer asestar un golpe final: erupciones volcánicas en cadena causan que grandes extensiones queden yermas, aumentando la hambruna general.

    En ese contexto, los gobiernos buscan solucionar sus problemas con avanzados equipos de inteligencia artificial, pero lo que parecía conducir a la salvación toma un curso inesperado.

    A pesar de todo, un pequeño programa de exploración marciana se encuentra en curso y lucha por subsistir. Sin que nadie lo sospeche, tal vez allí se encuentre la llave que permita salir de esta encrucijada a la especie que llegó a dominar un planeta, pero que ahora tiene los días contados.

    Un niño, dos mundos y una decisión que determinará el futuro de la humanidad.

    Martín Manjarin nació en Buenos aires, Argentina, en 1970.

    Está casado y tiene dos hijos.

    Desde pequeño fue un apasionado de la astronomía y la astronáutica.

    Este entusiasmo lo llevó a incursionar, con tan sólo 10 años de edad, en la lectura de los grandes maestros de la ciencia ficción.

    En los 80 se transformó en un miembro de la Generación Cosmos, tal y como se suele reconocer a los millones de jóvenes que definieron su vocación gracias a esta famosa serie televisiva del doctor Carl Sagan.

    Ya en la adolescencia descubrió su otra pasión: la informática, que a partir de allí lo acompañaría y se transformaría en su profesión.

    En esta, su primera obra, nos introduce a un futuro distópico en el que hace uso de sus conocimientos para crear un mundo apasionante y tenebroso en iguales proporciones.

    Quiero dedicar este, mi primer libro, a Marisa. Mujer, madre, esposa, luchadora de la vida, y a los maestros de cualquier época y lugar.

    Que su llama de conocimiento nos mantenga por siempre alejados del oscurantismo y la ignorancia.

    De todas las cosas que conozco, las que más me gustan son los libros.

    Nikola Tesla

    EL SUEÑO DE LOS EONES

    Los frágiles organismos que llegaron en aquella roca, provenientes del tercer planeta, sobrevivieron al impacto contra la superficie. Mil millones de años atrás, Marte despertó de un sueño que llevaba eones. Por esos tiempos, tenía un contexto levemente favorable a la vida; la inclinación de su eje había motivado la sublimación de sus casquetes polares y, además, contaba con algunos volcanes de importancia en actividad. Todo ello generaba una atmósfera más densa, lo que determinaba un mayor efecto invernadero, que, a su vez, calentaba la atmósfera, lo que hacía que más sustancias volátiles se sublimaran. Estas, a su turno, aumentaban aún más el efecto invernadero: era un círculo virtuoso que favorecía sobremanera a los pequeños visitantes interplanetarios recién llegados.

    Parecía que, al fin, la panspermia había logrado su primer triunfo en la galaxia. Un sistema estelar con dos planetas habitados había hecho su aparición en escena.

    Sin embargo, se trató de una victoria efímera: tan solo dos semanas después, todas las bacterias habían muerto. Cierto es que habían luchado por subsistir, la vida es tenaz y se niega a rendirse fácilmente; algunas de ellas inclusive lograron reproducirse. Pero los primeros marcianos también fueron los últimos que quizás conocería el planeta.

    Luego de ese sobresalto, Marte volvió a dormir y, por otros mil millones de años, nadie molestó su sueño.

    Pero un día llegaron los humanos y el planeta rojo despertó de su letargo. Esta vez, la gran propagadora de vida contaba con ayuda, sus asistentes eran inteligentes y adaptables; sin embargo, a pesar de sus ventajas evidentes, también estaban plagados de defectos.

    Lamentablemente, nada hacía suponer que los nuevos embajadores de la vida realizarían un trabajo mejor que el de sus humildes y olvidados predecesores…

    Primera parte HUMANOS

    Somos arquitectos de nuestro propio destino.

    Albert Einstein

    1. El desierto planetario

    La vista que se tenía desde la estratósfera no había cambiado mucho en los últimos millones de años. La brisa, que incansablemente soplaba durante todo el año en el cráter Gusev, era apenas suficiente para mover las micropartículas en suspensión que daban ese tono rojizo tan característico. Pero no siempre era así. Durante cortos períodos de tiempo, que podían medirse en días o incluso semanas, el incansable viento disminuía casi hasta desaparecer y entonces, el sosiego parecía ganar la batalla; el aerosol atmosférico descendía y el planeta parecía prepararse para conocer nuevos colores en el cielo… Sin embargo, los azules cerúleos y celestes aturquesados –que tímidamente insinuaban empezar a reclamar el firmamento– morían antes siquiera de haber nacido: tarde o temprano, alguna tormenta –local o planetaria– devolvía el cetro de mando al rojo de guerra que, con su particular acuarela de tonos cálidos de la superficie, tantas especulaciones generó durante miles de años a las mentes fascinadas, que lo contemplaban, generación tras generación, tratando de sondear sus secretos…

    El panorama desde las alturas era más bien monótono. Las rocas y otros detalles menores eran invisibles y dejaban lugar solamente a una infinita planicie de óxido de hierro, alterada de vez en cuando por algunos cráteres de bordes negros y desgastados, en los cuales el viento continuaba su incesante tarea de erosión.

    En realidad, el negro era el único oponente digno de mención, solo él se atrevía a disputar la hegemonía del lugar al caleidoscopio de bermellones, carmesíes y escarlatas que, avasallador, solamente en los polos perdía su dominio a manos del blanco de los hielos de agua y anhídrido carbónico… Pero aquí, en el ecuador, únicamente el umbrío aspecto de algunas zonas desgastadas podía alterar en algo su reino de fuego frío.

    Realmente, se debía prestar mucha atención para ver esos nueve puntitos oscuros –casi negros– perdidos en el extremo norte del cráter… Podrían haber pasado desapercibidos como un detalle menor del relieve, pero se hallaban distribuidos en una particular configuración que podía despertar sospechas acerca de su origen: se encontraban alineados en tres hileras de alto por tres de ancho. Para estimular aún más la curiosidad de algún observador desprevenido, unos kilómetros más al este de esta anomalía geométrica se podía adivinar una estructura circular que, en su momento, había lucido de un blanco inmaculado, mas ahora, el tono salmón que fue adquiriendo con el paso de los años la hacía apenas distinguible del entorno.

    Sobre la recta imaginaria que unía estas dos misteriosas formaciones, se vislumbraba lo que en un principio podría haber sido confundido con un dust devil, los famosos remolinos de viento del desierto marciano. Sin embargo, un análisis más detallado de la pluma de polvo que, imperturbable, avanzaba hacia el oeste con destino a los puntos negros, revelaría que su origen no era debido a los caprichos del aire caliente superficial. No, allí abajo había algo mucho más sorprendente que la meteorología marciana en acción…

    2. Despertar

    Iniciando…

    STAR CORPORATE BIOS Version 1.0a (04/11/2077)

    Copyright Star Corporate 2068-2077

    Un procesador detectado .......................................................[OK]

    Chequeando procesador: 128 Core Intel Miracle 6.8 Thz.....[OK]

    Chequeando memoria RAM 16 PTbytes ..............................[OK]

    Estado de baterías..................................................................[OK]

    Carga de baterías ...................................................................100 %

    Chequeo global de sistemas...................................................[OK]

    Cargando directivas primarias ..............................................[OK]

    Iniciando subsistemas............................................................[OK]

    Montando sistemas de archivos locales .................................[OK]

    Habilitando cuotas de sistema ...............................................[OK]

    Cargando sistema operativo ..................................................[OK]

    Número de SOL: 30

    Unidad de mantenimiento biológico número dos estatus......[OK]

    Iniciando actividades del sector 2 .........................................[OK]

    Abriendo puerta de hangar ....................................................[Listo]

    En la superficie, las cosas tampoco eran muy dinámicas. Día tras día, el aire, movido por los vaivenes de la tenue atmósfera, daba forma a las rocas, y los bancos de arena crecían o menguaban según sus caprichos.

    Cuando el punto de vista del observador se ubicaba a solo unos cientos de metros sobre los enigmáticos nueve puntos, las cosas se ponían muy interesantes… Cada uno de ellos se resolvía en un cuadrado de doscientos metros de lado. Tenían una estructura central

    –también rectangular– rodeada de centenares de pequeñas manchas ubicadas en ordenadas hileras.

    Más intrigante aún era el hecho de que todos los días, exactamente a la salida del sol, las estructuras centrales de cada región cuadrada cobraban vida y expulsaban un pequeño objeto que –como un esclavo al que obligan a cumplir una aburrida rutina– se movía entre esas misteriosas hileras de manchitas deteniéndose algún tiempo en cada una de ellas. Al finalizar cada jornada, el pequeño objeto volvía al cobijo de su guarida central. Este extraño ritual se repetía día tras día.

    Con la resolución de imagen mejorada, el origen del misterioso torbellino deslizante finalmente se reveló como un pequeño vehículo de dos ocupantes que, con dificultad, avanzaba atravesando el misterioso relieve de este sorprendente mundo.

    –Lo digo y lo confirmo: estás loco de remate.

    –Vamos, Tim, no seas tan dramático.

    –Sí, lo digo en serio, esto que te propones hacer te traerá problemas.

    –Querrás decir que nos traerá problemas. Tú estás aquí conmigo.

    –¡Maldición! Tú me embaucaste con lo del «hallazgo importante» y ahora me sales con este cuento chino.

    El diálogo entre el técnico de sistemas William Roberts y el piloto de primera Timothy Randall transcurría en el pequeño rover biplaza que se usaba para trayectos cortos entre la base y objetivos de estudio cercanos a ella. Era apenas diferente de sus famosos homólogos del programa Apolo que, un siglo atrás, habían recorrido otras planicies no menos inhóspitas y, al igual que ellos, no era recomendable para trasladarse más que unos centenares de metros. Sin embargo, Bill no había querido abusar de su suerte tomando el rover grande presurizado. Al fin y al cabo, la distancia al vivero era de solamente cinco kilómetros.

    –¿Cómo es eso de que vas a modificar a los jardineros? –continuó Tim–. No nos están dando problemas y, ya que estamos, me gustaría saber por qué me haces cómplice de todo esto.

    –Bueno, empezaré por lo último –dijo Bill mientras se aclaraba la garganta–. Antes que nada, no quería violar una de las directivas más importantes que debemos cumplir. Ya sabes: «A todos lados, en parejas». Además, ayer la jefa, con ese sexto sentido que tienen los comandantes, me preguntó acerca de mi estado de ánimo; me notaba deprimido y, ¿sabes qué?, tan lejos de la verdad no estaba. Por esa razón, si me veía largándome solo en un rover sin ningún plan de viaje, bueno, podía llegar a suponer alguna cosa loca. Tú me entiendes, cosas como: «Este maníaco depresivo va a alejarse hasta quedarse sin oxígeno». Nadie iba a querer volver a casa siendo rotulado como miembro de «la tripulación del suicidio». De inmediato, todos habrían salido tras mi rastro.

    Tim no lo miraba, estaba concentrado en el camino, pero escuchaba atentamente la disertación de su amigo.

    –Por otro lado –prosiguió Bill–, como sabrás, estoy aquí porque soy un excelente ingeniero de software. Quizás esté entre los cinco mejores en mi rama, pero también soy un pésimo conductor de cualquier cosa que tenga ruedas. En contrapartida, tú estás aquí porque eres uno de los mejores pilotos de vehículos del sistema solar; desde una aeromoto hasta una cápsula de inserción orbital, nada se te resiste, entonces…

    –Ya, está bien, no sigas –cortó Tim resignado–, tenías miedo de hundirte en una duna de la que no pudieras salir y por eso decidiste

    contratar el carruaje con cochero incluido. OK, eso queda claro, resta entonces el tema de los jardineros.

    –En realidad, será solamente uno, no quiero arriesgarme con más. Si funciona, será suficiente.

    –No te entiendo.

    –Verás, los nueve jardineros fueron cargados con un sistema operativo y un conjunto de programas que, si bien son muy amplios, no cubren el ciento por ciento de los problemas que podrían surgir.

    –Tenía entendido que se habían instalado algoritmos que cubrían

    todas las eventualidades imaginables. –Tim hablaba mientras maniobraba en el sector final del trayecto, complicado y sinuoso en demasía–. No creo que tengan inconvenientes en su misión; de hecho, ya llevan varias semanas sin problemas de mención.

    –Tú lo has dicho: «Los programaron para todo lo imaginable»; ahí radica el problema. Cuando estás en otro mundo, trabajando con plantas mutadas y un suelo exótico, debes estar preparado para lo inimaginable.

    Tim lo iba a interrumpir, pero lo pensó mejor y se limitó a girar su cabeza para poder mirarlo, invitándolo a seguir.

    –Lo que voy a hacer, entonces –continuó Bill–, es instalar en uno de ellos un código completamente distinto que estuve desarrollando a partir de otros algoritmos de mi autoría.

    –Me imagino que no habrás creado alguna variante de código tomado de Killer. –Esta vez Tim lo miró inquisidoramente por casi dos segundos completos.

    –Bueno, tomé algunas partes de Killer, lo admito –respondió Bill con algo de culpa en su voz.

    Los cascos espejados y el ángulo de iluminación evitaron que Tim viera cómo Bill se ruborizaba ante esta aseveración. Killer, el último intento del ser humano por crear el soldado perfecto, había terminado con un puñado de robots fuera de control que provocaron más de cincuenta muertes. De eso habían pasado veinte años. Luego de este fracaso, los intentos de usar Inteligencia Artificial (IA) para el campo de batalla habían sido olvidados por casi todos: el riesgo de abrir una caja de Pandora cibernética era demasiado grande.

    –El incidente «Isla de Pascua» –continuó– fue producto de una concatenación de errores. Por suerte para todos, el general Richmond tuvo un imprevisto gesto de buen tino y cedió a mi sugerencia de liberar a los Killers en una isla. No quiero pensar lo que hubiera sucedido de haberse hecho la prueba en el continente. –Bill se aclaró la garganta, un gesto que, como correctamente sospechaba Tim, sucedía cada vez que se ponía nervioso. A pesar de ello, prosiguió hablando mientras el vivero crecía de tamaño a cada instante anunciando el cercano final del trayecto–. No pasa una semana que no tenga pesadillas por esto. Tú sabes a qué me refiero, has estado en el campo de batalla, supongo que, al fin y al cabo, debe de ser algo similar: gritos, ruido de metralla, gente aterrorizada, confusión y muerte.

    Tim decidió que ya era suficiente.

    –Basta, amigo –dijo–, entiendo a lo que te refieres. Yo también tengo lo mío, a veces los recuerdos son más realistas de lo que me gustaría admitir. Es algo con lo que uno tiene que resignarse a convivir. –Iba a agregar algo más, pero ya estaban llegando a destino. Suspiró y dijo–: Próxima estación: el vivero. ¿A cuál de los chicos quieres visitar?

    Bill también suspiró, luego sacudió su cabeza levemente, como tratando de ahuyentar viejos fantasmas y dijo:

    –Lo más lógico sería parar en los sectores siete, ocho o nueve: son los más cercanos a la base, por ende, son también los candidatos ideales para que un auditor decida visitarlos en el futuro. Nuestro destino, entonces, debería ser el dos o quizás el tres, en el otro extremo. –Luego de meditarlo unos segundos, Bill se decidió–: Iremos al dos, que posee la ventaja de tener sectores a ambos lados; en el futuro, podría ser de utilidad…

    A estas alturas, Tim no estaba de humor para las adivinanzas, por lo que dirigió el rover al sector dos esperando que en el trayecto Bill soltara algo más de lo que planeaba.

    –Estamos a dos horas de la puesta del sol y tenemos -25 °C. Espero que tu –pensó la palabra– travesura se pueda implementar rápido.

    Por primera vez desde que habían empezado el trayecto, Tim pudo oír a Bill reír abiertamente:

    –No te asustes, mi querido amigo. Ya que lo mencionas, tampoco tenemos tanto oxígeno como para hacer un pícnic con los jardineros; la operación será rápida e indolora.

    3. El vivero

    El viaje había demorado más de lo previsto por el extraño desvío que Bill le había pedido a Tim; la base se encontraba al este, pero, ignorando los sectores más cercanos, dieron un rodeo por el norte ingresando finalmente al imaginario perímetro del vivero por el oeste. El suelo estaba virgen: no se veían huellas de rovers ni pisadas, eran los primeros en llegar por este camino.

    –¡Vaya! –dijo Tim–. ¡Qué aspecto tenebroso tienen los pinos desde aquí!

    –¡Ya te dije docenas de veces que no son pinos! –respondió Bill.

    La MARS4, como su nombre lo indicaba, era la cuarta misión que llegaba al planeta y –a diferencia de lo que imaginaban a principios de la era espacial– estaba conformada por tan solo seis tripulantes. La austera y cruel realidad no había producido naves con decenas de astronautas, gravedad artificial y motores nucleares. El presente de la exploración marciana dependía de algunos módulos inflables diminutos y de pequeñas cápsulas de aterrizaje no muy diferentes a las que operaban en la Tierra desde hacía un siglo.

    La conquista del planeta rojo, antes que nada, era una empresa no apta para claustrofóbicos.

    Otro detalle importante derivado de la reducida dotación de personal era que cada uno de los especialistas tenía una segunda ocupación para mantener una redundancia medianamente aceptable: si el primer oficial médico Stevenson sufría un accidente, allí estaba el segundo oficial médico, la doctora Wei Yunli para poder afrontar la situación… Resultaba extraño pensar que el primer oficial geólogo tuviera conocimientos avanzados de medicina al punto de poder llevar a cabo una cirugía de mediana complejidad, pero así eran las cosas en la base Bradbury. El caso de William Roberts era otro asunto difícil de comprender: el responsable del funcionamiento de los sistemas informáticos de la única avanzada humana fuera del sistema Tierra-Luna también era el segundo oficial geólogo. Como si ello fuera poco, el estar varios meses encerrado junto a dos botánicos –a los que había consultado hasta el cansancio– le había dado una cierta autoridad en el tópico «funcionamiento del vivero». Por esta razón, sabía muy bien de lo que hablaba cuando continuó:

    –Te concedo que tienen aspecto de pinos, tienen agujas como los pinos y, con el tiempo, producirán frutos parecidos a piñas…, como los pinos –al escuchar sus palabras, no pudo evitar sonreír–, pero estos árboles están tan lejos de un pino como nosotros, los seres humanos, de los lémures. Es cierto que su punto de partida fueron los pinos, en concreto, la especie cembra, pero a partir de allí se hicieron una serie de cambios realmente grandes para que pudieran soportar este entorno.

    Mientras se bajaban del rover y se dirigían al hangar, el diálogo continuaba:

    –Sí, lo sé, yo tampoco soy botánico, pero todos estos meses escuchando a Claire hablar contigo me han dado un cierto, digamos…, conocimiento avanzado de nuestros pequeños amigos. Pero convengamos –prosiguió Tim– que nunca los habíamos visto desde el oeste y con el sol a nuestras espaldas.

    –Tienen tan solo ochenta centímetros, esperemos que cuando lleguen a los ochenta metros te hayas habituado a su aspecto intimidante

    –respondió Bill sonriendo.

    –¡Ochenta metros! No creía que iban a crecer tanto. Además, no estaré en este mundo para cuando alcancen esa altura… En realidad, creo que para ese entonces ya no estaré en ningún mundo.

    Bill sonrió mientras comenzaban a rodear el hangar buscando la puerta.

    –Bueno, en realidad, eso es lo que suponemos y lo que predicen la mayoría de nuestros modelos teóricos. La gravedad marciana es mucho menor, eso ayuda bastante a que ganen altura. Hasta ahora, todo marcha bien, están creciendo incluso más de lo previsto, pero tú sabes cuál es el cuello de botella de todo esto…

    –Los jardineros –respondió Tim.

    –Exacto, pasará mucho tiempo hasta que los… pinos –Bill sonrió ante la concesión de llamarlos como le gustaba a Tim– sean autosuficientes, y nuestros eficientes, aunque limitados, socios de seis ruedas no podrán llegar tan lejos.

    –A no ser que… –Tim intentó sacar algo más a Bill. Lo consiguió.

    –A no ser que les demos una pequeña ayuda. Somos como esos viejos comerciantes que iban de pueblo en pueblo vendiendo sus brebajes: vamos a darle a este amigo un tónico para mejorar su inteligencia… y espero con todo mi corazón que funcione.

    4. El hangar

    La puerta del hangar se abrió al detectar su presencia. El lugar no estaba presurizado, por lo que no había ninguna esclusa estanca que atravesar, los robots no respiran ni tienen dificultades con los cambios de presión –esos eran problemas que padecían sus frágiles creadores de carne y hueso–, tan solo servía para proteger todos los elementos electrónicos del polvo siempre presente y de los rayos UV que podían dañar a los plantines que se encontraban en «la huerta».

    William Roberts contempló el panorama. Al fondo estaba «la cripta» (bautizada así por el macabro sentido del humor de Dima), formalmente conocida como UMA, Unidad de Mantenimiento Autónomo. Su misión era recargar las baterías del jardinero todas las noches, de modo tal que este pudiera continuar sus tareas al día siguiente. Para lograr su cometido, disponía de un moderno y ultracompacto acumulador de estado sólido de sodio, que a su vez recibía energía de los paneles solares, que cubrían la mitad del techo.

    Tenía un diseño que era complementario al de su «cliente», como si de una mano y un guante se tratara. También contaba con una conexión de datos, a través de la cual el robot podía sincronizarse con la base o recibir actualizaciones de software.

    A la izquierda, se destacaba la forma rectangular de la huerta. Se orientaba en sentido este-oeste para aprovechar al máximo el recorrido solar, el techo que la cubría era de plexiglass, transparente tan solo a la luz visible e infrarroja. Su diseño generaba un pequeño efecto invernadero que subía la temperatura unos pocos grados.

    Algo más de calor y protección contra los rayos UV, esto era lo que necesitaban los plantines hasta que desarrollaran su coraza Van Voght y pudieran ser trasplantados al exterior. El problema era que esto último jamás sucedería, pensó Bill con tristeza. La misión que debería monitorear esta operación era su sucesora, la MARS5. Pero se rumoreaba que el Consejo Mundial ya tenía los votos suficientes: la misión sería

    «postergada por tiempo indeterminado», un eufemismo para no admitir que, en realidad, sería cancelada.

    Los plantines crecerían mientras el jardinero estuviera supervisándolos, pero cuando este dejara de operar, morirían… y, de todos modos, el jardinero tampoco estaba programado con las técnicas de trasplante y traslado así que, aunque lograra sobrevivir el tiempo suficiente sin fallas mecánicas o de energía, los plantines seguirían creciendo hasta morir hacinados, separados por pocos centímetros unos de otros al alcanzar el techo del hangar.

    –Todo parece en orden. –El comentario de Tim lo volvió a la realidad y sus prioridades.

    –Sí –respondió Bill–, los plantines están bien.

    –Pero están condenados, es una lástima. –Tim sabía tan bien como Bill que no existiría una misión MARS5, el séptimo de caballería jamás llegaría con sus botánicos y el nuevo software para los jardineros.

    Por un instante, el joven piloto giró la cabeza; esta vez, el ángulo de iluminación permitió el contacto visual y pudo entonces ver el rostro de su amigo, en él había tristeza, de eso no tenía dudas… Pero también vio algo más: determinación.

    No conocía al ciento por ciento el plan que tenía su socio en mente, pero estaba seguro de que se proponía llevarlo a cabo aunque fuera lo último que hiciera. Ante esa mirada penetrante, se sintió intimidado, su comentario era una verdad que seguramente el segundo oficial geólogo no quería escuchar, pero para su sorpresa, luego de un suspiro, continuó recorriendo con la vista el hangar. Su mirada se detuvo a la derecha, delante de la cripta.

    –El manantial está trabajando al 90 % de su capacidad, excelente.

    –Es una suerte que tengamos toda el agua que necesitamos a tan pocos metros bajo nuestros pies. –Tim se alegró al ver que su colega cambiaba de tema. El asunto de los pinos condenados solamente los deprimía y no conducía a nada productivo; además, también era consciente de esta bendición: el agua no solo era necesaria en el vivero, también en Bradbury ellos tenían su manantial, una broca extractora les brindaba agua para beber y, por electrólisis, oxígeno para respirar.

    –Bendito sea ISRU –dijo Bill repitiendo la conocida plegaria de los astronautas.

    –Amén, hermano. –Tim sonrió al completar la respuesta obligatoria que, un poco en broma, un poco en serio, los astronautas habían impuesto cada vez que recordaban su dependencia de esta tecnología milagrosa. ISRU los mantenía del lado correcto de la frágil línea que separaba la vida de la muerte en estos páramos hostiles e indiferentes a su existencia.

    5. ISRU

    Desde los albores de la era espacial, el ser humano había puesto como meta principal llegar a Marte. A principios de la década del 70 del siglo pasado, la comunidad científica internacional lo tenía como su objetivo primario.

    El Apolo XVII fue la última misión a la Luna por mucho tiempo, pero antes incluso de que Cernan, Schmitt y Evans amerizaran en el Pacífico a fines de 1972, ya se estaban haciendo planes y proyectos. Con el poderoso cohete Saturno V disponible, el sistema solar se abriría a la curiosidad humana… Pero aun con este lanzador, un monstruo que podía colocar ciento treinta toneladas en la órbita baja, las cosas se ponían… complicadas –por decirlo sutilmente– cuando la mira se apuntaba al cuarto planeta.

    Las misiones Apolo demoraban tres días para llegar a la Luna, otro tanto para volver y a eso se le sumaban tres o cuatro días en su superficie: unos diez días en total como promedio. Los astronautas llevaban absolutamente todo lo que necesitaban desde la Tierra: el combustible para ir y volver, los alimentos, el agua y el aire. Todo se comprimía de una forma u otra, se subía al Apolo y… ¡bon voyage!

    Con Marte se quiso hacer lo mismo, pero las distancias eran otras… En el mejor de los casos, una misión de ida y vuelta al planeta rojo insumiría no menos de quinientos días:

    Viaje de ida: 220 días. Estadía en Marte: 30 días. Viaje de vuelta: 250 días. Total: 500 días de misión.

    Se debía comprimir y almacenar todo el aire que respira una persona durante quinientos días (el equivalente a cincuenta misiones Apolo), a eso había que agregarle el agua que bebe y los alimentos que consume. Luego se multiplicaba por la cantidad de astronautas que viajarían y, finalmente, se le sumaban varias toneladas de combustible.

    La soberbia humana recibió un gran cachetazo: el viaje a Marte tendría que esperar.

    Las décadas pasaron y no surgió ninguna tecnología revolucionaria para la propulsión espacial. Nadie descubrió el sistema de teletransportación de Viaje a las Estrellas, tampoco aterrizó en la sede de la ONU alguna prodigiosa nave de otra civilización regalándonos sus secretos tecnológicos… Para salir de la Tierra, seguíamos dependiendo de nuestros venerables cohetes químicos, con todas sus limitaciones a flor de piel.

    Con este obstáculo en el horizonte –bien patente en el colectivo científico mundial–, el uso de tecnologías ISRU fue adquiriendo cada vez más fuerza y llegó a considerarse –correctamente– como la única vía que tenía la humanidad para iniciar la conquista del espacio profundo.

    ISRU no es otra cosa que un acrónimo inglés que significa «utilización de los recursos in situ», lo que podría traducirse, siendo un poco más laxos en el lenguaje, como «usemos lo que encontremos en nuestro destino para poder volver vivos a casa».

    En cierta forma, es una solución lógica, la humanidad ha recurrido a ella frecuentemente. Los grandes viajes de descubrimiento de la historia hicieron uso de ISRU: ¿alguien podría imaginar un desenlace exitoso de los viajes de Colón o Magallanes si las tripulaciones hubieran dependido exclusivamente de los alimentos que llevaron de España?

    ISRU ayudaría a la humanidad a poder realizar sus viajes de exploración por el sistema solar. La conquista de Marte, antes un sueño imposible, se ponía ahora al alcance del presupuesto del Consejo Mundial. Las misiones se simplificaban bastante, no tanto como para hacerlas con un solo lanzamiento –al estilo Apolo–, pero sí como para poder plantear un calendario serio de misiones con objetivos cada vez más complejos.

    Con ISRU, los astronautas en Marte beberían agua marciana,

    respirarían oxígeno marciano y usarían combustible para el regreso obtenido de su atmósfera y subsuelo.

    Esta vez, por fin, no habría impedimentos para la conquista de Marte.

    La humanidad pecaba nuevamente de arrogancia y recibiría un nuevo tirón de orejas de la naturaleza…

    6. Alburquerque

    Hoy debería ser un gran día. Para algún otro, quizás, uno de los mejores días de su vida… Sin embargo, William Roberts tenía sentimientos encontrados.

    Había sido notificado la noche anterior. Su selección como miembro de la misión MARS4 era un hecho. Debería sentirse pleno y rebosante de felicidad, pero, contra todo pronóstico, se encontraba muy deprimido. Diez años atrás, cuando se ofreció junto con otros centenares de candidatos, estaba seguro de que hubiera hecho cualquier cosa por obtener una plaza a Marte.

    Ahora no era lo mismo, seguía teniendo la misma pasión por el planeta rojo que en su adolescencia pero… pero ahora tenía a Samantha.

    Amaba a esa mujer y, como fruto de este amor incondicional que ambos se profesaban, siete años atrás había llegado Christopher, la razón número dos por la que ahora dudaba de aceptar la nominación.

    Un día clave comenzaba, suspiró profundamente y estiró su mano para sentir el cuerpo de su esposa, pero ella ya no estaba en la cama. Lo debería haber imaginado: el aroma de las tostadas le indicaba dónde se encontraba Sammy en estos momentos.

    Se sentó en el borde de la cama para ponerse los calcetines; al girar hacia el ventanal, algunos rayos del sol del amanecer se las ingeniaron para sortear las ramas del alerce que custodiaba la casa. Por un momento, fue deslumbrado, no era ni por lejos una situación de gravedad, pero de manera instintiva cerró los ojos un instante…, tiempo suficiente para que los sensores del dormitorio indicaran la novedad al cerebro de la casa y este decidiera tomar medidas correctivas: antes de que Bill fuera consciente de ello, el filtro cromático de la ventana había reducido el ingreso de luz en un 70 %.

    Sonrió para sí mismo… En esta era de la domótica, no dejaba de sentirse algo invadido en su privacidad: todas y cada una de sus actividades diarias eran analizadas y evaluadas en pos de mejorar su bienestar. Aunque debía admitir –nobleza obliga– que las «domocasas» habían salvado más vidas en sus cortas tres décadas de existencia que todos los bomberos de la historia de la humanidad… Pero, a pesar de ello, no era un cambio que terminara de convencerle.

    Para cuando se puso el segundo calcetín y se incorporó, la iluminación comenzaba a recuperar el terreno perdido. Finalmente, al salir del dormitorio, el sol brillaba otra vez como siempre.

    Inició el descenso por la escalera casi al mismo tiempo que Chris, pero el chico lo sobrepasó raudamente y se sentó en la mesa viéndolo llegar con una sonrisa de triunfo en su cara.

    –¡Te gané, papá!

    –¡Chris! –exclamó Bill simulando un enojo que no sentía–. Te dije muchas veces que te puedes lastimar bajando las escaleras así… Además, tampoco me saludaste hoy.

    El niño se puso serio, luego se levantó para saludar a su padre:

    –Buenos días, papi –dijo mientras le daba un beso.

    –Buenos días, Chris. El bus llegará pronto, imagino que habrás hecho todas tus tareas…

    Chris ahora estaba rígido, con los ojos fijos mirando al vacío. Lejos de preocuparse, Samantha sacudió su cabeza varias veces con desazón.

    –Maldición –murmulló Bill con resignación–. ¡Casa! –prosiguió–: anular señal holo.

    Casi de inmediato, su hijo tuvo un pequeño espasmo y se dirigió a su padre:

    –¡Papá! –exclamó ruborizado–, ¡estaba jugando con Carl!

    –Chris –respondió Bill–, ya sabes que en esta casa cuando nos sentamos en la mesa nadie usa holo, es por respeto a los demás, tengo solamente unos minutos para verte por las mañanas y te quedas ahí como un zombi… Además, todavía no comiste tus cereales.

    –Lo siento, papá –dijo Chris apesadumbrado–, es que en esta casa a veces somos tan… –se detuvo unos instantes mientras buscaba la palabra correcta, aunque sin el holo activado se hacía difícil, finalmente encontró una bastante cercana a lo que sentía. La soltó como un latigazo–: antiguos.

    –No somos antiguos –replicó Bill–, simplemente tenemos…

    –Sí, lo somos –interrumpió Chris– y además no sé por qué me envían a la escuela… ¡Casi nadie va allí!

    Bill se sorprendió por la respuesta de Chris, pero no tanto como hacía suponer la perpleja mirada de Samantha. Sabía que, tarde o temprano, su hijo notaría que su familia era distinta a la mayoría, tenía un breve discurso preparado en su mente para cuando llegara ese día, aunque lamentó contar con tan pocos minutos para hablar con él (el bus escolar pasaría en pocos minutos). A pesar de ello, se aclaró la garganta y, con su voz más conciliadora, dijo:

    –Hijo mío, te haré una pregunta sencilla… ¿Cuánto es seis por ocho?

    –Cuarenta y ocho, papá –respondió inmediatamente Chris sonriendo.

    –¿Por qué sonríes, hijo?

    –Papá, cuando me dijiste lo de la pregunta…, ¡pensé que ibas a salirme con algo difícil!

    –¿Te pareció sencilla entonces?

    Chris mantuvo la sonrisa, evidentemente pensaba que su papá le estaba jugando una broma, por lo que decidió seguir la charla hasta el final para ver a dónde llegaban:

    –Sí, papá, ¡eso es algo que lo sabe cualquiera!

    Bill estaba satisfecho. El diálogo transcurría por el carril que él quería, por lo que prosiguió:

    –¿Quieres decir que cualquiera de tus amigos que no van a la escuela, Hassan o Alberto, por ejemplo, tampoco tendrían problemas en responder esa sencilla pregunta…?

    El chico dejó de sonreír, su padre había nombrado a sus dos vecinos, tenían su misma edad y no eran malos…, a excepción de las burlas a las que lo sometían por ir a la escuela. Al igual que él, todas las mañanas esperaban el bus escolar. A diferencia de él, no subían, se limitaban a salir a la puerta de sus casas y saludar con sorna a los estudiantes, recordándoles que estaban perdiendo su tiempo mientras ellos se quedaban jugando con sus holos.

    –Sí –respondió Chris–, ellos también.

    –¿Incluso si los llamara ahora mismo y estuvieran aquí con nosotros? –preguntó Bill.

    –Seguro…, bueno –Chris pensó un instante–, ahora mismo no podrían: tú bloqueaste la señal holo dentro de la casa y no podrían conectarse.

    Bill sonrió satisfecho y continuó:

    –Entonces, si dentro de unos años Alberto, Hassan y tú quisieran trabajar en una de las piscifactorías submarinas donde no hay red holo,

    ¿a quién crees que seleccionaría la gente de allí?

    Chris dudó un instante, pero luego miró a su padre y, dubitativamente, dijo:

    –Bueno…, supongo que a mí. –El chico se detuvo un instante, pareció juntar valor y continuó–: Pero, en realidad, no sé si algún día trabajaré.

    –¿Cómo dices? –Bill estaba sorprendido.

    –Sí, digo que tú eres el único que trabaja en el vecindario. De hecho, Hassan, Alberto…, bueno, todos los chicos se burlan de mí, dicen que mi papá es un…, es un…

    –Bicho raro –Bill completó con pesar la oración.

    –Sí, papá, eso dicen. En sus familias sus padres no trabajan. Con el bono de la Federación les alcanza y sobra para ser felices. –Luego de disparar la artillería pesada, Chris no tuvo el valor para continuar mirando a los ojos a su padre, de modo que bajó su mirada al plato de cereales y empezó a comer a pesar de que casi no tenía apetito.

    Bill no tenía preparada una respuesta a este planteo. ¿Cómo habían llegado a este punto? Trató de recordar cómo había empezado todo, aunque en realidad él había hecho su aparición casi al final de esta tragedia. No obstante ello, se esforzó en ordenar los eventos que había presenciado en su vida y muchos otros que había visto en documentales históricos.

    Básicamente, todo empezó con la virtual automatización de todos los procesos industriales. Poco a poco, la mano de obra se fue haciendo cada vez menos necesaria y, en una lenta pendiente que tenía su origen inclusive antes de que empezara el siglo, la desocupación fue ganando lugar en todos los estratos sociales. Los gobiernos, conscientes de ello, comenzaron a brindar algún tipo de ayuda a los excluidos. Con el paso de los años, lo que había empezado como un plan de bonos para comida fue ampliando su alcance. El gobierno aumentaba los subsidios: a la comida siguieron contribuciones para la vestimenta. Más tarde, cuando construir una casa con robots de impresión 3D se transformó en una empresa ridículamente económica –y que insumía apenas una semana–, llegaron los bonos de vivienda. Con posterioridad, los de beneficio. Si un ciudadano siempre soñó con tocar el saxofón…, ¿por qué no brindarle uno? Si otro siempre anheló tener un automóvil para recorrer la Federación, ¡bien!

    ¿Por qué no dárselo? La materia prima de las partes que lo componen es extraída por máquinas a costos irrisorios, luego los componentes son producidos por robots en fábricas totalmente automatizadas con gastos mínimos y, por último, todo se ensambla también con costos cercanos a cero. Si todos estos beneficios sirven para que los ciudadanos sean felices –y de paso no generen una revuelta social–, ¿por qué no hacerlo?

    ¡La utopía hecha realidad!

    ¡Las máquinas al servicio del hombre!

    El ser humano, por fin, tendría una vida completa de ocio y recreo.

    ¡Vacaciones eternas!

    Pero parecía que no todos eran conscientes de la «bonanza» que les tocaba vivir. Las tasas de suicidios subían año tras año, llegaban a ser –por lejos– las más altas de la historia. Por si esto fuera poco, todas las semanas miles de personas quemaban sus cerebros en sesiones holo de días de duración… Pero, como siempre, a pesar de todo, el mundo seguía girando.

    Medio siglo después de los primeros bonos, se había llegado a este presente: una sociedad en la que el trabajo se asocia de manera inseparable con las máquinas, a punto tal que las personas que voluntariamente se inscriben en el registro de trabajadores

    –aproximadamente un 10 por ciento de la población– son llamadas despectivamente «Los bichos raros».

    Él no se sentía parte de ninguna utopía, le parecía más bien que este era el camino directo a la extinción racial, pero… ¿cómo decirle todo esto a su hijo y lograr que lo entendiera? Estaba rodeado, la mayor parte del tiempo, de personas que le generaban una falsa disyuntiva…

    –Chris, no quiero que pienses más de esa forma –Bill retomó el diálogo mientras su hijo comía algunos cereales–, jamás te obligaría a obrar de una forma u otra, quiero que llegues a la conclusión por ti mismo. Yo trabajo y, créeme, soy muy feliz con lo que hago. El trabajar en algo que te guste le dará sentido a tu vida y te aseguro que ese momento, tarde o temprano, llegará.

    –¿Estás seguro, papi?, ¿cuándo llegará?, ¿cómo me daré cuenta? – Chris miró nuevamente a los ojos a su padre con una curiosidad que se adivinaba genuina.

    –Hijo, cuando llegue ese momento, lo sabrás, no hay forma de describir una… vocación. Es algo que te gusta hacer, que disfrutas plenamente y que, por lo general, sirve para ayudar a los demás. –Chris iba a responder, pero Bill siguió con elocuencia–. Ya sé que tus amigos te dicen que no harán nada cuando crezcan, pero… ¿qué pasaría si un día Hassan o Alberto quisieran ser astronautas, como me dices que quieres ser tú? –Chris lo miraba muy serio ahora, pero no respondía.

    Bill, casi con un nudo en la garganta, siguió con su alocución–: ¿Todavía quieres ser astronauta?

    –¡Claro que sí, papá! –el chico respondió en forma automática y con la verdad.

    –¿Recuerdas nuestro trato?

    –Sí, papi, lo recuerdo. –Chris sonrió abiertamente. Todas las

    semanas su padre se encargaba de hacerle rememorar una charla que habían tenido mucho tiempo atrás.

    –¿Sabes qué es lo primero que descubrí cuando me convertí en astronauta?

    Bill era un especialista informático, pero por razones de trabajo había viajado en un par de ocasiones a estaciones espaciales en LEO y, una vez, a la Luna. Dos años atrás, durante su estadía en la estación Amundsen, había realizado una breve salida al exterior. Allí le habían sacado una fotografía que fascinó a Chris. A partir de ese momento, el niño dio por hecho que su padre era un astronauta. Los Roberts decidieron que, mientras su hijo fuera pequeño, sería mucho más difícil explicarle la verdadera profesión de su padre, por lo que dejaron correr esa pequeña mentira piadosa que, de momento, no hacía daño a nadie y le daba a Chris un motivo de charla con sus amigos.

    –¿Qué debías usar tu traje para vivir?

    –No…, bueno, sí, es cierto –convino Bill sonriendo, su hijo era tan maduro en muchos aspectos, pero a veces olvidaba que no dejaba de ser un niño de siete años–, lo primero es usar un traje espacial para poder vivir, pero lo segundo que descubrí es que en el espacio estamos librados solamente a nuestras decisiones. Allí no hay holo. Si tuvieran que seleccionar un astronauta para ir a la Luna…, ¿a quién piensas que emplearían?

    El mensaje parecía haber calado hondo en Chris. Respondió muy serio:

    –Hassan y Alberto no podrían trabajar nunca en nada de eso.

    –Chris, cuando tú cumplas dieciocho años, tendrás conocimientos avanzados de matemáticas,

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