Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Con Napoleón en Rusia De las Memorias Inéditas del Duque de Vicenza
Con Napoleón en Rusia De las Memorias Inéditas del Duque de Vicenza
Con Napoleón en Rusia De las Memorias Inéditas del Duque de Vicenza
Libro electrónico502 páginas7 horas

Con Napoleón en Rusia De las Memorias Inéditas del Duque de Vicenza

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Apartes del prólogo
Los acontecimientos europeos que comenzaron en 1812 tuvieron tan grande influencia sobre los que los siguieron más tarde, y que colocaron el control de los destinos de Europa en manos de Rusia, que estoy convencido del inapreciable valor que representa la conservación de las notas que hice, observando variadas circunstancias de aquellos días.
El único fin que me llevó a escribirlas, fue tener una crónica de mi vida, de mis impresiones y de mi conducta de entonces, he llegado a mirarlas como un material indispensable para completar la parte oficial de mi correspondencia como embajador, y hasta, quizás, para la historia durante esta grandiosa época.
Mi objeto se verá colmado, si mis notas ayudan igualmente a formular una opinión sobre el carácter y los designios políticos del emperador Napoleón.
Ellas fueron escritas en todas partes: en mi escritorio y el campo; cada día y a todas horas del mismo, y son el trabajo de cada momento. No he retocado ni disfrazado nada porque auncuando hubo instantes en que el hombre se mostró a sí mismo, era al semidiós en realidad a quien uno conocía frecuentemente.
Más de una vez se me ocurrió pensar que este diario, escrito bajo los mismos ojos del emperador bien pudo caer en sus manos; pero tal reflexión no refrenó mi pluma. Este hecho es una respuesta a aquellos que tanto han proclamado que un hombre no puede nunca pensar, hablar ni escribir al lado de su rey, y que la verdad desnuda lo transformaría en su irreconciliable enemigo.
Indudablemente, la verdad enfriaba su benevolencia; pero su fuerte y altivo carácter le hacía admitir todas las críticas hechas de buena fe. Yo confiaba que, no siendo mis notas sino el exacto recuerdo de lo que le había dicho, le parecerían injuriosas únicamente si las publicara como un ataque a su política y a su buena fama.
Si estas páginas fueran leídas algún día y severamente juzgadas, espero que se me concederá indulgencia, considerando los acontecimientos bajo cuyo influjo fueron redactadas.
El emperador estaba en Saint-Cloud. A las once en punto llegué allí (5 de junio de 1811). Su Majestad me recibió fríamente, y de inmediato comenzó a encolerizarse y a enumerar las quejas imaginarias que tenía contra el zar Alejandro, pero sin reprocharme personalmente. Habló del ucase que prohibía las importaciones del extranjero y de la admisión de los barcos neutrales americanos en los puertos rusos, lo cual, opinaba, era una infracción al Sistema Continental.
El ucase del 31 de diciembre de 1810, que prohibía la entrada de mercaderías extranjeras y sedas, se proponía remediar el déficit del intercambio motivado por el constante aflujo del capital al exterior para pagar las mercaderías importadas, no pudiendo Rusia exportar ninguna ella misma. Pretendía también fomentar el desarrollo de las industrias locales
Llegó a decir que el Zar iba a traicionarnos, y que se estaba armando para hacer la guerra a Francia. El emperador repitió todas las fantásticas historias que, para agradarle, se urdían en Danzig, en el ducado de Varsovia y hasta en el norte de Germania, historias de las que averiguar su exactitud hubiera sido derrochar tiempo de nuevo, como otras veces sucedió, a causa de investigaciones llevadas fuera de lugar, y otras, debido a las circunstancias.
―Admito francamente ―dijo el emperador Napoleón― que es Alejandro quien quiere hacerme la guerra.
No, Sire ―repliqué otra vez―. Apostaría la vida a que no es él quien hace el primer disparo, ni el primero en cruzar sus fronteras.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 jun 2022
ISBN9781005463533
Con Napoleón en Rusia De las Memorias Inéditas del Duque de Vicenza
Autor

General Armand de Caulaincourt

Armand Augustin Louis de Caulaincourt, más conocido como el marqués de Caulaincourt, nació el 9 de diciembre de 1773 en París y falleció en la misma ciudad el 19 de febrero de 1827. Fue un general y diplomático francés, proveniente de una familia noble.A la edad de 15 años entró al ejército francés, pero no llegó a altos puestos. En 1792 era capitán, pero fue enviado a prisión, porque se mostró hostil a los demócratas. Meses después fue liberado, con la condición de que se actuara como simple granadero.Estuvo así durante tres años, hasta cuando por intercesión del general Hoche, fue restaurado al grado de capitán. Aun así, después de diez años de servicio, sus avances profesionales fueron muy lentos.Ascendió a coronel en el Ejército del Rin en 1799-1800. Después de la paz de Lunéville en 1801, fue enviado a San Petersburgo por orden de Napoleón Bonaparte. Su misión era en apariencia elogiar la ascensión al trono, del zar Alejandro I pero en realidad el propósito de Napoléon era destruir la influencia inglesa en la corte de los RomanovAl regresar a París, Caulincourt fue designado Aide de Camp de Napoleón, quien por entonces ostentaba el cargo de Primer Cónsul. Se le encargó la misión de atrapar a algunos agentes del gobierno inglés en Baden en 1804, situación que condujo a la acusación que él estuvo implicado en la detención del duque d'Enghien, que él enérgicamente negó.Después del establecimiento del Imperio Napoleónico, en 1808Caulincourt recibió varios honores y el título de Duque de Vicenza. Un año antes, en 1807, Napoleón le envió como embajador a San Petersburgo, donde Caulaincourt trató de mantener la alianza de Tilsit. Sus tareas se asemejaban más al de un espía que al de un embajador, y aunque la ambición de Napoleón hiciera la tarea difícil, Caulaincourt se mantendría en ella durante algunos años.No obstante que en 1810 Caulaincourt aconsejó a Napoleón para que renunciara a su proyecto de invadir Rusia. Durante la guerra acompañó al emperador, y fue uno de los que acompañó cuando Napoleón regreso sorpresivamente a París en diciembre de 1812, dejando su ejército en Polonia. En los últimos años del imperio, Cauñincourt estuvo a cargo de la mayoría de las negociaciones. Por ejemplo, firmó el armisticio de Pleswitz, en junio de 1813, representó a Francia en el congreso de Praga en agosto de 1813, y en el tratado de Fontainebleau en abril de 1814.Durante la primera Restauración, Caulaincourt estuvo en un oscuro retiro. Cuando Napoleón regresó del destierro en la isla de Elba, Caulincourt se convirtió en ministro de asuntos exteriores, y trató de convencer Europa de las intenciones pacíficas del emperador. Después de la segunda Restauración, el nombre de Caulaincourt se integró a la lista de proscritos, pero fue borrado por intervención personal de Alejandro I con Luis XVIII.Las memorias de Caulaincourt aparecieron bajo el título de Souvenirs du duc de Vicence en 1837-1840.Y el episodio mas nombrado de las mismas es lo relacionado con la ida de napoléon a Rusia y su regreso derrotado e Francia.

Relacionado con Con Napoleón en Rusia De las Memorias Inéditas del Duque de Vicenza

Libros electrónicos relacionados

Biografías históricas para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Con Napoleón en Rusia De las Memorias Inéditas del Duque de Vicenza

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Con Napoleón en Rusia De las Memorias Inéditas del Duque de Vicenza - General Armand de Caulaincourt

    Con Napoleón en Rusia

    De las Memorias Inéditas del General Armand de Caulaincourt. Duque de Vicenza

    Ediciones LAVP

    www.luisvillamarin.com

    Con Napoleón en Rusia

    De las Memorias Inéditas del General Armand de Caulaincourt. Duque de Vicenza

    Colección Estrategia y Liderazgo N° 5

    Primera Edición en castellano, diciembre de 1942

    © Editora Interamericana, Buenos Aires Argentina

    Armand de Caulaincourt

    Reimpresión. Junio de 2022

    © Ediciones LAVP

    Cel 9082624010

    New York City, USA

    www.luisvillamarin.com

    ISBN 9781005463533

    Smashwords Inc

    Con Napoleón en Rusia

    Primera Parte Prolegómenos

    Capítulo I El retorno del embajador

    Capítulo II En la víspera de 1812

    Segunda Parte Avance

    Capítulo III La primera sangre

    Capítulo IV Smolensk

    Capítulo V Borodino

    Tercera Parte Moscú

    Capítulo VI El fuego

    Capítulo VII Indecisión

    Capítulo VIII Sin tregua

    Cuarta Parte Retirada

    Capítulo IX Sauve qui pent

    Capítulo X Hambre

    Capítulo XI Hielo

    Capítulo XII El Beresina

    Quinta Parte La Fuga

    Capítulo XIII A Varsovia en Trineo

    Capítulo XIV De Varsovia a Dresden

    Capítulo XV De Dresden a París

    Primera Parte

    Prolegómenos

    Capítulo I

    El retorno del embajador

    Los acontecimientos europeos que comenzaron en 1812 tuvieron tan grande influencia sobre los que los siguieron más tarde, y que colocaron el control de los destinos de Europa en manos de Rusia, que estoy convencido del inapreciable valor que representa la conservación de las notas que hice, observando variadas circunstancias de aquellos días.

    El único fin que me llevó a escribirlas, fue tener una crónica de mi vida, de mis impresiones y de mi conducta de entonces, he llegado a mirarlas como un material indispensable para completar la parte oficial de mi correspondencia como embajador, y hasta, quizás, para la historia durante esta grandiosa época.

    Mi objeto se verá colmado, si mis notas ayudan igualmente a formular una opinión sobre el carácter y los designios políticos del emperador Napoleón.

    Ellas fueron escritas en todas partes: en mi escritorio y el campo; cada día y a todas horas del mismo, y son el trabajo de cada momento. No he retocado ni disfrazado nada porque auncuando hubo instantes en que el hombre se mostró a sí mismo, era al semidiós en realidad a quien uno conocía frecuentemente.

    Más de una vez se me ocurrió pensar que este diario, escrito bajo los mismos ojos del emperador bien pudo caer en sus manos; pero tal reflexión no refrenó mi pluma. Este hecho es una respuesta a aquellos que tanto han proclamado que un hombre no puede nunca pensar, hablar ni escribir al lado de su rey, y que la verdad desnuda lo transformaría en su irreconciliable enemigo.

    Indudablemente, la verdad enfriaba su benevolencia; pero su fuerte y altivo carácter le hacía admitir todas las críticas hechas de buena fe. Yo confiaba que, no siendo mis notas sino el exacto recuerdo de lo que le había dicho, le parecerían injuriosas únicamente si las publicara como un ataque a su política y a su buena fama.

    Si estas páginas fueran leídas algún día y severamente juzgadas, espero que se me concederá indulgencia, considerando los acontecimientos bajo cuyo influjo fueron redactadas.

    El emperador estaba en Saint-Cloud. A las once en punto llegué allí (5 de junio de 1811). Su Majestad me recibió fríamente, y de inmediato comenzó a encolerizarse y a enumerar las quejas imaginarias que tenía contra el zar Alejandro, pero sin reprocharme personalmente. Habló del ucase que prohibía las importaciones del extranjero (1) y de la admisión de los barcos neutrales americanos en los puertos rusos, lo cual, opinaba, era una infracción al Sistema Continental.

    (1) El ucase del 31 de diciembre de 1810, que prohibía la entrada de mercaderías extranjeras y sedas, se proponía remediar el déficit del intercambio motivado por el constante aflujo del capital al exterior para pagar las mercaderías importadas, no pudiendo Rusia exportar ninguna ella misma. Pretendía también fomentar el desarrollo de las industrias locales. (Nota de Caulaincourt.)

    Llegó a decir que el Zar iba a traicionarnos, y que se estaba armando para hacer la guerra a Francia. El emperador repitió todas las fantásticas historias que, para agradarle, se urdían en Danzig, en el ducado de Varsovia y hasta en el norte de Germania, historias de las que averiguar su exactitud hubiera sido derrochar tiempo de nuevo, como otras veces sucedió, a causa de investigaciones llevadas fuera de lugar, y otras, debido a las circunstancias.

    ―Admito francamente ―dijo el emperador Napoleón― que es Alejandro quien quiere hacerme la guerra.

    No, Sire ―repliqué otra vez―. Apostaría la vida a que no es él quien hace el primer disparo, ni el primero en cruzar sus fronteras.

    ―Estamos de acuerdo, entonces -continuó el Emperador―, porque no tengo la intención de penetrar en Rusia, ni ningún deseo de guerra; ni de restablecimiento de Polonia.

    ―Entonces, Sire, debería explicar sus intenciones, de modo que cada uno pueda saber por qué las tropas de Su Majestad son concentradas en Danzig y en el norte de Rusia.

    El emperador no dio respuesta a esto. Habló, en cambio, de los nobles rusos, quienes, en el caso de una guerra, temerían por sus palacios y, después de una recia batalla, obligarían al zar Alejandro a firmar la paz.

    ―Su Majestad está equivocado - repliqué, y le repetí al emperador unas palabras del Zar que me habían impresionado tanto durante ciertas conversaciones privadas que tuve con él, antes de la llegada de M. Lauriston (1), cuando mi posición estaba lejos de tener un significado político; palabras que eran simplemente la más enfática expresión de lo que él me había dejado entrever algún tiempo atrás.

    (1) Sucesor de Caulaincourt como embajador francés en San Petersburgo.

    Ellas me quedaron tan fuertemente grabadas, que las anoté después de mi regreso y las cité allí, con la seguridad de que, en lo mejor de mi conocimiento, mi recuerdo de ellas era sustancialmente correcto:

    "Si el emperador Napoleón quiere hacerme la guerra ―me había dicho el zar Alejandro―, es posible, más aún, probable, que nosotros seamos vencidos, por muy heroicamente que luchemos. Pero que no piense que podrá dictarnos una paz.

    Los españoles han sido frecuentemente derrotados y, sin embargo, no están vencidos ni menos aún, sometidos. Todavía más: ellos no se hallan tan lejos de París como nosotros, ni tienen nuestro clima ni la ayuda de nuestros recursos. Nosotros no correremos riesgos.

    Nos sobra espacio, y nuestro resistente ejército está bien organizado, como lo sabe el emperador Napoleón, y así nunca nos veremos en la necesidad de aceptar una paz dictada, a pesar de todos los reveses que podamos sufrir.

    Lo que es más: en muchas ocasiones, el vencedor se ve obligado a aceptar las condiciones del vencido. El emperador Napoleón le hizo notar este caso a Tchernychev (1) en Viena, después de la batalla de Wagram.

    (1) El edecán del emperador Alejandro. Estuvo presente en la batalla de Wagram y permanec10 al lado de Napoleón, quien lo condecoró con la Legión de Honor.

    Él no hubiera hecho entonces la paz si Austria no hubiese conservado un ejército intacto. Y como consecuencia tiene que guardar la paz contra sus deseos, además, porque ausentándose frecuentemente de Francia está ·siempre ansioso de retornar allí. Esta es la enseñanza de un maestro. No seré el primero en sacar la espada, pero seré el último en envainarla.

    Los españoles han probado que la falta de perseverancia fue la ruina de todos los Estados a los cuales su Señor ha hecho la guerra. La observación del emperador Napoleón a Tchernychev en la última guerra con Austria muestra clara y suficientemente que los austríacos podían haber obtenido condiciones más ventajosas si hubiesen perseverado.

    El pueblo no sabe sufrir mucho. Si el azar de la lucha se vuelve contra mí, me retiraré a Kamchatka antes que ceder territorios y firmaré en mi capital tratados que no serán en realidad más que treguas. Sus franceses son bravos; pero las largas privaciones y un mal clima terminarán por desgastarlos y desmoralizados.

    Nuestro clima, nuestro invierno, combatirán a nuestro lado. Las maravillas sólo es dable que se produzcan donde el emperador se halle personalmente, y él no puede estar en todas partes ni podría seguir ausente de París año tras año."

    El emperador que escuchó con la mayor atención, y hasta con algún asombro. Parecía estar muy preocupado, y guardó silencio durante un rato. Creo que le causé una profunda impresión, cuando su rostro, su porte entero, que hasta aquí habían mostrado solamente una gran seriedad, se hicieron abiertos y francos.

    El pareció querer animarme a. proseguir, solamente por lo que intuí en sus miradas, sino por las preguntas que me hizo. Habló de la sociedad en Rusia, de ejército, de su administración, y aun al referirse al zar Alejandro lo hizo sin manifestar su acostumbrado mal humor a mencionar su nombre.

    De hecho, el emperador me daba indicio en ese momento de hallarse gratamente dispuesto hacia mí, y de que estaba reconocido por la forma en que había servido. Yo le aseguré que se equivocaba respecto del zar Alejandro y de Rusia; que era de la mayor importancia no basar sus conclusiones sobre este país en lo que ciertas personas le dijeran, o acerca del ejército en lo que viera en Friedland; que, habiendo sido amenazados durante un año, les habría sido posible a los rusos calcular todas las eventualidades y especialmente la posibilidad de que lográramos triunfos inmediatos.

    Después de escucharme atentamente, el emperador comenzó a enumerar las tropas y los recursos generales de que disponía. Cuando volvió al tema vi que toda esperanza de paz estaba perdida, porque eran precisamente las enumeraciones de este género, lo que lo envenenaba más que todo.

    Y verdaderamente, terminó por decirme que una buena batalla conmovería los cimientos de las hermosas resoluciones mi amigo Alejandro, sin hablar de sus fortificaciones de arena, aludiendo a los trabajos de defensa que había hecho levantar a lo largo de los bancos del Duina y del Riga.

    Habló de la situación en España y se lamentó en forma constante de los generales que allí tenía y de las derrotas que habían sufrido, expresando su opinión de que este vergonzoso estado de sus asuntos era debido a la ineptitud del rey, su hermano (José de España), y de los generales franceses, y anuncio su firme determinación de concluir con eso.

    Trató de persuadirme de que podía arreglado todo en cuanto él lo quisiera, pero que los ingleses podían atacarlo en alguna otra parte, tal vez en la misma Francia. Así, llegó a la conclusión de que sería conveniente también -y quizá de positiva ventaja para aquéllos- estar en Portugal. Luego, volvió al zar Alejandro.

    ―Es voluble y débil―repitió una vez más.

    ―Es obstinado―le repliqué―. Su naturaleza conciliadora le hace ceder terreno fácilmente cuando no encuentra salida, aun a riesgo de concesiones importantes; pero de ninguna manera retrocedería una línea más allá de donde no fuera obligado.

    ―Tiene un carácter griego; es un gran pérfido―repitió aún otra vez el emperador.

    No quisiera sugerir ―aclaré― que él haya dicho siempre lo que en realidad pensaba; pero, sea lo que fuere que se dignara decirme, ha resultado siempre cierto, y todas las promesas que hizo a Su Majestad por intermedio mío han sido mantenidas.

    ―Alejandro es ambicioso. Hay algún propósito oculto que él espera lograr por medio de la guerra. Desea la guerra; yo se lo digo. De otra manera, ¿por qué rehusaría todo arreglo que yo le propongo? Él tiene algún propósito secreto. ¿Puedo ver a través de él? No, él tiene objetivos más grandes que Polonia y Oldemburgo.

    ―Estos motivos, y el hecho de que su ejército esté en Danzig, son en sí mismos suficiente explicación de la línea de conducta que se ha trazado, puesto que, naturalmente, como cada gobernante en Europa, estará inquieto con el cambio que Su Majestad ha hecho en su política después de Tilsit, y más particularmente después de la paz de Viena.

    ―¿Qué tiene que ver todo esto con Alejandro? No creo que le afecte. ¿No le he dicho que tome a Finlandia, Valaquia y Moldavia? ¿No le he sugerido que repartiríamos a Turquía? ¿No le he dado trescientos millones para la guerra con Austria?

    ―Sí, Sire; pero no esperaríais que estas seducciones encubrieran el hecho de que desde entonces Su Majestad muestra una política completamente distinta, y cuya ejecución comienza en Polonia; esto es, en territorio ruso.

    ―¡Me parece que usted está desvariando, simplemente una vez más: yo no quiero recurrir a la guerra contra él; pero él debe cumplir el compromiso que tiene contraído y proceder con energía a la paralización del comercio inglés. ¿Qué tiene que temer de los cambios de mi política? ¿Qué le pueden hacer estos cambios a un país como Rusia, tan a trasmano y tan distante?

    ―Sobre este punto, él nunca me ha confiado nada.

    ―Yo no le he impedido extender sus dominios en Asia, ni aun en Turquía, si así lo deseaba, siempre que lo hiciera sin tocar a Constantinopla. Él está irritado de que yo haya retenido a Holanda, y esto lo amarga porque necesita crédito extranjero.

    ―La reunión de las ciudades Hanseáticas, el establecimiento del Gran Ducado de Fráncfort, lo cual supone que Su Majestad piensa guardar a Italia; la entrega de Hannover a Westfalia; todos estos cambios, hechos en tiempo de paz y anunciados por simple decreto, nos alejan más de Inglaterra y ponen obstáculos en el camino para hacer la paz con ella. Por otra parte, todo esto choca con los más altos intereses de Rusia. Y aun así, no sería sobre este cálculo que ella iría a la guerra.

    -¿Y debo ser mandado por los ingleses y por mi hermano (Luis de Holanda) precisamente para complacer a Alejandro? Rumiantsof (1) sabe muy bien que antes de dar ese paso yo haría todo lo que estuviese en mi poder para inducir a Inglaterra a firmar la paz.

    (1) El ministro de Relaciones Exteriores de Rusia.

    Labouchere ha estado en Londres muchas veces, y a menudo con especial consideración del Duque. ¿Voy a permitir que el norte de Germania sea inundado con mercaderías inglesas?

    ―Una simple amenaza de imponer estas medidas a la fuerza, hubiera sido una buena política. La ejecución de estas medidas, además del movimiento de algunos ejércitos completos hacia el Norte ―en verdad nada más que unos pocos batallones puestos apresuradamente bajo el mando de oficiales de administración―, hubieran despertado aprensión, en cambio.

    ―Usted no ve más lejos que Alejandro; él está simplemente asustado. Es verdaderamente con estas políticas a las. cuales usted se opone que tomaré todo y le arrancaré el corazón a Inglaterra y la obligaré a hacer la paz.

    Esta conversación continuó por algún tiempo más. El emperador saltaba de una cuestión a otra, y, con largos intervalos, volvía sobre los temas, indudablemente para ver si yo conservaba las mismas respuestas.

    A juzgar por su aire de preocupación). y por los largos silencios que rompieron nuestras cinco horas de conversación, parecía que estaba sometiendo a más seria consideración los temas de nuestra entrevista, dándoles, quizá, más importancia de la que en principio les concediera. Después de uno de esos largos silencios, dijo:

    ―Es el casamiento austríaco lo que nos ha puesto en discordia. El zar Alejandro está irritado porque no me casé con su hermana.

    Yo me tomé la libertad de recordarle al emperador que, como se lo tenía formalmente comunicado, Rusia no estaba ansiosa ni mucho menos por semejante casamiento; que, aunque el emperador no hubiese sido capaz de rechazar en seguida el proyecto, él nunca le hubiera dado curso a causa de la cuestión religiosa; que en ningún caso habría admitido una dilación de un año, aunque el Zar hubiera logrado obtener el consentimiento de su madre; en fin, que él mismo no había tomado en consideración el asunto, y que Rusia estaba más bien encantada que otra cosa al enterarse de que inesperado casamiento con la austríaca (1) había tenido lugar, no obstante nuestra no muy ceremoniosa manera de volvernos atrás con las propuestas que nosotros mismos habíamos hecho; propuestas que felizmente no habían sido aceptadas, pero que, precisamente por no haber sido aceptadas, habían tornado mi posición decididamente embarazosa.

    (1) Aquí, la mayor satisfacción de cada uno; el gobernante y el resto de ellos. (Caulaincourt a Talleyrand, San Petersburgo, 25 de febrero de 1810.)

    ―He olvidado los detalles de ese asunto ―replicó el Emperador―; pero Rusia estaba ciertamente irritada a causa de nuestro acercamiento con Austria.

    Yo señalé esto, en efecto, como cada uno lo había hecho en su tiempo, y como lo había probado por mis conversaciones con el emperador y con el conde Rumiantsof cuando fueron hechas las primeras gestiones relativas a esta materia; la reacción inmediata en Petersburgo fue una agradable sensación de alivio al conocerse el retiro de esta tan delicada cuestión entre los gobiernos de Francia y Rusia, y la aún más delicada cuestión entre el Zar, su madre y su familia.

    El emperador Napoleón repitió otra vez que él no deseaba la guerra ni el restablecimiento de Polonia, pero que un entendimiento en el asunto de la navegación neutral era esencial.

    ―Si Su Majestad desea realmente un entendimiento, no será difícil hallar la forma de llegar a él―le dije.

    ―¿Está usted seguro de esto? ― preguntó el Emperador.

    ―Completamente seguro ―fue mi respuesta-. Pero deben hacerse propuestas razonables.

    ―¿Qué propuestas? ―dijo el Emperador, urgiéndome a decirlas.

    ―Su Majestad conoce tan bien como yo las causas del actual alejamiento y aún mejor que yo lo que ha resuelto hacer para remediarlo.

    ―¿Por qué? ¿Qué es lo que quiero hacer?

    ―En cuanto al comercio entre los dos países, un arreglo debe ser hecho sobre una base de beneficios recíprocos, y un acuerdo similar para la navegación mercante en general. La admisión de los barcos neutrales en los puertos rusos sería permitida, del mismo modo que nosotros otorgaríamos licencias y admitiríamos a los barcos con patente en los puertos franceses.

    El príncipe de Oldemhurgo sería proveído por idéntico camino, de lo que no tiene, como a Erfurt, enteramente dependiente de usted. Sería hecho un arreglo sobre Danzig, otro sobre Prusia, y así ...

    Cuando el emperador vio que yo estaba tanteando sobre asuntos políticos cuya discusión lo habría obligado probablemente a confiarse a mí más de lo que él deseaba, dijo que M. Lauriston había sido encargado de continuar con esta política y que yo podía tomarme unas vacaciones.

    Rogué al emperador que me permitiera decir algo más.

    ―Continúe―accedió.

    ―A vos os corresponde, Majestad, decidir si será la paz o la guerra. Debo suplicaros que cuando hagáis vuestra elección entre la bondad cierta de la una y los azares de la otra, tengáis bien en cuenta vuestra propia felicidad y la felicidad de Francia.

    ―Usted habla como un ruso―replicó el Emperador.

    ―Por el contrario, como un buen francés; como uno de los más fieles servidores de Su Majestad.

    ―Lo repito: yo no deseo la guerra; pero no puedo tampoco impedir que haya pueblos que me necesitan y me esperan. Davout y Rapp me informan que los lituanos están furiosos con los rusos, y que les están enviando constantemente delegados para urgirnos y apresurarnos a cumplir nuestros propósitos.

    ―Su Majestad está siendo engañado - fue mi réplica. Yo expliqué al emperador que, de todos los gobiernos que se habían repartido a Polonia, el gobierno ruso era por su naturaleza el que más convenía a la nobleza polaca; que ellos habían sido bien tratados por el zar Pablo, y mejor tratados aún por Alejandro; que yo había encontrado muchos terratenientes de la Rusia polaca y había comprobado que mientras naturalmente lamentaban su independencia nacional perdida, estaban muy poco dispuestos a una nueva aventura para recobrarla, ya que no podían, auncuando tuvieran éxito, conseguir que Polonia fuera reintegrada como poder independiente; que el ejemplo del Ducado de Varsovia, cuya. situación, desde su punto de vista, estaba muy lejos de ser satisfactoria, no los había vuelto en nuestro favor como Su Majestad creía; que las persistentes rivalidades entre las principales familias polacas, no menos que la natural instabilidad de su carácter, impedirían siempre su acción común.

    Agregué que el emperador no debía cerrar los ojos ante un hecho bien. conocido en la Europa actual: que cuando a él le interesaban los asuntos de un país, era en su propio beneficio más bien que en el de ese pueblo.

    ―¿Usted piensa así, realmente?

    ―Sí, Sire ―respondí.

    ―Usted no da crédito a los que me arruinan -dijo burlándose―. Y a es hora de ir i comer -agregó y se retiró.

    Así terminó una conversación que había durado cinco horas y que me quitó la esperanza de que la paz pudiera ser mantenida en Europa....

    Más tarde vi al duque de Bassano (1) una vez más. Me aseguró, como el emperador lo había hecho, que no había motivo para esperar la guerra; que los temores de Petersburgo eran infundados, y que el emperador no estaba dispuesto a revocar ninguna de las medidas que había creído necesario tomar.

    (1) Hugo Bernardo Maret, creado duque de Bassano por Napoleón; ministro de Asuntos Extranjeros, en 1811,

    De aquí en adelante, tuve muy poca esperanza de ver al emperador cambiar su política; sin embargo, no me permitía desanimarme. La situación en España, aunque fuera más, podía precipitar acontecimientos que inducirían a guardar una política diferente.

    Durante los dos meses pasados la tendencia había sido de disminuir la agitación entre los polacos y de restringir las actividades de los generales y agentes secretos en Alemania.

    Los proyectos del emperador permanecían, creo, los mismos; pero existía la probabilidad de que los acontecimientos en España, y una revisión de las probables consecuencias de su perspectiva política y de su vasto entendimiento, lo tornaran algo indeciso.

    ―Ostensiblemente, la actitud del gobierno era menos agresiva, siendo su objeto provocar la adopción de una política lo más pacífica posible si los acontecimientos aconsejaban la necesidad de tal política, o si a su juicio conviniera aparentar que su parcialidad favorecería su triunfo. Mientras tanto, se completaban los preparativos militares y, en realidad, no se dio ningún paso para evitar el estallido de la guerra.

    Después de mi entrevista con el Emperad0r, pasó mucho tiempo antes de que tuviéramos otra conversación privada. Mi situación era incierta. En público me trataba bastante bien. Yo no cesé en mis protestas contra el exilio de Mme. de C. (1).

    (1) Adriana Hervé Luisa de Carbonnel de Canisy, 1785-1876. Fue camarera de Josefina, en 1805, y más tarde de María Luisa. Abandonada por su marido, con quien ella se había casado a los trece años, deseaba ahora divorciarse y casarse con Caulaincourt. Pero Napoleón, quien temía que apoyar divorcios en la Corte le acarrearía escándalo a sí mismo, había rehusado su consentimiento; y así Mme. de Canisy había estado en exilio desde el fin de 1810.

    A pesar de que lo perseguía con cartas y peticiones, el emperador evitaba hablarme personalmente sobre ese asunto. No obstante, me concedió una audiencia y me prometió que ella sería llamada de nuevo, pero sin autorizarlo definitivamente.

    Proseguí con mi campaña hasta que, habiendo puesto Duroc en su conocimiento, a ruego mío, que a menos que cumpliera su promesa yo pediría mi retiro, Su Majestad prometió una vez más permitir el retorno de Mme. de Canisy y aun indagó cortésmente si ella gustaría reasumir sus funciones en la Corte, lo cual era mucho más de lo que yo me habría aventurado a solicitar.

    Pero al día siguiente ya era claro que el Emperador, tácitamente, había puesto un precio a esta muestra de su favor, porque cuando me rehusé a su pedido de que le dijera al príncipe Kurakin (1) que en mi opinión el emperador no tenía la intención de restablecer a Polonia ni ningún deseo de ver logrado ese restablecimiento, que él se inclinaba por la alianza y que se estaba armando solamente porque Rusia había movilizado, su promesa de llamar a Mme. de Canisy quedó incumplida, pese al hecho de que Su Majestad me invitó dos veces a comer con él y durante ocho días me trató en forma de convencerme de que me tenía en la mayor estima.

    (1) Embajador de Rusia en Francia desde 1808 a 1812.

    Durante este tiempo tuvo varias largas conversaciones conmigo en Saint-Cloud, y una vez, después de comer, en Bagatelle. En cada caso, el tema fue Rusia.

    El emperador continuó asegurándome que él no abrigaba deseos de guerra, y que en realidad tenía poco en vista a los polacos.

    Un pueblo trivial ―dijo― y un Estado difícil de adaptar a ningún propósito útil... "Si al rey que les de no lo encuentran adecuado, algo va a ir mal. Y es difícil hacer una buena elección. Mi familia no me apoya. Son todos locamente ambiciosos, ruinosamente extravagantes y faltos de talento''.

    Por lo demás, las observaciones sobre los asuntos de Rusia en el transcurso de mi primera audiencia con el emperador, cuando llegué a París, fueron más o menos las que ya he dicho.

    El verdadero deseo del emperador era, a mi modo de ver, persuadir al príncipe Kurakin que debía de haber habido un mutuo mal entendido; que ambas partes habían llegado a irritarse sin saber exactamente por qué; que él no tenía intención de atacar a Rusia, y que sólo resistía por el sostenimiento del Sistema Continental, por dirigirlo contra Inglaterra tan lejos como pudiera; y que, por esta razón, eran necesarios una reconsideración de los caminos y medios de ese sostenimiento y un reajuste de las diferencias existentes.

    Pero cuando yo me acercaba a los fundamentos y comenzaba a discutir en detalle las concesiones mutuas, . por las cuales el fin podía ser alcanzado, el emperador cambiaba de tema. Entonces estaba suficientemente claro que él no había alterado realmente sus planes; que había, cuando mucho, meramente pospuesto su ejecución, y que todo lo que deseaba de mí era que apaciguara los recelos de Rusia para que él pudiera ganar tiempo.

    Yo evité que me designara su intermediario, y supliqué al emperador que enviara a M. Laurision con cualquier comunicación que deseara hacer al gobierno de Rusia.

    La sugestión lo disgustó grandemente conmigo, y llevó nuestra conversación a un brusco final. Sin embargo, el Emperador, en lo sucesivo, además de perseguir a mis amigos, me hizo objeto de todas las vejaciones que se pueden inferir en un estado oficial, hasta llegar a retenerme los pagos a los cuales yo era acreedor.

    No dejó pasar ninguna ocasión de hacerme sentir el peso de su desagrado, y replicó a mis reclamos financieros alegando ignorancia del asunto. Mi renovada solicitud al emperador sobre Mme. de Canisy y su exilio no tuvo éxito, aun cuando la hubiera hecho verbalmente, o por carta, o por mediación de Duroc. Finalmente, renové otra vez la cuestión de mi retiro ante el Gran Mariscal.

    "Menos que nunca es este el momento de dar semejante paso ―se me dijo―. Usted quiere perder a sus amigos y arruinarse a sí mismo. Tenga paciencia, que ya se arreglarán las cosas. Precisamente ahora el emperador está fastidiado con usted, pero aún lo estima; él tiene debilidad y se toma un gran interés por Mme. de Canisy.

    Las cosas se arreglarán, se lo repito, si usted no pierde la cabeza y se pone sólo en razón. Es absurdo que usted tome tan a pecho los asuntos de Rusia. Nosotros no podemos hacer nada en esto ¿Supongo que usted no esperará cambiar los planes del emperador, irritándolo?

    Él tiene su punto de vista; está apuntado a algún objetivo del cual nosotros no sabemos nada. Puede estar seguro de que su genio político ve mucho más lejos que nosotros. En una palabra, le aconsejo seriamente, como a un amigo, que aplace sus planes de retiro."

    Prosiguió en este estilo largo rato. Pero discutiendo el mismo tópico, pocos días después, el emperador le dio motivos para esperar un cambio definitivo en un futuro próximo. Duroc, que me confió estas buenas nuevas, me hizo prometer otra vez ser paciente, e hizo hincapié en que un soldado como yo no podía dejar el servicio antes de que la paz fuera firmada. Repitió que el emperador quería dejar pasar un tiempo; que esto era amargo, pero que siempre hablaba de mí con estimación.

    Viendo que no lograba nada por estos medios, me dirigí personal y oficialmente al ministro de Policía, el duque de Rovigo, quien trató francamente mi entredicho con el Emperador, destacando que no era razonable proseguir un acto de severidad que estaba causando mala impresión, aun desde el punto de vista político. Pero él no obtuvo satisfacción en esta oportunidad.

    Fue en esta época, creo, que el emperador citó a uno de sus ministros (1) en Saint-Cloud.

    (1) Es probable que se trate de M. Lacuée Cessac, jefe del Departamento de Artillería desde el 3 de enero de 1810.

    Después de algunos minutos de conversación sobre asuntos generales, le dijo: Vamos a dar un paseo.

    Cuando llegaron a un sitio del terraplén desde el cual era posible ver a cualquiera que se aproximara y donde nadie podía escucharlos, prosiguió: "Hay algo que deseo se encargue usted, y de lo cual no he dicho palabra a nadie, ni aun a ninguno de mis ministros.

    Esto no tiene absolutamente nada que ver con ellos. He decidido , hacer una gran expedición. Necesitaré caballos y transportes en gran escala. Los hombres irán bastante fácilmente; pero la dificultad consiste en preparar medios de movilidad. Necesitaré una inmensa cantidad de transportes porque saldré para el Niemen y pienso operar sobre largas distancias y en distintas direcciones. Por esto es que necesito su ayuda, y secretamente".

    El ministro le hizo notar que el proyecto involucraría considerables gastos; que él llevaría a cabo su misión con todo celo y la mayor discreción posible; pero que no podía prever lo que el pueblo diría cuando viera agruparse los convoyes, y así en adelante.

    El Emperador, replicando rudamente a la primera observación, le dijo:

    -Vaya a las Tullerías al rato que yo salga para allí. Le mostraré cuatrocientos millones en oro (1).

    (1) En aquel tiempo había trescientos ochenta millones en los sótanos de las Tullerías. (Nota de Caulaincourt.)

    No se arredre ante la cuestión de los gastos. Nosotros hallaremos todos los recursos que sean necesarios.

    Continuando la conversación, el emperador elaboraba su política, la cual estaba basada en la necesidad de aplastar a Inglaterra para derrumbar el único poder continental aun suficientemente poderoso como para aunar sus fuerzas y marchar contra él.

    Habló de la utilidad de aislar a los rusos de los asuntos europeos, y del establecimiento en la Europa Central de un Estado que pudiera actuar como una barrera contra las invasiones del Norte, agregando que el momento era oportuno; que más tarde no habría lugar para una expedición semejante, y que era esencial asestar este último golpe con objeto de lograr un, sometimiento completo, y épocas de paz y de prosperidad para nosotros y nuestros hijos después de todos estos años de gloria, pero también de incomodidades y penurias.

    En ese momento yo estaba charlando con alguien apoyado en el alféizar de una ventana, y el emperador se hallaba de pie, con el rostro hacia mí, a la izquierda del trono. Todas las crónicas de la época han divulgado esta conversación.

    El emperador Napoleón se quejaba de que el zar Alejandro quisiera atacarlo, que no mantendría por más tiempo la alianza desde que admitía a fingidos neutrales (en sus puertos) y que Rusia era el escenario de grandes movimientos de tropas. Al final de esta conversación, que continuó por espacio de media hora, el emperador exclamó lo suficientemente fuerte para que yo lo oyese desde donde estaba esperando:

    ―Según monsieur de Caulaincourt, el zar Alejandro quiere atacarme.

    El emperador estaba tan excitado, hablaba con tanto ardor y las palabras le salían con tal rapidez, que el príncipe Kurakin, de pie y con la boca abierta para replicar, no pudo pronunciar una sílaba. Aunque apartados a cierta distancia, los espectadores eran todo oídos, especialmente los miembros del cuerpo diplomático que por acaso se encontraban en la sala.

    ―Monsieur de Caulaincourt ―prosiguió el Emperador― ha regresado de Rusia. Las seducciones del Zar han prevalecido sobre él.

    Dejando al príncipe Kurakin, el emperador dio unos pocos pasos hacia el centro del salón, tratando de leer en los ojos de los espectadores la impresión que había causado. Luego, viéndome en la ventana ―porque yo ciertamente no había escapado a su atención―, vino hacia mí y, mirándome impertinentemente, me preguntó:

    Una noche, en una función de gala de la Corte (Tullerías, 15 de agosto de 1811), el emperador hizo venir al príncipe Kurakin cerca del trono. Tuvo una larga conversación con él, y hablaba tan fuerte que los que estaban alrededor de Su Majestad creyeron que debían retirarse un poco.

    ―Usted ha regresado de Rusia, ¿no es así?

    ―Yo soy un buen francés, Sire ―le respondí firmemente―; y el tiempo probará que le dije a Su Majestad la verdad, tal como lo haría un leal servidor.

    Viendo que yo tomaba el asunto seriamente, el emperador entonces pretendió haber estado bromeando.

    ―Yo sé muy bien que usted es un hombre honesto ―dijo―; pero las adulaciones del zar Alejandro le han revuelto la cabeza. En efecto, usted se ha vuelto un ruso completo―agregó con una sonrisa.

    En seguida se dio vuelta y se dirigió a otras personas.

    Al día siguiente, como no había sido posible obtener una audiencia privada del Emperador, le hice una formal declaración a Duroc, para que la transmitiera a Su Majestad, significándole mi deseo de retirarme de la Corte, y al mismo tiempo se lo dije también enérgicamente al ministro de Policía, si dentro de veinticuatro horas a Mme. de Canisy (1) no le era concedido el permiso para regresar del exilio.

    (1) A Mme. de Canisy se le permitió volver a París, en agosto de 1811.

    Sobre este punto cumple rendir al duque de Rovigo la justicia de la protección que tantas veces le debí. El habló francamente al emperador sobre este acto de severidad ―como lo hizo, verdaderamente, con otros asuntos semejantes, tratando de dilatar la sanción o de anularla si podía, revocando su decisión―, sin temer las serias y desagradables consecuencias que podían recaer sobre él. Es indudable que Savary decía la verdad al Emperador, más de lo qué cualquier otro ministro de Policía se hubiera aventurado a hacerlo.

    Yo había hablado a Duroe con el tono de un hombre que ha tomado una resolución, y él vino a verme a la mañana siguiente. Me dijo que el emperador no había pensado decir nada que me desagradara; que él sólo había expresado al príncipe Kurakin lo que subsiguientemente me había dicho a mí, a fin de que el zar Alejandro supiera que yo seguía siendo su amigo; que él me estimaba altamente, pero que yo debía respetar sus susceptibilidades y más en algunos asuntos, y no chocar con él como yo lo hacía cuando discutía de política conmigo; que era más fácil manejarlo concediéndole ciertos puntos que yendo directamente contra sus planes.

    Agregó que yo me atormentaba a mí mismo innecesariamente con asuntos que en la actualidad no me concernían, y que por esta causa me estaba dañando a mí y a mis amigos sin beneficio para ninguna política ni persona; que era una locura sacrificarse a sí mismo por importantes asuntos que uno no podía cambiar, o cuando no se estaba armado como para sostenerse en la oposición. Era un sacrificio estéril.

    Yo traté inútilmente de explicarle mis impresiones. Él se burló de lo que yo llamaba el cumplimiento de mi deber, no dejó ver, por otra parte, que estaba en un todo de acuerdo conmigo, pero que sería una pérdida de tiempo y aun de afecto esperar persuadir al emperador con otros planes políticos.

    El viaje a Boulogne, a lo largo de la costa y a través de la baja Holanda, al cual siguió una serie de visitas del emperador a varios palacios, puso fin por un tiempo ―para olvidarnos de París― al huésped de las despreciables molestias que plagaban mi vida. Pero no hubo alteración en la sequedad del emperador hacia mí, aun cuando las casi sobrehumanas tareas de mi Departamento (1) lo atrajeran involuntariamente, y me alabara con desgano, durante esos imprevistos viajes e inesperadas excursiones.

    (1) En tiempo de paz, Caulaincourt, como Caballerizo Mayor, era responsable del planeamiento y dirección de todos los viajes imperiales.

    Estaba también encargado de todos los correos y estafetas, y mandaba los cuerpos de oficiales administrativos. Estos deberes eran sencillos en tiempo de paz; pero en tiempo de guerra se veían grandemente aumentados. Era entonces responsable del movimiento y abastecimiento de los cuarteles imperiales. Su coche de viaje precedía al del emperador. Cuando iba a caballo, cabalgaba a la izquierda del emperador y lo acompañaba en la batalla. Su cuarto estaba siempre lo más cerca posible del alojamiento imperial, para que así pudiera recibir las primeras y últimas órdenes del día.

    El laberinto de detalles conectados con estos viajes me hacía indispensable al emperador (19 de septiembre ―11 de noviembre de 1811).

    Demasiado justo para no apreciar mi utilidad, era, sin embargo, brusco en sus relaciones conmigo; y una vez de regreso en París el emperador no pareció en disposición de tratarme mejor.

    Envuelto en un asunto que lastimaba mi honor, en cuanto concernía a mi país y a mi propia estima, y en que yo no había pensado ser el agente de una política a la cual desaprobaba, hallábame en una posición muy embarazosa; pero mi silencio en público sobre todas estas cuestiones era mi salvación.

    Apesadumbrado por la injusta severidad de un soberano que no quería ceder ante un vasallo, yo refrenaba mis quejas en lo que se refería a las cosas que me afectaban personalmente; pero apelaba directamente al emperador, por medio de Duroc y del duque de Rovigo, contra la injusticia con que se trataba a mis amigos, los cuales no tenían en absoluto culpa alguna respecto a mis puntos de vista políticos.

    Mi silencio en público y mi retiro fueron notados por el Emperador. Resolvió que Duroc me dijera que aprobaba mi conducta; pero que él ni por un momento modificaría la suya.

    Durante el invierno hubo varios festejos; bailes de gran gala y bailes de máscaras. En el baile oficial (6 de febrero de 1812), fui el único alto oficial al que no se incluyó en la gran cuadrilla con la Emperatriz y las princesas.

    Fui igualmente pasado por alto, o más bien fui el único alto oficial no invitado a cenar a la mesa de la emperatriz. En lo que concernía a la cena, no tomé el desaire muy a pecho, porque en eso era posible considerar las invitaciones como una

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1