Un muerto en las macetas del balcón
Por G. L. Ceconi
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Un muerto en las macetas del balcón - G. L. Ceconi
Rosario, 2019
¡Ay Anselmo! Recién vengo del médico. Me dijo que tengo cáncer. Qué inconveniente tener cáncer. Con setenta y cuatro años mi idea era vivir unos cuantos más. Ahora no sé qué voy a hacer con vos, Anselmo. No puedo dejarte, así como así, tendría que haber pensado en este momento hace mucho tiempo atrás, pero ya ves, no es fácil asumir que a una también se le termina.
Creí que tendría un tiempo más para terminar de deshacerme de lo que queda de vos y llevo casi cuarenta años en esto, casi cuarenta años desde tu muerte y acá estás, conmigo en el balcón, aunque ya no creo que quede nada. Es cierto eso de que el tiempo de todo se encarga, al menos yo lo creo. Si no, miranos. Lo que no tolero Anselmo es la idea de que mis hijos se enteren así, no pueden enterarse. Fuiste siempre el desaparecido y así debes seguir. ¿Para qué venir a angustiarlos ahora con la noticia de que te asesiné? –aunque eso no sea cierto–, porque van a decir que te asesiné. Ya me imagino los portales de noticias, las primeras páginas de los diarios.
Una anciana asesinó a su pareja y lo tuvo enterrado en las macetas del balcón por treinta y ocho años.
Siempre amarillistas los medios. Patriarcales y machistas, porque con dos o tres femicidios por día prefieren concentrarse en la noticia que sale de la norma. Cuando una mujer mata a un hombre es noticia, porque al revés es el día a día, ya no sorprende a nadie.
Yo no soy una asesina. Un asesino quiere matar, yo nunca quise.
Quizás la culpa fue tuya. No sé si hundí el cuchillo o vos clavaste tu corazón, no lo sé. Pero no soy una asesina, soy tan víctima como vos en esta triste historia, mi amor. El trágico destino nos jugó una mala pasada a los dos, los sucesos malditos una vez que empiezan a rodar hasta que no llegan al fondo del lodo, no paran.
Y si alguien se entera de esto, no van a dejarme dar mi versión de los hechos, nadie va a dejar que me explique, que es lo que necesito para irme de este mundo en paz y para que, a mis hijos, pobrecitos, no los marquen como los hijos de la asesina, la viejita del muerto en las macetas del balcón. En el fondo suena bien, casi novelesco.
Hay que reconocerte Anselmo que mis plantas te adoran. Mirá qué lindo está el balcón avanzada la primavera. Una catarata de florecitas amarillas y blancas, qué aroma más encantador. Los vecinos esperan noviembre para ver a mis chicas florecer, porque es el único balcón con unas madreselvas tan prolijamente enredada en los hierros. Todos disfrutan del perfume dulce de tus flores. Si supieran Anselmo, si supieran que estas cinco macetas coloridas que sostienen las madreselvas son tu tumba. Ellos ni se imaginan que, al atardecer, cuando el sol ofrece esa luz amarillo–anaranjada tan bella, yo me siento acá a charlar con vos. Porque hay que reconocer que al final seguís siendo una gran compañía para mí y me escuchás todo el tiempo.
Mirá que hemos compartido y hablado de muchas cosas. Sí, ya sé que soy yo la que hablo por los dos, pero también sé que me escuchás, te presiento, sé que estás acá al lado mío, aunque no pueda verte. Hemos pasado por tanto a lo largo de esta vida, mi amor. La guerra de Malvinas, ¿te acordás? Qué manera de sufrir y qué desolación el día de la rendición, no se escuchaba ni un alma en el balcón, la ciudad estaba muda, que raro era escuchar el silencio. Las madreselvas casi mustias, creí que se morían. Estoy segura de que eras vos que estabas triste también, porque vos escuchabas conmigo la radio.
Después, la vuelta de la democracia, qué alegría cuando vimos a Alfonsín la primera vez. De eso no podés olvidarte, yo puse la pantalla del televisor apuntando al balcón y me senté acá, al lado tuyo para verlo juntos. Después pasamos por la hiperinflación, el corralito, casi me quedo sin un peso. Menos mal que me dejaste estos dos departamentos, menos mal. Por tantos desastres nos hizo pasar este país y siempre estuviste acá para mí.
Al final, fuiste todo mío, sos todo mío. Pero hasta acá hemos llegado mi amor.
¿Qué hago con lo quede de vos? ¿Dónde dejo lo que hay en las macetas? ¿Podrán tus restos dar algún testimonio de tu destino final? Porque no sé si tu caso prescribió. Sí sé que para la justicia yo soy una anciana, a los setenta y cuatro años no iría a la cárcel, pero no se trata de eso. No puedo, Anselmo. No puedo hacerle esto a mis hijos, porque Camila –mi Camilinda–, me adora y no puede pensar que su madre es una loca desquiciada. Y nuestro Juan Carlitos –sí, nuestro porque lleva tu apellido, lo conseguí después de muchas idas y vueltas a los tribunales ¿sabés?, no es fácil anotarle un hijo a un desaparecido, pero yo lo conseguí–. ¿A dónde iba? Sí, que el chiquito nunca supo de vos, sólo me tuvo a mí toda su vida, así que ¿para qué angustiarlo con esto? ¿Para qué desenterrarte ahora? Ay, ¡que bruta! Perdón Anselmo, no quise usar esas palabras, mala elección la mía. Pero, en fin, es así. Ahora tengo que desenterrarte, justamente. Me asusta un poco porque nunca hurgué a ver qué puede quedar de vos en las macetas. Espero que poco, espero que nada. Tendré que escarbar y ver, escarbar en nuestro pasado también, Anselmo, porque tengo que explicarme y explicarle al universo por qué estás ahí, a ver si cuando me vaya –que ya me queda poco según el doctor– puedo dejar el más acá acomodado y llego al más allá liviana de pecados.
Cambiando de tema, era apenas un nodulito en la teta izquierda, ¿sabés? Ahí en el lado del corazón, tan insignificante que nunca te lo comenté –y vos sabés que te comento todo–, pero parece que los dolores de espalda y de cintura no eran por la edad. Ese nodulito se extendió a los huesos y a los pulmones y ya está. No hay nada que hacer, me dijo el médico. Tan serio, ni un poco me doró la píldora, así me lo tiró. Tiene cáncer con metástasis señora, no hay nada que podamos hacer, acomode sus papeles.
Bueno, papeles no tengo, sólo te tengo a vos acá en las macetas, Anselmo, así que vamos a ver cómo te acomodo y cómo acomodo mi pasado para que nadie se entere de lo que pasó acá y yo pueda irme tranquila de este mundo.
Rosario, septiembre de 1980
Estrella Cialeti salió del consultorio del doctor Anselmo Montes incendiada. No había otra definición. A duras penas y con las manos aún trémulas trataba de cerrar un poco los botones que separaban sus pechos y emprolijar su cabello revuelto y enredado. Incendiada sin dudas porque puertas adentro del consultorio ardía el fuego del infierno. Las consultas semanales no eran otra cosa que un romance clandestino. A los treinta y cinco años, Estrella no era una mujer hermosa, pero sí exuberante y atrevida, desinhibida para la época. Poco le importaba el qué dirán y como madre soltera de una cría de apenas tres años, estaba a la caza de un candidato que se hiciera cargo de las dos.
El doctor Anselmo Montes fue presa fácil.
Llevaba casado más de diez años con su primera novia –a la que había conocido en la facultad de medicina. Padre de una niña de ocho, aburrido de la monotonía de su vida, inseguro, incapaz de ser feliz. Tenía un alma oscura que ocultaba detrás de una forzada sonrisa. A escondidas de su mujer –quien trabajaba en el consultorio de al lado y con la que compartían la sala de espera y el secretario–, daba rienda suelta a sus deseos sexuales.
Siempre se había insinuado con algunas pacientes hasta un punto que rozaba con lo obsceno, pero no había tenía éxito hasta el momento. Nunca lo habían denunciado. Era una época en que las mujeres no denunciaban a los acosadores, se callaban porque sabían que la culpa –aunque no fuera así– siempre recaería en ellas.
Cuando Estrella llegó al consultorio, a la primera insinuación, entendió que era su oportunidad. De un simple flirteo pasaron a comentarios picantes y de ahí al manoseo. Un mes más tarde estaba arrodillada bajo el escritorio del doctor que disfrutaba de las habilidades de su paciente, sin ningún escrúpulo. Y eran de esas citas en el consultorio que Estrella salía totalmente consumida por el fuego, preludio del infierno que llegaría más temprano que tarde.
Estrella veía como el galeno se dejaba llevar cada vez más por sus impúdicos encantos. Esa tarde del veinticuatro de setiembre consiguió lo que quería hacía ya varios meses. Habían terminado de tener sexo, ella apoyada en la camilla, él desde atrás con el pantalón apenas bajo, rápido, sucio y voraz.
—¿Vas a hacerlo entonces? –arrojó ella la pregunta, acomodando sus pechos en un gesto exagerado para que él notara lo grandes que eran.
El doctor no podía dejar de comparar los atributos de su paciente con los que tenía su mujer del otro lado de la puerta.
—Mañana te mudás conmigo –ya no fue una pregunta sino una imposición.
El médico dudó. Al día siguiente era el cumpleaños de su esposa, no podía ser tan cruel. Ella vio la duda en su mirada.
—O te vas mañana o vengo y le cuento todo y te quedás sin ninguna de las dos –le dijo rozando sus labios.
La amenaza sonaba inocente, sin embargo, él sabía que ella era capaz de eso y mucho más. En ese mismo instante entendió que había hecho algo terrible, que no tenía opción y que a partir de ese momento estaba a merced de los caprichos de Estrella.
Era un cobarde y hablar frontalmente con la madre de su hija no estaba en la lista de posibilidades. Esa misma noche el doctor Anselmo Montes armó un