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El callejón del beso
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Libro electrónico249 páginas3 horas

El callejón del beso

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Novela de prosa pulcra y certera que embelesa a quienes se adentran en esta historia. Claudia, su protagonista, empieza a enfrentarse a la vida a través de varios encuentros con personajes dispares unidos por el amor, la ambición, el rencor y las ganas de exprimir el tiempo que les queda. La única arma con la que podrá contar Claudia es la más poderosa: la escritura. Con ecos de Antonio Gala y de Carmen Posadas, esta novela de Lucía Montojo sorprende como una auténtica revelación.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento4 jul 2022
ISBN9788728374016
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    El callejón del beso - Lucía Montojo

    El callejón del beso

    Copyright © 2004, 2022 Lucía Montojo and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728374016

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    A Amaro Gómez-Pablos, que donde quiera que esté sé que me escucha.

    A mi hijo Andrés que me regala poesía en todos los rincones de este callejón.

    A Lucía Maristany.

    PRIMERA PARTE

    El doctor Bermejo continuaba sentado frente a la mesa de su despacho. Una mesa robusta de madera clásica en cuya superficie destacaban pequeños objetos que aludían a su profesión. Los adornos estaban colocados en armonía unos con otros proporcionando una sensación de equilibrio.

    De las paredes, de color mantequilla, colgaban cuadros marinos, de esos que transmiten paz con sólo mirarlos. La alfombra granate sobre el parqué, otorgaba un ambiente cálido a la consulta.

    El doctor estiró los brazos. Respiró profundamente como si acabara de desprenderse de una losa que no le dejaba actuar con libertad. Lo había conseguido.

    Unas hojas blancas, situadas en el centro, acaparaban toda su atención. Debía redactar el informe para dar el alta a Claudia.

    Las manos revolvían su cabeza tirando ligeramente del cabello canoso. Cerró los ojos tratando de recordar cada una de las sesiones que había mantenido con la joven. A pesar de haber tratado casos parecidos, en éste se había implicado más que en cualquier otro.

    Se había prometido a sí mismo curarla. Claudia había despertado en el doctor la añorada sensación, que había quedado aletargada, de inquietud que le provocaba un reto. Llevaba muchos años trabajando sin que ningún caso supusiera un desafío para él.

    A diferencia de sus muchos pacientes, Claudia deseaba curarse. No es que ella lo dijera explícitamente ya que no pronunciaba palabra desde hacía tiempo. Sin embargo, en sus ojos la vida todavía continuaba latente. Aún le quedaban un sinfín de inquietudes por las que luchar.

    Recordó la primera vez que la vio. Tan delgada que daba la impresión de poder romperse. Su pelo claro largo y resquebrajado ocultaba parte del rostro que apoyaba sobre la almohada. Las manos atadas a la cama, la protegían de sí misma. Claudia yacía inmóvil sobre la cama del hospital. Sólo su respiración revelaba que seguía viva.

    Hacía dos días que había ingerido una alta dosis de barbitúricos. Tras hacerle un lavado de estomago, se le administró un fuerte tranquilizante para calmar su estado de ansiedad.

    Sus padres, con el rostro desencajado, no se apartaban de su lado.

    Ahora, todo aquello parecía lejano.

    Lo había logrado.

    Tras 14 meses de un intenso tratamiento, la paciente, por vez primera, comenzaba a reaccionar. Su voz, que durante todos estos meses había quedado muda, volvía a escucharse.

    Había sido duro. Incluso muchas veces no confiaba en su recuperación.

    Llevaba veinte años en la medicina y nunca había errado con ningún paciente. Asimismo, desde que ejercía como catedrático de psiquiatría, tampoco había defraudado a sus alumnos, que le admiraban profundamente. Echó un vistazo a la pared donde colgaban varios títulos, como del mismo modo menciones honoríficas y premios, otorgados por las más prestigiosas universidades.

    Era considerado una eminencia en psiquiatría.

    Sus ensayos sobre la inteligencia humana, así como sus conocimientos de enfermedades mentales eran considerados básicos y primordiales para cualquier estudioso de la mente humana.

    Pese a todo ello, hubo momentos en los que creyó que no iba a ser capaz de ayudarla. Lo más difícil es querer ayudar a quien no permite ser ayudado. Una impotencia que jamás había sentido con anterioridad se presentaba, en aquella época, cada día.

    Se empeñaba en sacar a su paciente del pozo en el que se estaba ahogando. Claudia, sin embargo, a pesar de querer salir, no permitía que la rescataran.

    Se había intentado suicidar en tres ocasiones y llegaron a ingresarla por representar una amenaza real para su vida. Por experiencia médica conocía perfectamente los muchos factores que pueden desencadenar una depresión. De igual manera, la depresión puede aparecer sin motivo alguno.

    El doctor Bermejo no sabía con exactitud las circunstancias que se habían dado en la vida de la joven. Tan sólo conocía su historia por los padres de Claudia. Consideraba que había sufrido un revés duro en su vida que impedía su avance.

    La paciente se negaba a hablar con nadie y permanecía encerrada en sí misma lamiendo las heridas del pasado. En un principio, el doctor le administró un tratamiento de choque a base de Trankimacín en vena para conceder un descanso a la mente. Más adelante, al ver que el tratamiento no daba los frutos esperados, añadió dos pastillas al día de Lexatín y una de Seroxat al tiempo que continuaba con Trankimacín. El doctor detestaba dopar a sus pacientes, pero en este caso no se podía hacer otra cosa. Estaba agotada. Era necesario dar un reposo a la cabeza para poder comenzar a trabajar en ella.

    Claudia debía encontrar su propio equilibrio. Un equilibrio que le permitiría hallar los cimientos con los que reconstruir su vida.

    El doctor se daba cuenta de que para lograr lo que quería debería pasar antes por donde no quería y debía trasmitirlo a la afectada.

    La paciente tenía que sacar todo cuanto guardaba bajo llave en el complicado baúl de los sentimientos.

    Todos los tratamientos habían fracasado. Ni medicamentos ni terapias conseguían sacar un poco a la joven de su ensimismamiento.

    No obstante, no pensó jamás en abandonar el caso. Se encontraba frente a una niña de veinticinco años que había sido víctima de una serie de decepciones que le habían llevado a recogerse en sí misma para evitar ser nuevamente dañada. Una celda estrecha donde el recuerdo impedía su paz. Un conflicto interno lleno de miedos ejercía de cancerbero.

    Estaba seguro de que existía alguna fórmula para su curación. Encontró lo que necesitaba gracias a la abuela de Claudia.

    Casilda fue a la consulta del psiquiatra con un único propósito, el de ayudar a su niña.

    Le confesó al doctor que quizás había algo que podría echar una mano a Claudia. No lo había hecho antes porque no se había percatado de la importancia que podía tener. Le entregó los cuentos que Claudia había escrito. Le reveló que su nieta reflejaba sus estados de ánimo en el papel desde que era muy niña. Llegó incluso a colaborar en revistas literarias.

    Escribir era la vida para ella. Decía que la tinta era su sangre. Sin ella moriría como mueren los que se desangran, lentamente y en silencio.

    –¿Cuándo lo dejó? –preguntó el doctor intrigado.

    No lo sé muy bien. Creo que a la muerte de mi hijo. Tal vez un poco después, cuando pasó todo... Ella le adoraba.

    Hasta ese momento, el doctor desconocía la afición a escribir de su paciente. Puede que esa fuera la baza que estaba esperando encontrar.

    En su mente, a ritmo acelerado, se estaba maquinando una idea. Un proyecto que nunca antes había utilizado con ningún paciente. Analizó profundamente las ventajas y desventajas de lo que tenía planeado hacer. No quedaba nada por perder. Claudia no reaccionaba ante los tratamientos. Escribir era la vida para ella había confesado su abuela.

    Suponía que lo utilizaba como una vía de escape, un desahogo de todo cuanto le iba sucediendo.

    Llamó a una enfermera para que trajera a Claudia. Normalmente no era la hora de la terapia, pero era importante. No dejaría pasar más tiempo.

    –Claudia, ¿De verdad quieres curarte?

    Claudia asintió con la cabeza.

    –Debes poner algo de tu parte. Si no me enseñas cómo ayudarte, va a ser muy difícil.

    –¿No lo entiendes? Tienes que intentarlo. Sacar fuerzas de dentro y escupir todo cuanto llevas guardado.

    Claudia miraba al suelo tratando de refugiarse en lugar seguro, en ella misma.

    –No tienes por qué tener miedo.

    –Estás a salvo. Haz un esfuerzo, tú puedes conseguirlo.

    Las palabras no parecían sacar a la paciente de la cueva que ella misma había creado.

    –Antes escribías cada día. Escúchame– dijo el doctor Bermejo asiéndola por los brazos. Trata de volver a escribir. He leído cuentos tuyos. Son formidables. Piensas que la creación te ha abandonado. No es cierto. Eres tu quien le abandonó. Ella continua esperándote. Es ahora cuando ha llegado el momento. Agarra el bolígrafo y comienza a escribir de nuevo.

    Claudia fijó la vista en sus manos y volvió a mover la cabeza en sentido negativo.

    –La auto compasión no va a llevarte a recuperar tu vida. No estás sola. Tienes una vida que cuidar. Una vida que te llama por las noches y que te necesita más que tú a ti misma. No ves a tu hijo desde hace varios meses. Si bien es cierto que hasta ahora no era posible por el bien del niño, si...

    Una lágrima comenzó a caer de los ojos de la joven. Al menos con ello, había provocado una reacción. Era la primera vez que la veía llorar en todos estos meses.

    –Sé que deseas verle. Él a ti también. Por ello debes hacer un esfuerzo. Vas a escribir todo cuanto te ha pasado estos últimos años. Sé que tienes fragmentos de tu diario. Vuelve a escribirlo de nuevo.

    Claudia, de nuevo, volvió a mover negativamente la cabeza.

    –¡Por Dios! –gritó el doctor–. Debes hacerlo. ¿Quieres superar esta enfermedad?

    La paciente hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Situado en cuclillas frente a ella, esperaba con los ojos fijos en su mirada alguna reacción.

    –Tu puedes conseguirlo. Debes de sacar cuanto está pudriéndote por dentro.

    En uno de tus cuentos, el personaje principal dice textualmente: El papel es mi refugio. Un mundo plano donde el sentimiento surge como un vómito de tinta.

    –Ha llegado el momento de que vomites cuanto te está matando –dijo el doctor mientras agarraba las manos de la joven–. Vamos a lograrlo.

    Tras mirar fijamente los papeles en blanco, la paciente, temblando, recogió un paquete de hojas y un lápiz de manos del doctor.

    I

    Me amparaba en su pecho dejando a sus manos acoger mi tristeza. Pequeños surcos denunciaban un rostro que no sentía. Jaime, acariciándome me decía que todo saldría bien, que juntos podríamos superarlo todo. Con impotencia fijé la vista en sus ojos. Unos ojos que ya no podían calentar a un alma que moría de frío.

    Entró en mi vida hace tres años, en una cena que mi prima Alejandra había organizado con motivo de las vacaciones estivales. La realidad era que estaba deseosa de que todos conociéramos a su novio, un soseras mexicano que se acobardada ante los impulsos amorosos de mi prima.

    Alejandra y yo siempre habíamos estado muy unidas. Era hija única, y yo vivía rodeada de hermanos varones, con lo que crecimos, más que como primas lejanas, como hermanas.

    Fui a la cena acompañada por el que era mi novio de entonces. La verdad era que ya no lo era el día de la velada, aunque él lo siguiera creyendo. Había sufrido una gran decepción, de esas que son imposibles de consolar.

    Pedro, hijo de una de las más antiguas dinastías Europeas, se debatía entre la mujer que quería y la familia que no debía decepcionar.

    Llevábamos juntos algo más de un año y aun no había sido presentada en su histórica casa porque carecía de los requisitos que sus padres esperaban que reuniera la novia de su hijo.

    Pedro apareció en mi vida cuando acababa de cumplir veintidós años. Me encontraba perdida en un mundo que parecía no querer hacer otra cosa que ponerme a prueba. Un mundo que experimentaba conmigo sin concederme un descanso. Ensayos sobre los diferentes tipos de dolor y medir su intensidad.

    Hacía tres años que mi cuerpo, junto al de mi hermano, había sufrido la brutalidad de un accidente automovilístico.

    Estuvimos ingresados aproximadamente un mes en cuidados intensivos, completamente destrozados, y aunque logramos sobrevivir, las secuelas tanto físicas como psíquicas, se adueñaron de nosotros. Mi hermano Borja, siempre había sido un gran luchador y superó gracias a una enorme voluntad aquella cruel etapa de su vida. Cada mañana ejercitaba los músculos de sus piernas y rotaba con precaución sus pies reconstruidos. Lloraba de impotencia al no poder sentir parte de su mano izquierda y combatía el dolor a base de esperanza. Los diferentes traumatólogos que mis padres habían consultado no creían posible que volviera a caminar sin la ayuda de muletas o como poco, de un bastón.

    No volvería a correr.

    Sus pies rehechos, junto con sus rodillas destrozadas no podían soportar su peso y en cuanto cargara sobre ellos se romperían como finos cristales.

    Se equivocaron.

    Los especialistas no contaban con la voluntad de mi hermano. Creía en él mismo y consiguió en tres años eternos vencer las secuelas del accidente. A nivel mental, es el hombre más fuerte que he conocido.

    Yo, por el contrario, cansada de pelear y de sangrar preguntas quedé recluida en los abismos de la depresión. Carecía de ilusión por nada y en cuanto escuchaba un grito o una contestación brusca comenzaba a sudar y un miedo incomprensible recorría su cuerpo.

    Cada noche me despertaba con terroríficos terrores nocturnos. En mis sueños aparecía el rostro ensangrentado de mi hermano con la cara desencajada por la mandíbula rota. Trataba de alcanzarle pero una jaula de hierros impedía cualquier movimiento. Comenzaba a gritar por la rabia e impotencia que sentía y era en ese momento cuando dejaba el fatídico mundo onírico del sueño para regresar a la realidad.

    Durante el tiempo que estuvimos encerrados en el coche no perdí la consciencia en ningún momento No recordaba nada del accidente porque, según me explicaron los médicos, en los traumas graves el organismo crea un mecanismo de defensa que impide revivir el trauma. Es como si se tratase de una laguna mental en la que la perdida memoria se convierte en única protagonista. Supongo que el subconsciente trataba de liberar lo vivido mediante los sueños.

    Visité varios psiquiatras que me trataban como una disminuida psíquica y bloqueaban mi mente con drogas antidepresivas. Probé de todo, desde el Anafranil hasta el Seroxat, pasando por el Prozac, Vandral y no sé cuantos medicamentos más que no servían ni me ayudaban a salir de la jaula de hierros. No tenía pies destrozados, ni tampoco rodillas despedazadas. A nivel físico, una herida de veintidós centímetros en el hígado y un fémur roto. A nivel mental, mutilada.

    Era como una muerta que sobrevivía en una vida que estaba muy lejos de ser mía.

    II

    Varios meses después del accidente, en Ibiza, conocí a un hombre que me enseñó a descubrir una sexualidad que aún no había experimentado. Si bien es cierto que había jugado, no me había adentrado en ella.

    Me doblaba la edad. Las canas hacía tiempo que habían aparecido en su pelo y se observaba un nido de arrugas habitando en sus ojos vidriosos. Luis tenía cuarenta años y una vida en la que predominaban los ambientes nocturnos y negocios complicados que no podía entender.

    Me encantaba acariciar la aspereza de su pelo y abrazar su cuerpo. Para él no era más que una niña, una niña que entre sus brazos se encontraba protegida.

    Probablemente era una mezcla entre padre y amante. Necesitaba de sus brazos, de su seguridad. Con él nada malo podía sucederme. Lo sabía todo. Sin duda, mucho más que yo.

    Hablaba constantemente de temas de trabajo. Materias de empresa y de estrategias, un poco ilegales –según decía– para forrarse de dinero. Dinero y sus derivados parecerían haber sido palabras creadas por él. Las empleaba continuamente. Sólo existían dos razas en el mundo humano. Los que siempre habían comido bien y aquellos que ni siquiera tenían alimentos con los que calmar su hambre.

    Me explicaba todo cuanto se proponía. No podía ayudarle, todo era demasiado complejo para alguien que no había trabajado nunca, y los números no eran precisamente en lo que hubiese destacado en el colegio. Sin embargo el simple hecho de que ese hombre descargara sobre mí todo cuando le inquietaba me llenaba de gozo y satisfacción.

    Existía, por el contrario, mucho romanticismo y amor entre nosotros. Recuerdo los numerosos besos tendidos en las hamacas de la playa, y cómo sus manos vivían acariciando mi cuerpo.

    Fue el primer hombre que me hizo el amor.

    No fue en absoluto como imaginaba. Creí que dos seres enamorados, unidos en uno solo, sería uno vivencia única y mágica.

    Me equivoqué.

    Al invocar ese momento me acuerdo de Luis encima de mí penetrando con una furia desconocida mi cuerpo. Cerraba los ojos por el dolor que me causaba e intentaba apartarle. Era inútil, Luis daba la sensación de estar enloquecido y no le importaba el daño que me estaba causando.

    Aquello no duró más de unos pocos minutos, aunque para mí el tiempo transcurrido daba la sensación

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