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La última guerra de Yahvé
La última guerra de Yahvé
La última guerra de Yahvé
Libro electrónico392 páginas5 horas

La última guerra de Yahvé

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Información de este libro electrónico

Uno llegará para salvar el mundo…
el otro, a la humanidad.


El temple de millones de creyentes pronto será puesto a prueba.
El anticristo, aquel ser que les provoca un temor que no logran entender, será liberado de las cadenas que lo atan, y se presentará con poder y autoridad a reclamar sus derechos.

El antiguo adversario de Dios volverá a ofrecer a los hijos de Adán un inquietante y perturbador conocimiento: los hará conscientes de la amenaza que se presentará sobre ellos.

Reinará, sin embargo, su efímero dominio pronto se verá amenazado por una poderosa figura que surgirá de Oriente. Aquel que es digno de abrir los sellos del apocalipsis emergerá con potestad para juzgar todo linaje y nación, y para luchar contra el antiguo dragón en la gran batalla del cielo; la batalla que los antiguos llamaron Armagedón.

Y en este conflicto final… los hijos de Adán deberán decidir en quién creer y por quién luchar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 may 2019
ISBN9788417965716
La última guerra de Yahvé

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    La última guerra de Yahvé - N. Vieras N.

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Nelson Vieras Nuñez

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 978-84-17965-71-6

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    Libro 1

    La hora cero del apocalipsis

    1.- El árbol del conocimiento

    «Dos árboles en el Edén

    fuera del alcance de los inocentes.

    Pero lo prohibido trae la curiosidad,

    lo llamaron tentación.

    Es la naturaleza humana.

    Lo fue en el principio,

    y lo será en el final de los tiempos».

    (N.Vieras N)

    Boston, Estados Unidos.

    Michael llegó, como de costumbre, muy temprano a su lugar de trabajo. Llevaba muchos años en aquel laboratorio de investigación genética. Su colega, el doctor Goldberg, ya estaba frente a su ordenador, centrado con absoluta dedicación al análisis de anotaciones que revisaba una y otra vez. Lo saludó con cierta frialdad. Michael respondió con cortesía.

    Admiraba a ese científico por ser una eminencia en la biología molecular, pero además compartía una gran amistad con él.

    Michael Delattio vestía como siempre: unos jeans gastados, una camiseta gris estampada con uno de sus grupos de rock favoritos y unas viejas zapatillas que usaba con persistencia, fuese un día frío o cálido y solo cuando era estrictamente necesario vestía con disgusto el delantal blanco que le exigían usar. Alto y delgado, de mirada dulce e inocente, sobre su mejilla se dibujaba una pequeña cicatriz que trataba de ocultar con su pelo largo y desordenado. Nadie que lo viera se podría imaginar que ese desgarbado joven era un brillante biólogo molecular, reconocido como un genio en su campo.

    Se sentó en su escritorio, abarrotado de papeles, como siempre, hizo espacio amontonando unos archivos sobre otros y colocó su fiambrera donde traía su habitual desayuno: sándwich con una lata de bebida de cola. Tomó los auriculares y los colocó en sus oídos, buscó la música que necesitaba para empezar el nuevo día, apretó algunos selectores y aumentó el volumen. Highway to hell empezó a sonar. Movió complacido su cabeza y respiró hondo. Estaba listo para una jornada de trabajo. Con distracción, miró al doctor Goldberg, que parecía paralizado. Su rostro pálido y los ojos desencajados los mantenía fijos en la pantalla de su ordenador.

    Algo no iba bien, entendió Michael. Dejó sus fonos y se levantó del escritorio, se dirigió casi con temor al lugar donde estaba su colega y se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Al instante, un escalofrío recorrió todo su cuerpo.

     El maduro científico miraba atónito la información que ahora estaba frente a sus ojos. Pasaron muchas cosas por su mente en ese brevísimo instante, todo mezclado en un tornado furioso de imágenes, de rostros familiares, de épocas pasadas, de lecturas, de insomnios, de ideas. No supo si todo eso sucedió solo en unos segundos. Para él, fue algo cercano a una eternidad. Tenía una rara sensación de felicidad infinita e inmensas ganas de llorar. Revisó nervioso los datos que tenía frente a él y sintió los latidos que retumbaban en sus oídos. Miró a Michael, que estaba inmóvil detrás él. La cara del joven tenía una singular mezcla de felicidad y espanto, trataba de asomar una leve sonrisa que más bien parecía una mueca de incredulidad.

    El doctor Goldberg volvió a revisar la información. Ahora estaba convencido: la secuencia esperada durante años estaba finalizada, la casilla del programa parpadeaba sin cesar reiterando una y otra vez: «100% completado». Se quitó las gafas con tranquilidad, las limpió y soltó un largo suspiro intentando parecer relajado, con una pequeña sonrisa en su cara volvió a mirar a su colega que seguía en la misma posición detrás de él. Se levantó para abrazarlo con fuerza. No eran personas con tendencia al contacto físico ni tampoco expresaban sus emociones con facilidad, pero ahora se abrazaban, saltaban y daban vueltas como niños reptiendo emocionados: «¡Lo logramos, lo logramos!». Fue lo único que se dijeron en ese momento de exaltación incontrolable, se palmearon la espalda y volvieron ansiosos a sus respectivos espacios de trabajo. Repasaron varias veces los nuevos datos, compartieron con excitación sus resultados y respiraron aliviados. Después de veinte años de estudios, pruebas y experimentos fallidos habían logrado lo que ningún ser humano, ningún hombre de ciencia había conseguido antes.

    *****

    El doctor Goldberg llegó a su casa cerca de la medianoche. Tan ensimismado venía desde el laboratorio que no se dio cuenta de que ya se encontraba en la puerta de su hogar introduciendo la llave en la cerradura. Respiró hondo, miró el cielo estrellado donde cada punto luminoso le parecía más brillante de lo habitual, pensó que en realidad hacía mucho tiempo que no se preocupaba ni miraba la inmensa bóveda azul, ahora negra, y se deleitó con la espectacular vista noturna que adornaba el firmamento.

    Subió a su cuarto con lentitud para evitar despertar a su hija. Se dejó caer sobre su cama y se quedó rendido. Sus pensamientos se disiparon y el cansancio acumulado lo venció con rapidez, entrando con prontitud en un sueño profundo. 

    Despertó con una placentera sensación de descanso. Estiró sus brazos tratando de sacarse la pereza que se negaba a retirar de su relajado cuerpo. Pensó en Lucy, su hija, se dio cuenta de que se estaba convirtiendo en una hermosa mujer. Cada vez que la miraba le recordaba a su fallecida esposa; se parecía tanto a su madre. Un sentimiento de tristeza empezó a anidarse en su mente, forzó una sonrisa y se dijo a sí mismo que no sería un día de nostalgias.

    Hubiese querido tomarse el día libre, necesitaba alejarse un poco del trabajo, pero debía presentarse; el señor Brown, magnate y dueño del laboratorio, llegaría para conocer en detalle los resultados de la investigación.

    Se dio una ducha rápida y se vistió con prisa. Bajó casi corriendo las escaleras y al llegar abajo, en aquel pequeño mueble en el pasillo de entrada, divisó la foto enmarcada a los pies de aquella figura que su mujer siempre veneró, la virgen María. Miró con nostalgia la imagen en que aparecían los tres, dichosos y radiantes. Eran tiempos felices. Sonrió con amargura, acarició con suavidad a través del frío cristal el dulce rostro de su esposa. Una sensación de dolor inevitable se alojó en su interior oprimiendo su corazón.

    Cómo hubiese deseado que estuviera ahí, junto a ellos… juntos como en el pasado.

    2.- El sueño de José de Arimatea

    «Vino José de Arimatea,

    miembro prominente del concilio,

    que también esperaba el reino de Dios

    y llenándose de valor,

    entró donde estaba Pilatos

    y le pidió el cuerpo de Jesús».

    (Marcos 15:43)

    Sintió un viento cálido y una temperatura agradable a esa hora, volvió a tener esa idea de que nunca había notado ni disfrutado aquellas agradables sensaciones. Había estado tan comprometido con sus trabajo que esos pequeños detalles no habían significado nada para él durante muchos años. Su hija seguía presente en sus pensamientos. Sintió un poco de pena y rabia consigo mismo, al darse cuenta de que ella también había sido postergada de la misma manera.

    Entró en las dependencias del laboratorio.

    Saludó a Michael, quien parecía estar bastante nervioso.

    Se dio cuenta de la ansiedad de su joven colega al mirar el orden de su escritorio: aquellos archivos, documentos y carpetas que siempre habían abarrotado su lugar de trabajo entre latas de bebidas y vasos de plástico estaban ahora dispuestos con pulcritud.

    El señor Brown, su inusual visita, con la corbata un poco aflojada sin perder la elegancia que lo caracterizaba, caminaba un tanto impaciente hablando por el teléfono móvil y en un idioma que no logró definir. Al percatarse de su llegada, guardó el aparato y se dirigió hacia él con los brazos extendidos para darle un gran abrazo, gesto que sorprendió al científico.

    —Mi querido doctor, leí su correo y no pude esperar. Permítame felicitarlo, la verdad es que no sabría cómo describir la alegría que usted y su colega me ha brindado con esta extraordinaria noticia.

    —Por favor, amigos míos, acompáñenme.

    Se dirigió donde estaba su asistente, quien ya estaba sirviendo unas copas de champagne y les extendió una a cada uno de los doctores, quienes aún seguían tensos con la visita.

    —Discúlpeme, pero no acostumbro beber.

    —Lo entiendo, pero hoy es un día de celebración. Acompáñeme, la situación que estamos viviendo lo amerita.

    —Está bien —dijo un tanto dubitativo. Miró a Michael que ya tenía la copa y se divertía viendo emerger las burbujas chispeantes.

    —Brindemos por el momento histórico al que hemos llegado gracias a sus investigaciones.

    Hicieron sonar sus copas y el señor Brown bebió con rapidez. El doctor apenas lo probó. Michael seguía fascinado con las burbujas. El magnate retomando la sobriedad habitual en él y en tono menos afable, les pidió que le dieran mayores detalles de sus investigaciones. 

    Michael miraba con nerviosismo al doctor Goldberg. Sus manos masajeaban con ansiedad una pelota de goma pintada con una cara feliz. Cada vez que se encontraba en un estado de estrés, recurría a eso para intentar relajarse.

    El científico respiró hondo y empezó hablar, primero con calma para luego, sin darse cuenta, comenzar a apurar sus frases y a levantar la voz, ya no podía contener ese torbellino de información que estaba compartiendo con su mecenas.

    Michael lo miraba casi con temor, la pelota cayó de sus nerviosos dedos. Se agachó silencioso en su búsqueda. Tras recogerla siguió apretándola, esta vez con mayor fuerza.

    —Señor Brown, hemos logrado responder el interrogante que ha tenido de cabeza a las mentes más brillantes dedicadas a las ciencias biológicas y sus distintas ramas. Hemos descifrado el código genético de nuestra especie. Logramos establecer cuál es el aporte independiente que entrega la célula materna y la célula paterna a un nuevo ser. Nosotros la hemos aislado y decodificado, podremos saber ahora cuáles son las características individuales heredadas del padre y de la madre. —Tomó aire y continuó con nerviosismo y pasión—. Considere lo siguiente: un organismo biológico tan complejo como un ser humano empieza su existencia como una simple célula y nosotros logramos descifrar la composición de esa unidad microscópica que es el principio de la vida.

    El señor Brown escuchaba extasiado, apretaba, sin darse cuenta, sus manos entrelazadas, y su postura rígida en la silla denotaba toda la tensión de su cuerpo.

    El científico seguía con la respiración agitada y entrecortada, moviendo sus brazos de manera exagerada. Sin poder contener la emoción que acompañaban sus palabras, continuó:

    —Durante miles de años los seres humanos, en distintos lugares y en distintas eras, se ha planteado las mismas preguntas: ¿quiénes somos, de dónde venimos, seremos capaces de entender la naturaleza y misterios de nuestra existencia?

    Se detuvo frente al filántropo y mirándolo con profundidad prosiguió:

    —Ahora estamos abriendo esa puerta y las consecuencias de nuestro descubrimiento son, con seguridad, incalculables, son tan increíbles y tantas las posibilidades en el campo de la Medicina que, por ejemplo, podremos estimular el crecimiento de un brazo amputado, desarrollar tejidos que nos permitan obtener corazones, hígados, riñones sanos para aquellas personas que necesitan este tipo de trasplantes. La posibilidad de eliminar el cáncer está a la vuelta de la esquina.

    Exhaló un gran suspiro, se sentó aliviado, mirando a su mecenas, quien seguía en silencio y que manifestó una pequeña sonrisa. Se levantó con lentitud y elevó la voz alborozado.

    —¡Sabía lo brillantes que eran ustedes, sabía que eran unos malditos genios cuando los vi, no me equivoqué al pedirles que se unieran a mis investigaciones!

    Michael miró a su colega y le hizo un pequeño gesto instándolo a que le hablara al señor Brown, quien notó el nerviosismo de los investigadores.

    —¿Qué sucede?

    El doctor Goldberg se dirigió dubitativo al dueño del laboratorio.

    —Sé que firmamos un acuerdo de confidencialidad, pero estuvimos conversando con Michael y es nuestro deseo hacer público cuanto antes el resultado de nuestras investigaciones, entendiendo que esto no afectará la política de la compañía.

    El magnate tensó su quijada al escucharle, se levantó de su asiento y se acercó con seriedad.

    —Mis queridos doctores, la vanidad es un pecado capital. —Después, alzando los brazos, continuó en tono amable y cordial, sonriendo encantador—. Por supuesto que recibirán el reconocimiento que se merecen, pasarán a la historia. —Y pasó a retomar el tono serio—. Créanme, señores, que el salón de la fama que merecen no significará nada comparado con los siguientes niveles a los que llegaremos con estos extraordinarios resultados.

    El científico frunció el entrecejo, un tanto inquieto al no llegar a entender con exactitud el significado de lo que acababa de escuchar. Miró a Michael, a quien esas palabras parecían haberlo atemorizado.  

    El señor Brown, volviendo a tomar un tono amistoso y confiado, les dijo:

    —Preparen sus maletas, mañana tenemos un viaje a Roma, el Vaticano espera con ansias conocer estos resultados.

    Sus ojos brillaban y la alegría que transmitía no era habitual en él. Siempre se había presentado sobrio y serio en la manera de relacionarse con los científicos. Cuando se despedía, de manera casi casual, agregó:

    —También está invitada su hija, es la oportunidad perfecta para que Lucy conozca esta hermosa ciudad. Hace bastante tiempo que no veo a esta niña por las instalaciones.

    Y sin esperar respuesta se despidió con un leve movimiento de mano.

    No le dio mucha importancia, el buen doctor, a las palabras del señor Brown. Entendía que sus descubrimientos serían de gran impacto no solo para la comunidad científica, sino que también para el mundo religioso. Esperaba que los contactos del dueño de la compañía fueran de utilidad para agilizar las muy probables trabas que generarían los extraorinarios resultados de su investigación.

    Lo que no sabían era que los propósitos del Vaticano eran de una naturaleza por completo distinta a los delineados por ellos.

    Durante años y en completo silencio, una parte de la curia había esperado con ansias los resultados que estaban por conocer y esta espera tan paciente estaba terminando.

    La candidez de los investigadores pronto sería puesta a prueba, pues lo que le propondrían los príncipes de la iglesia era algo que estaba fuera de toda lógica para cualquier hombre de ciencia.

    Llegaría el momento de entender el motivo real de su visita a esta ciudad.

    Nada era producto de la casualidad. Todo había estado orquestado con pulcritud, y ellos serían piezas vitales en este tablero donde ciencia y religión estaban pronto a estrechar lazos desde siempre contradictorios.

    *****

    Anochecía en el Vaticano cuando el señor Brown entró en la Santa Sede, se dirigió raudo a las oficinas cardenalicias. Caminó por un extenso corredor iluminado con solemnidad. Las paredes estaban adornadas en ambos costados por diferentes pinturas religiosas. Avanzaba por una alfombra roja que silenciaba sus pasos. Al llegar al final del pasillo, se encontró con la secretaria de recepción, una mujer joven y hermosa vestida con formalidad y con cierto aire intelectual.

    —Buenas noches, busco al cardenal Newsmayer.

    —Buenas noches, ¿tiene cita?

    —No, no la tengo —respondió impaciente.

    —Lo siento, señor —le dijo con una gran sonrisa—. El cardenal está en una reunión con obispos europeos que acaba de empezar.

    La miró con disgusto, y con cierto enfado, le reiteró:

    —Dígale que lo busca el señor Brown.

    La secretaria sintió la autoridad que emanaba de aquel hombre. Miró a su superior, quien se había percatado de la situación, este le hizo un gesto afirmativo a la muchacha. Con celeridad, tomó el teléfono y se comunicó el cardenal.

    El prelado atendió con desgana, escuchó algunos segundos y su rostro cambió de semblante en el acto. Se dirigió a las autoridades eclesiásticas presentes en su oficina, evidenciando un nerviosismo en ascenso.

    —Hermanos, tendremos que suspender este encuentro, solicito su compresión y les pido disculpas, sé que han tenido un viaje agotador. Mañana les comunicaré la fecha de nuestra nueva reunión.

    Los obispos se retiraron un tanto sorprendidos, lo hicieron en completo silencio y haciendo los gestos de reverencia habituales. 

    El señor Brown entró en el despacho del religioso. Besó el anillo cardenalicio y fue invitado a sentarse en un sillón delante de una gran chimenea.

    —¿Whisky?

    —Por supuesto, su Excelencia.

    El cardenal lo observaba sin poder ocultar su ansiedad. El silencio se le hizo eterno en aquel momento; sabía en su interior que una visita tan inesperada tenía un propósito muy importante. 

    El acaudalado hombre de negocios, a pesar de su aparente tranquilidad, respiraba agitado, se acercó al escritorio y poniendo sus brazos sobre la base de cristal habló con voz pausada y demasiado calmada, considerando la extraordinaria noticia que estaba a punto de revelarle.

    —Su Excelencia, lo hemos logrado. Nuestros científicos concluyeron con éxito las investigaciones. —Sus ojos brillaban con éxtasis mientras agregaba—: Ha llegado el momento de reunir a Los Últimos Doce para preparar el camino. Los tiempos que hemos esperado acaban de cumplirse.

    El cardenal Newsmayer abrió sus ojos con incredulidad. Ansioso, bebió el contenido de su vaso. Tomó el teléfono con manos temblorosas y solicitó línea privada.

    3.- La profecía del hijo del Hombre

    y Los Últimos Doce

    «Porque el hijo del Hombre ha venido a salvar lo que se había perdido».

    (Mateo 18:11)

    El señor Brown los recibió ansioso, junto a él estaba un religioso de apariencia afable y con una amplia sonrisa en su rostro, juntos les dieron la bienvenida a la Ciudad del Vaticano. Con amabilidad hizo las presentaciones.

    —Doctor Michael Delattio, doctor Heinrich Goldberg, permítanme presentarles al cardenal Newsmayer.

    El prelado, un hombre de unos 65 años, de aspecto jovial, sus ojos de párpados caídos le daban cierta amabilidad, la que se acentuaba con una papada incipiente poblada de una barba entrecana. Después de los saludos de rigor, los invitó a dirigirse hacia las dependencias papales y en tono formal, aunque amigable, les dijo:

    —Nos espera el santo padre, está ansioso por conocerlos.

    Los científicos se miraron con sorpresa; para ellos era inesperado tener que entrevistarse con el papa en persona. Sabían que el dueño del laboratorio era un hombre de negocios de gran poder, pero nunca imaginaron hasta dónde alcanzaba su nivel de influencias.

    Mientras pasaban por los cuidados jardines papales, el cardenal Newsmayer retomó la conversación en un tono más relajado, dirigiéndose a Michael.

    —¿Han tenido tiempo de disfrutar de algunas de las maravillas turísticas que nos ofrece esta ciudad?

    —Aún no, su Santidad.

    —Con cardenal es suficiente y apropiado —puntualizó con modestia.

    Luego, dirigiéndose al doctor Goldberg, continuó de manera casi casual.

    —Me contaba el señor Brown que vienen acompañados por su hija.

    —Sí, Lucy nos acompaña. Nos encontraremos por la tarde.

    *****

    Al verlos llegar a su oficina, el papa se levantó del escritorio donde estaba atareado con algunos documentos propios de su quehacer diario, de manera informal y alejándose del protocolo habitual los recibió con un apretón de manos, y de forma especialmente afectuosa al señor Brown.

    Ese sencillo recibimiento relajó a Michael.

    El doctor Goldberg nunca había sentido ninguna cercanía especial por algún líder religioso, pero sí admiraba el hecho de que este hombre fuera la máxima figura espiritual para millones de fieles en el mundo, y sabía muy bien el tipo de autoridad y poder que representaba para los seguidores del cristianismo.

    El sumo pontífice sonrió con afecto y les dijo:

    —Es maravilloso lo que han logrado. No me imaginé que fueran tan jóvenes —agregó un tanto sorprendido—. Nuestro buen amigo junto al cardenal Newsmayer me han informado del resultado exitoso de sus investigaciones y comprendo el beneficio que significará para la humanidad entera. Le agradezco que haya tenido la gentileza de compartir con nosotros estos resultados —se dirigió al magnate— antes de hacerlos públicos. —El aludido agachó la cabeza, en señal de conformidad, con una leve sonrisa en su rostro.

    El papa seguía refiriéndose en tono afectuoso de cosas banales, les preguntaba por su estancia, les sugería algunos lugares que visitar, las maravillas que se podían apreciar en diversos museos. Los científicos esperaban inquietos que esta conversación pronto derivara en quejas, apreciaciones éticas y morales del trabajo que estaban realizando, pero nada de eso se mencionaba en aquella distendida charla.

    De pronto, se produjo un instante de silencio que aprovechó el doctor Goldberg. Habló tratando de parecer relajado, eligiendo con mucho cuidado las palabras que usaría para decir lo que tenía en mente.

    —Su Santidad, en general, los religiosos siempre se han opuesto a este tipo de investigaciones y el solo hecho de mencionar la palabra clonación los pone a la defensiva. De hecho, la institución que usted representa siempre ha rechazado cualquier uso de tecnología que interfiera con la procreación sexual dentro del matrimonio.

    El pontífice escuchaba con atención, guardó silencio por un momento manteniendo la mirada en el científico, luego señaló con calma, pero con absoluta seguridad.

    —Señores, si bien es cierto que tengo mis dudas y conflictos morales internos, también veo las tecnologías genéticas como una expresión de creatividad humana, y, por lo tanto, un reflejo de la creatividad de Dios. —Suspiró y continuó—: Señores, no necesito que me instruyan sobre los alcances de sus investigaciones —y en un tono enigmático agregó, sonriendo a medias—: solo quiero decirles que cuentan con mi beneplácito para la gran labor que llevarán a cabo. Sé que ustedes aún no son conscientes de la tarea que nuestra amada Iglesia les va a encomendar. Ahora es necesario que conozcan a Los Últimos Doce.

    Los científicos se miraron extrañados.

    El santo padre les explicó.

    —Los Últimos Doce es una antigua cofradía secreta dentro de la Iglesia, cuyo propósito es fundamental para el cumplimiento de las escrituras. La integran religiosos que se han preparado para enfrentar este momento con la madurez que se requiere.

    Hizo una pausa y continuó con emoción en su voz.

    —Si fuera posible renunciaría a mi cargo para ser parte de este maravilloso acontecimiento, pero no soy digno de esto. Acepto con humildad el papel que me corresponde —agregó pensativo.

    Los doctores quedaron confundidos por estas inusuales palabras.

    ¿Qué podía ser más importante para el hombre más poderoso de la religión cristiana, que estaría dispuesto a dejar su cargo para participar en este acontecimiento?

    Ambos permanecieron en silencio.

    Salieron del lugar con rumbo a un museo cercano donde conocerían a la mencionada cofradía.

    Un ascensor los llevó a un nivel inferior, sin número de piso. Reinaba un total silencio, que solo era interrumpido por el sonido generado por las pisadas sobre el reluciente mármol por el que caminaban. Se dirigían hacia una bóveda custodiada por dos guardias que flanqueaban el acceso a la habitación siguiente.

    Un grupo de sacerdotes los esperaba. Eran doce contando a Newsmayer. Los saludaron con amabilidad.

    El señor Brown se acercó a los científicos y ante la sorpresa de estos, les dijo:

    —El cardenal será desde ahora su anfitrión. Es necesario que me retire, tengo que resolver un asunto relacionado con nuestra visita a este lugar.

    Y con un extraño tono de preocupación y casi susurrando comentó:

    —Después de este encuentro, tendrán que tomar una decisión trascendental, pero libre y personal sin presiones de ningún tipo.

    Los doctores lo miraron sorprendidos sin lograr entender.

    —Es todo lo que puedo decir, pronto entenderán —concluyó.

    Con un movimiento de cabeza se despidió y retiró.

    Los mecanismos de la gran puerta se abrieron con lentitud, permitiendo la entrada de los visitantes. Michael miraba fascinado. Pasaron ante sus ojos magníficas esculturas, pequeños cofres, coronas con incrustaciones de rubíes y diamantes, joyas de todo tipo y también enormes libros y rollos de antiguas escrituras. Se dio cuenta de que los religiosos exhibían una creciente emoción que los hacía apurar el paso hacia el final del salón.

    Había dos inmensos cuadros ubicados sobre el pórtico principal. Se detuvo por un momento a contemplar los retratos que representaban a un ángel a cada lado flanqueando el umbral con una postura desafiante, empuñaban una lanza apuntando hacia abajo, en dirección a la entrada. Eran pinturas realistas con hermosos y variados colores. El rostro de los ángeles era perfecto, de una belleza sobrecogedora, pero también, de alguna manera, sus ojos irradiaban una actitud amenazadora que se profundizaba con aquella leve sonrisa de superioridad. Michael notó con claridad, en esas expresiones, una señal de advertencia: la mirada de aquellos guardianes parecía prevenir a los intrusos que se atrevían a ingresar a la siguiente habitación.

    4.- La anunciación

    «Respondiendo el ángel le dijo: El espíritu santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra, por lo cual, también el santo ser que nacerá será llamado hijo de Dios».

    (Lucas 1:35)

    El señor Brown, tras dejar a los científicos, se dirigió con prisa al hotel donde se hospedaban sus invitados. Llegaba para un tema específico, crucial. Pidió en recepción que avisaran a Lucy de que la esperaba en el comedor para desayunar.

    La joven, después de una ducha, se vistió con unos jeans negros, unas sandalias de cuero que usaba para largas caminatas y terminó de vestirse con una blusa sin mangas de color rosado y una pequeña cartera con sus documentos y algunos cosméticos. Dejó su pelo suelto, aún húmedo. Mientras se vestía, fantaseaba con un muchacho italiano que la llevaba a conocer la ciudad, fotografiándose cogidos de la mano para envidia de sus amigas.

    Lucy estaba lista cuando recibió la llamada. Le extrañó que el jefe de su padre la estuviera esperando. Bajó corriendo las escaleras y se dirigió al comedor, donde lo vio leyendo con atención un libro. Al acercarse, Se preguntó acerca de esa inocente duda que tenía de pequeña. Nunca se había enterado de su primer nombre; al parecer nadie lo sabía, todo el mundo que se relacionaba con él lo conocía como el señor Brown, solo señor Brown.

    Lucy se detuvo por un momento. El único lugar iluminado en todo el salón era donde se encontraba esta persona. Sonrió al percatarse de que ese especial resplandor se debía a que estaba al lado de un gran ventanal con las cortinas separadas para dejar pasar la luz natural del día. Caminó con calma hacia ese lugar, disfrutando del encantador contraste que se producía. De pronto, las nubes que cubrían parte del cielo se desplazaron, dejando que los rayos del sol llegasen directamente, lo que aumentaba la luminosidad interior del lugar.

    Lucy sonrió al pensar que esa hermosa ciudad poseía la asombrosa capacidad de lograr que las personas que la visitaban pudieran disfrutar de estas preciosas sensibilidades que en general permanecían adormecidas.

    El señor Brown se levantó de su asiento para saludarla de manera afectuosa.

    Vestía con formalidad; un hombre guapo entrando en la madurez que le daba un atractivo especial, pensó, con coquetería, la joven.

    La invitó a sentarse.

    —Qué grande estás —dijo sonriendo.

    —Así es, ya estoy terminando la universidad.

    Se acercó un camarero para tomarles el pedido, ella pidió solo un zumo de naranja. Él pidió otro café y más agua. Hablaron de cosas

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