Lobos con piel de pastor: Pederastia y crisis en la Iglesia católica
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Lobos con piel de pastor - Juan Ignacio Cortés Carrasbal
Índice
Portada
Portadilla
Créditos
Prólogo
Aclaraciones terminológicas
Introducción
Primera parte. Mirando hacia atrás (con ira). Antes de Boston
I. Una vieja conocida
II. Los primeros indicios de la crisis
III. Denial / La balada del padre Tom Doyle
IV. El fi n del silencio mediático
V. Hacia el desastre
VI. La crisis de 1992
VII. Mientras tanto, en la vieja Irlanda
VIII. Más allá de Estados Unidos e Irlanda (I). La tormenta se extiende por Europa
IX. Más allá de Estados Unidos e Irlanda (II). El caso de Australia
X. Marcial Maciel, un padre demasiado cariñoso
Interludio. El pequeño Daniel
Segunda parte. Mirando hacia atrás (con ira). Después de Boston
XI. Betrayal: Una epifanía muy especial
XII. Los devastadores efectos del huracán Boston
XIII. La caída de Maciel
XIV. Irlanda desolada
XV. 2010, annus horribilis
XVI. ¡Noticia bomba! Benedicto XVI dimite
XVII. Francisco y la tolerancia cero
Interludio. F. L., una víctima doblemente traumatizada
Tercera parte. España, ¿camisa blanca?
XVIII. Los internados del miedo
XIX. El caso Romanones
XX. El caso maristas (y otros)
XXI. Una falta (casi) absoluta de datos
XXII. Una respuesta insufi ciente
Cuarta parte. Causas y efectos
XXIII. Pederastia y homosexualidad
XXIV. Pederastia y celibato
XXV. Efectos de los abusos
Epílogo: Una Iglesia en la encruc? ada
Anexo 1. Entrevista con Hans Zollner, de la Comisión Pontifi cia para la Tutela de Menores
Anexo 2. ¿Cómo denunciar un caso de abuso sexual?
Índice onomástico
Bibliografía y otros recursos
Agradecimientos
Notas
portadilla2.ª edición
© SAN PABLO 2018 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)
Tel. 917 742 51 13
secretaria.edit@sanpablo.es - www.sanpablo.es
© Juan Ignacio Cortés Carrasbal 2018
Distribución: SAN PABLO. División Comercial
Resina, 1. 28021 Madrid
Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050
E-mail: ventas@sanpablo.es
ISBN: 9788428561280
Depósito legal: M. 11.281-2018
Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid)
Printed in Spain. Impreso en España
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A aquellos que tuvieron el coraje de no callar,
especialmente a Javier, F. L., Emiliano
y Daniel, que me dejaron asomarme
a su dolor para que pudiese comprender.
«Gritó en un susurro a alguna imagen, a alguna visión, gritó dos veces, un grito que no era más que un suspiro: ¡Ah, el horror! ¡El horror!
».
Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas
«¿Cómo puede un sacerdote, ordenado al servicio de Cristo y de su Iglesia, llegar a causar tanto mal? ¿Cómo puede haber consagrado su vida a llevar a los niños a Dios, y acabar en cambio devorándolos en lo que yo mismo he llamado un sacrificio diabólico, que destruye tanto a la víctima como la vida de la Iglesia? Algunas víctimas han llegado incluso al suicidio. Esos muertos pesan sobre mi corazón, sobre mi conciencia, y sobre la de toda la Iglesia. Ofrezco mis mejores sentimientos de amor y de dolor a sus familias y, humildemente, les pido perdón».
Papa Francisco, «Prólogo» de Le perdono, padre
«¿Es la Iglesia eficaz en su voluntad de investigar y conocer los irregulares y destructivos hechos morales de sus altos miembros? ¿O teme conocerlos? ¿O teme el escándalo? ¿Pero qué mayor escándalo que ese extensísimo museo oculto de almas en diáspora espiritual, devoradas y dañadas de por vida en lo más íntimo de su sacralidad por lobos vestidos con piel de oveja
y disfrazados de pastores, corruptos y corruptores?».
Juan Vaca y otras víctimas de Maciel en carta abierta
al papa Juan Pablo II en 1998
Prólogo
El 19 de marzo de 2010, justo ocho años antes de poner el punto final a este prólogo, Benedicto XVI hacía pública su Carta pastoral a los católicos de Irlanda, el documento más importante publicado por la Santa Sede desde que estalló el escándalo de la pederastia en la Iglesia católica. En él, el Papa mostraba su desolación por la magnitud de la crisis de los abusos sexuales de menores en la Iglesia irlandesa:
Comparto la desazón y el sentimiento de traición que muchos de vosotros habéis experimentado al enteraros de esos actos pecaminosos y criminales y del modo como los afrontaron las autoridades de la Iglesia en Irlanda [...]. Que nadie se imagine que esta dolorosa situación se va a resolver pronto. Se han dado pasos positivos, pero todavía queda mucho por hacer.
Ratzinger, recuerda Juan Ignacio Cortés, identificaba varios factores como causa del escándalo y contra los que había que actuar con urgencia: procedimientos inadecuados para determinar la idoneidad de los candidatos al sacerdocio y la vida religiosa; insuficiente formación humana, intelectual y espiritual en los seminarios y noviciados; tendencia a favorecer al clero y otras figuras de autoridad; así como preocupación desmesurada por el buen nombre de la Iglesia.
La carta de Benedicto XVI, en la que se dirigía directamente a cada uno de los colectivos actores de este drama, ponía el dedo en la terrible y profunda llaga que venía abriéndose en la Iglesia católica desde varias décadas atrás por la escalada de las denuncias de todo tipo de abusos y pederastia en el seno de la institución. La crisis alcanzó su punto álgido al estallar dramáticamente y con una virulencia imparable en los Estados Unidos, en enero de 2002, como reacción social a un reportaje de investigación sobre la pederastia y el ocultamiento del delito por la jerarquía eclesiástica en la diócesis de Boston, publicado en el periódico The Boston Globe, y que llevaría en 2015 a la realización y estreno de la película Spotlight basada en esa investigación y que sirvió para visualizar en las pantallas de cine de numerosos países de todo el mundo la realidad que había venido negándose y ocultándose sistemáticamente por el abuso clamoroso del poder y de la doble moral que durante siglos ha sido una de las señas de identidad de la Iglesia católica en algunos de sus miembros y de su jerarquía.
Este escándalo terrible al que el papado no quiso o no supo poner freno durante décadas, esta geografía del horror que ha afectado a tantos menores en los cinco continentes, el desprecio o la arrogancia hacia las víctimas, el código de silencio impuesto como consecuencia de una cultura clerical basada tanto en el secreto como en la idea de que los sacerdotes forman parte de una especie de casta elegida a la que, además, se le ha preparado poco o nada para integrar la dimensión afectiva en un modo de vida basado en la renuncia al ejercicio activo de la sexualidad, son las cuestiones que aborda y estudia valiente y honestamente en su libro este periodista independiente y de raza que es Juan Ignacio, y al que agradezco que me eligiese para escribir este prólogo.
El resultado de su trabajo queda patente en este reportaje, como él mismo lo califica, que denota una extraordinaria tarea de investigación sobre esta realidad y que plasma en un minucioso y documentado resumen de lo acontecido, de lo reconocido y de lo silenciado desde finales del concilio Vaticano II hasta prácticamente ayer con las desafortunadas palabras del papa Francisco en Chile, luego enmendadas, sobre la terrible y tozuda realidad de la pederastia en la Iglesia católica.
Este no es un libro científico, ni aspira a ser un libro definitivo sobre el tema de los abusos sexuales de menores en la Iglesia católica, dice el autor. Es verdad que este tipo de abusos no ocurren solo dentro de la Iglesia –reconoce– pero no es menos cierto que ninguna institución como la Iglesia católica puso en marcha un mecanismo tan sistemático de encubrimiento de los abusos. «Creo –señala Cortés– que, en muchos aspectos, es verdad lo que dice F. L. (una de las víctimas españolas) al final de una de sus cartas al papa Francisco: en el caso de la pederastia dentro de la Iglesia hay muchos lugares –y España está sin lugar a dudas entre ellos– donde sobran palabras y faltan hechos
. Pero también es verdad que sin palabras nunca habrá hechos, no habrá una decisión firme de investigar con diligencia los casos de abusos sexuales de menores a manos de clérigos católicos y, sobre todo, de atender a las víctimas».
Son muchos los que opinan que la lucha contra la pederastia dentro de la Iglesia católica ha dado un salto cualitativo con Francisco. Es verdad que las actuaciones de la Santa Sede distan a veces de ser ejemplares, pero no es menos verdad que con este papa se han aprobado medidas hace poco impensables... Las incógnitas en este punto son dos. La primera es si Francisco logrará consolidar la política de tolerancia cero hacia los sacerdotes pederastas y sus encubridores dentro de la Iglesia católica en los años que le queden de pontificado. La segunda es si su sucesor seguirá esa misma política o volverá a los oscuros tiempos del trasladar y callar.
«En la respuesta que dé a estas dicotomías –señala Cortés–, en la dirección que tome para dejar atrás la encrucijada en que se halla, la Iglesia se juega buena parte de su credibilidad y ascendiente moral sobre un mundo realmente necesitado de luces y esperanzas para atravesar el desierto de estos tiempos oscuros, repletos de avaricia, pobreza intelectual y miseria moral. La lucha contra la pederastia dentro de la Iglesia católica camina de la mano con la búsqueda de una Iglesia más abierta al mundo, hecha de personas adultas no infantilizadas, más fraternal que feudal, menos machista y clerical. En este sentido, tal vez la crisis de los abusos sexuales de menores sea una oportunidad. Que la Iglesia la aproveche o no es algo que está por ver».
José Martínez de Velasco
Periodista y autor de Los Legionarios de Cristo y
Los documentos secretos de los Legionarios de Cristo
Aclaraciones terminológicas
Pederastia/pedofilia
En el libro utilizo el término pederastia que, según el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua (DRAE), tiene dos acepciones: 1. Inclinación erótica hacia los niños. 2. Abuso sexual cometido con niños. Aunque el DRAE da una definición casi idéntica de pedofilia («atracción erótica o sexual que una persona adulta siente hacia niños o adolescentes»), en definiciones más técnicas la pedofilia es una parafilia que consiste en la excitación o el placer sexual que se obtiene a través de actividades o fantasías sexuales con niños de entre 8 y 12 años. Otro término usado frecuentemente a la hora de hablar de abusos sexuales de menores es efebofilia, la atracción sexual que se siente hacia adolescentes y jóvenes de a partir de 15 años de edad. Mientras que pedofilia y efebofilia describen un trastorno mental, pederastia describe puramente un comportamiento. Me parece el término más neutro y descriptivo a la hora de hablar de los abusos sexuales de menores.
Víctimas/supervivientes
Las asociaciones de personas que han sufrido abuso sexual prefieren usar el término supervivientes, pues consideran que el término víctima supone una reducción de su identidad a tal condición, he preferido usar este último término por dos razones. La primera, en aras de la claridad, pues resulta más comprensible desde el primer momento y no necesita explicación. La segunda, en aras de la neutralidad. Mientras que hay víctimas que han logrado sobreponerse a su dolor y aceptar que su condición de víctimas no es lo único que define su personalidad y se han transformado por ello en supervivientes, este no es, tristemente, el caso de muchas otras, cuya vida sigue marcada por los sentimientos de vergüenza, culpabilidad e ira que el abuso sexual provoca. Así pues, tendría que hablar de víctimas y supervivientes continuamente, lo que no creo que facilite la lectura del texto. Dicho esto, me gustaría expresar mi admiración por todas aquellas víctimas que han conseguido transformarse en supervivientes a fuerza de coraje.
Introducción
El papa Benedicto XVI la calificó como «la mayor crisis de la Iglesia católica desde la Reforma protestante». Los síntomas del problema se empezaron a conocer mucho antes de que estallase la tormenta que ha dejado profundamente malparada la nave de Pedro. Ya en los años cincuenta el padre Gerald Fitzgerald, responsable de un centro de rehabilitación de sacerdotes con problemas, indicó que los clérigos responsables de abusos sexuales de menores deberían ser expulsados del ministerio. En los años ochenta los sacerdotes Thomas Doyle y Michael Peterson y el abogado Ray Mouton advirtieron a los obispos estadounidenses de la enorme dimensión y las implicaciones de la crisis, lo que arruinó la prometedora carrera de Doyle, un abogado canonista que trabajaba para la nunciatura en Estados Unidos.
Cuando el horror se hizo público, los cimientos de la Iglesia en al menos Estados Unidos, Irlanda, Australia, Austria, Alemania y Bélgica se tambalearon, sacudidos por un terremoto brutal. Como resume el periodista Michael D’Antonio en su libro Mortal Sins, la propia Iglesia católica reconoció que más de 6.100 sacerdotes habían sido señalados, de forma creíble, como responsables de crímenes sexuales contra más de 16.000 menores en Estados Unidos. De ellos, más de 500 fueron arrestados y juzgados, y más de 400 ingresaron en prisión. En 2012, la Iglesia había pagado casi 3.000 millones de dólares en todo el mundo para indemnizar a centenares de víctimas de abusos¹.
La historia de los abusos sexuales de menores en el seno de la Iglesia católica tiene todos los ingredientes de una tragedia shakespeariana: ambición, luchas de poder, traición, ideales y, por supuesto, sexo. Es fácil llevarla al terreno del morbo y este libro intentará evitarlo. Pero para comprender su verdadera dimensión es inevitable adentrarse en territorios escabrosos. Los abusos de menores no son un tema agradable y se tiende a ignorar su verdadera dimensión, a minimizarlo, a pensar en sacerdotes que, en un momento dado cometieron un desliz y traspasaron casi sin darse cuenta la frontera del cariño y el cuidado. En muchos casos fue así. En otros, estamos hablando de verdaderos depredadores sexuales. El sacerdote norirlandés Brendan Smyth abusó de, al menos, 143 niños en parroquias de Belfast, Dublín y Estados Unidos a lo largo de 40 años. Varios de sus superiores recibieron denuncias de su comportamiento criminal, pero no hicieron nada para detenerlo. Cuando parecía que los hechos iban a traspasar la línea de sombra y salir a la luz, le cambiaban de parroquia. El escándalo desatado en Irlanda cuando se conoció el horror que había causado provocó incluso la caída del Gobierno en diciembre de 1994.
Otro caso tristemente notorio es el del sacerdote de la archidiócesis de Boston Gilbert Gauthe, quien manipuló a decenas de niños y les arrastró a relaciones sexuales violentamente abusivas. Un abogado aseguró que les había inducido a practicar «todo tipo de actos sexuales que se puedan imaginar entre dos hombres». En algunos casos, los fotografiaba y los persuadía para mantener relaciones sexuales entre ellos mientras él miraba. Él nunca negó los hechos, porque alegaba que también era una víctima, pues estaba bajo la influencia de un oscuro impulso psicológico que no era capaz de controlar. Su interés por los niños era ya conocido en el seminario y parece que algunos altos cargos eclesiásticos se opusieron a su ordenación, que finalmente tuvo lugar y se convirtió en la puerta de entrada a un torbellino de horror que marcó para siempre la vida de víctimas como Scott Gastal. Gauthe abusó de él desde que el niño tenía siete años, llegando a penetrarle analmente en diversas ocasiones. Una vez, el niño resultó tan dañado que terminó en el hospital, sangrando.
Es verdad que los abusos sexuales de menores no ocurren solo dentro de la Iglesia, pero no es menos cierto que ninguna institución puso en marcha un mecanismo tan sistemático de encubrimiento de este horror. Tampoco deja de ser cierto que la gente tiende a juzgar a las personas y a las instituciones en relación a los principios que proclaman. Así, mientras que la Iglesia católica proclamaba unos principios de pureza moral y santidad extraordinariamente elevados, un porcentaje significativo de sus ministros incurría en comportamientos no solo pecaminosos, sino criminales.
En el caso de los sacerdotes, el efecto arrasador que todo abuso tiene sobre un menor en el plano psicológico se multiplica al provenir de alguien que está llamado a representar lo sagrado. De repente, la persona que es de algún modo la encarnación de Dios se convierte en verdugo y aquello que debería ser lo más puro de la vida se transforma en la fuente del más absoluto pavor. El mundo se viene completamente abajo. Marie Collins, irlandesa víctima de abusos y hasta marzo de 2017 miembro de la Comisión Pontificia para la Tutela de Menores creada por el papa Francisco, lo describía así: «Las mismas manos que te están dando la comunión se introducen en tu vagina al día siguiente».
El dolor y la humillación que sufrieron las víctimas se vieron acrecentados por la actitud de la Iglesia católica. Preocupadas por el prestigio de la institución, las diócesis hicieron todo lo posible, con honrosas excepciones, por negar y tapar el escándalo. Para ello, emplearon desde el desprecio a la amenaza y pagaron en secreto inmensas cantidades de dinero a cambio de que los hechos no viesen la luz. Incluso cuando la tormenta ya se había desatado y los obispos estadounidenses comenzaban a admitir su responsabilidad por el profundo trauma causado a las víctimas, los abogados que defendían a la Iglesia acusaban a los padres de no haber sabido proteger a sus hijos y a los niños de haberse prestado o haber provocado las relaciones sexuales, siendo como mínimo cómplices del abuso.
¿Y en España? En nuestro país predomina la idea de que en los países latinos los abusos de menores no son un problema tan extendido como en los países anglosajones. Que una cultura más relajada que fomenta relaciones interpersonales más cálidas que en los envarados países anglosajones hace que la configuración psicológica de las personas sea más abierta y la represión sea menor. Esta visión, sostenida por buena parte de la Iglesia, comienza a estar seriamente en entredicho. El padre Hans Zollner, jesuita y miembro de la Comisión Pontificia para la Tutela de Menores, afirma que no cabe duda de que los abusos se dan en todos los lugares del planeta. Sin embargo, es difícil cuantificar el alcance del problema en nuestro país. La profesora de la Universidad del País Vasco Gema Varona hizo un estudio sobre la incidencia de los casos de pederastia en la Iglesia católica española en 2015 que se quedó en un estado muy preliminar debido a la casi total falta de colaboración de la institución. En conversación con este periodista aseguraba que cualquier cálculo sobre el número de casos en España es, hoy por hoy, mera conjetura. También afirmaba, con toda la razón, que, por pocas que sean, las víctimas tienen derecho a verdad, justicia y reparación.
Tristemente, la Iglesia española no está dando muchos pasos en esta dirección. Sus directrices para afrontar los casos de abusos son realmente pobres y defensivas. No hablan casi de las víctimas y sí de las posibles consecuencias jurídicas de sus denuncias. Muchas personas que han sufrido abusos sexuales de manos de sacerdotes y que han acudido a la Iglesia española en busca de acogida y justicia se han visto decepcionadas. Hay algunos signos de cambio de actitud, pero demasiado tímidos como para considerar que se ha operado una verdadera conversión en este terreno.
Ello contrasta con la figura de un papa Francisco que ha hecho de la lucha contra la pederastia una de las banderas de su pontificado. Aunque sus críticos aseguran que esta lucha se ha quedado en los símbolos y las palabras y no ha llegado a los hechos, lo cierto es que el Pontífice argentino ha instituido el primer organismo vaticano destinado en exclusiva a hacer frente a la crisis de los abusos de menores: la Comisión Pontificia para la Tutela de Menores cuyo funcionamiento, bien es cierto, no ha estado exento de polémica. Francisco también aprobó un motu proprio (decreto vaticano) que permite la remoción de cualquier obispo que se demuestre que ha ocultado los crímenes de sacerdotes pederastas. Este indudable avance se ve matizado por un nuevo pero: es un mecanismo que, casi tres años desde su aprobación, no ha sido aplicado todavía.
Francisco continúa el camino abierto por su antecesor Benedicto XVI. El Papa alemán fue el primero en reunirse con víctimas de abusos de menores y habló en repetidas ocasiones de ellos, condenándolos sin paliativos. Sin embargo, su papel como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe está lleno de claroscuros. Parece evidente que sabía más de lo que las actuaciones de este dicasterio (ministerio) vaticano durante su mandato indican, pero que era incapaz de imponer su voluntad de actuar más decididamente contra los abusos debido al poco interés del papa Juan Pablo II y de otros poderosos cardenales como el secretario de Estado Angelo Sodano en el tema. Su actuación en el caso Maciel resume las contradicciones del entonces cardenal Ratzinger. A raíz de las denuncias públicas de exlegionarios contra el fundador de la congregación a finales de los noventa, el prefecto comenzó a investigarle, pero las presiones de Sodano le obligaron a detener las averiguaciones. Cuando en 2002 un periodista norteamericano le abordó en la calle y le preguntó por el caso, Ratzinger, un generalmente apacible teólogo, reaccionó con cierta rabia: «Vuelva a mí cuando llegue el momento», dijo ante las cámaras de la cadena de televisión ABC.
Solo al final de su pontificado de casi 30 años, Juan Pablo II encomendó la absoluta responsabilidad sobre los casos de pederastia a la Congregación para la Doctrina de la Fe, lo que supuso el principio del fin de la casi absoluta impunidad para estos casos. Aun así, en 2004, tan solo un año antes de la muerte del Pontífice, este seguía elogiando públicamente la figura de Maciel, al que llegó a proclamar como un «ejemplo para la juventud». A la muerte del fundador de los Legionarios de Cristo, los rumores y sospechas que rodearon su vida, en especial durante los últimos años, se transformaron en informaciones contrastadas y revelaron el perfil de un auténtico depredador sexual que abusó de decenas de menores, incluyendo sus propios hijos. El Papa polaco siempre había mirado hacia otro lado cuando se trataba de Maciel, un sacerdote que compartía su visión militante y conservadora del catolicismo y que aportaba a la Iglesia miles de vocaciones y también miles de dólares.
Mucho camino se ha recorrido desde que en los años ochenta, ante los signos del escándalo que se avecinaba en Estados Unidos, los obispos norteamericanos se empeñaban en echar tierra sobre el asunto y llegar a acuerdos secretos con las víctimas para mantener limpio el nombre de la Iglesia. En países como Estados Unidos, Irlanda o Australia, donde la tormenta de la crisis de la pederastia sopló con la fuerza de un verdadero huracán, la Iglesia se ha dotado de protocolos de actuación para prevenir los abusos y atender a las víctimas. En Francia, el sitio web de la Conferencia Episcopal muestra los datos de la persona que en cada diócesis se ocupa de estos casos y con la que cualquiera puede contactar.
Sin embargo, muchas víctimas siguen sintiéndose burladas, doblemente humilladas. F. L., víctima de abusos en el Seminario Menor de la diócesis de Astorga, escribió al papa Francisco denunciando su caso. El Vaticano instó a la diócesis a abrir una investigación que se cerró con el apartamiento del ministerio durante un año de José Manuel Ramos Gordón, el sacerdote abusador, quien reconoció los hechos. «Es una sentencia ridícula. Siento que se han reído de mí», me decía en una entrevista con la voz quebrada por la rabia.