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La tumba de los vivos: El Mito Inmortal
La tumba de los vivos: El Mito Inmortal
La tumba de los vivos: El Mito Inmortal
Libro electrónico770 páginas11 horas

La tumba de los vivos: El Mito Inmortal

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Información de este libro electrónico

El apasionante comienzo de una trilogía que se desenvuelve en un mundo de misterio y la realidad de una familia condenada a sacrificarlo todo.

Presos de una condena eterna impuesta miles de años atrás, la familia Vass lucha por mantener el equilibrio entre el plano terrestre que habitan y la dimensión del inframundo griego al que sus almas pertenecen.

La tumba de los vivos nos transportará al cielo, al infierno, a la tierra, al pasado, al presente y al futuro, en un viaje donde el Tártaro y el Elíseo se dan batalla por un balance largo tiempo perdido.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento26 jun 2018
ISBN9788417335342
La tumba de los vivos: El Mito Inmortal
Autor

Guadalupe Arias

Guadalupe Arias nació el 10 de junio de 1982 en la ciudad de Villa Regina, Río Negro, Argentina. Desde muy temprana edad, apenas ocho años, descubrió su pasión por la literatura y la escritura e incluso en aquellas épocas pasaba noches en vela leyendo y escribiendo. Dio sus primeros pasos como escritora a través de la poesía, inspirada por grandes como Alfonsina Storni, Pablo Neruda, Federico García Lorca, entre muchos otros. Descubriendo la ficción-fantasía a través de Anne Rice, Stephen King, J.R.R. Tolkien y tantos otros que admira. Su imaginación tomó giros inesperados incluso para ella misma. La autora reside hace diez años en la ciudad de Bariloche y hoy por hoy se encuentra trabajando en su segunda trilogía de ficción-fantasía, que así como La Tumba de los vivos, promete ser una historia desgarradoramente emocionante. «Le pertenezco a todos los géneros, es por eso que cuando mis personajes cuentan su historia, todos los géneros sevuelven uno».

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    La tumba de los vivos - Guadalupe Arias

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    La tumba de los vivos

    Primera edición: junio 2018

    ISBN: 9788417321345

    ISBN eBook: 9788417335342

    © del texto:

    Guadalupe Arias

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Una vez escuché una frase que me impactó: «dicen que para ser poeta hay que bajar alguna vez al infierno». Se suele temer al descenso del propio infierno que creo todos llevamos dentro, pero cuán liberador es cuando nos atrevemos a nadar en él. Se descubren cosas que se manifiestan en maravillas cuando logramos regresar.

    Dedico esta historia a todos aquellos que se han atrevido a descender al infierno, y los que aún no lo han hecho, no teman, siempre se regresa.

    Y aquellos que nunca tengan la necesidad de hacerlo, ¡dichosas sus antiguas almas!

    …El héroe perdido no se puede recuperar.

    Ángeles y demonios libran batalla por obtener

    el dominio de los cuerpos desamparados.

    Uno de los abandonados descubre la más cruel de las verdades:

    el camino de la muerte ha sido puesto al simple refugio de la palma de sus manos.

    ¿Cuál es el significado de esta realidad?

    ¿Será más fácil alcanzar la muerte que encontrar el alma?

    ¿O será en semejanza vano la búsqueda de aquella heroína que convierte al hombre en ser humano?

    ¿Cuál es el destino de los desamparados?

    Mientras los muertos que han encontrado su camino descansan, los vivos mantienen amplias conversaciones sobre sus tumbas.

    Aquellos vivientes que han perdido el alma no se encuentran bajo tierra compartiendo el nivel de desgracia.

    Sin embargo, no son dignos de estar vivos.

    Sus lápidas se encuentran marcadas y los fantasmas

    del pasado acechan la realidad de su miseria.

    Y mientras continúan las amplias conversaciones,

    sobre la tumba de los vivos, los muertos callan.

    Porción del poema titulado La Tumba de los Vivos,

    extraído de la obra poética de Guadalupe Arias.

    «Here is the deepest secret nobody knows

    (here is the root of the root and the bud of the bud

    and the sky of the sky of a tree called life; which grows

    higher than soul can hope or mind can hide)

    and this is the wonder that's keeping the stars apart

    I carry your heart (I carry it in my heart)».

    E.E. Cummings

    (1894-1962)

    «[i carry your heart with me (i carry it in)]». Copyright 1952, © 1980, 1991 by the Trustees for the E. E. Cummings Trust, from Complete Poems: 1904-1962 by E. E. Cummings, edited by George J. Firmage.

    Prólogo

    Bibury, Cotswolds, Inglaterra, marzo 2015.

    Los tenues rayos de sol que comenzaban a evidenciar la caída de la noche atravesaban la pequeña ventana, colándose a través de los cuatro rectángulos formados por finos marcos de madera blanca.

    El invierno comenzaba a abandonarlos, pero la cortina de lluvia se había vuelto incesante. Al menos ahora contaban con algo más de cuatro horas de sol pleno, pensó. Así y todo, el malhumor no le dio tregua. Perdiendo la paciencia, volvió a abrir el cuarto y último cajón de su cómoda y comenzó a arrojar las prendas deliberadamente por detrás.

    La delicada luz exterior bañaba su casi blanco cabello cuyos remolinos de las puntas rozaban los abultados hombros. Se pasó la mano derecha por la cabeza arrastrando las naturales ondas de la rubia melena y, acto seguido, profirió un insulto. Cerró los ojos y respiró profundo soltando el aire lentamente. Aún en cuclillas tiró con fuerza del tercer cajón y corrió las prendas. Volvió a cerrar los ojos.

    —¡Alex! —exclamó.

    Se incorporó y, dando tres pasos hacia atrás, se desplomó en el acolchado blanco de la cama de ébano, cuyos barrotes finamente tallados se amuraban a un techo de madera igual de negro. Entrelazó los finos y largos dedos de piel transparente y mientras aguardaba, clavó la vista en el espejo amurado por sobre la cómoda.

    Escuchó los cinco pasos que separaban una habitación de otra y suspiró. Giró la cabeza a su derecha para encontrarse con la melena negra azabache y sedosa que en el último año había logrado alcanzar la cintura. Ella arqueó las cejas que delineaban los ojos dorados, enmarcados por largas y tupidas pestañas del color de la noche que se avecinaba. La mujer escrutó el piso de madera algo más clara plagado de prendas y culminó el recorrido en los grandes ojos celestes transparentes.

    —No puedo encontrar mi sudadera blanca… —informó con voz queda, como la de un niño que ha sido privado de su juguete preferido.

    Alex se arrancó del marco de la puerta y entró en la habitación como un huracán. Abrió el primer cajón y removió las prendas. Siguió con el segundo y al cerrarlo se encontró con el tercero que él había dejado abierto. Repitió la acción con movimientos apurados y, resoplando, volteó para mirarlo.

    Se mantuvieron la mirada por algunos segundos hasta que, perdiendo la paciencia, puso los ojos en blanco y ágilmente se tumbó en cuatro patas para mirar por debajo de la cama. Se incorporó, caminó al borde del lecho, volvió a agacharse, estiró el brazo y, con gesto triunfal, puso la prenda frente a los ojos del muchacho, que la tomó lentamente y con desgano la apoyó sobre su regazo. Alex se puso en pie y lo miró.

    —Podrías haber elegido la negra y ahorrarnos… —Miró su reloj de muñeca—. Tres minutos del que sabes, siempre es valioso tiempo. —Él no contestó—. ¿Otra pesadilla? —El muchacho asintió.

    Alex lo acompañó en el borde de la cama y apoyó su mano sobre la de él.

    —Yo también —reconoció.

    —Sabes que podría haber sido la misma.

    —Sí, lo sé. Pero no suele pasar…

    —Tantas cosas han pasado que no solían pasar, Alex…

    Ella descansó la cabeza sobre el formado hombro desnudo y meditó. El joven entrelazó los dedos con los cortos y algo más oscuros de la mujer y besó su frente.

    —Hablaremos los cuatro cuando regresen.

    —Volverán mucho más tarde que nosotros.

    —Es cierto. —Alex se puso en pie y, adoptando su típica postura determinada, torció la cadera derecha y descansó la mano en el flanco izquierdo de la cintura—. La patrulla en la aldea nunca nos lleva más de dos horas. Salgamos ahora y a las siete estaremos de regreso. Abriremos una botella de vino, cocinaremos la cena entre ambos y conversaremos.

    El muchacho se incorporó y ambos de dirigieron a la salida de la habitación mientras él se abrigaba con su tan anhelada sudadera blanca.

    Alex caminaba a paso apresurado por delante, girando a la izquierda para tomar la escalera en forma de caracol que los llevaría a la sala de estar principal. Del mueble empotrado a la pared próxima a la puerta de salida, tomaron lo poco que necesitarían y, abrigándose con una tercera capa de ropa, abandonaron la casa.

    El gélido aire no tardó en colorearles las mejillas mientras descendían por el fino sendero cavado entre el mullido y verde esmeralda césped. Viraron a la izquierda y tomaron el camino de la aldea que se adentraba en el bosque.

    —Es increíble que con esta temperatura el pasto haya crecido tanto.

    —Este mes es el turno de Ángelo —advirtió el muchacho con tono divertido.

    Caminaban lado a lado y, como de costumbre, con los brazos casi tocándose entre ellos. Ya no había rayo de sol que los cobijara, las copas de los árboles volviéndose cada vez más frondosas a medida que avanzaban en el camino, convirtiéndose en un manto negro sobre sus cabezas.

    —Debo confesar que esta semana es un alivio. Con Athan es imposible estar en la cama antes de las tres de la mañana. —Alex se carcajeó ante la confesión.

    —Lo sé… No te olvides de que he patrullado la aldea con él.

    Ambos detuvieron la marcha y aguzaron el sentido del oído. Alex cerró los ojos y él los abrió aún más. Al repetirse el sonido que los había detenido en seco, cruzaron miradas y respiraron hondo compartiendo la frustración.

    —Y yo que creí sería una noche tranquila… —expresó Alex con pesar.

    El muchacho enarcó las cejas y tomaron rumbos opuestos.

    ***

    Abrió la puerta y Alex la detuvo antes que se estrellara contra la pared. Con movimientos rápidos y prácticamente mecánicos se quitaron el calzado al tiempo que imitaban el procedimiento con las abrigadas camperas negras y la sudadera y suéter que llevaban respectivamente.

    —¿Ducha o cena primero?

    —Cena, definitivamente cena. Estoy hambriento —expresó mientras repetía su tic de arrastrar los bucles dorados entre sus largos dedos desde la frente donde colgaban hacia la coronilla. La melena empapada pegó los rizos cortos al resto del cabello.

    Seguido de Alex, pasó frente a la escalera y se encaminó hacia la derecha. Atravesaron un marco de entrada que dio a una amplia sala de estar, cuyas cuatro paredes lucían estantes empotrados a modo de biblioteca. Los lomos de incontable cantidad de libros coronaban la totalidad de la habitación alrededor de la cual se habían dispuesto dos sillones de tres cuerpos de una tela gruesa y jaspeada color ladrillo, otro sillón de dos cuerpos de la misma tela pero de un color verde esmeralda y, finalmente, en la esquina próxima a la ventana, un sillón individual blanco.

    Le dio un rápido vistazo a la mesa de roble localizada en el centro de la habitación y rio para sus adentros al recordar a Alex roja de rabia cuando colocó las botas sucias sobre el delicado mueble.

    Giraron a la izquierda para entrar en una habitación mucho más pequeña que la anterior, habitada en el costado izquierdo por una pequeña mesa redonda y tres sillas. El muchacho caminó a través del pasillo y, con deliberada agilidad, abrió la puerta y en un movimiento tecleó las tres perillas de luz, la imagen de la enorme cocina dibujando una sonrisa en su rostro.

    Alex lo sorteó por el flanco izquierdo y atravesó la habitación hasta el otro extremo. Abrió una puerta a la izquierda y, estirando el brazo, extrajo una toalla blanca reluciente. Tomó la totalidad de su larga melena desde la derecha y la hizo colgar por encima de su hombro izquierdo para, con suaves y pausados movimientos, comenzar a secarla.

    El muchacho caminó a la mesa de dos metros de largo por uno de ancho agachándose para observar los estantes por debajo.

    —¿Estás antojada de algo en particular? —Elevó los ojos y la miró por encima de la madera de la mesa.

    —Papa. Siempre papa. —La confesión lo hizo sonreír y desde la misma postura introdujo la mano en uno de los estantes y sacó cinco papas y tres cebollas de tamaño grande.

    Se incorporó en el momento justo para atrapar, sin mirar, la toalla que Alex le arrojó desde la otra punta de la mesa. Sin ser tan cuidadoso como ella, comenzó a fregarse la cabeza enérgicamente.

    —Revisitemos entonces nuestros días en España —propuso al tiempo que, de la misma manera que Alex le había habilitado la toalla, la devolvió.

    Ella abrió una puerta próxima a la habitación de donde la había extraído y la colgó en un gancho de pared. Caminó para ubicarse frente al muchacho al otro lado de la mesa e, inclinando el torso, sacó dos tablas. Le extendió una y rápidamente, adelantándose, estiró las manos y se adueñó de las papas.

    —¡Tramposa! —acusó entre risas.

    —Me arden los ojos cuando las corto —comenzó a explicar mientras volteaba para caminar los dos pasos que la separaban de una mesada, que se extendía a lo largo de toda la habitación, y depositar las papas en el fregadero—. A ti nunca te hacen llorar. —Abrió el grifo y las limpió.

    Finalizada la tarea volvió sobre la mesa y dejó las papas limpias próximas a la tabla. Le siguió el ágil movimiento cuando él, sin quitarle la vista reprensora y divertida de encima, extrajo una cuchilla del enorme portacuchillos de madera. Estiró el brazo izquierdo, abrió uno de los tantos cajones que atestaban la mitad izquierda de ese lado de la mesa y extrajo un pela-papas.

    —¿Quieres hablar acerca de la pesadilla? Quizás podemos hilar cabos sueltos. —Él tomó aire para contestar y el movimiento que detectó por el rabillo del ojo izquierdo lo obligó a detenerse. Largó todo el aire que había tomado con molestia en el gesto.

    —¡Jay! ¡Hola! —Alex bajó la vista y sonrió, ocupándose premeditadamente en su tarea de pelar las papas.

    —Hola, Alex. ¿Cómo están?

    —Bien, Abby. Gracias.

    —Qué bueno que hayan vuelto temprano. —La muchacha menuda de liso cabello castaño claro y ojos negros almendrados se sentó en una butaca junto a Alex y automáticamente llevó los ojos a Jay. La pequeña boca carnosa de la joven destacaba en la piel transparente. —Jay, estás empapado. Enfermarás si no te cuidas.

    —Sabes que no enfermo —repuso con tono cortante sin despegar la vista de las cebollas que cortaba. Por el rabillo del ojo, Alex detectó el dolor en el rostro de Abby.

    —¿Qué haces por aquí a esta hora? —le preguntó con tono dulce.

    La joven sintió que el escozor detrás de los ojos cesaba y resolvió rápidamente el nudo en la garganta para contestar.

    —La señora Brown me envió a pedir media docena de huevos. Está preparando los pasteles para la fiesta del sábado y ha utilizado todos los huevos que teníamos en nuestro depósito.

    —Sácalos del nuestro. Y hazme un favor. Trae cuatro para nosotros. —Abby asintió y se encaminó a la puerta ubicada a la derecha del final de la cocina. La abrió y desapareció dentro.

    Alex aprovechó para levantar la vista y mirar a Jay, que se mantenía con los ojos caídos sobre la tabla y el rostro inmutable.

    —Aquí tienes. —Depositó los cuatro huevos junto a la tabla donde Alex cortaba las papas.

    —Gracias. —La joven miró a Jay nuevamente y suspiró.

    —¿Dijo Ángelo a qué hora debería estar preparada mañana? —preguntó a Alex.

    —No. Seguramente no lo ha hecho porque no sabe a qué hora volverá y si vuelve demasiado tarde no se levantará temprano. Mañana nos ocuparemos de ti Jay o yo. —Al escuchar su nombre, el rostro se iluminó—. Alguno de los dos te esperará en el jardín trasero a las nueve.

    —Bien. Allí estaré. Buenas noches, Alex.

    —Buenas noches.

    —Adiós, Jay. —Volvió a mirarlo con expresión dolida y esperanzada.

    —Adiós —se despidió con tono cortante al tiempo que volteaba, dándole la espalda para tomar una de las sartenes tipo wok que colgaba por encima de la mesada detrás de él. Tomó la de tamaño medio y volvió a la mesa.

    Miró la puerta y sus músculos se relajaron cuando se encontraron nuevamente a solas.

    —¿Quieres hablar de eso? —Alex señaló con la cuchilla en dirección a la puerta por donde Abby había salido.

    —Definitivamente, no. —Terminó de reponer cuando el repiqueteo de su móvil se apoderó del silencio mortal. Introdujo la mano en el bolsillo delantero del pantalón de cuero negro y atendió—. ¿Todo en orden? —Se tomó unos segundos para escuchar del otro lado de la línea. Alex lo observaba atenta—. Bien. —Cortó la conversación y devolvió el teléfono al bolsillo.

    —Dice Athan que no volverán hasta la madrugada. Está todo en orden. —Alex llenó los pulmones de aire en señal de alivio.

    Por varios segundos volvió a reinar el silencio, interrumpido de tanto en tanto por el crujir de las cebollas cocinándose en un wok mientras las papas se cocinaban en otro de igual tamaño.

    Como cuando habían salido a patrullar, estaban de pie uno junto al otro y sus brazos se rozaban mientras Jay removía las cebollas y Alex las papas.

    —Necesito que mañana por la mañana seas tú la que te encargues. —Ella se tomó unos segundos para contestar.

    —De acuerdo.

    Capítulo 1

    Cerró la puerta de entrada haciendo el menor ruido posible para no despertar a la señora Brown. La fuerte lluvia de la noche anterior había cesado, convertida en una leve cortina de llovizna ligera. Sonrió al repasar con sus ojos, como lo hacía todas las mañanas, el cuidado y reluciente césped que circundaba todo el poblado.

    Antes de encaminarse a la enorme residencia al final de la aldea, de la cual la separaban tan solo seis casas, bajó los dos escalones y giró sobre sus talones para enfrentar los rosales que habían trepado por la pared externa de piedra. Decidió que en breve alcanzarían el techo de tejuelas de madera. Acarició una rosa rojo carmesí con la punta de los dedos y su sonrisa se amplió de oreja a oreja.

    Cabizbaja para proteger los ojos de la llovizna, comenzó a caminar por la estrecha calle bordeada a la derecha por un canal alimentado por agua del río Coln.

    Las veía todas las mañanas, pero aun así no se cansaba de deleitar sus ojos con la hilera de casas a la izquierda, todas construidas de igual forma y con igual material: paredes de piedra y techos a dos aguas de madera, todo material de la zona que les había permitido resistir el riguroso clima y el paso del tiempo.

    Disfrutaba de sus paseos con Ángelo en la moderna Londres, pero amaba Bibury, aldea que parecía haberse detenido en el tiempo y que aún contaba con uno que otro templo datado de la Edad de Piedra.

    —Buenos días, Abigail —la saludó el hombre mayor que cepillaba el caballo de Athan.

    El señor Smith siempre la llamaba por su nombre completo. Sostenía que era demasiado hermoso para reducirlo a un simple Abby.

    —Buenos días, señor Smith —devolvió el saludo con su dulce sonrisa y suave voz.

    Llevó las manos a los bolsillos traseros del pantalón de entrenamiento negro y apuró el paso.

    Tomó el camino que sabía que ellos tomaban para adentrarse en el bosque y patrullar Bibury. Al llegar a la cima se detuvo y perdió la mirada en la densidad de los árboles. Anhelaba el día en que Ángelo le dijese que estaba finalmente preparada para tomar ese camino hacia la derecha, sentido de dirección que tenía completamente prohibido, al igual que el resto de los habitantes de la aldea que no formaban parte de la «tropilla», como ella los llamaba para sus adentros.

    Tomó aire y siguió rumbo hacia la izquierda. Subió los escalones con actitud determinada y, al mismo tiempo, esperanzada. ¿Estaría él esperándola? ¿Podrían sus manos encontrarlo, aunque fuera en situación del combate falso que ponían en escena para prepararla? Su corazón comenzó a latir con fuerza dentro de su pecho y su respiración a agitarse antes de lo necesario.

    Su naturalmente esbozada sonrisa se estiró de oreja a oreja cuando vio la navaja pasar a una velocidad que aún sus ojos no podían seguir y clavarse en uno de los objetivos cuidadosamente colocados en la pared del jardín de entrenamiento. Subió los dos escalones restantes y, al encontrarse con la figura de Alex, la sonrisa se esfumó.

    Repasó los trescientos cincuenta metros cuadrados del jardín escondido detrás de la casa y el vacío se apoderó de su pecho. No estaba. Ni siquiera se había presentado para asistir a Alex como solía hacer cuando Ángelo la entrenaba. Definitivamente, la odiaba. Se preguntó qué habría hecho para ganarse ese odio y el escozor detrás de los ojos se hizo presente, al igual que un nudo en el estómago.

    La velocidad de la navaja la esperanzó, pero qué tonta había sido. Alex podía ser igual de letal que Jay cuando se trataba de tiros al blanco con navajas.

    —¿Mala noche? —preguntó al verla paralizada y con cara de pocos amigos.

    —Algo así —mintió en voz baja.

    —¿Prefieres dejar el entrenamiento para la tarde?

    —No, no. Le prometí a la señora Brown que iría al mercado a comprar lo necesario para la decoración de los pasteles. Y antes de eso necesito ducharme y estudiar. —Alex asintió.

    —Corre el perímetro tres veces y precalienta los brazos. —Al escuchar la orden, extrañó a Ángelo. Se llevaba muy bien con Alex y le tenía mucho cariño, pero nadie igualaba a Ángelo en dar órdenes con el más dulce de los tonos de voz.

    Al regresar Alex seguía practicando tiro al blanco pero esta vez con una lanza. Su tutor la había introducido en la técnica de arrojar el arma, pero aún no conseguía separarla más de dos metros de distancia y, menos aún, clavarla en un objetivo.

    —Estiremos tus hombros y brazos. Seguirás practicando con la lanza.

    Luego de cinco minutos de ejercicios que le permitieron precalentar el codo, zona que recibiría el mayor impacto, estaba de pie con lanza en mano frente al objetivo.

    Desde el pequeño depósito en el extremo derecho más alto del terreno, Jay las observaba. Al verla arrojar la lanza a menos de dos metros y tomarse el codo derecho en señal de dolor, maldijo entre dientes.

    Vio a Alex moviendo los labios y tocando las piernas de Abigail, seguramente indicándole en qué momento se había salido del eje necesario para lograr una salida limpia y posterior impacto en el objetivo. Al ver que Alex le daba pequeños golpes en el estómago, se relajó al entender que seguramente le estaría diciendo que allí nace todo. Que de controlar ese sector de su cuerpo de manera adecuada y eficiente, el resto vendría solo. O por lo menos eso era lo que él hubiese dicho.

    Alex se colocó detrás de Abigail, le pasó un brazo hacia adelante y con fuerza la pegó contra su cuerpo al tiempo que con la mano libre le tomaba el hombro izquierdo.

    Jay bajó la vista, giró sobre sus talones para alejarse de la ventana y siguió trabajando.

    ***

    Dos horas después, con una taza de humeante café en mano, se apoyó despreocupadamente contra uno de los árboles que coronaba el perímetro de entrenamiento, sonriendo al ver que Alex le detenía la patada circular y, llevando con su única mano la pierna de Abigail al piso, su pupila se desplomaba profiriendo un insulto.

    Lo complacía que las quejas ya no fuesen de dolor, sino de rabia y frustración. Una rabia que la había vuelto más ligera y rápida a la hora de incorporarse y volver a su posición defensiva. Sin quitar los ojos de la recluta de Ángelo, Alex esbozó una sonrisa.

    —¿Qué es tan gracioso? —preguntó con tono irritado.

    —Nada. Concéntrate. No puedes permitir que una sonrisa de tu oponente te saque de foco.

    Abigail se impulsó hacia ella y, previo a contraer los abdominales por completo, llevó ambas manos sobre el hombro izquierdo de Alex y, logrando llegar a su espalda, la atrajo hacia la rodilla derecha, que terminó en el estómago de su instructora suplente. Aprovechando su falta de aire, pasó la pierna derecha por la cintura de su contrincante y, poniendo todo el peso encima, la obligó a desplomarse en el césped. Rápidamente, tomó el brazo derecho y la inmovilizó, dando por finalizado el movimiento de la llave de agarre.

    —Bien. Bien —felicitó Alex con voz entrecortada—. ¿Cuál será mi próximo movimiento?

    —Ninguno. Estás inmovilizada. —Alex sonrió, una sonrisa que Abigail no podía ver.

    Con la velocidad de un rayo el latigazo del pie de Alex llegó a la sien de Abby y, una vez liberada, la empujó con ambos pies expulsándola al menos a medio metro de distancia. Alex se puso en pie y desde allí la observó, agarrándose la frente con una mano y el estómago con la otra.

    —Nunca, jamás, te confíes de nada. La lucha nunca termina, aunque así lo parezca. Te confiaste de haber ganado la posición y no te diste cuenta de que cediste el agarre de mi muñeca. Me la has hecho demasiado fácil y pude liberarme.

    Desde un rincón donde no podían verlo, Jay observaba con los brazos en cruz sobre el estómago. Abigail abrió los ojos para encontrar los verdes oscuros de Ángelo que le sonreía desde su posición en cuclillas junto a ella. Le tomó la mano derecha y al incorporarse la puso en pie como si de una pluma se tratase, aún sosteniendo la taza de café en la mano libre.

    —¡Eso ha estado muy bien! —felicitó con su impasible buen humor y esa sonrisa que mantenía derretidas a todas las habitantes de la aldea, jóvenes y no tan jóvenes, mientras ella le dirigía una mirada cargada de enojo.

    —¿Bien? Ha sido un desastre.

    —No, cariño, no lo ha sido —replicó con voz dulce—. Vamos, te acompañaré a casa. Abigail pasó por su lado y comenzó a caminar.

    Ángelo elevó la mirada para encontrar los ojos celestes refulgentes, saludando con un movimiento de cabeza y una leve sonrisa y Jay devolviendo el saludo de igual manera.

    —Athan necesita hablar contigo —informó a Alex—. Gracias por cubrirme hoy.

    —De nada —respondió con mirada compinche.

    Ángelo la besó en la mejilla y salió tras Abigail.

    Caminaron a paso lento disfrutando que la llovizna les daba tregua y algunos rayos de sol comenzaban a colarse a través de las nubes y entre los árboles de la aldea. La vio frotarse la frente nuevamente y rio.

    —¡No es gracioso! —Lo empujó con fuerza transformando la risa en una sonora y encantadora carcajada.

    —Lo es un poco.

    Pasaron junto a las hermanas Emily y Larissa Scott, quienes le dirigieron miradas de celos y envidia. Decidió ignorarlas. Era consciente de la belleza sin igual de Ángelo. De una contextura física muy similar a Jay (ambos compartían un metro noventa de altura y cuerpos construidos por el entrenamiento, pero cuyos músculos nunca habían hipertrofiado, sino más bien formado y estilizado), tenía un andar despreocupado y relajado que reflejaba su increíble personalidad. Jay siempre mantenía un andar mucho más estudiado y medido. Ángelo era rubio, pero no tanto como él. Su cabello era más bien de una tonalidad dorada y no lo llevaba tan corto como Athan, pero tampoco largo como Jay.

    Su pequeña nariz respingada, su amplia boca del color de la fresa que escondía perfectos y blancos dientes y los enormes ojos verdes oscuros le daban el aspecto del rostro de un ángel. Todas las mujeres reparaban en su hermosura y no lograban esconder la emoción frente a su presencia. Pero eso no era lo que Abigail veía. Ella veía más allá de la obvia belleza física. Ángelo era dueño de una luz interna capaz de iluminar la más oscura de las habitaciones. Parecía estar rodeado por un aura que refulgía a través de sus poros y de sus ojos. Por algún motivo que jamás se había cuestionado, nunca se sintió atraída hacia él. Lo respetaba demasiado como instructor y lo quería como un hermano. Internamente, Ángelo lo agradecía. Si bien solía tomar con humor, y muchas veces aprovechaba, el descaro de más de una de las habitantes de la aldea y del pueblo, disfrutaba de la compañía de Abigail sin preocuparse por la tensión sexual.

    —Has estado distraída —observó.

    —No es eso. Alex es demasiado fuerte. —Ángelo se carcajeó.

    —Es cierto. Pero yo soy rápido y has logrado someterme más de una vez.

    —Dos veces, Ángelo, dos veces en seis meses. Y estoy segura de que me lo has permitido.

    —Por eso, más de una vez —acordó y volvió a reír cuando Abigail puso los ojos en blanco. —Sabes que conmigo puedes hablar de lo que sea. Dime, ¿qué te tiene preocupada? —Ella no contestó y él notó su semblante entristeciendo—. Te voy a dar un consejo en relación a la especie masculina —empezó con tono académico, como si se dispusiera a enseñarle de armas y posiciones de ataque y defensa—. Ignóralo. —Ella lo miró a los ojos—. Jay es hijo del rigor.

    La muchacha se detuvo como si hubiese chocado contra un paredón. Sus mejillas se sonrojaron y los ojos cayeron sobre sus zapatillas embarradas.

    —Ángelo…, yo… no…

    Se acercó y le apoyó la mano sobre el hombro derecho obligándola a levantar la avergonzada mirada.

    —No te preocupes, cariño. No tienes nada de qué avergonzarte. Tú y yo hemos compartido mucho tiempo durante los entrenamientos y clases teóricas. Conozco las reacciones de tu cuerpo mejor que nadie. Y por supuesto, nadie conoce a mi hermano como yo lo conozco.

    —Excepto por tu otro hermano y tu hermana… —advirtió.

    —Puede ser que Alex haya notado algo en Jay. Pero Athan… —Abrió los ojos y estiró las comisuras de los labios, dándole a entender que tal cosa sería prácticamente imposible. Nuevamente, logró que riera y se distendiera.

    —¿Así que debo ignorarlo? —preguntó, intrigada y algo más relajada.

    —Lo tendrás comiendo de la palma de tu mano en menos de lo que canta un pájaro. —Al escuchar la melodía de un mirlo señaló hacia el árbol—. ¿Ves? Así. —Se sonrieron y caminaron los pocos pasos que los separaban de la casa de la señora Brown.

    Ángelo abrió la puerta y, con un gesto de su brazo, la invitó a pasar.

    —Oh, ¡pero qué me ha traído la lluvia! ¡Niño! ¡Por fin te dignas a visitarme! —exclamó la señora Brown. Ángelo se acercó y la besó en la mejilla.

    —¿Cómo vienen esos pasteles para el sábado?

    —Retrasados. ¿Cómo viene el encubrimiento?

    —Por ahora nada ha levantado sospechas.

    —¡Excelente! —exclamó complacida.

    Tomó una magdalena y la engulló de un solo bocado.

    —¡Angelito! Ni se te ocurra tomar otra. Ya tengo suficiente con estar hasta los codos de harina.

    —Lo siento, señora Brown —se lamentó con sonrisa picarona.

    Miró a Abigail para encontrarla nuevamente frotándose la cabeza. Caminó al refrigerador para sacar una bolsa de gel congelado. Se sentó junto a ella y la colocó en la frente mientras le sostenía la parte trasera de la cabeza con la mano libre. La señora Brown volteó y los observó.

    —¿Qué pasó? ¿Duro día de entrenamiento?

    —Hoy me tocó Alex.

    —Uh —se lamentó la mujer.

    El móvil de Ángelo repiqueteó e indicando a Abigail que sostuviese la bolsa de gel se removió en la silla para extraerlo del bolsillo trasero y mirar la pantalla.

    —Jay… —Ella disimuló el vuelco en el estómago—. Bien. Estaré allí en cinco minutos. —Cortó la comunicación—. Debo irme —avisó poniéndose en pie.

    —Lleva tres de estas para tus hermanos —ordenó, señalando las magdalenas. Ángelo se acercó a la mujer y esbozó una sonrisa de oreja a oreja. La señora Brown ladeó la cabeza de un lado a otro y rio—. Anda, toma otra para ti.

    Se dirigió a la salida y abrió la puerta, dejando entrar el gélido aire. Miró a su estudiante una vez más y le guiñó el ojo, arrancándole una sonrisa.

    ***

    Subió las escaleras en forma de caracol y a paso apurado caminó a través del pasillo de habitaciones hasta toparse con la puerta que daba fin al corredor. Sacó una llave, la introdujo en la cerradura y giró.

    Una vez dentro volvió a trabar la puerta y enérgicamente comenzó a bajar los escalones. Luego de recorrer unos cuatro metros llegó a la primera sala que aún sumida en plena oscuridad, la luz de la escalera permitía la visión de algunas armas amuradas a las paredes.

    Desde el escalón superior de la siguiente escalera, podía divisar las cuatro colchonetas ubicadas en círculo en medio de la próxima sala, que se mantenía siempre iluminada en su centro.

    Al bajar al tercer piso del subsuelo caminó al final del pasillo y esbozó una sonrisa al verlo a través del pequeño vidrio ubicado a la altura de sus ojos en la pesada puerta de hierro negro. Colocó la barbilla en el descanso del escáner y esperó que el detector leyera su retina. Luego de tres segundos, el complejo sistema de trabas automáticas cedió y, al verla, sonrió. Alex corrió hacia él y lo abrazó.

    Al sentir que sus músculos se contraían, se separó como si una descarga eléctrica se hubiese interpuesto entre sus cuerpos. Le levantó el borde de la camiseta negra de mangas largas y observó, atenta, la gasa que cubría el costado del formado músculo oblicuo. A diferencia de sus otros dos hermanos, Athan había desarrollado músculos gruesos y fibrosos a lo largo de los años.

    Dejando ir el borde de la camiseta dirigió la mirada a los ojos verdes transparentes de su hermano mayor, coronados por gruesas y tupidas pestañas negras que hacían juego con el cabello corto del color del azabache que ella y él compartían. Siempre llevaba la barba algo crecida pero muy prolija, enmarcando unos finos y marcados labios, casi delineados. Su corte de cara cuadrado y su intensa mirada alejaban su hermosura de la belleza angelical de los rostros de sus otros dos hermanos, confiriéndole un aspecto masculino rústico que si bien atrapaba, también amedrentaba.

    Desde su metro noventa y cinco, miró a su hermana y esbozó la sonrisa que solo podía dibujar para ella.

    —Estoy bien, Alex.

    Tomó aire y miró la pantalla gigante que se desplegaba a su costado. Athan acompañó su mirada y se cruzaron de brazos al mismo tiempo, dejando caer el peso de sus cuerpos en el borde de la gran mesa circular color negro, manteniendo silencio por varios segundos.

    La pantalla desplegaba la masacre de la noche anterior y mientras las imágenes de gargantas degolladas y cuerpos mutilados podrían haber producido arcadas en cualquier persona, Alex se acercó para darle una mirada algo más detallada.

    Su rostro no mutó, solo sus cejas se acercaron algunos centímetros en un intento de agudizar la concentración. Mantuvo los ojos pegados en la pantalla incluso cuando el sonido de los cerrojos cediendo dio lugar a la entrada de Jay y Ángelo.

    Jay caminó hasta su hermano mayor y le palmeó en el hombro. Ángelo se acercó para entregar la magdalena de la señora Brown y, a diferencia de Athan, que la engulló en un movimiento, Alex se tomó su tiempo para disfrutarla.

    —No es nada que no hayamos visto antes…, pero… —Athan la observó meditar—. Las incisiones…

    —Parecen quirúrgicas —acotó Jay.

    —Exacto. —Estuvo de acuerdo su hermana.

    —Esta noche volveremos a la misma zona. Necesitamos encontrar algo que nos indique con qué estamos lidiando. Una pista. Jay, eres el mejor cuando se trata de rastreo. Necesito que vengas con nosotros. —El aludido asintió—. Alex. —Su hermana volteó y encontró los ojos verdes—. Estaría más tranquilo si te quedas aquí siguiendo nuestros pasos.

    —Bien —acordó previo a devolver la mirada a la pantalla.

    —Activaré una de mis casas para que patrullen la aldea.

    —Quizás sea mejor la cinco. Son más y están mejor preparados. —Jay asintió frente al consejo de Ángelo y, sacando el móvil de su bolsillo, se encaminó a la salida.

    —Vayamos a descansar. Será una larga noche —sugirió el mayor de los hermanos mientras apagaba el proyector.

    Siendo último, Ángelo cerró la puerta tras de sí y la sala de reuniones se sumió automáticamente en la oscuridad.

    ***

    —¡Abby! ¡Cariño! Regresa antes de que anochezca. Recuerda que ellos estarán ocupados toda la noche. ¡No tenemos cuidadores disponibles! —le recordó a través de la puerta cerrada.

    —¡No se preocupe, señora Brown! —contestó al tiempo que clavaba los dedos pulgares en las tiras de su mochila.

    Caminó a paso apurado intentando acortar lo antes posible el kilómetro que la separaba del portón de entrada de la aldea, seguramente custodiado por Drew y William.

    Elevó la mirada al cielo e inspiró todo el aire que sus pulmones le permitieron. La sorpresa de ser arrastrada por el costado derecho no le dio tiempo a proferir el grito que sus entrañas le pedían. Cerró los ojos con fuerza e intentó luchar contra la influencia que prácticamente la mantenía inmóvil.

    —Soy yo…, soy yo…, cálmate. —Al escuchar su voz abrió los ojos en cámara lenta y los clavó en los transparentes de él. Jay liberó unos de sus brazos y pasó la yema de los dedos delicadamente sobre el bulto en la frente—. Demoraste demasiado en ponerte hielo —intentó regañar, pero la voz emanó de su boca como un susurro.

    Agradeció que el brazo de Jay aún la mantuviese en puntas de pie. De dejarla ir, sabía que se desplomaría.

    —¿Te duele el estómago? —Abigail había perdido la capacidad de hablar, logrando negar con un movimiento de cabeza.

    Por varios segundos se mantuvieron la mirada en silencio. Jay pasó los ojos por cada rincón de su rostro y ella sintió la piel ardiendo en cada punto donde se detenían.

    —¿Estabas mirando? —preguntó con voz temblorosa. Él asintió—. ¿Por qué me odias, Jay? —Escondió los refulgentes ojos celestes detrás de los párpados y suspiró—. ¿Por qué…?

    La boca desesperada que le devoró los labios la interrumpió. El gemido de sorpresa y los que siguieron de placer desde el fondo de su garganta lo hicieron perder el control.

    Sus manos apretaban la cintura y comenzó a sentir dolor, pero no lo detuvo. Soportaría cualquier dolor posible con tal de estar en sus brazos. Salió al encuentro de su lengua y Jay tembló. Se mordían, succionaban y masajeaban, y creyó que el corazón se le detendría cuando sintió la mano subir desde su cintura y el masaje del dedo pulgar sobre el pezón. Una puntada se apoderó de la entrepierna al sentirlo a la altura de su estómago. Guiada por una fuerza que nunca se había apoderado de sus sentidos, comenzó a bajar la mano desde hombro por el pecho, el estómago, y al llegar a la base de su músculo oblicuo lo escuchó proferir un gemido de placer que nunca antes le había escuchado.

    Como si un rayo lo hubiese atravesado, Jay la tomó por los hombros y la alejó unos centímetros, manteniendo los ojos cerrados. Dejó caer la cabeza e intentó recuperar el aliento.

    —Jay…, no, por favor, no te detengas. Bésame —le suplicó acariciándole los hombros.

    —No puedo… —advirtió con voz gruesa y ronca, otro tono de voz que jamás le había escuchado.

    Ágilmente se desembarazó de las manos sobre sus hombros y sin abrir los ojos salió de su vista.

    El golpe que sintió en el estómago fue diez veces más fuerte del que había recibido de Alex esa mañana. Con la vista clavada en la construcción de piedra de su casa, sus rodillas perdieron fuerzas y un llanto ahogado se apoderó del silencioso atardecer que comenzaba a dar paso a una noche que, supo, transcurriría en vela.

    ***

    Sábado, 14 de marzo

    Habían logrado convencerlo de rotar las guardias bajo el pretexto de que nada fuera de lo ordinario había sido encontrado y que las cosas debían seguir su curso normal.

    La noche anterior había recibido una buena paliza, otro pretexto que utilizaron para persuadirlo de que aprovechara para quedarse en casa, leer un buen libro o hacer lo que sea que quisiese hacer mientras Ángelo patrullaba la aldea con sus hombres, y Jay y Alex se encargaban de la ciudad.

    Aceptó bajo la condición de que la siguiente noche volverían al tipo de patrulla que habían mantenido por las últimas tres noches. Necesitaba que Jay diera con lo necesario para sacar su cabeza del embrollo que lo mantenía en vela y que Alex explotara su mejor cualidad académica, la investigación.

    Sabía que no era el único que había permanecido en vela por más de cuarenta y ocho horas. Su hermana había trabajado noche y día con sus compañeros, leyendo, investigando e intentando obtener información tanto por la vía social aceptada como a golpes.

    Ver las depresiones grises bajo los ojos dorados enrojecidos lo había envuelto en una discusión con Jay, quien aseguraba que estando a su lado no había motivos para que Athan se preocupase por Alex. Así y todo, no lograba concentrarse en su libro de George Turner, que cerró con un golpe seco.

    Acostado en uno de los sillones de tres cuerpos con los pies colgando por sobre el apoyabrazos, clavó la mirada en el techo e intentó serenarse. La inquietud que lo recorría por dentro no le era ajena. Siempre había sido así desde que tenía uso de razón. Jamás había encontrado paz y sabía que jamás la encontraría. Ser el hermano mayor de ese grupo de hermanos en particular le confería una responsabilidad que siempre lo mantendría alerta y en constante movimiento.

    El repiqueteo del móvil lo arrancó del trance de sus propios pensamientos y contestó sin mirar de quién se trataba, rogando que Jay estuviese a punto de informarle que estaban de regreso a casa y que todo se encontraba en orden.

    —Hola —habló con su naturalmente gruesa y ronca voz.

    —Oh, mi niño. ¡Qué suerte que has contestado! —El tono chillón y preocupado de la señora Brown lo obligó a incorporarse como si un cuchillo se hubiese clavado en su espalda.

    —Señora Brown. ¿Qué sucede? ¿Está todo en orden?

    —No, querido. —La respuesta lo llevó a ponerse en pie de un respingo y caminar hacia la puerta de salida. Siguió escuchando mientras tomaba su abrigo de cuero negro e intentaba abrigarse utilizando la única mano libre—. He venido al salón de eventos del Hotel Swan para ultimar detalles de un catering que estaré brindando para una boda que se llevará a cabo el fin de semana que viene. Jay y Alex me dejaron aquí en su camino hacia la ciudad. En fin, pensé que podría regresar antes del anochecer, pero la reunión ha llevado más tiempo del que creí. Comencé a caminar hacia la aldea, pero al cruzar el puente escuché esos sonidos espantosos, y de seguro Ángelo se estará encargando, pero prefiero no correr riesgos.

    —Y gracias a Dios que uno de nosotros es inteligente —concedió sin ningún dejo de humor en su tono—. Quédate en el hotel. Estoy en camino.

    —Gracias, mi diablito. Gracias. —Cortaron la comunicación y al tiempo que abría la puerta tomó, solo por si acaso, algunas provisiones.

    Con paso determinado, ágil y apurado, un andar que compartía con sus hermanos, a excepción de Ángelo, se subió al Jeep Mercedes G-Class Squared y las llantas chirriaron sobre el camino mojado.

    Drew y William lo divisaron y con rápidos movimientos abrieron el portón de la aldea para darle paso. Se planteó llamar a Ángelo para conocer su posición, pero descartó la idea al recordar lo que la señora Brown le había comentado. Había escuchado «esos espantosos sonidos» y de seguro Ángelo se estaría encargando. Sería imprudente interrumpirlo.

    La ausencia de transeúntes en las calles le permitió alcanzar una velocidad por la cual en cinco minutos se encontró en el estacionamiento del Hotel Swan. A toda prisa bajó del vehículo y atravesó la puerta de entrada con la velocidad de una bala.

    El lapidario silencio y la ausencia del recepcionista lo detuvo en seco. Sigilosamente y adoptando una postura defensiva, llevó la mano izquierda a la cintura y empuñó la daga cuyas inscripciones en forma de símbolos destellaban con la iluminación de las arañas antiguas que colgaban del techo.

    Pasó junto a la recepción del hotel y caminó los metros de pasillo que lo separaban del salón de eventos. Los años de experiencia no lograban despojarlo de ese nudo en el pecho cuando se trataba de una persona que amaba. Era una parte de su alma que aún no lograba dominar y eso le molestaba. Aun así, la experiencia lo obligó a cerrar los ojos por solo un segundo e inspirar profundamente. Al volver a abrirlos su mirada había mutado. La preocupación en sus ojos había desaparecido y el gesto que muchas veces había logrado amedrentar incluso a sus hermanos se apoderó de su rostro.

    Con un movimiento seco abrió las puertas del salón de par en par y agradeció la agudeza de su vista. Al mismo tiempo que las luces se encendieron, devolvió la daga a la parte trasera de su cintura.

    —¡Sorpresa! —Recorrió los rostros sonrientes y, al ver a sus tres hermanos, el deseo de matarlos se apoderó de su humor. Ángelo puso los ojos en blanco y sonrió.

    Si bien había logrado despojarse de la daga que empuñaba justo a tiempo, la mirada asesina que había conseguido dominar para mantenerse alerta se aseveró.

    Los invitados fueron perdiendo sus semblantes alegres y Jay logró distraerlos con música mientras Alex repartía comida en bandejas.

    Al tiempo que la señora Brown se acercaba, los presentes en la fiesta volvieron a sus conversaciones. La mujer lo estrujó contra su pecho y, al sentirla rodeándole el cuerpo con sus cortos brazos, las tres cabezas que lo separaban de ella se fueron acercando hasta descansar la frente en su hombro.

    —Señora Brown… —comenzó en un susurro que solo ella pudo escuchar—, no vuelvas a hacerme algo así. Creí que estabas en peligro y yo… —La voz se entrecortó, odiándose por ello.

    La mujer se alejó unos centímetros y le apoyó ambas manos sobre las mejillas.

    —Lo siento mucho, cariño. No fue mi intención asustarte.

    Un grupo de mujeres a lo lejos observaban e intercambiaban comentarios celosos y risas histéricas. Alex, de pie cerca del grupo, elevó los ojos al techo. No importaba cuántos años pasasen, no lograba acostumbrarse a que las mujeres observaran a sus hermanos como objetos sexuales.

    —Sabes muy bien que tu temperamento jamás hubiese permitido organizar el festejo de tu cumpleaños con tu consentimiento. Era la única manera de hacerlo. —Elevó el dedo índice a su rostro cuando Athan se disponía a interrumpirla—. No permitiré que esta familia sea arrastrada hacia la miseria de la profesión que la vida ha puesto en sus manos. Mientras viva habrá alegría y festejos. Para eso estoy aquí. No quiero escucharte reprender a tus hermanos por haber accedido a esto en vez de estar allí fuera. —Señaló hacia la oscuridad de la noche—. ¿Me has entendido, Athan? —preguntó con tono de orden perdida en la dulzura de su voz. Él asintió y sonrió.

    Justo a tiempo, como siempre, Ángelo le alcanzó una cerveza y lo abrazó.

    —Feliz cumpleaños, hermano. —Athan lo miró a los ojos y esbozó una enorme sonrisa. Notó que todos sus hombres estaban allí, al igual que los de Jay y Alex. Escaneó nuevamente el salón y no los vio.

    —Gracias por mantener a los tuyos patrullando.

    —Somos locos pero no estúpidos —repuso Ángelo palmeándole la ancha y formada espalda.

    —¿Me arrojarás el discurso ahora o esperamos a que tengas unas cuantas cervezas más encima? —Giró a su izquierda para encontrarse con la enorme sonrisa y ojos transparentes de Jay.

    —Esta noche no. Mañana será otro día —amenazó, sonriente.

    —¿Cuántos van ya? He perdido la cuenta. —Athan se carcajeó al entender que Jay se refería a su edad, profiriéndole un golpe con el puño cerrado en el hombro izquierdo.

    Al verla caminar hacia ellos, su semblante, que aún no había cedido del todo, se aflojó por completo, permitiéndole esbozar esa sonrisa que, sabía, era solo para ella. Con el brazo libre, la tomó por la cintura y la elevó del piso. No intercambiaron palabras, solo la fuerza del abrazo.

    —Oh, por Dios, mira cómo la eleva con un solo brazo como si se tratase de una pluma. ¿Te lo imaginas en la cama? —Y las mujeres rieron histéricamente.

    Alex se disponía a girar sobre sus talones con gesto molesto cuando Athan la tomó de la muñeca y la obligó a enfrentarlo nuevamente.

    —Déjalas. Que se imaginen lo que quieran. En eso quedará, en su imaginación.

    —Es perturbador. —En respuesta, Athan acordó con el punto marcado por su hermana elevando rápidamente las cejas.

    —Hola. —Los cuatro hermanos posaron los ojos en el rostro pálido y ojeroso de Abigail. Ángelo frunció el entrecejo, preocupado—. Feliz cumpleaños. —Se acercó y lo besó en la mejilla. Al ver que su hermano le rodeaba la cintura con el brazo libre, Jay sintió la necesidad de controlarse.

    —Gracias, Abby —respondió con una sonrisa—. Me dice Ángelo que estarás preparada en cuestión de meses.

    —Mmm… —dudó, haciéndolo carcajearse—. Nunca he peleado contigo —advirtió.

    —Eso es porque yo soy tu última prueba, cariño —confesó con voz suave.

    —Oh, Dios… —se quejó con sentido del humor y elevó los ojos al cielo. Todos rieron a excepción de Jay.

    Abigail pasó los ojos rápidamente sobre él y bajando la vista se encaminó en dirección opuesta. Ángelo le dirigió a su hermano una mirada reprensora y salió tras ella. Por su parte, Jay se esfumó hacia la otra punta del salón. Athan, que observaba atento, miró a Alex.

    —¿Qué fue eso?

    —Nada. Vamos, saludemos a los invitados. —Pasó el brazo por la parte interna del codo de su hermano y comenzaron a caminar a paso lento.

    Athan decidió dejar ir el asunto dedicado a agradecer la presencia de los invitados y a sumirse en conversaciones que por una noche estarían fuera de las típicas relacionadas a estrategia y logística.

    ***

    Las dos de la madrugada y los invitados se resistían a abandonar la fiesta. Como de costumbre en todo evento, Alex se mantenía en los perímetros, fuera de cualquier peligro que implicase mantener conversaciones falsas con gente que no le caía bien. Se parecía a Athan en ello, pero su hermano había logrado dominar su esencia parca y rústica demostrando simpatía o actuándola.

    Apoyada sobre el borde de una mesa ubicada contra una de las ventanas, observaba a Ángelo pavoneándose de un lado a otro del salón con una mujer distinta cada cinco minutos, decidiendo que la esencia de su hermano menor ya no tenía ningún tipo de remedio.

    Sonrió al ver a Athan hacer girar a la señora Brown, que se carcajeaba y se divertía como nunca antes al compás de la música. Por detrás de ellos pudo ver a Jay tomar el número de cerveza del cual ya había perdido la cuenta y en sus ojos detectó la borrachera. Le siguió la mirada para ver que la mantenía clavada en Abigail y Evan, uno de los reclutas de Athan. El joven de veinte años era conocido en su casa por ser dueño de excelentes y sensuales movimientos a la hora de bailar y manejaba, al ritmo de la música, el diminuto cuerpo de Abby como si de una muñeca de trapo se tratase. Se sintió feliz al verla reír sin reparos, divertida y suelta.

    Desde el día que la habían acogido en la seguridad de sus casas, la señora Brown y sus hermanos le habían tomado un gran cariño, estando segura de que Jay le había tomado mucho más que eso. Se lamentó al notar a su hermano tan fuera de su innato control y decidió seguir sus movimientos de cerca.

    Athan la sacó de la maraña de pensamientos al sentarse al borde de la mesa junto a ella. Lo miró y le escrutó el rostro atentamente.

    —Te estás divirtiendo. Admítelo. —Él lanzó una carcajada que hizo estremecer al grupo de mujeres que se encontraba en la mesa próxima.

    —Bien. Lo admito. No ha sido mala idea.

    —Me encanta verte así de relajado. Es tan inusual.

    —Me encantaría verte, aunque sea intentarlo —retrucó al tiempo que Alex perdía la sonrisa, mirándose a los ojos y compartiendo palabras en silencio.

    Un grito ahogado y el sonido de un cristal rompiéndose los arrancó del momento fraternal e íntimo. Rápidamente escaneó el salón y en dos segundos divisó a Abigail en el suelo, y al siguiente segundo sus ojos se posaron en la mano sobre el cuello de Evan.

    —¡Ajax!

    —Oh, mierda… —insultó por lo bajo Ángelo al tiempo que volteaba hacia el lugar de los acontecimientos.

    En cinco largos pasos estuvo sobre Abigail y la tomó del brazo para ponerla en pie. Notó que temblaba. La señora Brown giró la cabeza hacia las copas que, hubiese jurado, tintinearon frente al grito potente, grueso y estremecedor de Athan, que había logrado darle un vuelco al corazón de todos los invitados. Alex no se movió. Puso los brazos en cruz sobre el estómago y llevó los ojos a Rhodes, uno de los amigos más íntimos de Athan, con quien sostuvo una cómplice mirada.

    Al escuchar pronunciar su nombre completo, Jay logró reaccionar y aflojar la fuerza de sus largos dedos sobre la garganta del joven muchacho que luchaba por respirar. Nadie atinó a acercarse. La voz de Athan los había paralizado. Los ojos verdes transparentes enmarcados por las tupidas pestañas negras se mantenían clavados en Jay.

    Como arrancado de un sueño, dejó caer la mano al costado y en cámara lenta llevó los ojos a los enceguecidos de furia de su hermano mayor. No había lamento en ellos, solo ira y desafío. Desapareció tras la columna donde había apresado a Evan y salió del salón.

    Todos mantenían el silencio y lo siguieron con la mirada cuando caminó hacia Ángelo y Abigail.

    —¿Estás bien? —Ella asintió con gesto nervioso, aún temblando—. Llévala a casa y examínala —le ordenó a Ángelo.

    Desconocía si su otro hermano había sido tan estúpido de aplicar toda su fuerza sobre el diminuto cuerpo de Abigail, y eso le preocupaba. Pasó la mirada por Evan y por el jefe de mando de la casa dos, Rhodes, que entendió sin que le hablara.

    —La fiesta terminó —informó al resto con voz queda y grave para luego encaminarse detrás de Jay.

    El golpe del aire gélido no lo detuvo. Corrió hacia el puente y miró a ambos lados.

    —¡Jay! —llamó—. ¡Maldita sea, Jay! ¡Vuelve aquí! —exclamó transportado por un marcado enojo.

    —No volverá. —La voz de Alex, aunque baja y queda, logró sobresaltarlo. Su hermana caminó hacia él y se detuvo a pocos centímetros.

    —¿Qué diablos está ocurriendo, Alex? Jay no es así. No pierde el control. Nunca.

    —Creo que está enamorado.

    La sarcástica carcajada de Athan inundó el silencio de la oscura noche.

    Con los brazos cruzados sobre el estómago, postura usual en ella, bajó la cabeza y caminó al brazo del puente donde se apoyó. Levantó la vista y la devolvió a su hermano.

    —Es imposible, Alex. —El enojo lo había abandonado, la perplejidad apoderándose de todo su cuerpo—. No es posible y lo sabes.

    —¿No lo es? Athan, es lo único que podría, a ustedes dos, hacerles perder el control.

    Athan dejó caer los brazos a ambos lados y miró el cielo, inspirando todo el aire que sus pulmones le permitieron.

    Capítulo 2

    Los acontecimientos de la noche anterior lo habían dejado por demás inquieto y agradeció haber tenido una buena cantidad de alcohol en la sangre. Fue lo que logró doblegarlo y permitirle caer en un profundo sueño.

    Incorporándose en la cama estiró los músculos de la espalda. Se puso en pie y por medio segundo la habitación giró a su alrededor. Tal vez la ingesta de tanto alcohol no fue tan buena idea, pensó.

    Caminó hacia la cómoda, abrió el último cajón y extrajo unos pantalones de entrenamiento negros. Del segundo cajón sacó una camiseta de mangas largas blanca y una sudadera de algodón negra. Luego de ponerse los pantalones vio los ojos verdes enrojecidos a través del espejo, que a su vez le devolvía la imagen de las incontables cicatrices blancas sobre los pectorales y los abdominales.

    Antes de cubrirse con la camiseta dio un vistazo a la herida sobre el músculo oblicuo a través de la gasa que Ángelo le había ayudado a colocar. Decidió que el progreso de cicatrización era el esperado.

    Terminó de vestirse, se calzó con zapatillas cómodas y entró al baño privado de su habitación. Luego de orinar, se enjuagó repetidamente el rostro con agua helada, en ánimos de despabilarse. Se cepilló los dientes y salió en dirección al pasillo.

    Caminó dos pasos a la izquierda, a la habitación de Ángelo, y a través de la puerta entrecerrada le observó la respiración lenta y pausada. Al otro lado del pasillo, en diagonal derecha a la habitación de su hermano más pequeño, la habitación de Jay estaba vacía. Una mezcla de culpa y rabia se apoderó de su pecho. Cruzó el pasillo en diagonal algo más a la derecha de la habitación de Jay y sonrió al ver a Alex despatarrada en la cama. Por regla sus habitaciones debían permanecer con las puertas entreabiertas. Así había sido desde pequeños y seguía siendo en sus vidas adultas.

    Bajó las escaleras y sin abrigarse salió de la casa, arrepintiéndose al caer en la cuenta de que la señora Brown lo reprendería. La única que se atrevía y a la única que se lo permitía. Una media sonrisa se dibujó en su rostro al escuchar en su mente los regaños que sabría tendrían lugar en cuestión de segundos.

    Golpeó a la puerta y esperó. Escuchó pasos y luego apareció la figura de la mujer.

    —¡Por Dios santo, muchacho! Tres grados bajo cero y tú te dignas a salir con esa mala excusa de abrigo. ¡Has perdido el juicio! —La media sonrisa se completó—. Entra antes de que se congele tu hermoso trasero. —La complació y, al pasar por su lado, la besó en la mejilla.

    —Siéntate —le ordenó y él volvió a complacerla.

    —En caso de que pasen diez años más y siga soltero, ¿te casarías conmigo? —La acompañó en la carcajada que largó la mujer.

    —Con gusto

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