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Historia natural de un idiota
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Libro electrónico512 páginas8 horas

Historia natural de un idiota

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Historia natural de un idiota... o de los vencidos por la evolución.

Iván Escudero despierta solo y sin dinero el último día de acampada del 15M en la Puerta del Sol de Madrid. Desolado vuelve a Armatierra, a la casa de su madre, antigua modelo, y de su abuelo, anarquista y editor, dispuesto a vivir sin esfuerzo y a que la evolución de la sociedad no lo deje en la cuneta. En Armatierra se une a un grupo de delincuentes, antiguos compañeros de colegio, y, por mandato de su abuelo, acude a hacer una entrevista a Higinio Bermejo, compositor laureado en todo el mundo y original de Armatierra. Allí conocerá a Tsitsi, una mujer negra nacida en el Congo, en tierras del antiguo imperio Lunda, vendida por su padre como mujer y esclava y con un extraordinario don musical. Iván descubrirá que es ella la verdadera creadora de la música por la que aureolan a Higinio Bermejo. Iván se esforzará por seducir, conquistar y esclavizar a Tsitsi y vivir de su don. Historia natural de un idiota son dos formas de ver el mundo y enfrentarse a la evolución de la especie, Europa y su declive y África y su eterna espera.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento19 sept 2018
ISBN9788417587086
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    Historia natural de un idiota - Miguel Ángel Cordente Triguero

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    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    Historia natural de un idiota

    Primera edición: agosto 2018

    ISBN: 9788417587574

    ISBN eBook: 9788417587086

    © del texto:

    Miguel Ángel Cordente Triguero

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    «No veo razón válida para que las opiniones expuestas en este libro hieran los sentimientos religiosos de nadie».

    Charles Darwin

    Exposición en El Origen de las especies

    1

    La casa familiar de los Bermejo está situada en lo alto de una colina, junto a la carretera que une Peñalba con Castilgallo, a la entrada del valle del Porquero, uno de los más amplios y fértiles de Armatierra. Durante cincuenta y tres años permaneció vacía. La noche del 12 de abril del 2011 dos personas dormían en ella y, a pesar de que su relación era intensa y en ocasiones carnal, lo hacían en estancias diferentes. Higinio Bermejo, hijo de los propietarios, dormía en la habitación matrimonial de sus padres. Su sueño era relajado, propio de un triunfador: era uno de los compositores más apreciados y galardonados en Europa. En la habitación más pequeña dormía Tsitsi, una mujer negra de gran corpulencia y rostro abotargado. Higinio Bermejo la insultaba con frecuencia. Decía de ella que parecía una vaca holandesa transportada a África y a la que cien moscas tsé—tsé picoteaban las ubres. Tsitsi no daba importancia a los exabruptos de Higinio, considerándolos meras tonterías ¿Qué iba a hacer una vaca holandesa en África? No sabría huir de los leones. Las moscas la matarían a picotazos. No encontraría un toro con el que aparearse.

    Tsitsi permanecía insomne y nerviosa en el lecho. Su mirada oscilaba entre el techo de vigas de madera y yeso descascarillado y la ventana con las dos hojas abiertas. Parecía esperar ansiosa la madrugada. En ocasiones, levantaba la cabeza y olisqueaba el aire: su nariz se hinchaba deformándole el rostro. Otras veces Tsitsi observaba con intensidad uno de los rincones de su habitación como si fuese la entrada a la madriguera de un animal. Poco más tarde cerraba los ojos pesarosa por su nerviosismo y murmuraba, en su lengua natal, que era tonta; una niña tonta y asustadiza. En la habitación solo estaba ella, ningún depredador la seguía olfateando sus huellas. Dio varias vueltas en el lecho, apartó la manta, se puso boca abajo e intentó dormir. Fue inútil y boca abajo y con los ojos abiertos permaneció hasta que las primeras luces de la mañana entraron en su cuarto. Entonces se levantó.

    El cuarto ocupado por Tsitsi se encontraba en la primera planta de la casona de los Bermejo, separada de la de Higinio por un baño, una estancia con artesonado de madera convertida en estudio por Higinio y cuatro muros de piedra. Tras la habitación ocupada por Higinio Bermejo estaba la de los invitados. Eran las dos únicas habitaciones con baño propio y ventanales a la fachada principal de la casona, con vistas al valle del Porquero. Ambas comunicaban con un ancho pasillo, casi galería con ínfulas palaciega. Al otro lado había dos amplias estancias que antaño amontonaron muebles y objetos de la familia y hoy están vacías.

    Tsitsi recogió su ropa, puesta con cuidado la noche anterior sobre una silla, salió de su cuarto, entró en el baño y corrió el cerrojo de la puerta. Minutos después salió ataviada con un vestido floreado y el cabello húmedo. Bajo el vestido llevaba unas bragas y un sujetador de la talla XXL y en color perla. Caminó descalza por el pasillo, observó sin interés la puerta cerrada de la habitación de Higinio, bajó las escaleras mientras se colocaba el sujetador, observó la puerta de la calle con los cerrojos echados, caminó por un corto pasillo y entró en la cocina. Desde que llegó a Europa de su Congo natal, Tsitsi siempre desayunaba fruta y leche fría. Así lo hizo esa mañana sentada frente a la mesa, observando, por el único ventanal de la cocina, el huerto y los árboles frutales que lo delimitaban por la izquierda. También observó la covacha de apenas veinte metros cuadrados donde vivía Emilio, el guarda y mantenedor de la casona, y a este salir vestido con un chándal azul y raído, caminar unos pasos en dirección a los terraplenes que limitaban la colina y orinar junto a una de las dos higueras. Luego, Emilio regresó y se sentó en el banco de granito adosado a su covacha, cogió una manzana y la mordió, al tiempo que observaba un horizonte ganado con lentitud por el sol. Entre la casona y la casa de Emilio, en línea con los árboles frutales, había un cobertizo de hojalata con el techo de madera donde aquel guardaba las herramientas necesarias para el cuidado del huerto.

    Después de desayunar Tsitsi fregó el vaso y los cubiertos. Miró el reloj encima del fregadero y pensó que en unos minutos tendría que despertar a Higinio. Mientras se secaba las manos observó, una vez más, a Emilio. Había acabado su manzana y arrojaba el corazón hasta los terraplenes. Lo vio levantarse y caminar hasta la entrada de la finca de los Bermejo, donde, junto a una puerta de metal roñosa, desvencijada y siempre abierta, estaba la fuente en la que Emilio se lavaba y proveía de agua. Tsitsi lo observó con la delicia y la pena con la que hace muchos, muchos años, miraba a los ancianos de su tribu caminar hasta el río Kasai, sentarse en las piedras de la orilla, meter sus piernas en el agua, beber y lavarse. Suspiró y salió de la cocina. Entonces subió las escaleras, entró en el estudio de Higinio y, de un armario acristalado de color ámbar situado junto a la mesa de nogal donde él trabajaba, sacó un estuche de cuero negro. Lo abrió y cogió el violín con una mano, mientras con la otra abría la ventana y observaba, una mañana más, las estribaciones de Gredos que cercaban el valle del Porquero por el norte, la silueta del pueblo de Castilgallo sobre las dos vertientes del barranco de Barrabás y las nubes que, semejantes a pájaros perdidos, deambulaban sin meta por el cielo. Tsitsi agarró con fuerza el astil, colocó el violín sobre su hombro y dobló la cabeza hasta ajustarlo con precisión entre los músculos del cuello. Después, toqueteó las cuerdas, apretó una clavija y, cogiendo el arco, comenzó a tocar el tercer movimiento de la última sinfonía compuesta por Higinio. La música endulzó las paredes del estudio, los muebles y los cuadros. Luego —como uno más de los espectros benéficos que a la aldea de Tsitsi llegaban con la madrugada—, recorrió el resto de la casa: los pasillos, los ancestrales muros de piedra, las habitaciones, viejas alacenas y armarios llenos de ropa blanca… Blanca como la mano de una mujer acostumbrada al cuidado de los enseres. En esas manos y en los ojos de esa mujer imaginaria, la música parecía adquirir su máxima belleza, transportar a quien pudiera escucharla a ámbitos semejantes a los paraísos soñados durante los momentos felices. Pero en aquella casa y a aquella hora, solo Tsitsi parecía estar atenta a la música. Solo ella seguía con los pensamientos esa música capaz de elevar a los imaginarios oyentes hasta los palacios que existían más allá de las nubes. Allí donde el gran Bumba, dios supremo en el imperio Lunda de donde Tsitsi era originaria, dormitaba ahíto de licor de palma. Las otras dos personas que podrían haberla escuchado eran: Higinio, para quien la música a las ocho de la mañana y tocada por Tsitsi era tan solo un despertador; y, el viejo Emilio quien, ausente a todo lo que ocurría en la casona, había vuelto a sentarse en su banco de granito y observaba el valle del Porquero sin aparente preocupación. De repente, Tsitsi abrió sus ojos, que había cerrado por un instante a causa de la concentración musical, y observó sobre las montañas más alejadas de Gredos grandes y oscuras nubes que bajaban hasta el valle del Porquero. De inmediato y con visible inquietud, dejó el violín sobre la mesa de Higinio y, aún con el arco en la mano, sacó medio cuerpo por la ventana para advertir más certeramente el movimiento de las nubes. No le quedó duda, estas bajaban al valle con lentitud, pero tenaces, y eran cada vez más negras. En unas horas llegarían a la finca, a la casona, al huerto y a los árboles frutales con su carga de frío y granizo. Tsitsi dejó el arco del violín sobre la mesa y sintió que su nerviosismo se acrecentaba amenazando con paralizarla. Eso no era bueno, debía calmarse, pensar dónde podía haberlos escondido Higinio. Después de caminar por el estudio sin encontrar respuesta salió al pasillo central y abrió las puertas de las estancias que tenía enfrente. La primera estaba vacía; en la segunda solo había un piano destrozado. Regresó al pasillo, anduvo de un extremo a otro y llegó a la conclusión de que estarían en la buhardilla. Salió corriendo del estudio, abrió la puerta que conducía a las escaleras y subió los escalones de madera sin cuidado. Una astilla se le clavó en el pie, pero Tsitsi la miró sin preocuparse y continuó por el resto de los escalones lo más aprisa que pudo y entró en la buhardilla. Estaba en penumbra: una luz tenue entraba por unos ventanucos sin cristales, pero con reja, situados a ras del suelo. Gruesas vigas cubrían el techo y Tsitsi observó que alguna de ellas estaba carcomida por las termitas. No era el momento de preocuparse por ello, dado que otra labor más apremiante la requería. Abrió las puertas del armario más grande que vio: estaba lleno de libros; retratos de Higinio cuando era un niño y vestido de paje; así como de su familia y había un cofre forrado con terciopelo ennegrecido. Tsitsi cerró las puertas malhumorada: «¿dónde están?». Rebuscó entre arcones tirados por el suelo, muebles con un complicado equilibrio que se caían al tocarlos, mantas que cubrían otros muebles, sillones. Al fondo, en la parte más oscura de la buhardilla, observó una manta sin polvo: «¿estarán allí?». Corrió, apartando un búho disecado y una palangana que cayó al suelo, retiró la manta y vio los dos tambores. Los cogió sujetándolos con ambas manos por el tensor. Al caminar por la buhardilla en dirección a la puerta, la luz de los ventanucos iluminó las formas animalescas grabadas en las duelas de los tambores. Tsitsi cerró la puerta de la buhardilla tras salir y bajó las escaleras saltando de escalón en escalón, sin importarle las nuevas astillas que se clavaban en sus pies, ni los golpes de los tambores contra las paredes. Corrió también por el pasillo hasta entrar en el estudio, dejó los tambores en el suelo. Estaba agotada, así que respiró con fuerza. Miró por la ventana: las nubes avanzaban con más rapidez de la prevista; estaban más grandes que cuando las vio hace unos minutos y cubrían los barrios norteños de Castilgallo. Tsitsi sintió seca su garganta, pero no tenía tiempo de bajar a la cocina. Abrió uno de los cajones de la mesa de Higinio, en la que encontró una botella de wiski y echó un trago. Fue pequeño, pero lo suficiente para quitarse la aspereza. Después apartó la mesa, acercó una silla frente a la ventana, se sentó y puso los dos tambores entre sus piernas. Cogió aire y comenzó a tocar. Ni las paredes del estudio ni las del resto de la casona echaron de menos el sonido anterior del violín. Aunque los sonidos de los dos instrumentos eran totalmente distintos, tanto los alimentos almacenados como los adornos de la casona, también el agua de las cañerías y la ropa blanca almacenada en los armarios, sentían que la nueva música los reconfortaba y les daba energía. Tsitsi golpeó los tambores lo más fuerte que pudo, con la mirada fija en las nubes. Estas parecían detenerse sobre Castilgallo y formar un remolino confuso que durante unos minutos giraba sobre el pueblo de una forma desconocida para la meteorología de Armatierra. Dos relámpagos, dos truenos y unas gotas de lluvia después, el remolino desapareció y las nubes se paralizaron por completo. Tsitsi creyó ver a las nubes dudar, pero poco después dos de ellas se desgajaron y avanzaron con lentitud por el valle. Un hilo blanquecino las siguió arrastrando al resto de las nubes. Tsitsi golpeó los tambores con todas sus fuerzas y las nubes que habían avanzado hacia la casona retrocedieron uniéndose al grupo. Segundos después todas lo habían hecho como si una corriente de aire las empujara hasta las estribaciones de la sierra de Gredos de donde habían venido. Allí se expandieron para descansar; como un ejército a la espera de órdenes. Fue en ese momento cuando se escuchó el primer grito en la casa.

    —¿Qué haces? —gritó Higinio desde su habitación—. Deja de tocar esos malditos instrumentos.

    Tsitsi miró la puerta del estudio y lamentó no haberla cerrado antes de sentarse con los tambores. Tocó más deprisa, mirando las nubes, soplándolas con su aliento. Las nubes continuaban detenidas: ahora parecían formar una arboleda oscura en la base de la sierra de Gredos.

    Higinio Bermejo apareció en el quicio de la puerta del estudio. Vestía un pijama de color verdoso por el que se desbordaba su vientre elefantino, calzaba unas zapatillas negras y se apoyaba en dos muletas. Sus manos estaban vendadas.

    —¡Basta! —volvió a gritar. Tsitsi giró su cabeza hacia Higinio, pero no dejó de tocar.

    —Venían a por tu huerto —exclamó alterada—. Habrían destruido toda la fruta.

    —Eres una bárbara ignorante. Deja de tocar. —Higinio caminó hasta donde estaba Tsitsi, dejó caer una de las muletas, apoyó la mano libre en el respaldo de la silla donde estaba Tsitsi y levantó la otra muleta para golpear los tambores.

    —¡No! —gritó Tsitsi incorporándose—. Los tambores nos salvaron. Las nubes nos habrían quitado la comida.

    Higinio volvió a bajar la muleta. En su rostro me mezclaba la furia con el cansancio del esfuerzo y de los kilos. Se dejó caer en la silla ocupada por Tsitsi y cogió la muleta caída en el suelo.

    —Eres una maldita ignorante. Emilio compra la fruta en Peñalba o en Castilgallo. La de esos árboles solo la comen los pájaros.

    —¿Los pájaros? —balbuceó Tsitsi.

    —Sí, los pájaros. —Pareció pensar—. ¿A quién le importan? Ni siquiera sirven de distracción para los cazadores. Solo para alimentar ratas y culebras.

    Tsitsi se acercó a la ventana bordeando a Higinio, a fin de prevenir un posible golpe de la muleta. Apoyándose en el marco observó los perales, los manzanos, los cerezos y los cuatro ciruelos que había entre la covacha de Emilio y el cobertizo de las herramientas. También las dos higueras cerca de la casona, los tomateros y las judías, los pimientos, las remolachas y las lechugas del huerto. Después observó el horizonte: las nubes habían empezado a moverse, tres de ellas se habían desgajado de la masa y se deslizaban por el cielo como una vanguardia enemiga.

    —Ni siquiera Emilio come las lechugas o los tomates. —Higinio no ocultó su desprecio al decirlo.

    —Las nubes traen granizo, matan a los niños y a los ancianos de hambre. Los animales rondan las aldeas en busca de comida, traen enfermedades —susurró Tsitsi mientras se alejaba de la ventana. Caminó aún descalza hasta la silla más alejada del estudio y se sentó con las piernas juntas y las manos sobre sus rodillas. Su vestido floreado la cubría hasta los tobillos. De inmediato volvió a levantarse y corrió hasta la ventana—. Vendrán pronto. Muy pronto.

    —¡Siéntate! Estarás castigada todo el día —jadeó Higinio, al tiempo que se levantaba con ayuda de las dos muletas.

    En el exterior de la casona Emilio partió una nueva manzana con su navaja y se la comió con lentitud; sus dientes no le permitían las prisas. Estaba apoyado en una de las higueras, frente a un terraplén. A su derecha veía el valle del Porquero, Castilgallo, las nubes cargadas de tormenta y su extraño comportamiento. Hubo un momento en el que las nubes giraron sobre sí mismas y Emilio tuvo la sensación de que batallaban, o al menos discutían sobre la siguiente maniobra a realizar. Luego las vio retroceder hasta la base de Gredos y permanecer quietas como si una corriente de aire las encerrará para avanzar minutos después como burros perseguidos por los lobos en un campo azul. Eso ocurrió cuando los tambores de la mujer negra dejaron de sonar.

    Emilio escupió parte de corazón de la manzana cuando escuchó abrirse la puerta de la casona de los dueños. Se volvió pensando que sería la mujer negra que cuidaba a Higinio desde su accidente en Francia y posterior regreso a Armatierra. Desde que llegaron a la casa, la mujer salía a la misma hora, paseaba por el huerto toqueteando lechugas y tomates, acariciaba las flores primaverales de los frutales, abrazaba sus troncos y canturreaba una canción en un idioma que Emilio nunca entendería, pero que lograba embobarlo. Sin embargo, aquella mañana quien salió fue Higinio Bermejo, dando un traspiés en el escalón de la puerta. Blasfemó, se recuperó con esfuerzo apoyándose en las muletas y dio unos pasos. Se movía mal por la tierra y las muletas parecían romperse al tocar las piedras del camino. Emilio pensó que su patrón acabaría cayéndose y tendría que recogerlo del suelo. Lo sintió por anticipado: estaba viejo y sus huesos se resentirían durante días. Decidió acercarse para sujetarlo y evitar el seguro tropiezo.

    —¡Corta los árboles! —gritó Higinio cuando vio a Emilio caminar hacia él, aún con la navaja en la mano.

    Emilio se detuvo confundido. Había escuchado la orden, pero la consideró absurda. Miró hacia atrás. En el nogal donde se había apoyado todavía no había frutos, pero el abundante follaje prometía una buena cosecha.

    —¡Córtalos! —repitió Higinio con la voz alterada.

    —Los plantó su padre. —Fue la excusa de Emilio para remolarse.

    —Mi padre está muerto. No protestará.

    Emilio continuó dudando mientras veía a Higinio caminar hacia él cada vez más torpe, con su panza saliendo por el pijama. Entonces, pensó que su hacha estaría oxidada porque hacía años que no la utilizaba y que con el serrucho tardaría horas en cortar los nogales, tal vez días, meses en cortar todos los árboles. ¡No era buen idea! Acabaría deslomado y en la cama.

    —¿Y los manzanos? —preguntó buscando tiempo para pensar.

    —También —gritó Higinio—. Quiero que cortes todos los malditos árboles. Quiero que arrases el huerto y lo cubras de piedras. No quiero ver ningún vegetal.

    Emilio observó cuanto lo rodeaba. Su confusión aumentó y sus ojos quedaron fijos en las sabinas que había al otro lado del terraplén, separadas por este de la colina donde se encontraba la casa. Los conejos tenían en las sabinas su madriguera, si las cortaba buscarían otro lugar más lejano y a él le gustaba la carne del animal. Señaló el sabinar con la navaja en la mano.

    —¡No! —gritó Higinio como si lanzara un exabrupto—. Qué coño me importan las sabinas. No se comen.

    —¿Y los manzanos? ¿Los cerezos?

    —¡Todos!

    —Usted plantó esos manzanos. Yo lo ayudé a hacerlo. Sujeté el esqueje mientras usted llenaba el agujero de tierra y luego traje un cubo de agua. Usted lo regó cogiendo el agua con un cazo. Lo recuerdo muy bien. Usted estaba feliz, dijo que quería plantar más, muchos más, y verlos crecer y comer sus manzanas.

    —Solo me acuerdo de la paliza que me dio mi madre por mancharme de barro. ¡Córtalos! —Higinio se detuvo. Por primera vez desde que salió de la casa, miró los manzanos señalados por Emilio. Habían florecido, por lo que la cosecha sería abundante—. Esa vaca holandesa debe aprender. —En esta ocasión no gritó. Fue como una sentencia—. Yo soy el que mando. Yo soy quien dice la música que se toca en esta casa y con qué instrumentos. Solo yo. Ni los árboles ni las malditas lechugas le volverán a ser excusa. ¡Nunca! ¿Me oyes? —alzó la voz mirando hacia la ventana del estudio. No vio a Tsitsi e Higinio pensó que cumplía el castigo impuesto.

    —Es mi comida —interrumpió Emilio mientras levantaba con esfuerzo una de sus piernas y limpiaba la navaja con el pantalón. Después de guardarla en el bolsillo señaló las lechugas, los tomatales, las judías verdes—. El pueblo está lejos y yo no conduzco. Cada día me cuesta más andar, sobre todo subir las cuestas. El huerto me aligera el esfuerzo.

    En ese momento empezaron a caer las primeras gotas. Emilio miró al cielo y, arrastrando la pierna derecha, caminó hasta su covacha, acaso pensado que la discusión sobre los manzanos y el huerto se postergaría hasta el día siguiente. Poco después Higinio también inició el regreso a la casona. En ese momento, una de las muletas resbaló por la tierra y, al caer de rodillas, lanzó un grito de dolor. Emilio lo observó distante, desde la puerta de su covacha de veinte metros cuadrados. Pensó que debería acudir en su ayuda, pues siempre fue mejor tener al patrón sano; pero pensar en los manzanos destrozados, las lechugas ensopadas y la rabia que eso le provocaba, lo detuvo. Se conformó con observar triste caer las primeras flores de los cerezos.

    Tsitsi salió de la casa sujetando una gruesa manta, auxilió a Higinio, lo condujo hasta la puerta y lo ayudó a sentarse en una silla del umbral, donde lo cubrió con la manta. Después salió de la casa, soportó la granizada en su rostro, elevó los brazos de forma teatral y empezó a cantar. Su voz apenas se escuchó entre el ruido del granizo y los truenos acercándose. Las flores de los árboles cayeron veloces, las tomateras y las judías verdes se ensoparon y las zanahorias emergieron tiritando en la cima de los surcos. Minutos después todo el huerto era arrasado por una torrentera.

    Tsitsi entró en la casa y se sentó en el primer escalón de las escaleras que comunicaban la planta baja con las habitaciones y el estudio de arriba. Abrazó sus piernas, hundió su cabeza entre las rodillas y lloró esforzándose por olvidar a Higinio Bermejo y los rayos y truenos del exterior.

    —Maldita vaca holandesa, ojalá un millón de abejas indias te destrocen las ubres —gritó Higinio sentado en su silla, fatigado y cubierto con la manta.

    —¡Qué imbécil! —murmuro Tsitsi—. Ni siquiera sabe insultar. ¡No! En esta fría Europa no saben hacer nada bien: ni tocar los tambores, ni cuidar sus huertos ni insultar. En mi aldea insultamos mucho mejor. ¡Ya lo creo! Jirafa con patas cortas, hiena con gesto triste, mandril sin luz en el culo, marrano herido en la senda del león. Podría decir muchos insultos más. ¡Ya lo creo!

    2

    El 12 de junio del 2011, dos meses después de que una tormenta primaveral destrozará las plantaciones del valle del Porquero en Armatierra, Izar Escudero se despertó en su tienda de campaña instalada en la Puerta del Sol de Madrid. Lo hizo sudoroso, nervioso y con la cabeza dolorida. En un lateral del colchón hinchable vio los restos de una juerga, botellas de ron y vodka, latas de cola, colillas y algún resto de marihuana. No recordaba nada de lo sucedido y se movió por la tienda como si aún le moviera el sueño. Encontró sus pantalones bajo la almohada, la camisa en una esquina y vio las playeras al abrir la puerta de la tienda, entre restos de bocadillos, pizzas y decenas de zapatillas semejantes a las suyas. Se movió con esfuerzo, disgustado por ver el colchón vacío, por haber estado dormido cuando Natalia abandonó la tienda y lo dejó solo con la borrachera y sus efectos olvidadizos. Se vistió con lentitud y de rodillas, con el plástico de la tienda sobre la cabeza y sus piernas sobre unos calcetines rotos y malolientes que no reconocía. Salió a gatas de allí y se calzó. Al incorporare, escuchó el sonido inconfundible —hacía muchas mañanas que lo escuchaba— de las maquinas municipales de limpieza. Estaban en la calle Mayor. Dentro de unas horas entrarían en la Puerta de Sol, el agua llegaría al gobierno de la comunidad y a las tiendas más cercanas, e Izar escucharía las blasfemias de quienes aún dormían en las tiendas y las risas de los empleados del ayuntamiento. También escuchó el sonido de una furgoneta de la policía aparcando frente a la sede de la comunidad, incluso, un poco más lejos, la reja del primer comercio que abría esa mañana. Otros muchos lo seguirían dentro de poco. Todos los ruidos se habían vuelto cotidianos para Izar: llevaba veintisiete días de acampada y no todas las noches se había emborrachado hasta perder el conocimiento como la anterior. Cuando logró calzarse vio los vehículos de la policía frente al gobierno y una pancarta en el suelo: «Nuestra ira contra la injusticia sigue intacta». Y otra colgada de una farola: «No nos vamos, nos expandimos». Y una más: «El dinero es el látigo de los bancos». Terminó de abrocharse la camisa y el pantalón, restregó sus ojos con ambas manos, caminó hasta una de las fuentes de la plaza, llegó después de tropezar con botellas vacías y restos de comida y metió el rostro en el agua. Durante unos segundos mantuvo la cabeza sumergida. Al sacarla, y después de sacudirla como cualquier otro animal, vio a dos jóvenes, chico y chica, tumbados en el pretil que rodeaba la fuente. Estaban quietos y parecían tan borrachos como él lo había estado por la noche. También vio a un anciano ataviado con un grueso abrigo y una bufanda alrededor del cuello, el cual sin levantarse alargó su mano e hizo el gesto universal del hambre. Izar se tocó el bolsillo del pantalón. No quería darle nada a aquel hombre que se encontraba todas las mañanas y que siempre le pedía unas monedas para comer; solo ser consciente de que tenía su cartera. No la encontró: palpó todos sus bolsillos, se movió nervioso buscándola por el suelo y dentro de la fuente, miró al anciano como culpándole de un delito sin concretar y regresó corriendo hasta su tienda. Entró a gatas y revolvió entre las sobras de la juerga: el colchón, las almohadas inflables, las esquinas; incluso en los alrededores de la tienda. No encontró la cartera. La desesperación le trajo con facilidad la rabia y las primeras lágrimas de impotencia, tras lo que llegó la conclusión más fácil: Natalia se había llevado la cartera con todo el dinero que le quedaba. «¿Por qué?», pensó. «¿Cuántos euros quedaban?». Durante unos minutos se esforzó por recordar cualquier aviso oído de Natalia la noche anterior; quizá una compra urgente, un analgésico o una buena oferta de marihuana. Fue inútil. No recordaba nada. La noche anterior parecía ser gorda y estar atrapada en una botella de cuello fino e irrompible. Imposible de sacar. Caminó entre las tiendas de la acampada y llegó hasta la calle Arenal. No tenía sentido avanzar. ¿A dónde quería ir? Regresó a su tienda, pateó las botellas vacías que encontró a su alrededor y camino hasta la calle Preciados, siempre mirando el suelo. Buscaba un carné, una tarjeta, una pista de lo ocurrido que no encontró. Regresó a la fuente e intentó hablar con el anciano para preguntarle si había visto a Natalia, la muchacha con la que lo vio los días anteriores mientras vagabundeaban por la Puerta del Sol, compraban un helado o se besuqueaban junto a la fuente. El anciano siempre estuvo sentado en el mismo sitio, mirándolos, gesticulando hambre. El anciano contestó alargando de nuevo su mano, pidiendo. Entonces Izar recordó que, en algún momento durante sus paseos por la plaza, llegó a la conclusión de que el anciano no era español, tal vez rumano. Perdía el tiempo queriendo sonsacarle información. Se sentó en el pretil de la fuente, apartado del anciano y de los dos jóvenes que seguían dormitando. Se quedó observando la plaza con la esperanza de que, en cualquier momento y de cualquier bar o comercio recién abierto, tal vez de una farmacia, saliera Natalia con una explicación sobre lo ocurrido. Transcurrieron varios minutos, el reloj del edificio de la comunidad saltó de una hora a otra. De nuevo Izar tuvo deseos de llorar, la desesperación siempre le causó ese efecto. Se esforzó por contenerse y pensar en lo ocurrido durante la noche anterior, en Natalia y él entrando en la tienda con una botella de whisky y un canuto preparado. Natalia lo encendió con una profunda calada, Izar ya estaba medio pedo; solo deseaba que ella se desnudase y se acostase junto a él, echar el polvo de todas las noches y dormir. Natalia lo detuvo, parecía no tener prisa por follar ni ganas de dormir. Se negó a cerrar la puerta de la tienda y continuó fumando con los pies fuera, colocados sobre las baldosas de granito de la plaza. Desde ahí, miraba a los acampados que pasaban frente a la tienda, saludando y gritando sus nombres de unos y otros. Pasó el canuto a Izar, pero este se negó. Solo quería abrazarla, acariciarle el culo. Ella respondió apartándolo con un manotazo sin ira, gracioso. Izar permaneció tumbado boca arriba en el colchón hinchable, sin atreverse a desnudarse del todo, esperando que el canuto acabara y que Natalia dejara de saludar a los colgaos que pasaban frente a la tienda, dejara de ofrecerles el canuto y se acostara a su lado ¿Y la cartera? ¿Cuándo la sacó de su bolsillo? ¿Fue al quitarse los pantalones y dejarlos bajo la almohada? ¿Dónde la puso? Izar no recordaba haberla sacado, pero si recordaba a un barbudo grandulón llamado León, ignoraba si por su nombre o por su aspecto, que dormía en una tienda situada a pocos metros de la suya, más cercana a la fuente donde ahora se encontraba. León se inclinó frente a Natalia, acariciándole la mano poniendo ojos tiernos, y polla dura, pensó Izar enfurecido y aún pedo, mientras León llevaba el canuto a sus labios y fumaba con fuerza.

    —Hola dormilón —dijo mirando a Izar—. ¿Cansado?

    Izar respondió moviendo la cabeza, deseando de nuevo que el puto canuto se acabara y Natalia entrara en la tienda.

    —Esta posición es incomoda —se quejó León mirándose las piernas.

    —Pasa, pero solo si tienes combustible —le respondió Natalia, al tiempo que se apartaba a un lado.

    Izar observó entonces cómo León sacaba una china de hachís pequeña y grasienta y miraba con atención la botella de whisky, aún cerrada, en una esquina de la tienda.

    —Aparta dormilón —le dijo León a Izar mientras entraba en la tienda—. Para lo flacucho que eres ocupas mucho espacio —añadió al tumbarse junto a Izar y coger la botella—. ¿Es para esta noche? —preguntó finalmente León alzándola.

    Izar calló. Natalia alargó su mano libre, la otra aún apretaba el canuto encendido.

    —Dámela. Me gusta el primer trago —ordenó Natalia. León obedeció quitando el tapón a la botella y Natalia bebió. Después lo hizo León.

    —Anímate —propuso León a Izar alargándole la botella.

    Izar no contestó, pero la cogió y bebió hasta que el líquido se derramó por la comisura de sus labios y manchó el colchón. «La he pagado yo, ninguno de los dos ha puesto un euro», pensó mientras tragaba todo lo que era capaz. Minutos después, Natalia saludó a una muchacha, llamada Pilar, que preguntaba por León.

    —Necesitaba —dijo la muchacha— dinero para comprar unas aspirinas. —León gritó su nombre desde el interior de la tienda y Pilar se asomó—. ¿Tienes dinero? —preguntó a León. Este rio con un tono bobalicón, como si la pregunta fuera una broma.

    —¡Entra! —propuso Natalia mientras saludaba a Eufemio Echevarría, el campista más anciano de la Puerta del Sol. Pilar entró en la tienda y se tumbó entre Izar y León. Se negó a beber a morro de la botella aduciendo miles de posibles enfermedades contagiosas. Después, como disculpándose por llamar guarros a sus compañeros, repitió que le dolía la cabeza. León rio con fuerza y Natalia sacó un vaso de uno de los bolsillos laterales de la tienda y se lo dio a Pilar, la cual lo llenó y bebió. Natalia y León también bebieron, pero de la botella. Izar tragó cuanto fue capaz y de nuevo el líquido desbordó el dique de sus labios cayendo sobre el colchón hinchado; algo que provocó las risas de los otros tres bebedores.

    —¡Ansioso! —gritó León.

    —Un poco de moderación —susurró Pilar apretando el vaso de plástico contra su pecho como si orara.

    Natalia no dijo nada contra Izar, pero este notó su mirada fija en el whisky derramado. Ignoraba si Natalia sentía el despilfarro o si simplemente contenía su risa. Izar recordaba haber visto entrar a alguien más en la tienda, no recordaba cuántos. Uno de ellos insistió en tumbarse junto a Pilar y empujó a Izar hasta el extremo del colchón. Otros entraron con su propia botella de alcohol y con una caja de pizzas. Izar recordó haber comido un trozo, ¿cuatro quesos, napolitana?, y beber ron, vodka, quizá coñac. Después de ese último trago su memoria se desvanecía como un riachuelo al llegar a una ciénaga. «¿Y Natalia? ¿Dónde está? ¿Acaso me dijo que se iba? ¿Acaso me zarandeó para advertirme de que se encontraba mal y yo no le hice caso?». Izar se esforzó al máximo por pensar en lo ocurrido después del trago de coñac. Fue inútil. El rostro de Natalia se desvanecía paralelo a su memoria entre el barro de otros rostros, sus voces y gritos, el alcohol y los canutos que se fueron encendiendo en su tienda. Izar ni siquiera recordaba cuándo le llegó el sueño.

    De una de las tiendas de campaña más grande y cercana a la fuente, la misma en que dormía León, Izar vio salir a una muchacha de pelo rojizo y alborotado. Al principio la confundió con Pilar, incluso pensó que Natalia saldría tras ella. ¡No! La muchacha que salió era más pequeña, vestía una camiseta ancha, estaba descalza y su nombre era Elena. Una muchacha seria, que acudía a las asambleas con su cuaderno y bolígrafo, anotando cuanto se decía y a la que, al anochecer, veían leer los apuntes sentada a la puerta de su tienda. Elena miró algo confusa el cielo del amanecer, se restregó los ojos con ambas manos, se acercó a la fuente y a Izar, lo saludó y le pidió dinero para un café. Izar gesticuló con desgana, no tenía dinero. Solo es un euro, insistió Elena. Izar repitió que no tenía nada y preguntó por Natalia. Los tres se conocían desde el primer día de acampada. Elena metió ambas manos en el agua de la fuente, se lavó el rostro y después se miró las manos con detalle.

    —¿Para qué la buscas? —preguntó Elena.

    Izar se sorprendió y se enfadó por la pregunta. Estuvo a punto de responder con una blasfemia o al menos con una grosería. Se aguantó.

    —Es mi novia —respondió finalmente.

    —¿Tu novia? —Elena pareció sorprendida por la respuesta de Izar. Luego pareció esforzarse por pensar en algo, pero no dijo nada y continuó mirando sus manos.

    —¿Estuviste anoche en mi tienda? —preguntó Izar.

    —No. Joder. Claro que no —respondió Elena con rapidez—. El humo y el olor a marihuana atufaba. ¿Sabes que está prohibido fumar en la acampada?

    —Yo sí — contestó Izar—, pero tu amigo León debió olvidarlo.

    —No fue el único. Todos los que salieron de tu tienda lo hicieron tropezando.

    Después los dos permanecieron en silencio. Izar sentado sobre el pretil de la fuente. Elena mirando a su alrededor, quizá buscando a otro conocido que le pagara el café. Empresa inútil: en la plaza solo estaban ellos dos, el pordiosero y los dos jóvenes que dormitaban. Elena hizo un gesto para marcharse. Se detuvo.

    —Con un euro me bastaría para el café —insistió como si no creyera a Izar.

    —No tengo nada, ¡nada! —gritó Izar furioso.

    —Natalia dijo que eras rico. Le enseñaste una cartera llena de euros.

    Izar se sorprendió del comentario. Le parecía imposible que Natalia hubiera hecho público un dato como ese.

    —Se acabó —susurró Izar con gesto agrio.

    —¿Todo el dinero?

    —¡Todo!

    Elena lo observó con si empezara a adivinar lo ocurrido y se compadeciera de Izar.

    —Vi a Natalia. Fue al acabar la fiesta, sobre las cinco de la mañana —añadió mirando a Izar con los ojos muy abiertos—. Se fue con dos americanos.

    —¿Está segura?

    —Claro que lo estoy. León me despertó al acostarse y la puerta de mi tienda siempre está abierta. Es por el olor a pies. A todos les huelen menos a mí —contó Elena—. Los americanos vinieron por la calle Montera. Los dos llevaban una botella de tequila en la mano, cruzaron entre las tiendas y saludaron a Natalia levantando sus botellas y gritando algo en inglés que no entendí. Natalia les hizo una señal con la mano: «¡Esperad!». Después pareció buscar algo en la tienda. «¡Mi cartera!», pensó Izar al instante. Y salió cerrando la cremallera de la tienda Natalia y los americanos —terminó de contar Elena— se abrazaron y besaron efusivamente. Los estadounidenses parecían tener ganas de juerga y comenzaron a cantar. Natalia les pidió que se callaran, puesto que no quería broncas con los responsables de la acampada. Cogió a los americanos y sus botellas de tequila y se los llevó.

    —¿Dónde? —interrumpió Izar alterado y levantándose de la fuente.

    —No sé. Caminaron hacia allí. —Elena señaló con una mano hacia la estación de metro y el principio de la calle Carretas.

    Izar recordó a los americanos de inmediato. Se llamaban Jack y Greg. Tendrían su edad y habían llegado a la Puerta del Sol el día anterior por la mañana. Entonces dijeron que venían de Paris y que antes habían estado en Berlín y Praga. Contaron que por toda Europa se hablaba del movimiento 15M. Éramos la nueva Comuna, el sesenta y ocho renovado y además no éramos franceses. ¡Qué más podíamos pedir! Quienes los escucharon rieron dándoles la bienvenida. Jack y Greg fotografiaron las tiendas de la acampada, las asambleas de la plaza, las furgonetas de la policía, a algunos comerciantes y a los hijos de los acampados con sus pancartas en miniatura. «Los medios de comunicación son de todos». Natalia habló con ellos en un inglés de primer curso de academia. Jack tenía el cabello lleno de pequeñas trencitas; Greg, más alto, lo tenía corto y los labios gruesos. Natalia le dijo a Izar que tenían aspecto de actores de cine. Los dos reían fuerte, aplaudían y gritaban en las asambleas y bebían de cualquier botella que se les ofreciera. Natalia estuvo a su lado toda la mañana y también ella bebió y gritó con acento yanqui: «¡El capitalismo ya no nos ata! ¡Los banqueros a barrer!». Natalia los invitó a comer. Izar se reunió con los tres en el restaurante. Jack y Greg juraron que llevaban un día sin probar nada excepto alcohol. Natalia les dijo que pidiesen lo que quisiesen. Primero fue un cocido, después un chuletón. Greg añadió un plato de patatas con tres salsas. Los dos repitieron postre. La comida duró dos horas ¿De qué hablaron? Izar se esforzó por acordarse. No pudo; solo fue capaz de recordar lo que él pensó: «comen como monstruos, pediré cuentas separadas». No llegó a hacerlo. Natalia se adelantó y pidió la cuenta de todos, cogió la cartera del bolsillo de Izar, le besó en la mejilla y pagó. Izar no pudo recordar nada más. Elena lo interrumpió.

    —Tenían un buen polvo esos cabrones. —Elena humedeció su cabello con ambas manos, después el cuello y los brazos. Luego se levantó la falda, frotó sus muslos. Miró a Izar como si esperará que le pagara la información.

    Izar tuvo deseos de atacar a Jack y Greg y de decir alguna frase original que los denigrará. Al fin y al cabo, eran americanos. No encontró con qué hacerlo y guardó silencio. Después miró en la dirección que Elena había señalado hace unos minutos esperando ver llegar a Natalia. Tal vez subiese las escaleras del metro o apareciese por la calle Carretas o por la calle de Espoz y Mina. Elena, a su lado, parecía cansada, la boca se le abría sin cesar.

    —¿Puedo dormir en tu tienda? —le preguntó a Izar.

    —¡No! —contestó Izar sorprendido por la proposición—. Espero a Natalia. Volverá pronto.

    —No quiero follar, ¡joder! Solo quiero dormir. León ronca como un hipopótamo acatarrado y, entre el resto de los que duermen en la tienda y a los que apenas conozco, hay uno que le contesta como un elefante en celo.

    —¡No! —insistió Izar—. Estoy harto de la gente que entra en mi tienda como si fuese un albergue. Espero a Natalia y quiero la tienda vacía.

    —Está bien —dijo Elena con la cabeza inclinada. Después los dos se sentaron en el pretil de la fuente. Izar con los brazos cruzados y el gesto impaciente, Elena con las manos en su regazo y un largo bostezo.

    —¿Qué vas a hacer cuando esto acabe? —preguntó

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