Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Si la mano te escandaliza
Si la mano te escandaliza
Si la mano te escandaliza
Libro electrónico792 páginas13 horas

Si la mano te escandaliza

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Cuando llegues al punto final, habrá cambiado tu personalidad.

Atilano Tilo es un chaval de once años cuya vida, feliz y anónima, discurre sin contratiempos en la villa que le ha visto nacer. Es considerado con sus padres y sensible a las realidades que le rodean. Su única maldad, acaso, consiste en «tomar» de cuando en cuando algunas manzanas de los huertos que rodean el pueblo y, particularmente, del que limita con la iglesia.

Así las cosas, poco puede imaginar que su cómoda existencia vaya a dar un vuelco con el descubrimiento de sus rapiñas y, sobre todo, con la inesperada muerte de su madre. Suceden los hechos, sin embargo, y la crudeza de los cambios es tal que en poco tiempo, y aun sin llegar a la mayoría de edad, se ve convertido en un frío y brutal asesino. Las estancias en los centros penitenciarios no hacen otra cosa que cimentar en él una funesta visión de la ley convencional y la justicia establecida mientras, aun tiempo, le permiten poner a prueba sus refinadas habilidades.

El amor, en último término, hace acto de presencia en su truculenta trayectoria y le lleva a vislumbrar una posibilidad de cambio; un cambio que ansía y que, con veintitantos años cumplidos, se revelará al fin como el más arrollador de toda sucarrera.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 nov 2020
ISBN9788418073632
Si la mano te escandaliza
Autor

José Manuel Alonso Pérez

José Manuel Alonso Pérez nace en la ciudad de Burgos en 1962. Pasa allí la primera parte de su vida y en 1980 se traslada a Valencia con el fin de cursar Bellas Artes. Cinco años más tarde obtiene la licenciatura y en 1986, por otro lado, un título del ámbito técnico que le sirve para comenzar en el mundo laboral. Nunca ha dejado de tratar con actividades relativas a las artes y cuenta entre sus grandes amigos con los libros. La lectura es una de sus principales aficiones y origen, con toda seguridad, de su gusto por la escritura. Hay un tiempo en el que realiza escritos personales intentando atrapar emociones proporcionadas por el campo y la naturaleza –abundantes a causa de inolvidables viajes y paseos– y un buen día decide internarse en el mundo de la literatura para buscar, de forma seria, los secretos de la pura palabra. Comienza entonces a componer relatos e historias y a participar en distintos certámenes; unos trabajos que se descubren para él como una actividad magnífica ya que, por fortuna, la suerte no le ha sido ajena. Tiene, hasta la fecha, varias distinciones y el reto inmenso de continuar preguntando a las hojas en blanco si desean confiarle sus crónicas.

Relacionado con Si la mano te escandaliza

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Si la mano te escandaliza

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Si la mano te escandaliza - José Manuel Alonso Pérez

    Si la mano te escandaliza

    José Manuel Alonso Pérez

    Si la mano te escandaliza

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418073083

    ISBN eBook: 9788418073632

    © del texto:

    José Manuel Alonso Pérez

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    © de la imagen de cubierta:

    Shutterstock

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A mis padres, por los libros que

    trajeron cuando hacían de Reyes Magos.

    A María Julia, que me acompaña en el viaje.

    Prólogo

    De entre todas las que le rodeaban, tomó la que parecía más hermosa.

    Durante los últimos segundos había estado observando cuidadosamente las características de cada una de ellas y finalmente había detenido los ojos en aquella piel lisa y perfecta, coloreada con tonos brillantes. Que estuviera iluminada por un rayo de luz desgajado del crepúsculo indicaba claramente que algún hado prodigioso ofrecía su dedo mágico para corroborar la elección. Destacaba, ante todo, por la armoniosa curvatura de sus formas y por su tamaño cabal, ajustado a la capacidad de las manos y la boca.

    Alargó el brazo y tiró con suavidad. La manzana ofreció una pequeña resistencia, pero inmediatamente se soltó de la rama que la sujetaba. Dos hojas próximas, desprendidas también, le dijeron adiós cayendo lentamente hacia el suelo. Sumamente complacido, él restregó la fruta contra su jersey —más por seguir el ritual acordado que por limpiar mácula alguna— y dio un mordisco amplio según entornaba los párpados. Aquel momento era uno de los más gratos. Le gustaba sentir cómo la tierna pulpa cedía ante los dientes, cómo se convertía en gránulos y jugos exquisitos bajo los recovecos del paladar y cómo regaba la lengua. De algún modo, el primer bocado era siempre una conquista, tierra virgen, carne virgen; la llegada de su persona a una región donde no había estado nadie todavía. Previamente había sido necesario esquivar miradas indiscretas, sortear la dificultad del muro y poner en práctica consumadas habilidades trepadoras para acceder a las ramas más inaccesibles, pero todo ello bien valía la pena. La aventura estaba justificada porque de tales lides sacaba la satisfacción de superarse a sí mismo y porque, en último término, todos aquellos árboles convertidos por su imaginación en adversarios se mostraban más bien como amigos a fuerza de visitarlos sistemáticamente. La prueba era el premio que guardaban para él, aquellas frutas sazonadas al calor del verano; doncellas de suave tacto que protegían su integridad refugiándose en las alturas y en invisibles castillos construidos con sillares de aire.

    Excelente, muy buena. La manzana escogida ofrecía el ácido dulzor que debían tener los néctares paladeados por los dioses o, mejor aún, la dulce acidez del beso entregado inicialmente a la persona amada. Él nunca había besado a nadie de tal manera, pero madre, cuyos besos caían a menudo sobre su frente y sus mejillas, le había asegurado que en alguna ocasión habría de ocurrir y que entonces podría comprobar cuán hermoso era estar vivo y, además, enamorado. Ya se vería. No dudaba de que madre tuviera razón, pues ella acertaba casi siempre en todo, pero de momento nada le parecía comparable al contacto de sus labios con aquellos labios vegetales y al placer de contar los bocados. Dos, tres, cuatro… Si las cosas eran así, no cabía otra que comer con afán para crecer cuanto antes y, de ese modo, hacerse merecedor de las golosinas que al parecer prodigaban las novias.

    La mejor opción, entretanto, consistía en esperar y atender al entorno. Que el momento fuera dichoso no era razón para descuidar la vigilancia; no podía permitir, con el quinto bocado, que alguien le descubriera robando manzanas. Sentado allí, en aquella rama que su fantasía había transmutado en trono, contempló cómo las sombras de la tarde iban tomando a su cargo los rincones del huerto. Todo estaba en orden. Nada se movía excepto el leve follaje que le enmascaraba: las hojas murmuraban con su incomprensible lenguaje siguiendo el dictado de la suave brisa que llegaba de las colinas; el lugar donde los labrantíos y el bosque alternaban sus dominios. Quizá por eso olía a mies recién segada y a roble.

    Oteó por encima de las copas de los árboles y se fijó en las casas esparcidas al otro lado del muro que protegía el recinto. Eran recias y antiguas; algunas aparecían definitivamente presas de la melancólica hiedra y del abandono, pero la mayoría ofrecía una imagen respetable. Todas, en cualquier caso, estaban rematadas por aquellos tejados que tanto le gustaban; tejados pardos, vetustos, llenos de líquenes u ocasionales yerbas sin nombre, y bajo cuyos aleros encontraban acomodo en aquella época del año una pléyade de golondrinas. Efectivamente, cuatro nidos había contado en este; seis en aquel. Las aves, revoloteando velozmente, no paraban de trazar indescifrables arabescos sobre el cielo rojizo para mayor gloria de la tarde.

    Aquella zona del pueblo era su favorita porque siempre hallaba algo en sus dominios que le dejaba estupefacto. Había detalles, historias, callejuelas retorcidas llenas de embrujo, rejas, ventanucos, adobes; había escaleras de peldaños desiguales y cruces de piedra. Había una fuente risueña… Muchas ventanas lucían el ornato de macetas multicolor; otras, los rostros sempiternos y amables de ciertos abuelos puestos a ver cómo iban y venían las horas de la jornada y algunas —las menos—, los pasos del tiempo condensados en forma de telarañas. Tal vez el sentimiento encontraba su origen en la calificación del conjunto, pues tenía el honroso título de «parte vieja» —histórica más bien, según decía padre— o quizá en el placer que le producía toparse con la plaza porticada, el parque, la esbelta iglesia y, al cabo, con los asequibles huertos desperdigados por los arrabales. El otro lado del pueblo, justo hacia el barrio donde se ubicaba su casa, también era agradable de ver, pero ni las dos plazas que contenía, ni la otra iglesia, ni el ayuntamiento de ladrillo rojo y marrón contaban con la mitad del encanto que transmitía el simple muro de piedra que en aquel momento le cercaba. Allí era todo más recto, ordenado y actual pero también menos interesante, evocador y misterioso. Había comercios diversos, una avenida llena de luces discordantes, gentes bulliciosas, vehículos de distintas clases. Todo iba en contra de la necesaria tranquilidad; la que le permitía llevar a cabo sus pequeñas rapiñas, advertir los garabatos que los pájaros trazaban entre las nubes y disfrutar, acaso, del fulgor producido por una puesta de sol como la que contemplaba en aquel instante.

    Consciente era de que tales sensaciones resultaban muy particulares y de que no todo el mundo estaba preparado para apreciar la belleza de una rinconada reverdecida, el plácido languidecer de la tarde o… la excitación derivada del hurto. Por eso no compartía con nadie aquellas cosas excepción hecha de madre, pues a ella, que siempre le pedía cuentas, alguna explicación somera la daba para que se quedara tranquila. Él hablaba de puertas blasonadas, arcos de medio punto y arquitecturas antiguas, y madre ofrecía su visto bueno pensando que todo aquello quizá pudiera desembocar el día de mañana en la formación de un hombre de provecho. Alguien, para ser exactos, como padre; una persona a la que siempre ponía como ejemplo de rectitud y de la que resaltaba a menudo su capacidad para dirigir con inteligencia los asuntos familiares. Luego, claro estaba, quedaban desperdigados por ahí ciertos compinches que en alguna ocasión también habían realizado aquellas peripecias u otras similares, pero ellos eran incapaces de valorar nada que no fuera la vulgaridad, el prosaico delito o la broma. «¿Sensaciones? ¿Sentimientos?... Menudas tonterías. No es posible —decían— que se te quede esa cara de alelao contemplando tejas rotas y pájaros que todo lo cagan». De tales modos se arrancaban y, por ello, había determinado guardar dentro de sí aquella parte de su alma que no acababan de entender los demás. A padre lo justo, a madre lo necesario; a los amigos todo lo que fuera superficial y cotidiano pero no lo profundo y raro. Con el paso del tiempo había ido entrando en un ámbito de soledades especiales donde el tema del huerto era solo la excusa, el medio para conseguir una felicidad extraña y fines que él consideraba elevados. Y si no, bien se podía ver. El hecho de estar sentado a dos metros sobre el suelo, observándolo todo cual vigía independiente y libre, y con la posibilidad de saborear los prodigios que le rodeaban, las ilusiones propias de sus pocos años y lo que hubiera de traer el porvenir, además de tan ricas manzanas, muy digno era de alabanza y mérito.

    Un gusano menudo, de cuerpo blanco y cabecita negra, trató de evitar en aquel momento el desastre mientras él se detenía en seco. Iba a dar el séptimo bocado pero quedó con la boca abierta y suspenso, mirando fijamente la caverna que acababa de aparecer en el corazón de la manzana. ¡Tan absorto se encontraba que poco le había faltado para masticar a la bestezuela!... Observó más de cerca al inesperado inquilino, hizo ademán de tocarlo con el dedo índice y entonces, durante un instante, notó un punto de inquietud al pensar que podría haber cometido una tremenda injusticia. Imaginó que tal vez la pequeña criatura, a su manera, también consideraba ideas parecidas a las que él había estado repasando y que, si bien no había edificios en su mundo, ni alegres vencejos, podía contar en cambio con la satisfacción de poseer dos o tres oquedades tan estrechas y retorcidas como las calles que él admiraba, la libertad de hacer lo que le viniera en gana y un huerto tan particular, extenso e increíble que, en lugar de tener árboles, había devenido todo él en una manzana completa. Como si fuera una comba, el bichejo se movió alternativamente hacia ambos lados y luego quedó paralizado. Era ya demasiado tarde para que pudiera llevar a cabo camuflaje alguno, pero sí que había conseguido disimular su presencia antes de que su refugio fuera violentado. El lustre de la manzana pudo más; desde luego, había podido más que sus expertos ojos de ladronzuelo. Bueno, tampoco era infalible… Y la lección resultaba aprovechable. Apariencia: las cosas, en ocasiones, no eran lo que parecían ser. Todo ello lo tenía él muy aprendido porque ya se había encontrado anteriormente en la misma tesitura, pero no dejaba de sorprenderle el hecho de que esa tesitura se repitiera con relativa frecuencia y, sobre todo, que fuera necesario hablar de apariencias también entre las personas; unos seres que nada tenían que ver con las manzanas salvo por el uso que hacían de ellas en la mesa o los mercados. El asunto, ciertamente, le tenía en ascuas. Hacía tiempo que se preguntaba por la cuestión y la respuesta no acababa de ser del todo satisfactoria. Apariencia. ¿Cómo esquivar el significado de la palabra? Sin ir más lejos, él pasaba por ser buen chico y, de hecho, se esforzaba mucho en ese sentido, pero entre esfuerzo y esfuerzo no podía evitar aquellas visitas esporádicas a los huertos. ¿Qué diría madre si conociera su comportamiento? Lo sabía bien. Él tendría poco o nada que explicar y ella le diría seguramente que era una vergüenza; que aparentaba ser un hijo obediente pero que en realidad era un mal bicho. Un bicho como el gusano que tenía delante. Sin embargo, no había en su conciencia la más mínima intención de rectificar tales acciones. ¿Qué importaba dejar una manzana más o una menos en el árbol si de todas maneras quedaban cientos en el huerto? ¿Acaso no tomaban también sus porciones los gusanos o los pájaros? Pues eso. Que si a ellos les estaba permitido hacer tal cosa siendo solo unos bichos, a él, que era un chico, lo mismo y aún más habría de concedérsele en buena lógica. Madre decía que robar era pecado y, por tanto, asunto de confesión, pero él, aplicando el consejo a su caso, había determinado que era necesario pecar de cuando en cuando para que pudieran existir los confesionarios. ¿Cómo justificar, si no, la presencia de los cuatro o cinco que había en cada uno de los templos? La conclusión era clara: de no existir los pecados no tendrían razón de ser ni los unos ni los otros ni, por supuesto, los que otorgaban perdones dentro de ellos.

    Solícito, depositó el cogollo medio roído en el hueco abierto entre dos ramas. Era una oportunidad; la que le daba a la pequeña larva para que, a pesar de todo, pudiera salir adelante. Merecía vivir. Todavía quedaba comida en el residuo, y si no fuera suficiente aún estaban a su disposición el resto de las manzanas. Así podría transformarse finalmente en adulto y desarrollar sus días; un resultado que él no iba a conocer nunca pero que serviría, siquiera en la distancia, para dispensar convenientemente su descuido.

    —Hasta la vista —dijo con satisfacción—. Que te vaya bien. Ten mucho cuidado porque hay pájaros que no dudan en comerse a gente como tú.

    Aún cogió otra manzana antes de bajar del árbol. La guardó en el bolsillo, a buen recaudo, y esperó unos segundos. Era una hora muy adecuada para marcharse a casa, pero antes quiso escuchar cómo el reloj de la iglesia daba la campanada de rigor. Desde aquella atalaya podía ver perfectamente la carrera de la manecilla grande en pos del seis (VI) romano. Con calculado detenimiento echó cuenta atrás comenzando por el seis —seis, cinco, cuatro…— y cuando llegó al cero sonó el ¡nang! perfectamente sincronizado. Entonces dio un pequeño envite y se dejó caer con agilidad gatuna al suelo. Las manos, adiestradas por la experiencia, frenaron el impulso del salto para que la maniobra no tuviera consecuencias desagradables. Se fijó en ellas. Madre, como siempre, estaba en lo cierto. A menudo le decía que con unos dedos tan esbeltos y elegantes habría de realizar grandes cosas cuando fuera mayor. Y decía también que las manos eran partes importantísimas del cuerpo, que había que tenerlas siempre limpias porque eran los instrumentos que Dios había dado a las personas para hacer todo y tocar todo: lo bueno, lo regular y lo malo.

    Enderezado ya desde la acuclillada postura, palmeó brevemente para deshacerse de unas brozas y observó los alrededores. No había nadie. Acaso algunas voces dispersas y unos ladridos aislados demostraban que al otro lado del muro la vida seguía su curso. Pero nada de todo ello era de temer. Creyó distinguir que algunas beatonas estaban refiriéndose al comienzo del rosario y, por lo que a los canes tocaba, no tenía ninguna duda de que andaban a la gresca con cualquier gato despistado o bien entre ellos mismos, pues así de bobos eran algunos. Con paso firme se dirigió al muro de piedra y buscó el lugar que él utilizaba sistemáticamente como entrada; esto era, allí donde quedaba algo más bajo por haber perdido parte de la fábrica. Un poco más allá la vieja puerta de madera que cerraba el recinto permanecía trabada, asegurando a todo el que quisiera mirar desde afuera que nadie la había rebasado. Antes de trepar echó una última ojeada a los árboles como para despedirse de ellos y se fijó igualmente en la torre de la iglesia: su sombra se extendía por el huerto a modo de flecha señalizadora, el farol sujeto en uno de sus costados acababa de encenderse y la manecilla del reloj estaba a punto de dar las menos veinte. Al fondo, muy al fondo, la primera estrella de la noche titilaba en lo alto… Suspiró. Eran buenos augurios. Todo parecía indicar que podía fugarse tranquilamente, así que, sin más demora, trabó los dedos y los pies en las aristas de las piedras, subió a la parte superior del muro y, habiendo escudriñado a un lado y otro, se lanzó al vacío sin olvidar la componenda de las manos.

    Recompuesta la figura, abandonó el emplazamiento de forma inmediata y se internó rápidamente en la callejuela más próxima, una que descendía con pendiente pronunciada hasta llegar a la plaza. Por allí bajó con cuidado, frenando de tarde en tarde las zancadas para que no se convirtieran en descontrolada carrera y feliz por haber conseguido una vez más su propósito. Un trabajo bien hecho. Le complacía pensar que era el depositario único de aquel pequeño secreto y notaba igualmente que, en cierto sentido, crecía y se tornaba más importante por haber tenido el valor de realizar aquellas maldades. De hecho, tomó la manzana que guardaba en el bolsillo, la limpió en la manga del jersey y atacó su carne dando grandes bocados. Bordeó poco después con toda tranquilidad los soportales de la plaza y enfiló luego hacia la calle ancha que hacía las veces de avenida principal y paseo. Allí encontró lo de siempre: viandantes, árboles alineados, vehículos que avanzaban entre luces y cansancio… Un grupo de muchachos jugaba despreocupadamente a la pelota sobre una de las aceras. Top, top, top. De pronto llegó la bola a sus pies y, habiendo reconocido a los compadres, esbozó una sonrisa. Ellos hicieron lo propio e inmediatamente fue invitado a participar en el partido. Estupendo. No estaba mal terminar la jornada haciendo de media punta. Chutó con fuerza mientras daba el último mordisco a la ya casi inexistente manzana. No sabía bien por qué, pero siempre encontraba aquella fruta robada mucho más sabrosa que la ofrecida en los postres de casa. Pensó en madre. ¿Que dónde había estado?... Pues por ahí; dando una vuelta por la parte… histórica y jugando con los amigos.

    Se arremangó un poco el jersey y se ajustó el pantalón corto para hacer que su efigie fuera más futbolera. El reloj de la iglesia daba las nueve. La noche cerraba. Top, top…, top, sonó la pelota. Aquel era otro mundo y comenzaba otra historia.

    PRIMERA PARTE

    LA CASA

    «Conforme hayas sembrado, así recogerás».

    Cicerón

    I

    Los gritos del niño fueron breves pero intensos. Su cuerpo, golpeado con fuerza, salió despedido varios metros, rodó luego durante un trecho y quedó finalmente tendido sobre el asfalto. Él masculló una imprecación. Tener un accidente era lo último que esperaba en aquel momento, aunque, bien mirado, había intuido de algún modo que iba a suceder; casi podía decir que lo había presentido. La velocidad era alta. La calle se hacía más estrecha. Los chicos jugaban allá, desentendidos por completo del entorno que los rodeaba y ajenos a todo lo que no fueran sus propias voces y su alboroto. Él había frenado a tiempo, pero la acción solo había servido para que los peatones dieran un respingo al oír el chillido de los neumáticos. Una mujer de pelo rubio se apoyó en un semáforo y, gesticulando alocadamente, solicitó ayuda para el accidentado sin darse cuenta de que ella también estaba para que la recogiera una ambulancia.

    De mala gana detuvo el vehículo, dejó del motor al ralentí y, tras un momento de duda, salió a comprobar los daños. Por echar un vistazo no iba a pasar nada. Con paso decidido se acercó hasta donde se encontraba el muchacho y, cuando estuvo ante él, lo observó con detenimiento. Sus compañeros de juego se habían aproximado también, pero ahora permanecían quietos y boquiabiertos, calibrando las consecuencias de mover un solo pelo en aquella situación tan insólita. Once, doce años tenía el chaval como mucho. Llevaba pantalón corto, las mangas del jersey alzadas hasta los codos y en la muñeca izquierda un reloj grande cuyo cristal estaba destrozado. Destrozado como todo lo demás porque era evidente que muchas cosas se habían roto dentro de su cuerpo. El rostro, vuelto hacia el cielo, mostraba una mueca grotesca y los ojos abiertos ni siquiera habían tenido tiempo de prodigarse en lágrimas.

    Por corresponder al compungido gesto del rapaz que tenía al lado, y quitarle hierro al asunto, esbozó una sonrisa desangelada y se dirigió luego a la víctima como si estuviera en disposición de iniciar una charla. Desconcertados, los muchachos que le rodeaban retrocedieron hasta una distancia prudente.

    —¿Te… duele? —inquirió con una expresión de extraño contento—. ¡Eh, chico! ¿Te duele?

    No hubo respuesta. Bien sabía él que aquello era preguntar por preguntar porque la imagen del niño no permitía albergar dudas acerca de su estado.

    —Parece muerto —señaló uno de sus compañeros.

    —Lo ha matado ese señor… —matizó otro en voz baja.

    —¿Has visto cómo sangra? —apuntó un tercero.

    Los comentarios comenzaron a saltar de boca en boca. El grupo de críos había formado un corro junto con varios adultos en torno al… ¿cadáver?, y cada cual hacía su diagnóstico. La mujer del semáforo, habiéndose acercado también, se mantenía, no obstante, en un segundo plano para controlar mejor su histeria y aturdimiento. Un hombre situado detrás de ella la sujetaba por el brazo y otro, haciéndose el entendido, pugnaba para que no le faltara el aire al accidentado. Él notó las miradas de todos aquellos curiosos y también su alarma y creciente irritación, pues nada en su actitud indicaba que estuviera dispuesto a prestar ayuda. Andaban acertados porque el accidente, en verdad, no suponía más que un percance circunstancial que él ya había determinado utilizar en beneficio propio.

    —Oiga, ¿es que no va a hacer nada? —preguntó el entendido—. No se quede ahí parado. ¡Ayúdeme! Usted es el responsable de que…

    Él ni siquiera se molestó en responder. Simplemente se limitó a mirar a aquel individuo con desdén y luego apartó destempladamente a un niño que le estorbaba. Uno de los que curioseaban quiso intervenir, pero algo en aquellos ademanes le hizo reconsiderar su iniciativa. La histérica, desde atrás, profirió en voz baja algunas palabras airadas. Fue entonces cuando él, ante el pasmo de los que le rodeaban, se dirigió al vehículo que había aparcado, tomó asiento y se puso en marcha. Partió a toda velocidad, dejando un olor a goma quemada en el aire y haciendo que una de las ruedas diera una última patada a la solitaria pelota. Los atónitos presentes se sorprendieron aún más porque el coche estuvo a punto de producir otro atropello. Él observó a través del espejo retrovisor cómo empequeñecían aquellas gentes y compuso un gesto de burla. Luego aceleró a fondo. Hacía ya unos segundos que llegaba a sus oídos el aullido de las sirenas y no era cuestión de dar ventaja a sus perseguidores. La calle continuaba ofreciendo márgenes angostos y todo tipo de obstáculos, así que giró bruscamente a la izquierda por evitar un inoportuno paso de cebra y luego otra vez a la izquierda para buscar una vía más amplia. Algunos conductores tocaron el claxon varias veces, pero él hizo caso omiso. Aceleró más todavía y, sin detenerse ante nada, continuó recto, justo hasta un cruce donde estaba permitido torcer a la derecha. Ante sus ojos apareció una carretera diáfana. El sonido de las sirenas apenas se distinguía ya de los ruidos ambientales.

    Acomodado en el asiento, relajó entonces la tensión de los músculos. «En cierto modo —pensó— era una suerte que se hubiera producido el accidente, pues, con toda seguridad, iba a acaparar la atención de los que le perseguían y eso le daba margen para poner más tierra de por medio. El puto crío. ¿Quién le mandaba ser tan temerario? ¿No le habían enseñado que correr como un descosido detrás de una pelota podía ser muy peligroso?».

    * * *

    Los trazos de la línea que separaba los carriles de la carretera pasaban velozmente al lado del vehículo y del mismo modo, sin saber por qué, comenzaron a pasar también un montón de imágenes ante sus ojos; momentos, días de otras épocas que la memoria se había encargado de preservar en los más profundos rincones de su cerebro…

    Las pelotas, que él supiera, siempre habían sido elementos relacionados con asuntos de mala casta. Al menos en su caso. De pronto recordó que él mismo se había golpeado las suyas teniendo una edad parecida a la de la víctima que acababa de abandonar. Pudo conocer con ello lo que era quedarse sin respiración y sufrir todo lo que era posible sufrir en el mundo. Ocurrió en el huerto donde robaba manzanas; aquel que era su favorito por tener los mejores ejemplares y encontrarse en la parte vieja del pueblo, junto a la trasera de la iglesia. La rama crujió durante un instante y a continuación se desgajó del tronco dando un chasquido, algo sorprendente porque él estaba acostumbrado a pasear incluso por las zonas más peligrosas de los árboles y sabía bien donde podía apoyar los pies. Por supuesto que tuvo un error de cálculo y la culpa fue solo suya, pero, a decir verdad, también hubo falta en la suerte por hacer que la rama inferior estuviera colocada en la trayectoria por donde él caía a horcajadas. El impacto fue terrible y agónico, ejemplo claro de los golpes que debían recibir los pupilos del infierno para purgar sus pecados. Estando en el suelo creyó que nunca se recuperaría y que aquello era la muerte, el final de sus aventuras. No podía llorar, ni gemir, ni articular palabra alguna; ni tampoco quedarse callado porque el aire intentaba entrar en sus pulmones y eso solo era factible a través del boqueo desesperado y de la voz en grito.

    Don Segisborbio fue el primero en prestarle ayuda. Quizá porque el huerto era de su propiedad, o tal vez porque las quejas que allí se escuchaban eran capaces de competir con un repique de las campanas, lo cierto fue que se presentó casi de inmediato, transcurrido apenas un minuto desde que la rama cediera y cuando él andaba todavía completamente abatido. Llegó a todo correr, con el susto pegado en el semblante y un ligero jadeo agobiando su respiración. Lo primero que hizo fue arrodillarse a su lado, desabrocharse el botón del alzacuello y dar un suspiro profundo. Después, curiosamente, formuló una pregunta similar a la que él mismo había compuesto delante del crío atropellado.

    —Pero… ¡por todos los santos, muchacho! ¿Qué te ha pasado? ¿Te… duele? Anda, dime algo… ¿Te duele?

    Dolía, dolía mucho, pero el providencial socorrista invocó el favor de una desconocida a la que llamó «La Preciosa» para que el mal desapareciera lo antes posible, inspeccionó visualmente las partes dañadas y acarició luego con voz consoladora su afligido espíritu.

    —¡Qué barbaridad! —exclamó lleno de sincero disgusto—. Te ha faltado poco para romperte la morra. Estabas cogiendo manzanas, ¿verdad? Pues que sepas que tienes en la frente un chichón tan gordo y colorado como una de ellas.

    Por eso le dolía la cabeza también. Le dolía, aunque no tanto, desde luego, como la parte de abajo.

    —Vamos a ver. Tranquilo… Apóyate en mí y procura ponerte de pie. ¿Puedes?...

    No, de momento no podía porque a la altura de las ingles notaba un pinchazo insoportable y de las ingles hacia los pies una total falta de sensibilidad; como si las extremidades inferiores se hubieran transformado de repente en cortezas de alcornoque. Únicamente fue capaz de inventar una excusa y murmurar unas pocas palabras de agradecimiento. Don Segisborbio, muy comedido, intentó sosegarle manteniendo una plática intrascendente; ajena por completo al hecho de que le hubiera pillado con las manos en la masa. Después, a medida que los lamentos fueron disminuyendo, la conversación se hizo un poco más compleja. A él se le ocurrió decir que pasaba por allí para dar un recado y que…

    —No hace falta que te justifiques —replicó el amable cura—. Sé perfectamente lo que estabas haciendo. Te he visto en varias ocasiones sin que tú te hayas dado cuenta. Coges dos o tres manzanas de mi huerto, las mordisqueas y aún te guardas alguna en los bolsillos. Dime una cosa —añadió para edulcorar la exposición de los cargos— ¿cómo te llamas?

    —Atilano.

    —Muy bien, Atilano. ¿Y por qué tomas lo que no es tuyo? Eso es robar y robar no está bien. Sabes que no está bien, ¿verdad?

    —No, claro; no está bien —acertó a contestar él entre gemidos—. Lo que ocurre es que… me gusta subir a los árboles… y mirar la iglesia… y las casas que se ven desde aquí. Bueno, y también me gustan las manzanas.

    —Lo sé, lo sé. Venga, no te preocupes. Como te digo, y aunque tú no lo creas, hace ya algún tiempo que estoy al tanto de tus correrías. Y ¿sabes por qué no te he llamado nunca la atención? Pues, en primer lugar, porque a mí me sobran las manzanas y no he de echar de menos las que tú te llevas, pero además, y en segundo lugar, porque he observado que disfrutas con todas esas cosas que dices y eso, en mi opinión, es importante. Tienes sensibilidad, Atilano, alma de poeta. Amas la naturaleza, la soledad, los pequeños detalles que hacen la vida más agradable.

    —También me gusta ver cómo vuelan los pájaros —añadió él en un intento de alimentar lo que parecía una incipiente connivencia.

    —Exacto, los pájaros —confirmó el de la sotana—. El summum de la libertad. Tú eres un espíritu libre y por eso aprecias sus acrobacias. No creas que todo el mundo es capaz de fijarse en cosas…

    —¿Qué es un summum?

    Don Segisborbio rio con ganas ante la inesperada interrupción.

    —¡Vaya! —exclamó gratamente sorprendido—. Veo que también tienes inquietudes intelectuales… Pues verás. Summum es una palabra del latín que quiere decir ‘suma, lo más, lo insuperable’; vamos, el colmo de algo. Por poner un ejemplo, ¿quieres saber quién es el summum de los ladronzuelos?

    No hizo falta dar respuesta alguna. La vergüenza y el apuro que notaba en aquel momento debían colorear sus mejillas con un rubor suficientemente explícito. Era el colmo del bochorno; el summum, mejor dicho. Aquel cura, al que solo conocía de vista, llevaba la cuenta de sus andanzas pero le había dejado hacer como si tuviera por travesura lo que él consideraba una hazaña y, no contento con eso, parecía haber estudiado sus acciones hasta tal punto que nada era para él un secreto. ¿Cómo podía conocer tantas intimidades? Y encima estaba allí, postrado ante su persona, ayudándole a calmar las consecuencias del que ya catalogaba como el episodio más humillante y desafortunado de toda su vida. Tal vez si le hubiera echado una reprimenda… se habría sentido mejor, pues con ello quedaría certificado que el clérigo estaba molesto, que le veía como a un contrincante y que, habiendo vencido él, como era el caso, aún tenía méritos sobrados el rival por haber burlado una y otra vez las cuidadas defensas de sus propiedades.

    —No te esfuerces, Atilano —dijo don Segisborbio con una sonrisa y como si fuera un adivino—. Estoy seguro de que sientes sofoco por verte en esta situación, pero ahora ya no hay remedio. ¿Puedo hacer un chiste? Pues mira, te lo digo: estabas muy alto y has caído muy bajo.

    —Ya, ya lo sé.

    —¡Bah! No me hagas caso. Solo quiero que se te alegre la cara. Escucha —anunció poniéndose más serio—, la vida está llena de situaciones vergonzantes y gloriosas; yo diría que mitad y mitad. Lo importante es saber reconocerlas y, ante todo, tener predisposición para huir de las primeras y ser protagonista de las segundas. Tú, de momento, has dado ya un primer e importante paso porque veo por los colores de tu cara que has asumido la falta.

    —Es que cuando se entere madre… Bueno, madre y padre.

    —¿Tus padres? ¿Y cómo se han de enterar? ¡Quita, quita!... Si tú no hablas, ni yo tampoco, aquí no ha pasado nada. Vamos a dejar las cosas como están, entre nosotros. Los únicos que también sabrán del asunto son Dios y La Preciosa, pero no te preocupes porque yo les voy a contar lo que ha sucedido. El Señor siempre perdona a los que se arrepienten y La Preciosa… bueno, ella es la mujer más buena y benevolente que puedas imaginar porque es la madre de Dios. Más aún, yo también voy a necesitar de su asistencia por ser un mentiroso.

    —¿Por mentiroso? —preguntó él sumamente confundido.

    —Pues sí, por mentiroso, por mentiroso —recalcó el cura con un gesto de complicidad—. Lo que no vamos a poder esconder es ese chichón de manzana, así que tendremos que inventar alguna excusa y decir…

    —¡Puedo decir que me ha caído una maceta en la cabeza!

    —Hombre, tampoco hay que exagerar.

    —Entonces diré que me han golpeado con una piedra. No, mejor aún, diré que me he dado un porrazo jugando al fútbol.

    —No, déjate de violencias o faltas al borde del área —rectificó indulgentemente don Segisborbio—. ¿Quién te iba a dar una pedrada? ¿Y por qué? La violencia, cuanto más lejos, mejor. Y lo del fútbol tampoco vale. En uno y otro caso tus padres te harán preguntas que no vas a poder contestar.

    —Pues alguna vez hemos hecho dreas entre los amigos y he estado a punto de recibir. Madre lo sabe. Ella se enfada y dice: «¡Que sea la última vez! ¿Me oyes?» pero luego se encuentra uno con ganas de dar candela y ya puede imaginar lo que ocurre.

    —Me lo imagino, me lo imagino… Pero eso está mal y ahora no viene al caso. Verás, la solución es mucho más sencilla; di simplemente que has tropezado al bajar por la escalera que conduce a la plaza. Eso le puede pasar a cualquiera… y en ello estaremos los dos; tú en el hablar y yo en el callar. Estoy convencido de que La Preciosa habrá de disculpar este pequeño secreto.

    No quedó más remedio que aprobar tales razones. Las palabras del cura eran acertadas y llegaban cargadas de persuasión. Sabía perfectamente lo que convenía a cada persona y para convencerle a uno colmaba el discurso poniendo toques sosegados y afables en medio de su autoridad. Eso, desde luego, se le daba bien. Al cabo, tantos consejos llenos de convicción y experiencia fueron como una especie de bálsamo que tonificó su cuerpo por fuera y por dentro. Por fuera, de hecho, la cosa mejoró ostensiblemente al ir remitiendo el dolor. Ni de lejos podía decir que estaba recuperado o que allí se había obrado un milagro, pero al menos consiguió ponerse de pie y dar unos primeros pasos.

    —¡Magnífico! —Exclamó don Segisborbio al ver que sus ruegos empezaban a hacer efecto—. Dentro de un rato te encontrarás perfectamente y en un par de días el chichón habrá desaparecido. A ver —prosiguió empujándole con suavidad—, ven conmigo. Vamos a hacerte un arreglo. Por cierto, Atilano, ¿dónde vives?

    «Cerca del ayuntamiento —fue la respuesta—; en el barrio de la otra iglesia…». Pero no hacía falta que le acompañara, no, de ninguna manera. Podía ir solo a casa porque ya era mayor. Había cumplido once años en febrero y le quedaban únicamente seis meses para los doce… Trabaron conversación y la mutua confianza no tardó en afianzarse. ¿El colegio?... Bien. Madre decía que, de seguir así, habría de ser alguien importante el día de mañana. Don Segisborbio escuchó con atención y aportó comentarios breves, sin duda, por el deseo de acercarse a la ovejuela descarriada que acababa de rescatar. Precisamente, y a cuento de su misión pastoral, se permitió dar una exhortación y vino a decir que tal vez el contratiempo sufrido fuera un pequeño castigo de la divina Providencia por haber querido disponer de los bienes ajenos. No, no debía robar manzanas, ordenó con voz grave. En lo sucesivo, simplemente con pedirlas podría tener todas las que quisiera.

    Él, por su parte, notó que se encontraba muy a gusto junto al sorprendente cura; contento por el instructivo y ameno diálogo que mantenían pero, ante todo, por haber salido de aquella situación mejor parado de lo que cabría esperar. Le llegaba algún que otro quiebro según iba andando, pero lo importante era que los huesos estaban intactos y las pelotas en su sitio. Acaso… el amor propio lo tenía herido de verdad y por eso lo notaba tan desbaratado. La cosa, sin embargo, no habría de trascender ya que el azar le había puesto en manos de aquel individuo y, por obra y gracia suya, estaba en disposición de reparar los añicos del orgullo sin pasar por mayores aprietos. Había tenido tanta fortuna que contaba incluso con una buena respuesta para justificar el escandaloso chichón que lucía en la testa.

    Cuando llegaron a la Casa Parroquial, tras rodear la parte trasera de la iglesia, el cura se presentó formalmente ya que en ningún momento había mencionado su nombre. El descuido, aseguró, se debía al imperativo de arreglar cuanto antes el desaguisado de la caída. En adelante, dijo acercándose a su oído, «un amigo» para lo que fuera menester… Mientras giraba la vieja llave en la cerradura, él tuvo ocasión de fijarse detenidamente en su efigie. Era un hombre de mediana edad; ni feo ni agraciado, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco. Mediano en años y en todo. Su rostro, perfectamente rasurado, mostraba surcos bien definidos en la zona de las sienes, justo allí donde el pelo iniciaba el repliegue ordenado por la calvicie. Las patillas, blanquecinas y cuidadas, le daban un aire noble. Del cuello hasta los pies poco cabía ver porque su indumentaria negra bajaba como un tubo monótono y opaco, pero sí eran dignos de atención sus dedos por lo trabajados y ásperos. Él siempre se fijaba en las manos de las personas y aquellas, en vez de tocar misales y paños santos, más parecían acostumbradas al rigor del laboreo con adobes. También era notable su mirada. No dejaba de sorprender que, siendo espejo del alma y de un corazón tan afectuoso, fuera en realidad tan distante y fría. La causa, probablemente, debía residir en razones tales como el conocimiento profundo que tenía de los dogmas sagrados y en la custodia que estaba obligado a hacer de todo lo que recogía dentro del confesionario. Él mismo, enfrentado cara a cara con aquel hombre, se sentía traspasado y desnudo, absolutamente indefenso ante su pensamiento. De hecho, en aquel instante todo su afán se centraba en no dar pistas que pudieran revelar deseos, sentimientos o necesidades; incluidas, por ejemplo, las que le pedían beber algo o ir con urgencia al excusado.

    —Adelante, muchacho —dijo don Segisborbio cortésmente—. Estás en tu casa, acomódate. Voy a buscar algo frío para intentar que baje la hinchazón, a ver si conseguimos que la manzana se quede en nada. Y escucha —añadió al tiempo de cerrar la puerta—, si lo deseas, puedes ir al excusado mientras yo te preparo un refresco. Seguro que tienes ganas de beber algo después de pasar tantas vicisitudes.

    Efectivamente, no fallaba; no había manera de escapar al misterioso sondeo que don Segisborbio hacía en su alma. Empezó a creer que aquel sacerdote tenía una facultad especial; una gracia divina, acaso, que le situaba muy por encima de la mayoría de los mortales. Notó cómo su admiración crecía hacia él. Si era capaz de saber tantas cosas, y además podía administrar su conocimiento con toda aquella sapiencia, como de hecho sucedía, entonces don Segisborbio era un santo. Y no solo eso. Le había proporcionado un vaso de agua con zumo de limón y azúcar, y ahora también podía decir que a sus aptitudes espirituales y cognitivas unía una estimable habilidad culinaria para hacer más dulces los malos tragos de la vida. Compartieron ambos la jarra de limonada y entre sorbo y sorbo él tuvo buen cuidado de aplicar el frío del vaso no solo a los labios, sino también al tolondro; todo ello, naturalmente, siguiendo punto por punto las instrucciones del amable protector. El cura acabó de rematar la operación con un poco de alcohol y abajo, en la entrepierna, dejó el asunto zanjado a tenor de lo que había confirmado la visita al retrete: se trataba de un enrojecimiento que solo producía una leve molestia.

    Don Segisborbio, siempre diligente, le invitó entonces a conocer los sobrios habitáculos de la casa y luego le hizo pasar a su despacho. La sala, de forma rectangular, no era muy grande pero sí acogedora. Los muros encalados, casi desnudos, lucían zócalos de mampostería y el techo quedaba resuelto con una sugerente obra de bovedillas en forma de cañón. Cierta chimenea ubicada en uno de los vértices del recinto abría su boca oscura hacia la puerta de entrada. En medio de la campana había un crucifijo de metal colgado de un clavo y en la base un pequeño cesto con varios leños. Todavía brillaban entre las cenizas de su vientre algunas ascuas de la noche anterior… A ambos lados, colocadas en las respectivas paredes, dos estanterías soportaban el peso de gruesos volúmenes; algunos, por cierto, decorados en sus lomos con artísticos tejuelos y fantasías de oro. El escueto mobiliario se completaba con una mesa, un butacón y una silla, amén de un pequeño reclinatorio colocado en la esquina opuesta a la chimenea, justo allí donde se encontraba la única ventana que iluminaba el conjunto. Sobre el dintel de la puerta, un reloj de péndulo murmuraba cadenciosamente el tictac de las horas y más allá, disimulada por el color y el tamaño, puesto que era muy pequeña, otra puerta perfectamente cerrada daba paso al que don Segisborbio denominó… «el atajo».

    —A veces lo uso —reveló— para acceder a la iglesia sin salir de casa.

    La mesa, sencilla y amplia, era receptáculo de papeles diversos, un libro de tapas negras, dos plumas estilográficas y otro crucifijo, pero lo más notable fue descubrir que también era el soporte de aquello que tanto andaba mencionando aquel cura desde que le encontrara en el huerto: La Preciosa. Hacía rato que él estaba intrigado con la naturaleza que pudiera tener aquella señora, pues nunca antes había visto a nadie tan enfervorizado con algo, y ahora la tenía enfrente; ubicada cerca de uno de los bordes del mueble y presidiendo como una reina el resto del despacho. La Preciosa, al cabo, era una imagen tallada en madera que representaba a una Virgen. Quienquiera que fuera el escultor no se había detenido en el detalle exquisito, pero sí en la armonía de las líneas generales. Su semblante era juvenil, casi de niña, y en él destacaban ante todo los ojos; unos ojos claros y grandes, pintados con bellas tintas de esmalte. El resto de la figura, coloreada también con unos pocos tonos, quedaba resumida casi enteramente en una capa larga, un velo y una delicada corona. Los pies descalzos se apoyaban sobre una peana redonda elaborada dentro de la misma pieza. Él ya había podido comprobar que don Segisborbio era un devoto incondicional de aquella Virgen, que la tenía continuamente en su pensamiento y que aprovechaba cualquier oportunidad para darle las gracias o pedirle favores; por eso no le extrañó que, al poco de haber traspasado el umbral de la puerta, se apresurase a hacer una genuflexión y a persignarse ante ella con pío respeto.

    —Atilano —dijo lleno de místico arrobo—, te presento a la Virgen de los Deseos; de los buenos deseos, naturalmente. A mí nunca me ha fallado. Estoy convencido de que lo tuyo ha salido adelante gracias a su ayuda. Yo la llamo La Preciosa porque verdaderamente me parece la mujer más preciosa del mundo; no en vano es la madre del Señor. ¿Te has fijado en sus ojos? Observa qué hermosos son. Cuando los miras y ves que te miran, diríase que una especie de calor invade tu cuerpo y que tu espíritu…

    Por entonces él era todavía un niño. Entendía que el mundo estaba compuesto de cosas sencillas e inmediatas; de derechos parciales, de obligaciones menores, de colegio, de fútbol, de hurtos esporádicos y de fantasías diversas —en ocasiones, disparatadas—, pero en modo alguno era capaz de comprender los complicados vericuetos del universo de los adultos. Que él recordara, no consiguió ver nada en la figura de La Preciosa por más que don Segisborbio, con el rostro transfigurado, insistiera en ello. La estatua, simplemente, era bonita; resultaba un adorno adecuado para el despacho, aunque no fueran evidentes, como decía el cura, la grandiosidad, el misterio, la fuerza y el simbolismo contenidos en sus formas. Calor sí que se notaba, desde luego, pero era más bien el que procedía de aquellos muros repasados por el sol o quizá de las moribundas brasas de la chimenea. O también, por qué no pensarlo, de las palabras afectuosas que tuvieron oportunidad de intercambiar en la tertulia posterior, sentados cada uno a un lado de la mesa. Resueltas todas las necesidades, la tarde fue desgranando el tiempo lenta y apaciblemente, como si quisiera aportar una última ayuda haciendo que los minutos fueran apósitos invisibles. El espacio, el ambiente, aquellos rayos de luz que traspasaban los cristales con una trayectoria oblicua, el silencio depositado en las estancias; el aire denso, impregnado de un sugerente y tibio olor a mueble viejo. Todo parecía formar parte de un decorado especial, diseñado específicamente para poner en sazón los sentimientos nobles. Aquel lugar impresionó su percepción infantil de tal modo que, llegada la hora de irse, notó que una cierta desgana le impedía levantarse de la silla y también —lo que era más importante— que un grato sentimiento le inundaba por haber encontrado una nueva amistad y un cobijo entrañable. Cuando se despidieron, prácticamente todo estaba dicho. Don Segisborbio puso a su disposición aquella casa para lo que necesitara, le hizo una recomendación final y, en último término, le dio un cariñoso cachete a modo de penitencia. Supo entonces, según bajaba luego calle abajo, hacia la plaza, que aquella tarde había encontrado un amigo pero un amigo muy singular, pues aquel sacerdote, emulando tal vez el misterio de la Santísima Trinidad, se desdoblaba dentro de su corazón como amigo y confesor pero igualmente, sin saber por qué, también como… padre.

    Padre también era bueno, igual que don Segisborbio, pero tenía el defecto de embriagarse a menudo. Consciente de que su forma de ser no era la ideal, pedía perdón cuando estaba sereno por haberse emborrachado y cuando estaba borracho se disculpaba, con voz balbuceante, por no haber sido capaz de permanecer sereno. Al principio, no obstante, las cosas eran distintas. Al principio, en aquel tiempo dichoso en que él conociera a don Segisborbio, padre era un hombre normal, como cualquier otro; noble hasta donde le permitían sus limitaciones, sonriente, serio, hablador, parco en palabras cuando alguna cuestión le quitaba el sueño y feliz, en resumen, con su pequeña vida, su hacendosa mujer y su primogénito. Por aquel entonces trabajaba mucho. El cargo que desempeñaba en el Ayuntamiento como «Asesor Consultivo Jurisdiccional», según decía él pomposamente —secretario a secas para todos los que le conocían—, le obligaba a faenar durante la tarde y a viajar dos o tres veces por semana ya que también era el responsable de algunos consistorios vecinos. Cuando se marchaba, siempre tenía un beso preparado para madre y una recomendación afectuosa para él: «Atilano, vuelvo mañana (o pasado mañana); pórtate bien con tu madre y come todo lo que te ponga en el plato». Le daba luego unas palmadas suaves en el rapado cogote y, tras una última carantoña ofrecida a cualquiera de los dos, esposa o hijo, cerraba la puerta. Aún decía adiós desde la calle un minuto después, con el brazo en alto y mientras acomodaba el breve equipaje o el abrigo en el asiento trasero del utilitario. Con la nariz pegada al cristal de la ventana y madre cobijándole la espalda, él hacía lo propio y se quedaba tan contento, sabedor de que su libertad pasaba a estar algo más desatada y de que, cuando se produjera el regreso, probablemente habría de tener algún obsequio tipo lapicero, goma de borrar, libreta, tebeo o, si era el momento, calendario para el año nuevo. La pequeña bolsa de caramelos llegaba también de forma ocasional y a veces incluso algún juguete que, no por pequeño y modesto, venía menos cargado de buenas intenciones. Durante aquellas ausencias, a solas con madre, conseguía que ella le perdonara no comer ciertos alimentos y que le concediera un tiempo extra para holganzas y diversiones. No sabía que una parte de ese tiempo estaba destinada a vagabundear por los aledaños del pueblo ni mucho menos que, esporádicamente, fueran consumidos algunos ratos en visitar los árboles albergados en el huerto de la iglesia.

    En invierno, con el viento ululando entre las casas y los chuzos colgando por doquier, las posibilidades eran más restringidas, pero también se ofrecían nuevas vías de actuación y disfrute. Charcos helados, dreas a base de castañas calientes —compradas en los soportales de la plaza—, fiestas patronales, matanza, la llegada de la nieve… Sí, en cierto modo, hacer bolas de nieve, dar forma a su redondez y, posteriormente, un mordisquito a su gélida textura, constituyeron en su momento un sustituto muy apropiado para la veraniega actividad de hurtar manzanas. El invierno de aquel año, cuando se hizo amigo de don Segisborbio, fue precisamente uno de los mejores que él habría de recordar porque el cura, a modo de regalo navideño, le permitió subir al campanario de la iglesia para ojear desde allí la mancha que cubría el mundo —maravillosa en su limpieza y perfección— y porque madre, no menos excelente, anunció llena de júbilo que se había quedado embarazada. Para entonces, la cruda realidad había ido ganando algunas parcelas a su ignorancia infantil —como era el caso de la referida a la fiesta de los Reyes Magos y toda su parafernalia—, pero, aun así, no pudo conciliar el sueño aquella noche ante tanta visión espectacular —tejados hechos de algodón, campos cubiertos hasta el horizonte con una sábana, caminos nuevos tejidos en maraña por ruedas o pisadas— y ante la buena nueva; aquella que le prometía un compañero de aventuras o tal vez una hermanita delicada y menuda; guapa como su madre y a la que habría de enseñar cosas tan inusuales para una señorita como subir a los árboles o librar dreas.

    Padre, durante aquellos días, no cupo en sí de gozo. Lo cierto era que ya antes, cuatro o cinco años atrás, había estado a punto de afianzarse en su papel, pero sus expectativas se habían visto truncadas a causa de un aborto inesperado. El suceso fue un golpe duro. Madre, de hecho, estuvo decaída durante una larga temporada y cuando se recuperó no quiso, de momento, crear posibilidades de pasar por un nuevo trauma. Razones no había para que volviera a repetirse una mala gestación ya que era una mujer sana, fuerte y parida, pero el miedo continuó allí, metido en su cuerpo, y determinó que durante un tiempo ella optara por dejarlo en barbecho. Esa era la razón de que él, su unigénito, hubiera ido creciendo hasta hacerse mayor y de que, con once años cumplidos, estuviera a falta de compañía fraterna. Padre, en su día, le explicó que no debía preocuparse por ser hijo único y que todo habría de llegar, pero de un tiempo acá él había insistido en el asunto prodigando zalamerías y cándidos chantajes para que ambos progenitores terminaran con aquel período de descanso y dieran los pasos necesarios —conocidos a medias, la verdad— para proporcionarle un hermano. Por eso no creyó que fuera cierta la noticia cuando aquella mañana de Navidad le dijeron que sus demandas habían cuajado finalmente en la diminuta, oculta y enigmática criatura que llevaba madre en la tripa.

    Uno de los primeros en participar de toda aquella alegría fue don Segisborbio, pues, habiendo confirmado que la familia habría de aumentar para cuando mediara el otoño, él se apresuró a comunicarle el evento, como era de ley entre buenos amigos, y a decirle que, posiblemente, sus nuevas obligaciones no le iban a permitir efectuar las acostumbradas visitas a la Casa Parroquial con tanta regularidad. Recordaba perfectamente con qué afán subía calle arriba, hacia la iglesia, y cómo transcurrió el coloquio entre jadeos por su parte y una sosegada atención por parte del cura.

    —Pues sí. Voy a tener… voy… un hermano, ¿sabe? ¡Madre está preñada y voy a tener… un hermano!

    —Atilano, hijo, respira. Cálmate y no seas vulgar. ¡Preñada, preñada…! Preñadas están las vacas o las conejas. Di mejor que mamá está encinta o en estado; es decir, que ha concebido una nueva criatura del Señor.

    La matización, desde luego, era sensata y venía muy a cuento.

    —¡Bueno, pues que madre está en est…!

    —Pero es una estupenda noticia —interrumpió don Segisborbio esbozando una amplia sonrisa y dándole un abrazo—. Te felicito, Atilano. Y mi enhorabuena también para tu madre. ¿Sabes? Ser madre es una de las cosas más extraordinarias de la vida, una de las que más felicidad pueden dar a una mujer. Imagínate cómo debe ser la felicidad de La Preciosa, allá en el cielo, habiendo sido la más afortunada de todas las madres.

    —Oiga, padre… Y ¿podré traer a mi hermano aquí? Cuando crezca un poco, claro… Así podría usted enseñarle también cosas de latín y religión.

    —¡Qué cosas dices, muchacho! Verás, tenemos mucho trabajo por delante. Hemos de bautizar al bebé, ponerle un nombre, orientar sus pasos a medida que vaya creciendo… Tendremos que enseñarle también los huertos, la historia de este pueblo y las panorámicas que se ven desde el campanario. Y, por supuesto, aprenderá la sintaxis del latín como si fuera un romano.

    —Lo malo es que seguramente tendré que cuidarle mucho al principio porque, lógicamente, cuando mame de las tetas y se le salga la leche al eructar, o cuando se cague, o cuando berree, alguien tendrá que echar una mano. Como padre viaja a menudo… Habrá días en los que no podré venir por aquí. Se hace usted cargo, ¿verdad?

    El cura se hizo cargo, pero no sin antes persignarse ante cada uno de aquellos rudos vocablos, corregir una expresión tan desmañada y encargarle resignadamente que transmitiera a madre sus mejores deseos. Hacia mediados de enero, precisamente, padre también llegó cargado de muchas felicitaciones y de hermosos regalos. Aquel día había estado en la ciudad y, una vez resueltas sus obligaciones como… secretario, se había dedicado a mirar escaparates. Madre recibió una preciosa pulsera y unos pendientes a juego para celebrar su futura maternidad y él, como hijo único que pronto iba a dejar de serlo, y ya que tanto le gustaba la «parte histórica» del pueblo, un libro de cuidada edición titulado Historia de la villa; de la villa donde él residía, naturalmente. ¡Qué buenos momentos aquellos!... Los meses que siguieron luego fueron un tiempo para admirar. Admirar cómo crecía el vientre de madre, cómo estaba cada vez más bella y cómo era posible que aquello fuera posible. Admirar el estupendo lugar donde le había tocado nacer por todo lo que conocía pero, asimismo, por todo lo que le iba mostrando aquel magnífico libro según se adentraba en su lectura. Admirar la primavera, que una vez más traía flores para los manzanos; admirar los feraces campos, tan preñados de buenos augurios como madre, el bosque extendido sobre las colinas, el horizonte sin nieve que se veía desde la torre. Admirar el ajuar y los detalles que fueron entrando en casa para dar la bienvenida…

    Nada hacía pensar que todas aquellas ilusiones pudieran terminar con el verano; que fueran vacío, polvo, nada; que al cabo se tornaran en materia de pesadilla. ¿Qué pudo salir mal? ¿Qué se estropeó dentro de la barriga? ¿Por qué hubo de tocarle a ella; a ella, que ya había sido castigada con un fracaso? Madre se marchó en octubre, cuando las hojas de los árboles empezaban a amarillear y caían al suelo sin vida. Viéndolas, le pareció que se habían confabulado para hacer una cruel premonición porque, con la primera de ellas que se puso marchita, madre empezó a sentir que algo no marchaba bien del todo. Después, los acontecimientos se sucedieron muy rápido. El otoño se llevaba lo que le pertenecía y padre llevó a madre a la clínica pero no porque viniera la criatura, sino, justamente, porque no venía de ninguna manera pese a que las cuentas estaban cumplidas de sobra. Murió por la mañana, a primera hora; en una habitación aséptica y fría, lejos de su unigénito —que habría de ser tal cosa ya para siempre— y entre gritos provocados por la vida que no llegaba y la suya, que se le iba. Eso fue lo que dijo padre, «que era un varón lo que madre llevaba dentro y que cuando la tomó el doctor la suerte estaba echada». Alea iacta est.¹ Se fueron los dos, ella y el pequeño sobre el que tantos proyectos habían hecho; el que sin duda hubiera sido un buen aprendiz de latín, además de estimable hermano. El sepelio, oficiado por don Segisborbio, fue sentido, lleno de emoción y de rosas. Los vecinos del pueblo, la lejana familia… Todos estuvieron allí, mojando con sus lágrimas el césped del camposanto; intentando acaso regar la tierra removida por ver si, cual plantas nuevas, les fuera dado resucitar a aquellos dos inocentes. Por expreso deseo de padre los enterraron juntos; madre debajo y el nonato arriba, sobre su regazo. Ataúd sobre ataúd, fueron cubiertas las cajas y el mundo quedó de repente plano, sin sentido; absolutamente desprovisto de vida. Aún podía recordar cuán fúnebre parecía el pueblo desde la mediana altura donde se ubicaba el cementerio; qué similares eran las esbeltas torres de las iglesias a los austeros cipreses; qué lejano, qué irreal se le figuraba todo, toda su existencia. Solo con pensar que a partir de aquel momento tendría que arreglárselas sin la presencia de madre, sin sus consejos, sin su guarda y sus regañinas, notaba que la cabeza se le desmayaba y que el corazón, pleno de angustia, dejaba de latir. ¿De qué modo podrían continuar? ¿De qué modo podrían salir adelante padre y él si no contaban más que con la mutua compañía, si se habían quedado solos, solos, solos…?

    Don Segisborbio —amigo, confesor y padre— fue más padre que nunca por sus palabras de consuelo. Abatido como estaba el biológico hasta lo indecible, fue él quien se encargó de murmurar piadosas oraciones, de apretarle afectuosamente contra su regazo, de secarle las mejillas. Por segunda vez en poco más de un año, aquel cura se puso de rodillas ante él para ofrecerle lo mejor de su persona —ayuda, ánimo, aliento—, para acariciar su pelo hirsuto y dolorido, para decirle que… «mañana habría de ser otro día». Tenía razón, en efecto, porque todo comenzó a cambiar con la llegada del nuevo amanecer. La casa desierta, terriblemente desolada, se convirtió en el mejor testimonio de la pesadumbre que padre y él guardaban en el alma. Al otro lado de los cristales no era posible ver nada que no fuera tristeza; tristeza condensada en el aire frío y húmedo, en la alfombra de hojas secas, en las personas sin nombre que caminaban por la calle; en los vehículos quietos, muertos también ellos en cualquier aparcamiento o al borde de la acera. Las oscuras nubes amenazaban con llover. Octubre, octubre… Lluvia de lágrimas para enjuagar el dolor que anidaba en los aleros; para lavar, quizá, la tremenda culpa de Dios y de Su Corte. ¡No fue posible hacer nada en la Tierra; no se pudieron salvar con los humanos instrumentos y potencias aquellas vidas imprescindibles! Así lo confirmaron los entendidos, y padre y él hubieron de aceptar todo —sagrados designios y dictámenes médicos— como hechos consumados.

    Padre, ciertamente, tuvo un principio de fortaleza y quiso encarar la nueva situación como si no fuera más que una adversidad de segunda categoría. Sus ajustadas responsabilidades en los consistorios, su horario estricto, sus viajes; sus nuevas obligaciones como amo del hogar, como

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1