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Rincón del Valle
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Libro electrónico358 páginas5 horas

Rincón del Valle

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Entre el progreso y la desidia de los escrúpulos.

Lo que los humildes campesinos del pueblo de Rincón del Valle jamás sospecharon es que junto con las promesas de desarrollo y bienestar que el gobierno de turno hace cuando presenta una nueva carretera se deslizarán, como una serpiente sibilante, el desorden, la suciedad, la corrupción, el narcotráfico, el crimen y los peores padecimientos morales.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento16 oct 2019
ISBN9788417856519
Rincón del Valle
Autor

Osvaldo Gil Landívar

Osvaldo Gil Landívar nació el 8 de mayo de 1969 en la ciudad de Santa Cruz de la Sierra (Bolivia). Es de profesión ingeniero agrónomo, su actividad principal. Ha escrito a la fecha cuatro libros, uno de ellos, Equilibrio, del género ensayo, fue publicado en su país por la editorial de la Universidad Privada de Santa Cruz (UPSA) y posteriormente, en una segunda edición, por la editorial La Hoguera; siendo mencionada como una de las mejores obras del 2016 por la prensa en su país natal. Su trabajo Xingú-aguas buenas, del género novela, fue publicada con muy buenas críticas por la editorial Imagomundi, dependiente de la editorial El País, también en Bolivia. Al momento tiene concluidas dos novelas completamente inéditas: La última oportunidad y Rincón del Valle, ambas de ficción.

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    Rincón del Valle - Osvaldo Gil Landívar

    Rincón del Valle

    Rincón del Valle

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417813536

    ISBN eBook: 9788417856519

    © del texto:

    Osvaldo Gil Landívar

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Dedicado a mi esposa Consuelo, a quien agradezco infinitamente su paciencia, apoyo y comprensión en estas mis eternas horas de soledad creativa.

    También debo un agradecimiento especial a mis primeros lectores y asimismo grandes colaboradores: Andrea Wenceslau Mercado, Rocío Suarez Laguna y Luis Alberto Paz (Pio), gracias a todos por su tiempo, valiosos aportes y consejos.

    Reducción de Santiago de Chiquitos — Sudamérica, verano de 1767

    El sol cae inclemente sobre las espaldas de los trabajadores de las plantaciones. Este año se están cosechando algo más de diecisiete hectáreas de maíz; la producción sobrepasa por mucho las expectativas. La tierra es pródiga, todo lo que se cultiva es devuelto con generosidad por la naturaleza. Los sacerdotes de la orden de la Compañía de Jesús, a diferencia del grueso de los conquistadores de América, hacen una gran labor no solamente evangelizando a las tribus nómadas, sino también enseñándoles los secretos de la agricultura e introduciéndolos en el arte de la música, de las letras y la artesanía.

    Las circunstancias no pueden ser más convenientes para los curas jesuitas: las condiciones climáticas perfectas, la riqueza de los suelos, la gran cantidad de animales silvestres para la caza, las maderas exóticas de altísima calidad, la abundancia de mano de obra, pero, sobre todo, el haber encontrado fuentes importantes de oro en los arroyos que abundan en la región ha permitido que las misiones prosperen de manera excepcional. Bellísimas iglesias construidas con madera labrada, altares bañados en oro y altos campanarios desde donde se domina la vista a kilómetros de distancia, se edifican en todas y cada una de ellas como si de una competencia arquitectónica se tratase.

    Pero la vida fácil y la acumulación de riquezas, pese a que la Compañía de Jesús cumple prolijamente con los impuestos reales, está ocasionando que algunas autoridades del virreinato los miren con cierta envidia e incluso empiecen a recelar de la fidelidad de los jesuitas, sobre todo después de enterarse de que han organizado su propio pequeño ejército, con el pretexto de protegerse de tribus indómitas muy agresivas y repeler el avance de los bandeirantes que incursionan desde el este de estos territorios en busca de esclavos indios. Algo que, como era de prever, no es visto con buenos ojos por los representantes del rey Carlos III.

    Peor aún ahora que el monarca acaba de decidir expulsar a los jesuitas de España y de todas las colonias en América. El motivo: una propuesta de su ministro Campomanes por haber propiciado, supuestamente, los jesuitas españoles el denominado motín de Esquilache, en el que murieron cuarenta civiles bajo las balas de la guardia real. Una de las aparentes causas para el alzamiento popular fue la aprobación de un decreto que prohibía el uso de la capa y el sombrero de ala ancha para evitar esconder armas y productos de contrabando. Aunque la teoría más acertada indica que el motivo de fondo que precipitó la drástica decisión del rey fueron las intrigas de las diferentes órdenes religiosas, que miraban con envidia a la intelectualidad jesuítica que prosperaba a velocidades alarmantes tanto en poder económico como político. Pero lo cierto es que, sin importar cuál haya sido el verdadero motivo, algo que sucede a varios miles de kilómetros de distancia y en otro continente es lo que sentencia a la peor suerte a los sacerdotes de las misiones jesuíticas de América del Sur.

    Uno de estos sacerdotes es el padre Daniel Abransen, un hombre de buen porte, robusto como un toro, por no hablar de su incipiente sobrepeso; tiene los cabellos rojos y la piel muy clara, salpicada por un millón de pecas que matizan su semblante bonachón. Si bien su familia es de origen nórdico, por lo que habla bajo alemán, en realidad nació en el sur de Portugal, donde llegaron sus padres en busca de mejores días al ser contratados por la monarquía portuguesa para fabricar goletas y carabelas para llegar hasta el nuevo mundo. Daniel Abransen ingresó en la Compañía de Jesús a los dieciséis años. Sus padres, como una forma de agradecimiento a las monarquías española y portuguesa, para las cuales trabajaban desde hace muchos años, lo que les permitió acumular cierta riqueza, ofrecieron al menor de sus hijos para que sirviera a la Iglesia católica, pilar importante de estas monarquías.

    El padre Daniel, tras terminar el seminario, llegó con solo veinticuatro años a las reducciones de Chiquitos. Si bien no tenía vocación sacerdotal, accedió con gusto a la petición de sus padres para servir al rey y a la Iglesia, y esto es algo que llena de orgullo al joven, y más ahora que se encuentra viviendo, literalmente, en el paraíso. Él se ha formado en los sólidos principios misionales de la Compañía de Jesús, donde se profesa la entrega total a la evangelización y una moral intachable. Una disciplina casi militar.

    El trabajo diario como misionero es verdaderamente extenuante, no hay momento para el descanso. Inicia su jornada una hora antes de salir el sol, celebra la misa, imparte catequesis y visita a los enfermos; luego, hace un recorrido por los talleres artesanales donde, junto con su compañero de misión, enseña y supervisa carpintería, lutería, herrería, alfarería, pintura, música y otras técnicas y artes. El trabajo agrícola de la reducción también es guiado y supervisado con rigurosidad y el día no termina sin haber administrado a los nativos los sacramentos del bautismo, confesión, extremaunción, matrimonio y otras prácticas de piedad sacerdotal.

    Esta vida de disciplina y comportamiento rígidos es controlada, de tanto en tanto, por su inmediato superior y ha logrado, en pocos años, que la dependencia y obediencia de los indígenas hacia los curas sea absoluta. Es tal la convicción y liderazgo que tienen estos imponentes clérigos que solo un par de ellos puede, sin grandes inconvenientes, manejar y hacer prosperar reducciones con poblaciones de hasta de tres mil almas. Ellos se han formado en los seminarios de la Compañía y han complementado sus estudios en universidades europeas, primero, y americanas, después. Por sus estudios y la disciplina adquirida, se han convertido en teólogos y filósofos con una fuerte formación humanística y espiritual, y han adquirido un gran talento organizativo que los hace aptos para atender todas y cada una de las vicisitudes de la vida de las reducciones y, sobre todo, llevar adelante su misión evangelizadora y la predicación de la doctrina y las virtudes cristianas en estas selvas remotas.

    Pese a todos los esfuerzos que deben realizar, es imposible tener una vida mejor. Aunque el calor en estas tierras es sofocante, las maravillosas selvas plagadas de cauces de aguas frescas, la buena comida y bebida en abundancia y, sobre todo, el haberse granjeado el cariño de los aborígenes, con quienes tienen una relación que se puede señalar con absoluta soltura como de paternalista, hacen que la sensación de bienestar, el sentirse útiles a la divina providencia y al papa, al que le deben total obediencia, los tenga completamente satisfechos. No hay duda de que estos curas tienen una vida feliz y hasta alborozada, se puede decir; viven en plenitud, cantan, bailan y tocan todo tipo de instrumentos musicales, y todo esto lo enseñan, con gran entusiasmo, a los hijos de los indígenas. Desde sus fundaciones, las misiones han prosperado notablemente en sus finanzas, la orden está acumulando una importante cantidad de oro en polvo y en pepitas que, en muchos casos, transforman en bellísimos ornamentos, sobre todo para los ritos religiosos. El futuro para los jesuitas no puede ser más prometedor, el mineral lo recolectan de ricos arroyos y, con la técnica del bateo, separan el mineral de la arena.

    Poco antes del amanecer, mientras el padre Daniel Abransen se apresta para empezar la jornada, es sorprendido por sonidos de trabucos disparados indiscriminadamente; aprovechando todavía la oscuridad de la noche y el elemento sorpresa, la misión es tomada en menos de quince minutos por el ejército del rey. Daniel Abransen jamás pensó que algo así podría llegar a ocurrir. Los curas, recluidos en la enormidad de la jungla, ignoran por completo lo que pasa en Europa; se encuentran tan seguros y felices en estos remotos lugares, que están dispuestos a consagrar el resto de sus días a la evangelización de estos enormes territorios. El capitán al mando de la cuadrilla realista les entrega una carta en donde el virrey les da veinticuatro horas para reunir sus bártulos y abandonar el lugar. Lamentablemente, no solo los expulsan de la misión, sino también del territorio español, y se ven obligados a salir en un penoso éxodo hacia Asunción, en Paraguay, para desde allí, intentar llegar a otros destinos en el mundo.

    Salen hacia Asunción en un dificultoso periplo, a rumbo y cortando selva. No tienen opciones, la única alternativa que les brinda el virrey para salvar sus vidas es que evacúen territorio español siguiendo esa ruta, la más directa hacia Río de la Plata. No hay camino, ni siquiera la más mínima senda, en realidad tendrán que viajar cientos de kilómetros rompiendo monte y guiándose por rústicos mapas y algunas referencias como ríos y serranías. La caravana es numerosa, a los curas de todas las reducciones de la zona les acompañan indígenas que les sirven como útiles ayudantes. Los misioneros, con la idea de que todo se trata de un malentendido y que pronto retornarán a sus reducciones, han enterrado en la selva, antes de salir, parte de los tesoros de la orden, otra parte se la han confiado a jefes y cabildos indígenas de absoluta confianza, como así también cada uno de los curas lleva una importante cantidad de oro en reductos especialmente dispuestos en los aperos de los animales de carga. Cada una de estas bestias lleva varios kilogramos de oro, una verdadera fortuna. El avance se hace lento, la densidad de la selva no les permite avanzar más allá de dos leguas al día. Llevan ya tres semanas de camino, los víveres empiezan a escasear, ahora básicamente tienen que cazar para poder comer.

    Al padre Daniel le ha sobrevenido una fuerte diarrea, acompañada de temperatura alta muy probablemente a causa del intenso calor y a la precaria condición en la que transportan los pocos alimentos que disponen. Para no atrasar el ya de por sí lento avance, en no pocas ocasiones el cura entra en el monte para aliviar la barriga, para luego, presuroso, alcanzar nuevamente a la caravana. En uno de esos apuros del cuerpo, mientras se detiene un momento para evacuar, pide a uno de sus compañeros que lleve su mula y el burro en el que tiene el oro bien escondido. La presión del estómago hace estragos en su voluntad.

    Solo se ha apartado unos pocos metros selva adentro, por fuera de la senda que deja la caravana en su avance, es imposible perderse, son poco más de cien personas las que conforman la tropa, entre curas jesuitas expulsados de las diferentes misiones, ayudantes indígenas, más las huellas de los animales de carga el rastro en la selva es claro. Tal vez el hecho de no tener con qué limpiarse, lo obliga a dar algunos círculos en el sitio para buscar las hojas apropiadas que cumplan con eficiencia la asignatura, o por el armadillo que intentó perseguir para la cena, o el hecho de estar rodeado de tantos árboles imponentes o, cómo no, también por su cualidad de poseer muy poco sentido de orientación hace que, al terminar la enmienda, su cerebro le juegue una mala pasada. Sale en busca de la caravana unos pocos grados desviado, pese a la cercanía a la senda, camina casi paralelo a ella sin poder encontrarla, peor aún, que después de rodear un par de enormes árboles empieza a perder severamente el rumbo. Todo se sale de control en el momento en que la caravana corrige el vector de avance hacia la izquierda, mientras él ya caminaba ligeramente desviado a la derecha. A medida que avanza rodeando los árboles, su brújula interna desvía el rumbo un poco más. El padre Daniel Abransen, quien por naturaleza es una persona distraída, cae en la cuenta de que tiene problemas cuando el viento que sopla desde el ángulo equivocado hace que, de pronto, deje de escuchar el barullo de la caravana. Solo era cuestión de guiarse por los sonidos para encontrar el rumbo correcto, pero rápidamente queda atrapado en la más absoluta de las soledades.

    Piensa que no puede haberse alejado tanto, y por esta razón toma en ese momento la peor de las decisiones: intenta volver sobre sus pasos hasta el sitio donde ha defecado. A cada paso que da, su cerebro agobiado por las circunstancias lo aleja más y más del rumbo correcto; sobre la hojarasca reseca no hay ninguna huella visible. Abrumado por las circunstancias y pese al gran esfuerzo que realiza, esa noche el padre Daniel duerme en la soledad de la selva completamente perdido.

    La situación es preocupante. Entró a la selva con las manos desnudas, no lleva ni siquiera un machete; no tiene agua, tampoco alimentos y la persistente diarrea mina a pasos alarmantes su resistencia. Solo son necesarios tres días para que su cuerpo llegue al límite de su capacidad de supervivencia. La sensación de abandono y soledad corroe también su sanidad mental. Después de deambular sin ningún criterio y con sus últimas energías, encuentra finalmente la senda dejada por el paso de la caravana; se da cuenta de que nunca se alejó más de un par de kilómetros del lugar donde se extravió. La imagen de la senda vacía es lo último que ve antes de perder la consciencia.

    El olor a humo y a carne asada es lo primero que perciben sus sentidos al despertar. Está desnudo en el interior de una choza baja, techada con hojas de palma. El cura fue encontrado milagrosamente por indígenas que cazaban por el lugar. Gracias a los cuidados prodigados por el brujo de la tribu, quien lo dosificó con la más completa colección de infusiones y empastes mientras dormitaba inconsciente, ha salvado la vida. La oportuna rehidratación de su cuerpo ha obrado un verdadero milagro; el cura, mientras desde su lecho intenta reconocer el lugar, escucha en un dialecto que le resulta familiar voces de personas que conversan más bien en tono preocupado.

    Haciendo un gran esfuerzo, llega hasta el umbral de un resquicio abierto ubicado en uno de los costados de la choza que hace las veces de puerta. Se da cuenta de que se encuentra en el campamento de una tribu muy extraña para él, pero el idioma en que se comunican estas personas es muy similar al que ha conocido en los últimos quince años, desde el mismo momento en que llegó a las misiones de Chiquitos. Pero esta gente es notablemente más alta y tienen un tono de piel un tanto más claro que los indígenas que ha conocido hasta ese momento; los accesorios y amuletos que usan, asimismo, nunca los había visto. Además, tienen el cuerpo tatuado y los lóbulos de las orejas y la nariz perforados, esto les confiere un aspecto feroz. Parece que se trata de una tribu guerrera, aunque su mirada serena y su expresión calmosa expresan algo muy distinto. Todo es muy confuso.

    Los aborígenes miran entre asombrados y curiosos al extraño quien, de repente, sale desnudo al exterior de la choza. Un temor súbito los invade. El padre Daniel es el primer hombre blanco que han visto en su vida, aunque ya habían oído hablar de ellos a miembros de otras tribus que mantenían contacto permanente con las misiones jesuíticas. Ellos quedan impresionados al ver a este ser de cabellos rojos y de piel tan blanca como las nubes, en la que parece tener tatuadas todas las estrellas del cielo. Pese a su apariencia fiera, estas personas no resultan ser agresivas, más bien se acercan al padre Daniel y, aunque medrosos, le preguntan si se siente mejor, si se puede decir esto de semejante estado en el que se encuentra. El poderoso hombre ahora es piel y huesos, pero ha pasado lo peor, en unos pocos días de buena alimentación el cura cambia de semblante. Pero algo anda muy mal para esta gente amable que le ha salvado la vida, es algo que se puede sentir en el aire; están siendo confrontados por una realidad cruel, circunstancias trágicas se suceden una tras otra en el campamento. Casi un tercio de sus habitantes han muerto afectados por una plaga de viruela y muchos de ellos parecen estar agonizando. La plaga amenaza con extinguirlos a todos. El permanente contacto con tribus nómadas que, a su vez, han estado en contacto con la gente blanca ha traído la desgracia a su pueblo.

    El cura de cabellera roja y cuerpo moteado por las pecas tiene una clara idea, por las experiencias vividas con los indios en su misión y sus estudios básicos de medicina, de lo que se debe hacer en estos casos. Rallando finamente algunos tubérculos con los que la tribu se alimenta, hace una pasta que mezcla luego con abundante agua limpia y con la cual recubre las doloridas úlceras de los enfermos, además de dosificar infusiones con algunas hierbas que reconoce del lugar y con las que, Lucas, el otro cura de su misión, curaba de todos los males a los indígenas que tenían a su cargo.

    Es sorprendente, pero tan básico tratamiento da excelente resultado y en poco menos de una semana no hay un solo miembro de la tribu enfermo. Bueno, aunque el efecto fue muy realista, la única verdad es que el cura Daniel llegó al lugar justo cuando la epidemia pasaba y ya había muerto el que tenía que morir y se reponía —ya que su organismo había desarrollado defensas de manera natural— el que se tenía que salvar. Pero no hay caso, para estas personas el padre Daniel es un enviado de los dioses para salvarlos de la muerte y, como él también está convencido de que Dios ha obrado a través de él para bien de estas almas, no hace mala cara al tratamiento de «semidiós» que recibe por parte de los miembros de la tribu en adelante.

    La caravana esperó al padre Daniel por un día entero mientras aprovechaban para descansar, pero al ver que no aparecía por ningún lado y, presumiendo que podría haber sido atacado por algún animal salvaje o tal vez por indios hostiles, decidieron seguir adelante. Pero por si acaso regresaba, dejaron su mula y el burro cargados con sus cosas en el sitio donde fue visto por última vez. La historia nos indica que no llegó un solo cura de esta caravana a Asunción. El destino de todos ellos es hasta ahora un gran enigma.

    Pese a que los indígenas que salvaron al padre Daniel encuentran a pocos kilómetros la mula y el burro vagando con sus cosas y con los aperos rellenos hasta el tope de oro, el cura, ante la falta de opciones, decide no abandonar más el lugar. El espíritu del hombre no podía haber aterrizado en mejor sitio, su rígida formación misional tiene mucho trabajo por hacer en este lugar.

    Rápidamente el cura se convierte, como no podía ser de otra manera, en el líder absoluto de la región, cristianiza a las almas y enseña los rudimentos de la agricultura, las letras y las artes también a estos indígenas. Por lo que, en su ignorancia e inocencia, estos humildes seres piensan que es un gran honor que las mujeres de la tribu sean servidas por el enviado de los dioses; y como él también está convencido de que todas estas extrañas circunstancias han sido promovidas nada menos que por los designios de la divina providencia y los misterios de Dios, no pone reticencias a la consigna. Por esta razón es muy difícil que el cura repita mujer a lo largo del mes. En más de una ocasión se vio en la obligación de atender algunos casos urgentes de tribus vecinas, quienes traían a la hija de un gran jefe, a punto de casarse, para que el brujo de cabellera roja la «bendiga» en una ardiente noche de pasión. Conveniente circunstancia que era aprovechada tanto por el cura, quien pensaba fervientemente que estos eran los designios del cielo, como por algunas indígenas calentonas que, ni bien desembarazaban, volvían por un servicio completo.

    Es bueno mencionar que, sin querer, el cura, en su labor disciplinaria, hace que estos sugestivos mitos sobre sus poderes celestiales se acrecienten cada vez más y más entre estos inocentes seres, por lo que los potentes genes tenían vía libre para diseminarse como reguero de pólvora entre la pequeña población. Era inevitable, asimismo, que los hijos, nietos y bisnietos del cura sean a su vez los preferidos por las hembras para reproducirse y, si es posible también, si era el caso, para el amor.

    En solo tres generaciones era muy raro ver algún miembro de la tribu que no tuviera esos enormes pies, esos voluminosos tobillos y pantorrillas, esos cabellos color fuego y esos entrañables ojos color miel. Era literalmente como si la naturaleza hubiese creado una nueva especie, parecían seres sobrenaturales, completamente diferentes al resto de los mortales. Perfectos…, bueno…, no eran, solo diferentes, aunque tal vez en esa diferencia está el poder atrayente que perturba, que hace, sobre todo a las mujeres, seres que podrían despertar la lujuria hasta de la más fría de las piedras. Bueno, tal vez se trate de una broma de mal gusto de la naturaleza y de las mutaciones genéticas, pero, sea como sea, es algo que ha trascendido por generaciones, alimentado por las calenturas del cuerpo.

    Estos seres acabaron, gracias a las enseñanzas del padre Daniel, asentándose en este recoveco del mundo después de milenios de incansable nomadismo, terminando así para siempre con su condición de seres trashumantes. La genética del cura era tan fuerte que la popularidad de sus genes dominantes invadió en pocas generaciones las características morfológicas de esta y de algunas tribus vecinas. La mezcla con los indígenas fue muy conveniente, los bebés parecen sacados de una máquina selladora, todos tienen una constitución maciza, su piel es de un brilloso tono cobrizo y, como vimos, sus cabellos son de un color fuego turbio, y, si bien tienen una combinación inagotable de caracteres y formas de ser, al igual que su ancestro de piel blanca y de cabellos rojos, todos ellos tienen una humildad y una propensión a la indefensión que abruma.

    Sudamérica — Rincón del Valle, 1984

    Capítulo uno

    ¡¡¡Yipiiii!!!, ¡¡¡yipiiii!!! Las mandolinas, violines, guitarras, acordeones y bajos resuenan por todo lo alto, la alegría de la gente de cabellos de fuego y ojos color miel es incontenible; las abarcas taconean el piso de arcilla apisonada con furia; una bruma de polvo envuelve el centro parroquial, donde los jaraneros de Rincón del Valle festejan por todo y por nada. Los rinconeños, gentilicio con el que se conoce a esta estirpe, son gente sencilla, pero sobre todo feliz; tienen una forma de ser franca, libre. Son personas alegres por naturaleza, las notas musicales de cualquier índole parecen estimular lugares precisos en sus cerebros, los que sin duda tienen conexión directa con su aparato motriz, puesto que ni bien escuchan los primeros compases, los deseos de bailar se tornan irresistibles.

    En este lugar habita una sociedad de personas humildes, carentes de las sutilezas del conocimiento y de las veleidades de las sofisticaciones de la vida moderna, pero de igual manera son inmensamente dichosos. Son personas llanas, de miradas y sonrisas generosas y, aunque sus conversaciones por lo general no abandonan el universo de lo coloquial, a la vez pueden contener profundas enunciaciones filosóficas. Son seres indiferentes a la malicia, inmunes a los formalismos, inflexibles con las suspicacias, gente que es más feliz mientras más simple es su realidad; estas personas parecen ser más humanas, más auténticas, más sinceras, más abiertas que el resto de los mortales, incluidos los de las galaxias cercanas. ¿Qué será lo que le da a la pobreza esa pureza de mente y espíritu?

    Los rinconeños, casi sin excepción, nacen con un cerebro evolucionado para ser personas tranquilas, no les importa acumular bienes materiales, que parece más bien que les estorban para poder vivir plenamente; prefieren una vida despreocupada, se encargan con energía, carácter y gran arrojo de lograr el bienestar antes que de joderse la existencia con preocupaciones y ansiedades generadas por la necesidad, casi espiritual, que tienen la mayoría de los seres humanos de cuidar y multiplicar bienes. Ellos trabajan lo justo para que les alcance para comer bien y festejar como es debido; simplemente ejercen su irrenunciable derecho a la felicidad, finalidad que logran sin grandes esfuerzos con una fórmula secreta, un ingrediente único e insustituible, el cual, como vimos, únicamente la pobreza proporciona. Es como si estuvieran patinando en el sitio, sin avanzar un solo milímetro, ni para atrás ni para delante, como trabajando duro para que la nada continúe siendo nada.

    Si nos remitimos a los términos estrictamente científico-genético, los rinconeños tendrían que ser considerados de otra especie diferente a la humana; se habían producido, por cuestiones atribuibles al azar y que solo la naturaleza y el aislamiento disponen, mutaciones tan importante en sus genes que determinaron una diferenciación cualitativa imposible de ignorar: sus pantorrillas enormes, su masa muscular sólida como una roca, la homogeneización del color de sus cabellos y de sus ojos color miel, su falta de carácter, su inocencia desproporcionada, su bondad infinita y su ausencia ridícula de malicia son características que los separan del resto de la humanidad; no cabe duda, su condición de humanos está en entredicho. Bueno, está bien, puede que no sean de otra especie, pero no se puede negar que son la más pura de las razas, la única que no solo ha estandarizado sus características morfológicas, sino también la afinidad de sus sentimientos y pureza de espíritu.

    Los rinconeños son gente desenfadada, festiva, esta alegría febril intrínseca también en sus genes, tiene sus implicaciones y derivaciones sobre todo en los carnavales; en los cuales, durante tres días, se sumergen en un frenesí de celebraciones desenfrenadas que, de a poco, año tras año, se convierten en sentimientos compactos de camaradería y hermanamiento de los diferentes talantes, temperamentos, humores, formas de ser, actitudes y disposiciones, unificados de tal manera que no tienen dudas de que es el mismísimo «dios momo» el que manipula las mentes de las personas, propiciando el contexto perfecto para que dicha celebración se transforme en una vivencia sin igual. Bandas musicales, desfiles de comparsas, alegres fiestas bailables, coronaciones de reinas, serpentinas, juegos con misturas, confetis, globos rellenos con agua perfumada y hasta con los talcos de la abuela han hecho que la preparación del carnaval, a la espera de estos satisfactorios momentos, sea algo en lo que los rinconeños se ocupan durante buena parte del año, a la espera de la llegada del próximo, y del próximo, y del próximo carnaval. Es, de hecho, una actividad de la que no pueden prescindir para poder ser felices.

    Rincón del Valle es un pueblito generoso, hecho de alegorías, metáforas y quimeras, como si su historia estuviera unida con amalgamas que se estiran y se encogen uniendo el pasado, el presente y el futuro; tiene calles anchas pobladas de casas sencillas, diáfanas todas ellas. La claridad de sus ambientes, de sus paredes inmaculadas, blanquísimas; sus interiores limpios y perfumados expresan la humildad y franqueza de sus moradores. Está ubicado en las estribaciones de lo conocido, en territorios remotos cuyos linderos se pierden por caminos somnolientos que van un poco más allá de la imaginación y de la memoria; poblado por callejuelas anodinas cubiertas por arenales recalentados; por laberintos de callejones divorciados poblados por casonas que se niegan a envejecer; suburbios por donde la pobreza se campea orgullosa; lugares habitados por gente con una extraña tendencia al conformismo. Todo en este lugar es particular, específico, como si quisieran dejar en claro al universo que son seres especiales, únicos. Desde su plaza principal es un desparpajo de estilos, parece como si cada jardín, cada banco, cada lámpara, cada paloma hubiera sido hecho por personas diferentes; además, es triangular, con solo tres calles y, por si fuera poco, está ubicada en la ladera de una loma empinada, por lo que todo está, también, completamente inclinado. Las calles son desordenadas, como si

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