Agua Salada
Por Soledad Benítez
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Agua Salada - Soledad Benítez
Agua Salada
Soledad Benitez
A mi abuela Julia,
la persona que siempre confió en mí.
A veces, es necesario escuchar las dos campanas.
A veces, la historia no es contada de la misma manera
por todos sus protagonistas.
A veces, es fundamental ponerse en los zapatos del otro.
Imagen de tapa: Freepik.com
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.
ISBN 978-987-8492-32-2
Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.
Parte I
Algunas veces, la vida te pone en situaciones que no estás preparada para vivir, se vuelve complicada de repente. La calma que antecede a la tormenta era mi parte favorita de vivir, pero tuve que aprender a luchar contra el clima, que no me hizo fácil la supervivencia. Cuando una persona muy importante en tu vida queda bajo esa tormenta, no importa que esta no sea tuya: te aventuras con ella para que todo sea más liviano, para que todo pese menos.
Mi abuela era lo único que tenía en la vida, mi abuela y mi profesión, claro, pero la profesión la había conseguido gracias a su apoyo, por lo cual todos los caminos de mi vida conducían a ella. Lucía era la persona que había estado siempre, desde el momento en que mi madre se había ido, pero esa es otra historia. Por eso, cuando la vida nos puso frente a la tormenta más grande y más complicada de nuestras vidas, cada noche pedía que volviera a salir el sol, y que lo hiciera con mucha fuerza. La tormenta, para nosotras, era sinónimo de pérdida, y el sol…, el sol significaba vida. Y yo tenía muchas ganas de vivir todavía; por eso, no me iba a rendir tan fácilmente, haría hasta lo imposible por conseguir verlo brillar, aunque eso significara sacrificar hasta lo último que había conseguido en mi corta vida. Había hecho una promesa, y las promesas se cumplen, pase lo que pase.
Capítulo 1
Miré por la ventana: afuera llovía como si fuera a caerse el cielo. Me dirigí a la cocina en busca de algo para tomar. Preparé un vaso de leche tibia y volví para acomodarme en el sillón que se encontraba al lado de la ventana. Siempre que llovía me gustaba admirar el paisaje.
El reloj marcaba las 6 p. m. del martes; el tiempo parecía que no iba a mejorar. Me coloqué los auriculares y, al ritmo de Té para tres, de Gustavo Cerati, me sumergí en mi mundo, mientras tomaba mi leche tibia. Afuera, el cielo parecía desvanecerse; adentro…, adentro había mucha calma, de esas que, muchas veces, dicen, antecede a la tormenta.
Té para tres dejó de sonar y, de repente, una canción en inglés que no conocía invadió mis oídos. Me resultaba atractiva, así que la dejé y me dejé llevar por su ritmo. El inglés no era mi fuerte, pero la canción me fascinaba, por lo que intentaba entender su letra. Algo pasó en la reproducción automática; en un momento, se detuvo y, luego, una vez más, Té para tres estaba sonando. Quizás era una señal de la vida, pero no la supe escuchar, no cambié la canción, pues era de mis favoritas, aunque la historia detrás de ella no era la mejor.
Levanté la vista: afuera la lluvia no daba tregua. Miré mi taza: era de color azul intenso y estaba adornada, en uno de sus lados, con un pequeño símbolo del infinito. Ya no había nada más dentro. Me incorporé del sillón para dirigirme a la cocina, lavé el pocillo donde había calentado la leche y otros utensilios que se encontraban en la pileta, ordené un poco lo que había alrededor. De repente, un refucilo iluminó el cielo en su totalidad; me estremecí.
Entonces el reloj marcó las 7 p. m. Aún había bastante día por delante, pero muchos planes no podían hacerse a la intemperie. La lluvia era buena compañía para actividades de interiores. Me dispuse a ordenar un poco las cosas de la casa, pues le huía a tocar la computadora en mi día libre, no quería caer en la rutina. Al cabo de unos minutos, ya había puesto todo en su lugar; nunca hay mucho para ordenar si vives sola y eres una persona bastante obsesiva. A veces, me gustaría ser un poco más desordenada para tener con qué entretenerme en los días de lluvia.
La noche llegaba y, con ella, la tormenta comenzó a amainar. Desaparecieron los refucilos y la lluvia caía más lentamente. Mi día libre llegaba casi a su final y, para coronarlo, pensé en preparar una tarta de esas que me gustan mucho. Era tanto mi fanatismo por dicha comida que me sabía los ingredientes de memoria e iba recitando la receta en voz alta, tal cual me la había enseñado mi querida abuela.
Para prepararla, se necesitaban:
2 cebollas;
1 lata de choclo cremoso;
1 lata de choclo en grano;
4 cucharadas de crema de leche o queso crema;
1 cucharada de almidón de maíz;
1 taza de queso rallado;
2 huevos;
sal y pimienta (a gusto);
masa de pascualina.
Abrí la heladera y comencé a recolectar los ingredientes: choclo cremoso y en grano, queso crema (porque crema de leche no tenía), queso rallado y huevo. Busqué las dos cebollas y la masa de pascualina. Mi abuela preparaba ella la masa, pero yo no era tan fan de la cocina y, al final, era masa lo mismo. Obvié la cucharada de almidón de maíz porque ya no quedaba más, no cambiaba mucho y la tarta se podía comer igual; puse la sal sobre la mesada de la cocina y el pimiento lo dejé afuera de mis ingredientes, no me gustaba demasiado. Controlé una vez más tener todo lo necesario y comencé a repasar la receta en mi cabeza.
En una sartén, saltear la cebolla cortada en cubitos con un poco de aceite hasta verla traslúcida.
Agregar el choclo cremoso y en granos, mezclar bien y cocinar unos minutos. Salar.
Agregar el queso crema y cocinar un minuto. Retirar del fuego.
Dejar entibiar y luego incorporar los huevos y el queso.
Estirar la masa en una bandeja, distribuir el relleno preparado, cerrar la tarta y colocarla en el horno. Cocinar durante aproximadamente treinta minutos.
Con la tarta ya en el horno y un poco pendiente del reloj para no olvidarme de sacarla a tiempo (suelo olvidarme), encendí el televisor y comencé a hacer zapping: necesitaba encontrar algo bueno para ver. Afuera ya no llovía, pero el cielo se encontraba muy cubierto, estaba casi segura de que iba a seguir lloviendo. Por un momento, me olvidé de qué buscaba en la tele y no hacía más que presionar, sin rumbo, el botón del control remoto, navegando entre los canales.
Los minutos pasaron y la tarta ya casi iba a estar lista. Seguía sin encontrar algo interesante para ver. De improviso, me detuve en un canal. La película que estaban pasando era Sinsajo, ya la había visto varias veces, pero aún la encontraba entretenida. Me dirigí hasta el horno y lo apagué.
Me encontraba a punto de sacar la tarta cuando el teléfono sonó. Ya sabía quién era, había una sola persona que llamaba a mi teléfono fijo y a cualquier hora.
Capítulo 2
—¡Hola, abuela!
—¡Hola, niña! —respondió la voz del otro lado del teléfono. Hacía mucho que había dejado de ser una niña, en mi espalda ya cargaba con treinta años, pero mi abuela seguía llamándome así y, a veces, hasta me trataba como tal.
—¿Cómo estás tú? —interrogué.
—Primero, cuéntame cómo estás tú, querida Clara —me respondió ella, a lo que contesté que me encontraba bien.
Se produjo un silencio extraño y yo sentí correr un escalofrío por todo mi cuerpo; entonces interrumpí ese vacío en el teléfono y volví a preguntar cómo estaba. Mi abuela suspiró. Yo sospeché que algo no estaba del todo bien, ella nunca hacía pausas tan largas al hablar por teléfono, tampoco sembraba suspenso. Ella era de esas mujeres que siempre tenía algo para decir, algo para contar. Le encantaba comunicar las cosas que le habían sucedido en su día, llamaba a diario para hacerlo, pero esa noche la encontraba distinta.
—¡Abuela! —exclamé. Y ella comenzó a contar.
—¡Ay, mi niña! Debo decirte algo, algo que no es muy agradable, y que nunca me hubiera gustado contarte. Deberías sentarte si aún no lo estás. Y, por favor, prométeme que no llorarás a través del teléfono.
—Ya detente con tanta introducción y por favor dime —interrumpí, un poco nerviosa porque no sabía de qué se trataba.
Pero ella hablaba de llorar, y yo no lloraba por cualquier cosa, la vida me había golpeado tantas veces que era una persona bastante fuerte. A mis diez años, en un trágico accidente, mi mamá había perdido su vida, y eso me había hecho madurar repentinamente, aunque nunca me quedé sola, porque mi abuela siempre había estado conmigo. El crecer con la ausencia de una madre no había sido fácil, a mí siempre me había faltado una voz amiga que me dijera qué hacer cuando la vida se ponía difícil o el abrazo que dan cuando saben que algo no anda bien. ¡Sí!, mi abuela me había dado todo el amor que había podido, me había educado y me había permitido ser una buena persona, pero una madre es una madre. Mi padre…, a él poco lo conocía; vivía viajando por negocios y, aunque su apoyo económico nunca me había faltado, de su cariño nunca había sabido nada. Era mi padre, pero era un padre bastante ausente. No llevaba en mi memoria ningún cumpleaños en el que hubiera estado allí para soplar las velas conmigo, tampoco lograba visualizarlo en alguno de mis actos escolares durante mis años de colegio, ni mucho menos cuando me recibí, a mis veinticinco años, luego de haberme esforzado tanto. ¡Sí!, él estaba bastante ausente. A veces tenía la sensación de no conocerlo y de, poco a poco, ir olvidando su rostro con el pasar del tiempo.
Me ponía nerviosa pensar que mi abuela, mi todo, mi pilar, tenía que contarme algo que ella creía que me iba a hacer llorar. Yo casi no lloraba, y ella lo sabía.
—¡Ay, mi niña! —volvió a exclamar, y prosiguió—: No quisiera ser yo la que te cuente esto por teléfono, pero tengo que hacerlo. Esto no debería hablarse por teléfono, pero no tengo opción.
Tenía razón, no había mucha alternativa; por cuestiones de trabajo, yo vivía a ciento cincuenta kilómetros de la ciudad donde había crecido, a ciento cincuenta kilómetros de la casa de mi abuela. En su momento, cuando la vida me llevó a mudarme tan lejos, le había propuesto a ella que se fuera conmigo. Sin embargo, fiel al estilo de las personas mayores, no quería abandonar la casa en la que había vivido toda su vida, la casa que tantas historias tenía dentro, y se rehusó a mudarse. Por eso, llegamos al acuerdo de que yo, cada fin de semana, cuando mi trabajo me diera tregua, viajaría a verla para pasar tiempo con ella y de que cada día hablaríamos para mantenernos en contacto. Al principio, nos costó, estábamos acostumbradas a estar una bien cerquita de la otra. Con el tiempo, nos amoldamos a esa vida y, aunque nos extrañábamos, sabíamos que las decisiones eran parte de la vida y así debía ser por el momento.
Suspiré hondo y ella continuó hablando.
—¡Ay, niña!, no te lo conté antes porque no estaba segura y no quería alertarte antes de tiempo, pero me he estado haciendo estudios.
—¿Estudios? —interrogué; yo no sabía que estaba enferma, ni siquiera lo parecía; siempre que la veía, ella estaba feliz.
—Sí, mi niña, hace un tiempo comencé con molestias en el cuerpo, molestias nada cómodas, y Martina accedió a acompañarme al médico para sacarnos la duda de qué estaba sucediendo conmigo. —Martina era una gran amiga de mi abuela Lucía; ellas se conocían desde que ambas eran jóvenes y vivían a un par de cuadras la una de la otra. Compartían todo, y entre ellas eran muy compañeras, pasaban muchas horas juntas. Martina era un gran pilar para mi abuela desde que las pérdidas familiares habían comenzado en su vida, por mi abuelo y, luego, mi madre. Ella prosiguió contando—: Mi médico propuso hacerme unos estudios para descartar dudas y ver qué sucedía conmigo. Llevo varias semanas con este tema y hoy por fin tengo el resultado.
Mi abuela hizo una pausa en su relato.
—¡Abuela, basta de vueltas! —exclamé, ya comenzaba a perder la paciencia y a sentirme más angustiada.
—Lo siento mucho, niña mía, siento tener que darte esta noticia. Los resultados me han dado no muy favorables. Me han detectado cáncer en los huesos. —Se produjo un silencio, un silencio incómodo, un silencio estremecedor y doloroso. Mis manos comenzaron a transpirar y no podía emitir sonido. Por primera vez en mucho tiempo, sentí miedo, el mismo que había sentido aquella noche cuando mi madre perdió la vida, solo que ahora podía entender el miedo que me corría por el cuerpo—. ¿Niña, estás ahí?
—Sí, abuela, sigo aquí y siempre voy a estar a tu lado. Juntas vamos a luchar contra esto y vamos a ganar. —Evité que ella notara mi nerviosismo y mi angustia, no necesitaba eso en ese momento, y continúe—: Mañana mismo viajo para allá, así podemos comenzar con el tratamiento; no estás sola. —Me sequé una lágrima que rodaba por mi mejilla y agregué—: Te quiero, abuela.
En ese momento, algo se rompió dentro de mí, y afuera comenzó a llover de nuevo, como si el cielo se fuera a caer, como si todo estuviera mal y el cielo lo supiese. ¡Todo estaba mal!
—¡Clara! —exclamó mi abuela—, quiero que te quedes tranquila. Esta noche no estaré sola, Martina se quedará conmigo, y lo hará por el tiempo que tú necesites para acomodar tus cosas allá. Hazlo tranquila y, cuando todo esté en orden, te espero aquí—. Mi abuela no sabía que, desde el momento en que ella me había dado esa noticia, mi vida había dejado de estar en orden.
—Está bien, abuela, todo estará bien, lo prometo. Solo descansa, que yo estaré muy pronto en casa.
La casa de mi abuela hacía tiempo había dejado de ser mi casa, pero, en mi interior, sabía que siempre iba a serlo. y acababa de prometerle que todo iba a estar bien, y yo no rompía mis promesas.
—¡Buenas noches! —dijo ella.
—¡Buenas noches! —respondí.
y la llamada se cortó.
Capítulo 3
Me quedé inmóvil por unos segundos, acababa de tener la llamada más difícil de mi vida; hubiera afirmado que habían sido los quince minutos más largos y dolorosos. Aún intentaba entender algunas palabras. Aún intentaba asimilar la situación. Lloré.
Llovía a baldes, como si el cielo llorara conmigo; afuera, el cielo se caía; adentro, mi vida se partía. Yo, todavía parada al lado del teléfono, intentaba entender por qué la vida era tan complicada, por qué a veces dolía tanto. Intentaba