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El Terco De Santurce
El Terco De Santurce
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Libro electrónico520 páginas7 horas

El Terco De Santurce

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The book is a romance novel focused on the exodus of Puerto Ricans from the island to the U.S. mainland. The story takes place in New York City and Puerto Rico.
IdiomaEspañol
EditorialAuthorHouse
Fecha de lanzamiento29 abr 2021
ISBN9781665521574
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    El Terco De Santurce - Eralides E Cabrera

    1

    — Me lo dijo Adela —, susurró Ángel a su bonguero, ambos parados en Miramar, frente a la iglesia verde que servía como punto de referencia a muchos turistas que pasaban por el área.

    Así hablaba cuando componía en alta voz mientras los músicos repicaban sus instrumentos. Los demás ya lo conocían y sabían cómo trabajaba.

    — Es una canción viejísima — dijo el bonguero mientras seguía tocando su instrumento, una conga que le llegaba a lo alto del pecho, con listas rojas que la hacían muy llamativa. — Mira, Ángel, si estás pensando meter ese verso en esta conga, apúrate que nos van a sacar de aquí en cualquier momento. ¿Qué más? Dale.

    — Por ahí viene una patrulla —. Les dijo otro joven que los acompañaba con cepillo en mano.

    — Siempre he pensado que el color que le han dado a esta iglesia nos da la mala fama — dijo Ángel, como si no hubiera oído la advertencia de su compañero —. Una iglesia pintada del color de un loro. Que locura.

    — ¡Vámonos!— dijo el bonguero — Mañana será otro día.

    — ¿Quién te lo dijo señor? Me lo dijo Adela — susurraba Ángel, como si no le hubiera oído.

    — ¡Ángel, vámonos!

    — Olvídate, Ángel — dijo otro de los muchachos que llevaba una trompeta —. Por ahí viene ese patrullero otra vez. Válgame, ese hombre se la tiene cogida con nosotros.

    — Ya es una obsesión lo que tiene — dijo otro muchacho del grupo, aparentemente timbalero, llevando los timbales colgando del hombro.

    Eran seis, todos jóvenes, cada uno cargando instrumentos musicales con excepción de Ángel. Cruzaron la calle y salieron en camino opuesto al tráfico. El carro de patrulla se les acercó lentamente. Iba en rumbo opuesto, patrullando las calles del famoso boulevard.

    — ¿Qué hacen? — les gritó por la ventana del pasajero. — Ya les he dicho que no los quiero practicando en la calle —. Debería quitarles todos esos trastes que cargan y meterlos en la celda por una noche para que aprendan a respetar.

    — ¿Respetar a quién? — respondió Ángel — ¿A un patrullero que no sabe apreciar el arte y la música? ¿Por qué no te buscas algo más útil en que matar el tiempo en vez de seguirnos a nosotros que somos parte de la atracción turística de esta área?

    — ¿Atracción turística? Con esa bulla que hacen ustedes y que se creen es música. Mira, sangrón, cuídate la boca sucia esa que tienes si no quieres dormir en un calabozo esta noche que se me sobra espacio para ti y tus panas.

    — Oficial, nos vamos, nos vamos — dijo el bonguero ̶ ̶ . En realidad, nada más que estábamos de paso. Ya practicamos en el sótano de la casa de un amigo, a unas cuadras de aquí. Sólo que cuando nos vamos tenemos que pasar por aquí obligatoriamente compadre. ¿Qué vamos a hacer?

    — No los quiero por aquí. Ya se los he dicho. Este es un sitio turístico, no para rumbas ni bulla. ¡Denle camino! ¡Denle, denle!

    El patrullero señaló hacia atrás con el pulgar derecho, indicándoles que se fueran. Ángel tomó la delantera, murmurando entre dientes. El tráfico comenzó a cogestionarse en la ancha avenida de Ponce de León y el auto de patrulla comenzó a moverse.

    — Por eso estamos como estamos en Puerto Rico — espetó Ángel —. ¿Tú crees qué es para que un oficial de nuestro país le hable así a su propia gente? Nos miran como si fuéramos una amenaza para los turistas. Mira eso, nosotros que somos lo típico del país, los que hacemos la verdadera cultura.

    — Ángel, olvídalo — dijo el bonguero ̶ ̶ . Ese es un zángano. Un patrullero que no tiene más nada que hacer.

    — No creas, no. Ese tiene órdenes del departamento de hacer lo que ellos le llaman limpieza. Nosotros somos considerados como la basura que hay que sacar de los puntos populares para que no demos mala impresión. Eso es lo que está pasando.

    — Es verdad — agregó otro de los jóvenes de atrás, aparentemente un guitarrista que llevaba un estuche de guitarra colgando sobre el hombro. Para mí, la salsa se está muriendo en Puerto Rico. Hacemos mucha bulla.

    — Sí, pero mira por qué nos van a cambiar — dijo el bonguero ―. Los raperos. ¿Quiénes hacen más bulla?

    — No es cuestión de bulla — dijo Ángel ―. En verdad es el cambio de los tiempos. El estilo de nosotros ha pasado. Pertenecemos a otro tiempo. Ya no nos quieren. Los raperos están de moda y es lo que quiere ver la gente, incluyendo los turistas. Yo por mi cuenta dejo de ser músico si tengo que dedicarme a rapear. No nací para eso.

    — Ni yo — dijo el bonguero.

    Habían llegado a una esquina de la avenida y Ángel descendió de la acera para cruzar la calle.

    — Bueno, yo los dejo, me voy un rato a la casa. Nos vemos esta noche.

    — Vamos a ver si pasa algo bueno en el Don Coqui. Nadie sabe.

    — Verdad, Ángel — añadió el último de los muchachos del grupo ―. Ese sitio no es para cualquiera.

    Ángel no les respondió. Con un gesto leve de la cabeza se volteó mientras cruzaba la calle y se despidió de ellos con la mano.

    2

    Sentado en el balcón de su modesto pero amplio apartamento en el centro de Santurce, el señor Samuel Colón se mecía en su balance de fondo y espaldar tapizado con lienzo fino. Saboreaba un tabaco mientras observaba con curiosidad el tráfico que se movía incesante por la calle bajo su vivienda. No había sido su deseo vivir en un área metropolitana pero así lo había decidido su difunta esposa quien prácticamente lo había forzado a abandonar los campos de su nativo San Sebastián para mudarse a la metrópolis. Todo por cuenta de su hijo Ángel a quien la señora se había empeñado en proveer una educación formativa avanzada, fuera del ambiente campesino el cual nunca había preferido para su hijo.

    — No lo voy a criar como un jíbaro — le había dicho repetidamente ―. Si se cría aquí nunca llegará a pasar de la escuela primaria y acabará rondando las vallas de gallos como su padre. Me lo llevo a la ciudad.

    — Pero mujer — él le protestaba —, ¿qué tiene de malo el campo? ¿Acaso he llegado yo a ser un pillo viviendo aquí? Sí, es una vida simple, pero también sana. Hay más chance que se pierda viviendo en una ciudad que aquí. Además, esos tiempos ya pasaron. No es como antes. Hay teléfono y televisión lo mismo aquí que en cualquier ciudad. Si va a salir malo, sale aquí o donde sea.

    — Yo hablo de educación — le había dicho ella ―. ¿A dónde va a estudiar después que pase un sexto grado si no nos vamos a una ciudad grande? Se nos queda como un analfabeto. Ya te lo he dicho que jíbaros no voy a criar.

    Todo esto había transcurrido al principio de su matrimonio con Margarita Cedeño, hija de un buen conocido don de la región, dueño de un fértil campo de terreno en las afueras del pueblo quien había tenido once hijos, demasiado para cualquier hombre con esperanzas de prosperidad alguna. Él, en cambio, había engendrado sólo a uno, por suerte o por desgracia. Pero, ¿quién es adivino? ― se decía a si mismo Samuel ahora ― Si lo hubiera sabido nunca hubiera cedido tan fácilmente a los deseos de su mujer y se hubiera quedado en el suelo que lo vio nacer y no en esta jaula de pájaros en que vivía ahora. ¿Y tanto afán para qué si al fin y al cabo Ángel nunca estudió? Dios lo bendijo con una voz única y se volvió un salsero que ahora rondaba las calles en busca del milagro que lo iba a hacer famoso. Y la pobre Margarita se le había ido en unos meses trágicamente después que le pronosticaron un cáncer pancreático el cual la había consumido. Samuel había pasado noches en vela, deliberando en como abandonar la ciudad para regresar a su querido San Sebastián, pero dos cosas se lo habían impedido. Una era su hijo quien jamás aceptaría vivir fuera del área, mucho menos ahora que se dedicada de lleno a la música, campo que por naturaleza se desarrollaba más en las áreas metropolitanas. Otra era indiscutiblemente el recuerdo de su esposa que lo seguía como su misma sombra, empujándole sus deseos e imponiéndole sus anhelos aun después de muerta. ¿Qué podía hacer? En realidad, reconocía que era un hombre débil, de poco carácter, y que nunca podría tomar sus propias decisiones. Era muy tarde ya para cambiar.

    Sintió que la puerta del apartamento se abrió.

    — ¿Ángel eres tú? —

    — Claro que soy yo. ¿Quién va a hacer?

    — Un ladrón.

    — Ay, Papi, ¿en pleno día un ladrón? Un poco absurdo, ¿no?

    — El pillo no tiene hora Ángel y en realidad durante el día es la mejor hora, una porque todo el mundo está trabajando y otra porque nadie lo espera y eso le pone el factor sorpresa a su favor.

    — Por favor, Papi, deja ya — espetó Ángel, moviendo la cabeza ―. Tal parece que te estás obsesionando con los robos. Aquí no hay ningún robo. No me digas que por eso no te fuiste a trabajar.

    — ¿Quién dice? — respondió él ―. Tengo el día libre. Si después de veinte años trabajando para Sanidad no tengo el derecho a cogerme un día de descanso sería el colmo. Es más, que debería cogerme dos.

    — Está bien Papi. Cógete todos los días que tú quieras, sólo que no lo hagas por cuidar la casa, por favor. Es ridículo.

    — No lo hago por cuidar la casa. Lo hago para descansar. La espalda me está matando.

    Ángel lo miró con disimulo, se volteó y se fue hasta el refrigerador que estaba en la cocina de la pieza, localizada al otro lado de una media pared con mesera en el medio.

    — Me voy a preparar algo de comer — dijo Ángel ―. Me he pasado el día en blanco.

    — Sigue así que vas bien — le respondió su padre ―. La voz no te va a mejorar por dejar de comer, al contrario. Yo almorcé en la fonda de Francisco ya. No te hice nada porque pensé que ibas a comer algo por ahí.

    — Ah — Ángel dijo desanimado —. De todas formas, me hace falta perder algunas libras.

    — Come, que sin comer el cuerpo no funciona.

    Ángel cortó un trozo de pan de agua. Pensó en hacerse algo sencillo, pero después se decidió por una tripleta. Tenía habilidades de cocinero y se frotó las manos como el que va a comenzar una gran obra. Sacó un bistec de la nevera y lo colocó en la plancha de hacer sándwiches que había en la cocina. Lo fue cortando en pequeños pedacitos mientras lo calentaba. Luego le añadió masas de pollo y al apreciar que estaba bien frito, introdujo toda la carne dentro de la masa de pan. Lo bañó con papitas fritas y le colocó kétchup y mayonesa a la tapa de arriba del pan. Se fue a sentar en el balcón junto a su padre para comérselo.

    — Bueno, ¿y qué? ¿cómo están las cosas?

    — Tratando de echar para adelante — respondió Ángel ―. Esta noche vamos a tocar en el Don Coquí.

    — Don Coquí es un sitio tranquilo — dijo su padre, insinuando que el alto volumen de la música de Ángel y sus salseros no era para ese tipo de negocio.

    — Papi, ¿te puedo hacer una pregunta?

    — Claro.

    — ¿Cuándo fue la última vez que me oíste cantar?

    Samuel miró al piso como si la inquisitoria pregunta de su hijo lo hubiera cogido de sorpresa.

    — Es verdad — confesó él —. Hace mucho tiempo. Pero acuérdate, Ángel, yo tengo una casa que mantener.

    — Está bien. Acepto que tienes que trabajar. Pero el punto es que mi música no es bulla y no la puedes juzgar así porque tú más que nadie lo sabes. Eres músico. Tómate el trabajo de venir un día y podrás apreciarla de verdad en vez de juzgar sin ver, o sin oír, mejor dicho.

    — Ángel, desde que tu madre murió — murmuró Samuel pensativo —. Jamás he ido a visitar un club. Cuando toco música lo hago en mi apartamento o contigo. Pero no sé si podría salir a un club. No tengo ni la mitad del ánimo que tenía antes.

    — Papi, no vas a bailar ni a darte tragos en el bar. Sólo vas a oír la música.

    Samuel no respondió. Que diría la pobre Margarita. Tanto que luchó para que su hijo se educara, se hiciera de un oficio como médico o abogado. Nunca en realidad llegó a aceptar que Ángel nunca llegaría a ser lo que ella anhelaba para él. Era simplemente un músico, un cantante que recorría las calles en busca de trabajo porque ni eso tenía. ¿Qué había pasado? Así es el destino — pensó —. La música está bien pero nunca para vivir de ella. Samuel había participado en infinitas rondas en su nativo San Sebastián, tocando el tres, la guitarra, el saxofón y varios otros instrumentos, ya que sus habilidades musicales habían sido verdaderamente excepcionales. Pero eso había siempre sido por las noches o en los días feriados. Con el cantar de un gallo siempre se había levantado, así hubiera parrandeado toda la noche anterior, para ir a trabajar en los campos al siguiente día. Su hijo no era ni la sombra de él — pensó abatido —. El mundo había cambiado.

    3

    El Coquí relucía en clamor esa noche. El lugar le servía a una muchedumbre de personas mayores, sin embargo, cantidad de jóvenes aparecían antes de la media noche para disfrutar de la música y el baile en un espacio estratégicamente preparado al borde de las mesas del restaurante. Se percibía algo distinto esta noche y se podía notar por la gran cantidad de parejas que se aglomeraban en el salón, esperando por la orquesta de músicos. Los instrumentos habían sido colocados en forma muy ordenada en la tarima, dando la impresión que allí yacían esperando a sus amos. Mientras tanto, el resto del local se movía como siempre, meseros con bandejas trayendo los pedidos a las mesas y el olor a mariscos frescos que humeaban el ambiente.

    Ocurrió súbitamente, como si los músicos hubieran sido descargados por arte de magia en la tarima, cada uno detrás de su instrumento y quienes sin hacer ninguna presentación comenzaron a tocar un número bailable, a alto volumen. Así siguieron como por un espacio de cinco minutos, hasta que también de pronto subió a la tarima un joven de estatura mediana, con pelo negro corto y gafas negras de cuadro estilo militar, quien se dirigió directamente al micrófono, situado en el medio del escenario, pero al frente de los músicos. Rompió su canto con una voz alta que cantaba junto a la nota, pero en ritmo rápido, dando todo el vigor que su obvia juventud proveía. Acto seguido los jóvenes que se habían alineado al borde de las mesas se lanzaron a la pista y comenzaron a bailar. En un instante el salón de baile estaba repleto de parejas, bailando al compás de la alta música. Fue entonces que el cantante se posó inmóvil por un segundo frente al micrófono y gritó:

    — Esta es salsa puertorriqueña de verdad, para esos que nunca la habían oído.

    Los trompetistas le siguieron inmediatamente con un extenso instrumental en coalición que ahogó el más alto comentario de voz en la audiencia. Pasado ello, el cantante siguió el compás en voz rítmica y potente. Era su estilo. Así siempre se presentaba Ángel Colón, reclamando siempre ser el espíritu inquieto del salsero puertorriqueño que se negaba a desaparecer de la onda musical a pesar de los cambios de los tiempos. Acostumbraba a enfocarse en la audiencia, recorriendo las caras de los presentes como para darse a conocer. Se sonrió a si mismo cuando notó al hombre vestido con guayabera blanca y pantalones negros parado a la entrada del área de las mesas. Su padre ya no era hombre de andar en clubs por las noches. Su vida era sólo el trabajo y la casa, pero había venido a oírlo cantar.

    4

    En las tempranas horas de la madrugada, ya pasando las cinco, los camiones recogedores de basura del distrito del Condado entraban en acción. Se conocían por el sonido forzado de sus motores y sus constantes paradas por las solitarias calles a esa temprana hora cuando entraban en los sectores reservados para el deshecho de los edificios y recogían los gigantescos tanques de basura con los brazos mecánicos para vaciar su contenido en la cámara de depósito trasera. Dentro de la cabina de uno de ellos Samuel Colón comenzaba sus labores en el departamento de Sanidad de Santurce. Era su labor cotidiana, distinta a lo que había sido años atrás cuando requería la participación de varios hombres que trabajaban por horas infatigables recogiendo zafacones a mano y vaciándolos en el depósito de los camiones que los comprimía y trituraba. La labor de tres hombres había sido reducida a labor de uno. Los efectos eran inevitables. Samuel pasaba no menos de seis horas sin compañía alguna y sin cruzar palabra con nadie a excepción de las voces de sus capataces que se oían periódicamente por el radio de comunicaciones en su camión. Sin duda, el proceso del deshecho de basura se había modernizado al punto que ahora era más limpio y más eficaz. Pero los efectos para Samuel eran perjudiciales. Cada día que pasaba se convertía en un hombre más solitario, más desencantado de la vida. A veces se preguntaba si valía la pena seguir viviéndola. No tenía metas, ambición ni sed de progreso. Simplemente no tenía el por qué, algo sumamente peligroso para la salud mental de un ser humano. Cuando el alma no tiene inquisición, el espíritu queda vacío, el cuerpo desconcertado, sin propósito alguno. Un triste espectáculo de ser. Así se conducía en esta madrugada Samuel Colón, sin saber por qué se transportaba lentamente, de edificio a edificio, con sólo una partícula de inquietud en su mente, lo único que verdaderamente lo llegaba a preocupar era el futuro de su hijo Ángel. No podía ignorar los deseos de su esposa Margarita quien había vivido para su hijo, y como ella se preguntaba en qué terminaría, ¿Cuál sería su fin? Esa dedicación suya a la música era de cierta forma admirable, pero al mismo tiempo lo consideraba algo descarrilado, sin pies ni cabeza y sin esperanza que lo llegase a conducir a algo verdaderamente productivo, creativo de un futuro para su bien. Cuando Samuel llegaba a esta conclusión, algo que hacía a diario mientras pensaba en Ángel cuando trabajaba, se preocupaba a tal extremo que su disposición deprimida parecía desvanecerse, como si los errores que notaba en su hijo le dieran vida a su existencia.

    — No sé, no sé — se dijo a sí mismo ―. Este muchacho no piensa. Vive soñando con pececitos de colores. De alguna forma tiene que despertar. La música es genial, sí, pero el futuro no espera por nadie y con la voz no se llega nada más que a entretener a cuatro gatos como lo había comprobado esta noche.

    Samuel se frotó los ojos. Su mente había viajado tan lejos que se había olvidado del sueño. Se sentía muy cansado. La noche anterior se la había pasado de espectador en El Coquí, admirando las habilidades musicales de su hijo, o más bien, honrando los deseos de su difunta esposa. Vio la sombra de un cuerpo humano reflejado en la pared del edificio del cual se preparaba a salir rumbo a la calle. El crimen había crecido en la metrópolis. Varias veces en las horas de la madrugada, Samuel había tenido ya la mala suerte de ser asaltado. Por eso acostumbraba a no llevar dinero y mantener las ventanas del camión cerradas. Las instrucciones del comando de la estación eran nunca resistirse. No valía la pena arriesgar la vida por dinero.

    Samuel miró hacia ambos lados, asegurándose que no había nadie colgado de uno de los engranajes al lado del camión, como le había ya ocurrido otras veces. Se colgaban de lo que pudieran encontrar y en un momento inesperado se abalanzaban contra el chofer cuando abría la puerta para robarle. Hasta allí habían llegado las cosas. Samuel manejó el camión por el estrecho pavimento que seguía hasta la calle y dobló a la izquierda hacia el próximo edificio. Se frotó los ojos nuevamente antes de entrar en la parte trasera del próximo local y peleó con el sueño.

    5

    Ya pasando las nueve, Samuel entró en su apartamento de la calle Labra. No esperaba que nadie lo estuviera esperando, por supuesto. Ángel estaría durmiendo a pierna suelta como solía hacer después de una de sus noches de obra musical, o más bien de parranda, que era como Samuel las clasificaba. Eso era una de las cosas más incomprensibles de su hijo para él. ¿Qué arte ni cultura, ni ocho cuartos? A las cosas había que llamarlas por su nombre y punto. Tocar en una orquesta no era trabajar sino parrandear, festejar y disfrutar de los privilegios que ofrecía formar parte de un grupo musical. Bien que lo sabía él porque lo había vivido en su juventud. Tocaba en una fiesta donde se daban los tragos entre piezas, y gratis por supuesto. Cuando se terminaba el baile seguían para la próxima casa donde se le ofrecían a él y a sus compañeros de música los mismos privilegios, comida, ron y mujeres. Al final de la jornada, si es que aún estaba en sus cabales, no se podía hacer otra cosa que dormir. El cuerpo lo pedía. La diferencia en su caso siempre había sido que tenía que estar en pie temprano e ir a trabajar como en cualquier otro día. Así era como su padre lo había impuesto. Así era como se vivía en aquellos tiempos. Ángel no tenía la menor idea de lo que significaba tener responsabilidad. Estaba esperando por un milagro como un niño esperaba por los juguetes el día de Reyes. Dios quiera que la decepción no lo convirtiera en un alcohólico. Entonces sí que el espíritu de su difunta esposa tendría por qué vivir en la inquietud. Pero no era su culpa. Él había seguido las cosas tal y como ella lo había pedido.

    Se sorprendió cuando encontró a su hijo sentado en el sofá de la sala, envuelto en una bata de baño como si hubiera acabado de salir de la ducha. Algo raro pasaba.

    — Ángel, ¿tú despierto a esta hora? — exclamó él asombrado. ¿A qué debo este honor?

    — Papi, déjate de zánganas que tú bien sabes donde yo estaba — respondió él ―. Trabajé toda la noche. Tú mismo me viste.

    — Si es que le llamas trabajar a cantar ante un grupo de turistas y disfrutar de los privilegios de un club como el Coquí, sí, trabajaste.

    Ángel no le respondió. Meneó la cabeza de lado a lado en obvia frustración y esperó unos segundos.

    — Creó que salió algo bueno de mi noche en el Coquí — le comentó finalmente ―. Un individuo que es promotor se me acercó y me propuso negocio. Quiere verme.

    Ángel le mostró una tarjeta que sostenía entre su pulgar e índice, como si fuera un premio.

    — Lo tengo que ir a ver hoy al mediodía — agregó ―. Yo creo que este es mi chance.

    Samuel no se acercó a inspeccionar la tarjeta, como Ángel quizás hubiera preferido. Para él, estas cosas eran sospechosas. No creía en ellas. Pero sí le perturbó algo extraño.

    — ¿Y los muchachos, van contigo? Me refiero a los muchachos de tu banda, tu grupo.

    — El promotor me llamó a mi solo — dijo Ángel ―. Habló conmigo en confidencia. No quiso a más nadie.

    — No le interesó tu banda quieres decir.

    Ángel movió la cabeza en forma afirmativa y se tomó un trago del vaso de café que él mismo se había preparado. Levantó la vista y miró a su padre con inocencia.

    — Ángel, ¿tú no crees que tu grupo debería formar parte de esas negociaciones o lo que sea con ese señor? Yo creo que le debes por lo menos una explicación a tus compañeros. Son tu grupo, ¿no?

    — Papi, llevo esperando una oportunidad así por años. ¿La voy a perder ahora por el grupo? No es culpa mía si el hombre no está interesado en ellos. ¿Qué voy a hacer? ¿Decirle que no, que sin ellos no le puedo hablar?

    Samuel movió la cabeza negativamente y se dirigió al refrigerador. Acostumbraba a no desayunar ya desde mucho tiempo. Pero siempre se tomaba un vaso de leche fría antes de bañarse y acostarse a dormir por unas horas. La voz de su hijo le interrumpió sus vacilaciones.

    — No me vengas con esa que ya sé lo que estás pensando — le dijo frustrado ―. No voy a perder el chance de mi vida solo por serle fiel a una banda. Es mi voz lo que buscan, Papi, no el grupo.

    — No he dicho nada — respondió Samuel ―. Voy a tomarme un vaso de leche y brindar por la lealtad del hombre. De allí me voy a bañar y a dormir tranquilo porque no tengo de que abochornarme. Gracias al Señor.

    — ¿Y yo sí verdad? Eso es lo que quieres decir, ¿no?

    — No he dicho nada.

    — No tienes que decirlo — espetó Ángel —. Ya sé lo que estás pensando.

    Samuel se empinó un vaso de leche fría y se lo bebió de un golpe. Colocó el vaso vacío en el fregadero y lo llenó de agua de la pila. Era otro mundo — pensó para si mismo —. Los conceptos humanos habían cambiado. Era otra juventud, otras ideas. Su tiempo no era este. Quizás era mejor olvidarlo, acostarse y olvidar a este mundo ingrato en el que ya no quería vivir.

    6

    El sol del mes de mayo puede ser brutal al mediodía en Santurce, a pesar de que la primavera no había oficialmente terminado. Las brisas caribeñas tienden a retener la alta temperatura que comienza a elevarse en ese mes, abriéndole paso al verano que se avecinaba. Sin embargo, hoy ni el sofocante calor impedía que Ángel fuera vestido en camisa fina, de mangas largas y cuello alto, con una chaqueta de traje y pantalones que la igualaban en color y zapatos negros de piel.

    A pesar de la distancia y la prevalente humedad había decidido caminar la distancia desde su departamento en Calle Labra hasta la avenida Magdalena donde se encontraba el hotel La Princesa de Coral y donde se hospedaba el hombre con quien debía entrevistarse esta tarde. Había algo que a Ángel siempre le calmaba su estado de actividad en el que parecía sumergirse día y noche, y era la quietud que encontraba en el paisaje de su isla a medida que se acercaba al mar. Las verdes palmeras mecidas por la brisa del mediodía y el surtido de flores del trópico que se le afrontaban al paso como por magia siempre lo hacían inspirarse y componer una que otra pieza musical, pero más que nada, lo dejaban en un estado de asombro donde se preguntaba como la naturaleza podría haber llegado a crear una isla tan linda, pequeña, sí, pero como una especie de prenda regalada al hombre en el medio del mar. — Dichosos — pensó — eran los ojos que podían disfrutar de tanta belleza.

    Entre estos pensamientos entró en los perímetros del hotel y al no ver a nadie siguió hacia la terraza por un pasillo hecho con losetas españolas, compuesto en ambos lados por una robusta vegetación de palmeras de jardín y numerosas enredaderas y plantas tropicales. Verdaderamente no sabía para donde iba hasta que oyó la voz de un mayordomo que lo llamaba desde atrás.

    — Señor, ¿buscaba a alguien? ¿Lo puedo ayudar? — le preguntó desde lejos.

    Ángel se volteó y vio al pequeño hombre con camisa blanca y corbata negra de lazo que lo miraba con cierta desconfianza desde la entrada.

    — Bueno sí — dijo Ángel —. Busco al señor Carlos Vega que está hospedado aquí. ¿Me puede decir dónde está su cuarto?

    — ¿Por qué no pasa por la recepción, caballero? Allí le pueden informar.

    — ¿Dónde está?

    — Sígame. Le enseño.

    Ángel siguió al pequeño hombre fuera de la terraza. Al entrar no se había percatado del salón recibidor localizado en la entrada del hotel y había cogido rumbo equivocado hacia la izquierda, entrando en la terraza.

    — ¿Es su primera vez en el hotel, caballero?

    — Sí, al parecer, ¿verdad? — respondió Ángel en broma —. No sé cómo no vi el recibidor al entrar.

    — No se preocupe— dijo el mayordomo —. Le ha pasado a muchos. Mire aquí lo dejo con la recepcionista que lo va a ayudar. Háblele a ella.

    El mayordomo extendió su mano hacia la muchacha con lentes parada tras el elegante mostrador que inmediatamente se dirigió hacia Ángel para atenderlo.

    — ¿En qué puedo servirle? — le preguntó ella.

    — Estoy buscando al señor Vega. Quedé en encontrarme con él aquí en la tarde.

    — ¿Carlos Vega?

    — Sí. Carlos Vega.

    — Ahora le llamo, caballero. Por favor, tome asiento.

    La joven señaló hacia una de los asientos corridos situados al frente de la recepción. Se ocupó en el teléfono, aparentemente tratando de localizar al hospedado. Ángel se acomodó en un sillón y razonó que no podía hacer más nada que esperar. Se había hecho una imagen de que el promotor lo esperaría quizás sentado junto a una de las mesas del salón de espera con un coctel en mano, listo para conversar de su futuro. Por supuesto que no era así. Estos tipos que corrían negocios así nunca parecían tener interés en nada. Era así como se perdía talento — pensó Ángel. La mayoría de los promotores se mostraban desinteresados de los artistas con quien se encontraban. Esperaban quizás ser impresionados con alguna revelación de talento antes de poner a maquinar sus esfuerzos.

    La muchacha lo llamó con el índice de su mano izquierda.

    — El señor Carlos Vega no está en su habitación. Hay un mensaje en su correo que indica que no estará de vuelta hasta las cinco. Si desea esperarlo puede sentarse.

    Ángel miró hacia el centro del salón. Dos parejas se habían sentado en butacas y ordenado bebidas. El hotel era conocido por su comodidad y proximidad a los negocios, también por su tranquilidad. Ángel pensó que no era el lugar más adecuado para un promotor de música salsera. Quizás esto no era más que otra falsa llamada — pensó. Pero el deseo de triunfar lo hizo resignarse y se sentó en uno de los sillones cerca de la recepción y decidió esperar.

    7

    — Definitivamente — dijo Carlos Vega — podemos hacer algo con tu voz. Es tronante y está en nota. No me voy a tomar el tiempo en explicarlo. Yo creo que, si de verdad eres músico, sabes lo que estás diciendo. Pero necesitamos ponerte ante una banda de verdad, algo que rezumbe las paredes y entonces veremos cómo sales. Tienes que venir a Nueva York para hacer eso.

    — ¿A Nueva York? ¿Por qué a Nueva York si aquí en San Juan ya tenemos estudios de grabación?

    Las palabras se le salieron a Ángel sin darse cuenta. Estaba hablando con un promotor, alguien que podía hacer su sueño realidad. Sintió temor cuando se dio cuenta de lo que había dicho y esperó con ansiedad esa fracción de segundo hasta que Carlos Vega reaccionara. Él levantó ambas manos como quien se rinde a un enemigo. Era un hombre corpulento con un espeso bigote negro y ojos negros intensos que se enfocaban en su objetivo como fiera en su presa. Era así como miraba a Ángel.

    —¿Quieres triunfar o no? ¿Qué piensas, que te va a llegar a tu falda como por arte de magia? O no, quizás te piensas que te lo mereces, que te deberían haber declarado como el rey de la salsa, una especie de Ricky Martin, pero en la música verdaderamente puertorriqueña de la cual te consideras tú el rey. Mira, pana, lección número uno, la salsa no es puertorriqueña, ni siquiera fue creada aquí, por si no lo sabías es mundial. Segundo, está en decadencia, por lo menos en Puerto Rico. Quiere decir que si quieres de verdad serle fiel o no hacer otra cosa con tu talento que no envuelva salsa, tienes que salir de Puerto Rico. Aquí nada más que llegarás a ser un mediocre, tocando en uno que otro club hasta que tu suerte se acabe y quedes en el olvido detrás del Reguetón o un cortante Hip Hop que supongo no quieras cantar. Tercero, tu destino no está garantizado como tú aparentemente piensas. Está en evolución y si tienes suerte, te encuentras con un especulador como yo que quiera darte un chance, sí, porque eso es lo que es, un chance. Tendría que ponerte a cantar con un grupo competente y no esos músicos baratos conque andas que no saben ni pio de una nota. Y entonces veremos a ver si das la talla. No hay garantía ninguna. El viaje va por tu cuenta. Te quedas en un sitio del Bronx que tengo para principiantes como tú y veremos a ver que pasa. A lo mejor me sorprendes y puedes hacer algo. Pero si así fuera, olvídate de Puerto Rico. Vas a dar más rueda por Sur América que en cualquier país del Caribe. La Salsa en el Caribe está muerta. Tú decides que vas a hacer. Mañana salgo para el norte.

    Ángel se quedó mirándolo por lago rato sin decir una palabra, como en una especie de trance y una cólera que le hizo enrojecer las mejillas. Sus convicciones musicales eran tales que tomaban control sobre sus aspiraciones. Tener que oír semejante disparate. ¡Qué la salsa no había nacido en Puerto Rico! Eso sí que era un insulto. ¿Y quién rayos creía este hombre que era él cuando no tenía ni los mínimos conocimientos básicos de la música que pretendía promover? Quizás esto era prueba rotunda que no se trataba más que de un charlatán, un listo más de la calle que buscaba alguien a quien defraudar. Con disgusto, colocó su vaso medio lleno de bebida en la mesa y se despidió. En realidad, no tenía la menor idea de que iba a hacer. A lo mejor se despertaba el próximo día y ya ni se recordaba del nombre de Carlos Vega.

    8

    Descansando en su balance de cuero, Samuel Colón saboreaba su cigarro mientras miraba con interés los peatones que caminaban debajo en la calle, algunos turistas, otros residentes locales que conocía bien. De vez en cuando alguien que pasaba se volteaba y miraba hacia arriba para saludarlo. Ya lo conocían. Era su hábito sentarse en el balcón por las tardes y tocar un poco su guitarra antes de tomarse otro repelón de sueño y prepararse para levantarse en el medio de la madrugada para comenzar en su trabajo. ¡Qué forma de vivir! — pensó. Siempre soñó cuando joven que algún día cuando llegara a tener edad avanzada dormiría las mañanas hasta el mediodía. Y aquí estaba a los 62, reclinado en su canapé favorito por un rato, preparándose para la faena diaria, sin esperanzas que pudiera dejar de trabajar como si aún tuviera 20 años. Eso era lo que la gente joven no comprendía — razonó, en una sutil referencia a su hijo Ángel. No era lo mismo cuando uno se levantaba de la cama, con las piernas pesándole como si fueran alforjas llenas de piedra. Una tos que lo forzaba a sentarse al borde de la cama expulsando flema por un gran rato y luego siempre los dolores de cabeza que no lo dejaban en paz. Era la vejez, el cambio de vida que lo había sorprendido cuando menos lo esperaba. Se consideraba un hombre cansado, desilusionado de la vida. Pero tenía que seguir. Se lo debía a su esposa.

    En sus turbios pensamientos no se dio cuenta de que su hijo Ángel había entrado en el apartamento. Lo notó acercarse y se sorprendió. Su facha de chaqueta y pantalón con pliegues de vestir lo tomó de sorpresa.

    — Vaya, que milagro — le dijo —, estás vestido como lo debieras hacer todos los días. ¿Qué pasó?

    — Nada pasó, Papi — contestó él frustrado. Fui a ver a ese promotor y me vestí bien. Es todo.

    — Pareces una persona decente, Ángel. Si anduvieras así siempre verías como se te multiplicaban las ofertas. El vestuario lo dice todo. Acuérdate que cuando cantas la gente no puede dialogar contigo. Te están observando. La impresión que se llevan de ti es lo que enseñas con tu cuerpo.

    — No, Papi. Es la voz. La voz es lo que importa. Eso es lo que a la gente le interesa. Puedes andar con jeans o en shorts si quieres, si cantas, la gente te busca. La ropa no tiene que ver nada. Además, los salseros no somos conocidos por el buen vestuario, al contrario.

    — Que salseros ni salseros, Ángel. Eres músico. La salsa es solo un baile. Lo haces parecer como si fuera una secta. Tú cantas música. Que sea salsa por ahora está bien, es lo que está de moda. Pero no durará toda la vida. Limpia tu imagen y siempre mantente bien arreglado y verás cómo te cambian las cosas. Esa fijación que tienes con la salsa no es buena. La música es música. Debes de ser músico primero y salsero después. Piensa música y verás cómo lo demás te llega como por arte de magia.

    Ángel le dirigió la mirada con un poco de encono que trató de esconder cuando se rehusó a fijarle los ojos frente a frente. ¿Qué sabía su padre de triunfo musical? Si se guiaba por él acabaría exactamente en sus mismas condiciones, recogiendo basura en un camión de Sanidad. Si a alguien no le debía oír consejo era a Samuel Colón. Atinó a cabecear, dándole a entender a su padre que lo comprendía y luego se retiró del balcón y se fue hasta su habitación a cambiarse. Esta noche su banda estaba contratada para tocar en El San Juan Hotel Casino. Era un compromiso corto, de solo una noche para mostrarles a los turistas que venían a la isla la música de Puerto Rico. Pero el gerente les había advertido que no quería bulla exagerada. Nada de gritos, ni alto volumen con las trompetas. Los turistas, la mayoría americanos, buscaban un lugar tranquilo donde pudieran relajarse. Lo que Ángel se preguntaba era, ¿cómo tocar música salsera a bajo volumen? Había hasta dudado en aceptar el compromiso, pero el grupo necesitaba el dinero y más que eso, la exposición al público, fuera quien fuese. Y lo más probable sería que un grupo de jóvenes se aparecerían al enterarse que estaban tocando en El San Juan. Cierta parte de la juventud

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