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Una bachata por el porvenir
Una bachata por el porvenir
Una bachata por el porvenir
Libro electrónico183 páginas3 horas

Una bachata por el porvenir

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Información de este libro electrónico

La República Dominicana es un país de contrastes extremos. Mansiones y hoteles de lujo se erigen enfrente de humildes chabolas de colores. La isla flota en dos mares económicos bien distintos, en los que unos pocos explotan a otros muchos.

Carmelo trabaja de bailarín. Compagina su vida noctámbula con la tarea de padre deficiente, para la cual no podría sobrevivir sin su hermana y su madre. Como muchos dominicanos, fue padre muy joven, muy pronto y muy inconscientemente.

Para sacar un dinero extra que lo mantenga a flote, Carmelo hace lo que muchos de sus compatriotas se ven obligados a hacer: ofrecer su acompañamiento a cambio de dinero, favores y la eterna promesa de salir algún día de la isla. Prisión para quienes nacen en las chabolas de colores y paraíso para quienes disfrutan de sus lujosos hoteles y playas, ajenos a la vida que habita esas casas coloridas.

Una bachata por el porvenir es un homenaje al pueblo dominicano.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 dic 2023
ISBN9788411819039
Una bachata por el porvenir

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    Una bachata por el porvenir - Rubén J. Budia

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Rubén J. Budia

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-903-9

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A Leo,

    para quien

    «amigo es una palabra muy importante».

    .

    Y a María,

    por muchos más bailes juntos.

    1

    La música de la calle lo despierta. Carmelo se revuelve en la cama mientras alarga el brazo para mirar la hora en el celular. Sus ojos registran que son las dos de la tarde. No así su cerebro, embotado por los mensajes de texto que se acumulan sin contestar en la pantalla y que demandan una atención de la que no va a ser capaz hasta después de ducharse y beber una taza de café.

    Mientras se despega de las sábanas y camina hacia el aseo, Carmelo se pregunta si en otras partes del mundo el volumen de ruido será tan alto de día y de noche como lo es en Las Terrenas.

    En este pequeño pueblo de la región de Samaná, al norte de la República Dominicana, la música suena de manera perpetua. De día se suceden las bachatas, merengues y dembows provenientes de las bocinas de los carros y a la puerta de comercios y domicilios. En la noche el concierto corre a cargo de grillos, ranas, sapos, búhos y otras criaturas nocturnas. La música nunca cesa. Se trata de un pedazo de tierra que el ser humano ha robado a la selva, por más que esta trate de recuperarla. Una permanente guerra entre artificio y naturaleza cuya arma más potente es la bulla.

    Carmelo separa las piernas frente al inodoro y se ayuda de su mano izquierda para bajar el calzoncito y orinar con su mano derecha contra la pared del fondo. Mientras, su mente sigue despertando y le viene a la memoria algo que el dueño del colmado del barrio siempre dice: Las Terrenas es un pueblo joven, del que hasta hace unos pocos años nadie sabía nada. El viejo Lupe debe saber de lo que habla, pues ha pasado aquí toda su vida. A menudo, cuando Carmelo acude al colmado a comprar algo de fruta o un galón de agua, Lupe le cuenta historias de hace muchos años. Habla de cómo en los años noventa el pueblo era aún un grupo de casas en plena selva y que para ir de una a otra había que abrirse paso con machetes. Eso fue hasta que comenzaron a venir pescadores de los pueblos de la montaña a establecer su residencia cerca de la costa. La guagua vino mucho después.

    Se mira en el pequeño espejo del aseo y repara en las crecientes bolsas bajo sus ojos. Tantos años de trabajo nocturno han empezado a causar estragos físicos. Con carros llenando las estrechas calles de una música proveniente de unos poderosísimos equipos de sonido, es difícil conciliar el sueño de día. No hay nada que hacer, piensa. Uno tiene que ganarse la vida y yo debo trabajar comoquiera.

    Carmelo se refresca la cara con un poco de agua en el lavamanos, se dirige al dormitorio y abre su armario. Elige unos jeans grises bastante desgastados y un poloché blanco. Se calza unos tenis y va a la cocina con la intención de preparar café. Al abrir el armario recuerda que hace varios días que se acabó y resuelve ir a comprarlo más tarde. No importa, se dice, quizá todavía pueda encontrar una empanada y un jugo.

    Ya en la calle, la vida del pueblo se hace notar a esta hora del día. El calor y la humedad están en pleno apogeo. Los carros circulan al paso, con los motores sorteándolos en zigzag y por cualquier recoveco que quede a derecha o izquierda de la calzada. Las carreteras en este pueblo no son muy anchas y deben repartírselas vehículos y peatones. Es común que el avance del tráfico sea lento para los carros, pues el método de transporte predominante son las motocicletas. Todo el mundo acá elige moverse en un motor o en una pasola.

    El fuerte olor a carburante quemado acompaña a la banda sonora del pueblo. Se solapan músicas con el potente ruido de las motocicletas. De pronto un sonido ensordece al resto, pues un muchacho de apenas quince años acelera un motor a lo lejos, cerca del colmado de Lupe. Al coger impulso, el muchacho levanta enérgicamente el manillar con los brazos y recorre la longitud de la calle haciendo calibrar la motocicleta. Por el camino, unos niños que salen de la escuela se ven obligados a apartarse para no ser chocados. Carmelo sonríe divertido. Este es un país para los fuertes, se dice. Uno tiene que estar siempre alerta.

    Cuando entra en la peluquería, Patrick y Alex se interpelan a voces y apenas reparan en Carmelo. Sentado en una esquina, Juan Pablo los escucha con interés. No hay clientes en este momento, de modo que los dos peluqueros debaten como de costumbre. Carmelo y Juan Pablo se miran e intercambian una sonrisa.

    —Mira cómo es la vaina! El gringo llega y compra la playa. Hace su hotel y nosotros los dominicanos nos tenemos que ir pa la loma a vivir. Loco! Si seguimos así, cuando vienes a ver, to nosotros vamos a tener que irnos a vivir pa Las Guázaras¹. Porque tan privatizando to. Tú comprendes lo que yo te quiero decir?

    —Pero cómo así, manín? No digas eso. Cuando se abre un hotel, hay trabajo pa to el mundo, loco! Trabajo!

    —Monstruo, oye! Tumba eso porque yo ya me estoy quillando. De qué trabajo es que tú me estás hablando? No me hables de eso, papá. Tú me vas a hablar de trabajo limpiando la mierda de los gringos? Arreglando la playa para que después tú no puedas ir. No me vengas con esa que yo no cojo esa, te dije.

    —Pero al menos la playa está más linda.

    —Pero tú no la vas a ver! Atiende. Tú sabes que el primo mío trabaja de guachimán en el Bahía Príncipe de El Portillo. Fíjate lo que te digo: yo lo vi el otro día que yo y un pana mío fuimos a correr por la playa.

    —Y qué pasó?

    —Que al pana mío y a mí nos botaron porque dizque que la playa es propiedad privada.

    —Ven acá. Y es verdad eso? —se une a la tertulia Juan Pablo, interesado—. Tu propio primo no te dejó entrar, fue? Esa es la vaina que está sucediendo aquí. Es afuereándonos que están, loco.

    —Pero que él tiene que cumplir con su trabajo, es. —Insiste Álex—. Adonde no hay gringos no se pueden ganar cuartos. Pregúntale a Carmelo, que él sabe.

    Todos lo miran, pero Carmelo sencillamente se encoge de hombros. Al cabo, decide sacar provecho del tema. Las barberías dominicanas a menudo actúan de foros de tertulia política sobre el estado del país. En ellas se intercambia información valiosísima y se organiza la vida pública, si bien sus improvisados oradores se avienen a lo que ellos llaman los «códigos de la calle».

    —Dime a ver, Patrick —dice Carmelo, dando un giro a la conversación—. El primo tuyo que trabaja en el hotel allá. Loco, yo estoy por conectar con ese tipo pa ver cómo le freno allá… Pa ver si mango un trabajito allá en el hotel. Dime a ver, qué tú puedes hacer por mí?

    —Bueno, loco. Ta difícil. Hay mucha gente moviéndose p’allá pa ver si consigue un trabajito.

    —Bueno, bro. Entonces, dame la luz, manín, pa yo decirle qué eh lo qué eh. Tú sabes?

    —Está bien. Si tú quieres, yo lo llamo a él, pero tú sabes que no es tan fácil. Allá hay demasiada gente que se está moviendo. Tú me entiendes?

    Carmelo lo sabe. No es la primera vez que intenta entrar en el equipo de animadores de un hotel. Sin embargo, esos puestos suelen cubrirlos los empresarios contactando directamente con escuelas de baile que trabajan con ellos. Hubo un tiempo en que Carmelo formaba parte de un grupo de bailarines organizado. Bolívar. Aquello sí fueron buenos tiempos. Cogieron muchos cuartos en esa época, pero lamentablemente Bolívar se fue a la capital con quien pudo seguirle. Ahora los bailarines que quedan deben pelear por lo poco que se genera en bares y salas de fiesta.

    —Dime ahora, Carmelo? —aprovecha Patrick para ilustrar su opinión—. Pero es que a ti no te preocupa que esos gringos se queden con todo? Para ellos es que tú quieres trabajar?

    —Yo trabajo para mí mismo. Un bailarín debe moverse más que un rabo e lucia pa mangar cuartos. Yo no miro de adónde salen esos cuartos.

    ***

    Terminado el coloquio, Carmelo sale a la calle en dirección a casa de su madre, a un par de calles de la peluquería. Por qué será que el vacío en su estómago siempre le despierta amor maternal?

    Carmelo dobla la esquina y entra por un callejón pequeño que separa dos edificios. La bulla de la calle principal cesa de inmediato al internarse aquí. Camina unos pasos más hasta que el callejón se ensancha y da paso a una barriada. Un auténtico laberinto de pasos estrechos que serpentean entre apartamentos muy próximos unos de otros.

    Al llegar a la casa de su madre, su hermana Stephany finge que no lo ha visto mientras extiende ropa para secar sobre una cerca afuera donde a esta hora siempre da el sol. Carmelo la mira fijamente mientras se acerca a la puerta de entrada, pero no consigue que Stephany le devuelva la mirada ni siquiera al detenerse a su lado.

    Carmelo está a punto de darse por vencido y entrar en la casa, cuando Stephany decide hablar:

    —Hablaste hoy con Yadiel? —pregunta, la mirada aún puesta en la ropa que tiene delante.

    Carmelo no sabe qué contestar. Stephany se ve enojada por su falta de respuesta.

    —Dígame entonces, cuando es que su majestad va a ocuparse de su hijo?

    —Stephany, dame banda. Por favor te lo pido.

    —Ah, claro! Usted disculpe! Usted siga pasando la noche en vela buscando su gringa para que le solucione todos los problemas. Mientras tanto la madre y la hermana de su excelencia llevan a su hijo a la escuela, lo bañan, lo visten y le dan de comer.

    —Yo traigo cuartos acá, no es verdad?

    —A los niños no se los educa con cuartos, señor mío. Ese muchacho necesita que su padre esté con él.

    Carmelo no contesta ahora. Está cansado de oír siempre el mismo reproche. Mira hacia el callejón mientras se pasa una mano por el pelo de la nuca, distraído. Quizá en la siguiente visita a Patrick tendrá que gastar doscientos pesitos en una recortadita, piensa. Mira hacia el callejón mientras, de soslayo, comprueba que Stephany lo sigue contemplando con los brazos en jarras.

    —Dentro allá hay comida —dice Stephany como leyendo la mente a su hermano.

    Carmelo le tira un beso aéreo y gira sobre un talón hacia el interior de la casa. Sus ojos tardan algunos segundos en acostumbrarse a la penumbra imperante. Entonces Carmelo localiza a doña Ramona, su madre, recostada de lado sobre una cama. Descansando sobre la estufa, Carmelo encuentra una olla de cerdo y otra de moro de arroz con guandules. Perfecto para acallar su estómago, que lleva horas rugiendo de hambre.

    Antes de comenzar a devorar, Carmelo camina hacia su madre y le da un enérgico beso en la mejilla. Doña Ramona, que a esta hora descansa unos minutos antes de regresar a su trabajo en la modistería de la señora Lucrecia, saluda a su hijo y le acaricia el rostro con ambas manos.

    ***

    Carmelo camina por la calle principal en dirección a La Bodega, la sala de baile donde trabaja esta noche. Mira sobre su hombro para controlar el enjambre de carros, motores, patinadores y peatones que circulan en su misma dirección.

    La vida se ve distinta con el estómago lleno y habiendo descansado en la casa materna. Después de una refrescante ducha, Carmelo se ha engalanado con la ropa y el perfume para la noche y ha puesto rumbo a la calle.

    Repara en un carro negro cuyos subwoofers toman control de la calle por medio del dembow del cantante urbano Chimbala. Carmelo se inclina para ver quién maneja y sonríe al ver a Juan Pablo, que se detiene. Que le den a uno una bola es siempre mejor que caminar. Abre la puerta y salta adentro eufórico.

    —Qué eh lo qué eh, wawawa?

    Por toda respuesta, Juan Pablo sube aún más el volumen de su música, que anula toda bulla en la calle Duarte.

    Al entrar en La Bodega, Carmelo saluda a Ramón, Guillermo y los otros. No ve a Sylvain ni a ningún otro de los haitianos hoy. Quizá vengan más tarde. De todos modos, los viernes siempre hay sitio para todos porque viene mucha más gente.

    Desde hace un par de semanas, Carmelo ha comenzado a hacerse cargo de organizar las animaciones en La Bodega y el Namaste. Debe asegurarse de que los bailarines están a la hora y con la ropa acordada. Lo de la puntualidad no suele ser un problema, pero la ropa ya es otro cantar. Los haitianos tienen la mala costumbre de venir de un color diferente al que Carmelo pide por WhatsApp ese mismo día.

    Después de comprobar que el sonido funciona como debe y que la pista está limpia, Carmelo y los demás ensayan unos pasos nuevos que quedarán muy vistosos en las animaciones. Es importante que todos lo aprendan bien, para atraer las miradas de todo el público y así asegurarse que seguirá viniendo gente.

    El celular indica las 22:00 horas. Según los cálculos de Carmelo, teniendo en cuenta la ocupación hotelera del pueblo en estos días, los primeros grupos de extranjeros comenzarán a llegar en breves minutos. Quienes ya hacen su aparición son las prostitutas, que saludan a Carmelo con dos besos en las mejillas y ocupan su lugar en un extremo de la barra del bar.

    La distribución de La Bodega es evidente a ojos del espectador habitual. Sin embargo, de atravesar en estos momentos el túnel de madera que forman los dos comercios a ambos lados del letrero en lo alto que dice La Bodega y acceder así al patio de sillas y mesas que contemplan la pista de baile y la barra, esa distribución burlaría la lógica del turista ocasional. El lugar está decorado como si de veras fuera la bodega de un barco español del siglo XVI. De un lado de la pista se encuentra la cabina del deejay y un pequeño asiento donde los bailarines dejan sus botellas de agua y sus toallas para secarse el sudor. Del otro, una zona de la barra con menos iluminación y unas sillas altas que suelen ocupar unas mujeres

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