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Un crimen pequeño y despreciable
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Un crimen pequeño y despreciable
Libro electrónico415 páginas6 horas

Un crimen pequeño y despreciable

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Información de este libro electrónico

Julieta Viterbo ha desaparecido. Es una de las sesenta personas que desaparecen diariamente en Chile. Abrumada por crímenes manifiestos, la policía no tiene tiempo para investigar lo que puede terminar siendo nada más que una escapada aventurera de una vida tediosa. Sin embargo, presiones de amistad y políticas obligan al comisario Oscar Morante a hacerse cargo de investigar este caso. Su recargada agenda lo obliga a instalar en la investigación a la psicóloga Adriana Vallejos, una consultora de la policía.
Enmarcada entre un pasado de pobreza y un futuro de éxito al alcance de la mano, diversos aspectos de la vida y la personalidad de la mujer desaparecida salen a luz a medida que la psicóloga interroga a personas con las que se relacionaba. No parece haber motivos para sospechar de un crimen, aunque paulatinamente una constelación de hechos dispersos van configurando la posibilidad de que la desaparición esconda un crimen bien encubierto.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 ene 2016
Un crimen pequeño y despreciable

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    Un crimen pequeño y despreciable - Mario Valdivia

    Epílogo

    Cap 1.- El skate amarillo

    Esta tabla es la raja, se dice a sí mismo Kevin, de sobrenombre Coipo, una vez más, en voz alta.

    Desde que la vio en la cancha de Puente, afirmada contra una pared, sola y descuidada, no tardó un minuto en tomarla en sus manos, abandonar la suya y hacerse humo. Considera que hay que ser tarado para descuidar una maravilla como esa, aunque sea solo por un instante; ¡que el ex dueño cargue con su culpa! Cualquier otro en su lugar habría hecho lo mismo, salvo un ahueonado como el que la perdió. Único problema: tendrá que desaparecer de la cancha de Puente y conformarse con la de La Pintana. Solo por un tiempo. Lo de menos…

    El diseño es bacán, pero lo mejor de todo es cómo suena. La cagó. No tiene el chirrido del metal ni el crujido chanta del plástico; produce un golpeteo opaco, entremedio. Debe ser por lo que le dijo el Vladi: es una cuestión compuesta. ¡Y qué suave! No corre, se desliza como si se moviera sola. Capaz que los rodamientos sean de aire. Más encima, con las zapatillas Krack Spider que se acaba de comprar. ¡Filete! El zumbido cuando agarra velocidad es de motor de fórmula uno. Claro que para eso hay que ir a patinar al estacionamiento del centro comercial, el único lugar en los alrededores que tiene pavimento con la suavidad necesaria. En el barrio las calles están todas agrietadas, el Vladi dice que las constructoras estafan a la Municipalidad con el cemento, con piedras sueltas a la vista y puros desniveles. Imposible correr rápido en ellas. Y los bandejones delante de las casas, que deberían tener pasto, son de tierra dura y escombros; terminar costaleado en ellos es jodido.

    Kevin el Coipo lleva media hora probando su nuevo skate en la plaza polvorienta donde debe estar presente en media hora más para cumplir con la pega. Hay unos muros chicos de cemento y los restos de unos asientos que le permiten ensayar sus habilidades y hacer lujos. ¡Goza pensando cómo lo van a envidiar los otros cabros! Chequea la hora: está bien. En el horario de la mañana tiene que estar de once a una practicando con la patineta en los alrededores de la esquina de la plaza. También puede sentarse a descansar, siempre que se deje ver, porque lo importante es que lo vean con facilidad desde todas las bocacalles.

    En la tarde es lo mismo, de cinco y media a siete y media, lunes, miércoles y viernes. Lo que más le exigen es que sea puntual y se deje ver. No es mucho, pero ha tenido que aprender a controlar las ganas de abrir para cualquier lado en cualquier momento, como lo hacía antes cuando era más cabro chico y no tenía responsabilidades.

    - Tenís que controlar tu inquietud, pendejo – le dijo el Oscuridad, una de las pocas veces que habló con él -, si no, no me vai a servir. Está en ti, cabro… - le insistió clarito.

    Y Kevin salió bueno para aprender. Las lucas son buenas y fáciles para el que se sabe machucar. Es aburridor mantenerse en el mismo lugar dos horas mañana y tarde, pero supo aguantarse y el billete llegó. Cumplidor el Oscuridad.

    - Pero no aguanta ni media hueá. Faltai una vez y cagaste. Te pillo llegando tarde o yéndote antes de tiempo y cagaste. La perdís pa siempre - le advirtió el Tallo, que empezó antes que los demás, es mayor y oficia más o menos de jefe intermedio.

    - No hay cuidado, Tallo. Sé cumplir. Me enseñó mi viejo antes de mandarse cambiar. Pregunta por mi fama en el colegio. Cumplidor a más no poder; hasta buenas notas, compadre – lo tranquilizó él.

    - Bueno, si te creís tanto, o vai a estar echando de menos la escuela, entonces mejor te quedai ahí. No queremos giles con pajaritos en la cabeza.

    - No pus, Tallo. Si estoy decidido. Te cuenta pa que te sintai tranquilo, no más. Tengo que ayudar en la casa.

    - ¿Qué casa, hueón? ¿Tu mamá no se fue también?

    - Después del viejo; tu sabís. Estoy donde una tía. No jode, pero no le preocupa mucho lo que pasa conmigo. Que vaya o no al colegio le da igual. Solo me da pa comer y alojo. Nada más; ni ropa.

    - ¿No se irá a preocupar de verte llegar con plata?

    - Pa na. Y mejor si le paso unas luquitas. No te preocupís, todo bajo control.

    Buena onda el Tallo. Ahora, la conversa a fondo que se pegó con el Oscuridad sí que fue jodida.

    - Mira cabro – le dijo -. Vai a vender una hueá que no está muy permitida. Pero no te preocupís: a los menores como tú no le pueden hacer nada aunque los pillen. Así que tranquilein. Son bolsitas chicas que te va a entregar el Tallo todos los días, mañana y tarde. Van a venir giles, o sea clientes, a pedirte una bolsita o dos, no más. Va a haber un taxi en algunas de las bocacalles, a la vista de la plaza. Tenis que cacharlo todos los días, mañana y tarde. Los compradores tienen que pasar por el taxi primero. Si no lo hacen y se te acercan directamente, no les hacís caso y no sabís que mierda te piden ni de qué te están hablando. Pero si vienen desde el taxi, le das lo que te pidan. Usted solamente entrega, joven, la paga la ven en el taxi. ¿Está claro? -, le preguntó, insistente.

    - Clarísimo, señor – respondió él con convicción.

    - Única gran hueá prohibida, pero prohibida de prohibir, ¿me entendís?, es perder mercadería. Las cuentas de lo que te entrega el Tallo y entregas a los clientes tienen que cuadrar bien derechitas. Nada de extravíos ni confusiones, ni dejarse bolsitas pa mañana. Todo se cuadra al día. ¿Entendido?... Con el Tallo.

    - Sí, señor - aseguró él, como si lo entendiera todo; ya podrá pedirle al Tallo que le explique, o al mismo Vladi, que partió un par de semanas antes de él.

    - Traería consecuencias serias… Sin perdón posible. ¿Me entendís bien, cabro? Sería una hueá demasiado grave.

    - Clarísimo, señor.

    No mostrar inseguridad ni cagando, ¡nunca!, es lo más definitivo que ha aprendido en lo que lleva de vida, especialmente cuando uno trata con gente importante.

    Pareces perdido y se olvidan de ti al tiro. Los de más arriba que llegan a ofrecer trabajo, andan muy ocupados. No tienen tiempo para el leseo, le dijo el Sabio Ramírez, uno de los pocos profes que lo ayudó en el colegio. Y no hay que olvidar nunca que detrás de cada pega anda mucho compadre como tú. Hasta que no tengas estudios superiores la cosa va ser así.

    - Una cosa más, enano. Muy, muy importante. No podís hablar con nadie de este trabajo. ¿Estamos? Y menos con esos amigos tuyos que trabajan con nosotros en la plaza de Las Industrias y en los sitios eriazos en Santa Gabriela. Estoy seguro que te cachai que andan en lo mismo. Calla la boca. No tenís na que andar haciendo averiguaciones de cuánto se vende aquí y allá. No es asunto tuyo, es cosa nuestra; secreta. ¿Hablo claro? La curiosidad mató al gato, cabro. Que no te pase a ti – le advierte el Oscuridad.

    Después de darle todas las seguridades al Oscuridad, éste le dio un golpecito en la espalda y se fue. No ha hablado nunca más con él. Lo ve pasar a menudo manejando su auto bacán con cristales oscurecidos. Anda de chofer de otro que tiene que ser más importante, porque se sienta atrás. A ese no le ha visto nunca la cara con claridad. Los otros cabros tampoco saben cómo es. Putas, mejor ni imaginarlo, si el Oscuridad da julepe y él lo manda. Menos mal que desde ese día en adelante todos los tratos son con el Tallo. No da para amigo, pero buena onda.

    El Coipo Kevin está contento con la pega. Acostumbrarse no fue difícil. Debe prestarles atención de lejos a los compadres del taxi, que estacionan casi siempre en el mismo lugar - se le ocurre que son conocidos de la casa que está ahí- y nunca desaparecer mucho rato de su vista. Con eso basta y sobra. Hay tiempo de sobra para entrenarse con la tabla, y aunque el pavimento de las calles cercanas no es muy bueno como para correr, la plaza tiene suficientes obstáculos para practicar lujos. Tres o cuatro veces en la mañana, y lo mismo en la tarde, algún automóvil se acerca al taxi, los ocupantes conversan entre ellos, y después avanza hacia la plaza. Él debe acercarse a las ventanillas y entregarles las bolsitas. Fácil, y encima se ganan buenas lucas.

    Se siente contento porque su tía cambió la manera de tratarlo desde que apareció con unos billetes de regalo. La comida está mucho mejor. Le sirve la mesa, le ordena la cama, le zurce la ropa. Dejó de tratarlo de Coipo delante de los vecinos, ahora es el sobrino Kevin. La vieja nunca se casó y no tiene hijos. Capaz que le agarre cariño. Por fin comienza a sentir como que tiene casa, o algo parecido… Más o menos como la del Vladi.

    El Cumbia, que la mueve en los sitios eriazos cerca del hospital, le explica para qué tanta parafernalia entre el taxi, él y los compradores.

    - La plata por un lado, la mercancía por otro, longi. Ese es la custión - Le dijo clarito -. Si los pacos detienen el taxi, no pasa ná; a lo mejor el chofer solo están contando la plata de las carreras hechas. Y si te cachan a ti entregando, ¿qué pueden decir?; nadie te ha pagado ná. Podís decir que te encontraste la huevá en los asientos de la plaza, y que los que te la piden solo quieren recuperar lo suyo. No tienen cómo cagarte, ¿cachai? -, insiste.

    Para el Coipo, el Cumbia sabe más que el Vladi, pero no es tan amigo suyo.

    - El Oscuridad y sus jefes no son na unos hueones cualquiera. Tienen la hueá bien armá – resume, apreciativo, el Cumbia.

    Mayor razón para cumplirles y cuidarse de ellos, piensa Kevin

    De tanto patinar en el mismo lugar, el Kevin ya se cacha al vecindario. A las diez de la mañana casi no hay autos estacionados en las veredas. Los hombres se van a la pega tempranito, casi todos llevan los cabros al colegio, y las minas se quedan en las casas, a pie, sin auto. Cada dos días van al supermercado, que queda al otro lado de la autopista, pasando por la pasarela, arrastrando carritos de compra. Algunas pocas, las más preocupadas, a veces se pueden ver regando unos pedacitos de pasto frente a las casas. Pero en su mayoría están casi siempre desaparecidas detrás de las paredes y las cortinas. Supone que ven tele y comen, igual que su tía. ¡Mierda de vida aburrida! Con razón son tan gordas.

    El Sabio Ramírez le celebraba la capacidad que tiene de prestar atención a las cosas que pasan a su alrededor.

    - La mayor parte de los cabros de tu edad andan dormidos. No se fijan en nada. Tú no, tú eres observador, te das cuenta. No pierdas eso, Kevin – le insistía a menudo.

    Debe ser porque lo de su viejo lo pilló tan en pelotas. Si lo hubiera visto venir con tiempo, se le ocurre que se podría haber preparado un poco; parecido a una vacuna. Pero, ¡qué manera de cagar con la sorpresa! No le dio ni pa llanto. Y el enojo de su mamá metía miedo. Se le entraron las ganas de reír, tanto que no está seguro de haberlas recuperado todavía. El Sabio Ramírez se lo cachó al vuelo.

    - Vas a tener que aprender a perdonar, Kevin – le dijo un día, de entrada –. Como niño, no te corresponde, pero no te va a quedar otra. Es que no tiene que ver contigo. No tienes nada malo… Putas, cabro, se fue sin más razón que lo infantiles que podemos ser los viejos cuando la vida no se nos da. ¿Entiendes? Culpamos al mundo de nuestras mierdas y buscamos remedios supersticiosos afuera, cuando en el fondo no nos aguantamos a nosotros mismos – explicó -. Seguro que tu viejo arrancó de sí mismo. Vai a tener que perdonarle lo penca, huevón, lo débil – asegura, sin escatimar verdades.

    Nunca más ha oído al Sabio decir tanta grosería y con tanta tristeza. Sus ojos, llenos de lágrimas, le produjeron tanta compasión por lo que sufren los viejos, que perdonó a su padre para siempre. ¡Pobre viejo! Kevin decidió que la vida adulta debe ser muy jodida, o bien que la edad debilita a las personas.

    Bueno, como buen observador, ya puede reconocer los automóviles que se quedan estacionados frente a las casas del barrio. La mitad son de viejos jubilados que no van a ningún lado, la otra mitad pertenecen a mujeres cuyos maridos dieron para dos vehículos. Hay algunos estacionados en la calle, y otros que se quedan tras las rejas de las casas que cuentan con entradas de auto. El Coipo Kevin cree que puede reconocerlos a todos.

    Al igual que las personas, los vehículos acumulan en su cara y en las posturas del cuerpo, huellas de la vida que han hecho, signos de lo que han vivido. Tanto vagonetear en la plaza le permite reconocer las leves cicatrices, invisibles para quien mire con ojos menos alerta, que hay en los autos inmóviles en las calles cercanas. Está el Chevy rojo con el retrovisor del lado izquierdo medio caído, el Yaris dorado de dos puertas, con una leve abolladura que distorsiona el reflejo de la luz en el tapabarros derecho, el pequeño Suzuki cuatro por cuatro que perdió una de las tapas de sus ruedas traseras, la Luv doble cabina con un señalizador trasero roto. Kevin se sabe los números de las placas patente de memoria. Chequea una vez más y comprueba que no se equivoca con ninguna. Igual que con las tablas de multiplicar en el colegio. ¡Cómo no se va a acordar, si a sus compañeros les resultaba tan difícil!

    Así fue como se fijó en el Kia metálico un par de días atrás… y también por la nueva tabla.

    El Tallo se cachó el skate al tiro. Lo tomó en sus manos, lo miró bien mirado y lo acusó:

    - Te lo robaste, Coipo.

    Se le vino a la mente la cara del Oscuridad y le respondió al tiro que sí.

    - ¿Dónde? -, preguntó el Tallo

    - En la cancha de Puente – fue su respuesta inmediata.

    Si te vas por la verdad, ándate hasta el final; es otra lección del Sabio Ramírez que decide obedecer. El Tallo va a sospechar de cualquier respuesta poco decidida.

    - Ya. La cagaste. Esta tabla no es corriente, Coipo. El dueño la va a buscar. Y si te encuentra, quizás de qué vai a hablar. No podis andar robando si querís mantener tu pega; ¿estamos? Por esta vez te perdono, porque no te lo había advertido antes. ¿Estamos?

    - Claro, Tallo. No sabía…

    - Bueno, ahora sabís. Pero no te aparezcai por la cancha de Puente…., ni andís patinando en el centro comercial. Ya sé que el pavimento ahí está ni hecho pa correr, pero es demasiado cercano a Puente. Prohibido, ¿de acuerdo?

    - De acuerdo, Tallo. ¿Dónde la uso entonces? -, quiso saber de buena fe; mejor quedar clarito al tiro.

    - Aquí está bien. Nadie va a venir tan lejos de Puente a este lugar que no tiene ni un metro de pavimento decente.

    - Pero aquí no se puede correr en serio…

    - Déjame terminar, Coipo; yo también usaba tabla antes. Ándate pa El Llano, son seis estaciones de Metro no más. Allá hay otro centro comercial, y lo mejor es que la municipalidad recién pavimentó las calles. Están de lujo. No creo que nadie vaya de ahí a Puente. En El Llano no te van a encontrar.

    - Buena idea – se le ocurrió decir.

    - Y no sería mala idea que le pegaras una pasadita de spray con otro color –, lo aconsejó el Tallo.

    - Es que está tan bacán así – insistió él.

    - Bueno. Hueá tuya, pero si te metís en un lío por lucir la tablita, te aseguro que perdís la pega... y más, hueón.

    El miedo de no poder usar su lujito nuevo le mantiene los recuerdos fresquitos. Eso fue lo que lo lleva a viajar en Metro a El Llano, cada vez que tiene un rato. La verdad es que allá no hay para qué ir al centro comercial, las calles tienen una capa de asfalto negro parejito y sin junturas. Correr es una delicia. Además hay poco tráfico porque es un barrio de casas.

    Pero el skate en calle siempre es traicionero. Los que manejan autos creen que todo el espacio es para ellos. Y la verdad es que la mañana que chocó al Kia metálico, el descuidado fue él. Venía rajado, cuando se topó con el auto saliendo del garaje de la casa y entrando a la calle como si fuera de su propiedad. Alcanzó apenas a sacarle el cuerpo al encontronazo de frentón, y le hizo un fino que le produjo un rayón recovequeado en el tapabarro trasero derecho. Nada, comparado con lo que podría haberle pasado a él y al auto si le da un choque franco.

    Igual terminó en el suelo, atontado, sin aire y con un dolorazo en las costillas en el lado que golpeó la solera. Menos mal que el skate no salió disparado muy lejos. Con el rabillo del ojo lo puede ver a pocos metros de distancia, ensartado en una mata de ligustros.

    Una mujer se bajó del auto y lo primera que hizo, en vez de preocuparse por su abollón, fue ir donde él estaba desparramado en el suelo. Tenía un olor increíble de rico, entre a té y limón, pero dulce y tibio. Le acercó unos ojos grandes y claritos, que le hicieron pensar que se abría el cielo entremedio de las nubes de la mañana. Sintió el roce de su ropa, de una suavidad que nunca había imaginado, cuando le tocó la cara con cariño.

    - ¿Qué te pasó, niño? ¿Te duele algo? -, preguntó.

    - No es ná, señora – parece que le respondió él.

    - ¿Te llevo al hospital?

    Amorosa, pensó, pero con el skate robado, ni loco.

    - No señora. Si no tengo na – le dice -…. Muchas gracias -, se acordó de agregar.

    - Bueno, entonces – dijo la mujer, y se fue a mirar su auto.

    - No es nada, no te preocupes… ¿Y tú, seguro que no tienes nada? Déjame ver – insistió, acercándose a él de nuevo para examinarle la cabeza.

    Sintió un ataque de vergüenza. ¿Qué iba a pensar la mujer de su pelo sucio? Era tan delicada y olía tanto a limpio. Se apuró a decirle que todo estaba bien, que no se preocupara, y a apartarse un poco de ella.

    - ¿Puedes seguir manejando tu patineta? -, le preguntó, medio descreída.

    - Por supuesto, señora. En serio. No se preocupe – le respondió mientras caminaba a buscarla.

    La vergüenza no se le iba. Tenía unas ganas de arrancar inexplicables.

    Ella le dio una última mirada, enorme y clara.

    - Bueno – dijo, y se subió a su auto y se fue.

    Al pasar por su lado, se asomó por la ventanilla para hablarle.

    - Cuídate niño. No das lo mismo. Te puedes matar.

    Y eso fue todo. Se fue, y él se quedó pensando si había dicho no da lo mismo o no das lo mismo.

    La vergüenza se le fue pasando de a poco. Increíble la señora, se dijo a sí mismo el Coipo. Lo único que hizo fue preocuparse de él, cuando la culpa era toda suya. Qué ojos tan lindos, y buenas personas. ¡Y no querer cobrarle el daño del auto!; que no era tan poco como dijo. Qué preciosa y bacana.

    Después de un rato, se puso a pensar que la mujer tenía que tener mucha plata: el arreglo del auto iba a ser caro y le daba lo mismo. Estudió la casa para confirmar su idea. Era bonita y estaba bien pintada, las ventanas eran grandes y el jardín estaba muy bien arreglado. De dos pisos, pero de ésas construidas de una sola vez, no como las de su barrio, puro añadido y suple, cada uno menos pariente que los demás. Un solo desorden, su barrio.

    Por el rayón, y porque él se fija en las cosas, como le consta al Sabio Ramírez, es que reconoce al tiro el Kia cuando un tipo lo estaciona a media cuadra de su plaza de trabajo, unos días después. Eran como las doce y media, hacía frío y la entrega andaba mal. El tipo se baja con calma y se aleja caminando en dirección a la avenida, tres cuadras más allá. Algo le llama la atención en el movimiento del hombre, y se acerca a comprobar; efectivamente, la ventana del chofer está completamente abierta. Busca las llaves, pero no están puestas. Chequea, y el rayón está ahí, con el recoveco imposible de olvidar. Se desliza tras el hombre, que camina relajadamente, hasta que lo ve tomar un taxi y alejarse por la avenida hacia el norte.

    Lo están dando, se lo van a robar, piensa el Coipo, salvo que el tipo regrese a buscarlo luego.

    Pero no lo hace durante dos días y dos noches enteros. Hasta que el tercer día, dos cabros que trabajan para el taller mecánico de la otra esquina, lo abordan, manipulan el tablero hasta que lo hacen partir y se lo llevan. El Coipo sabe que una vez que entre al garaje nadie lo verá nunca más.

    - El hueón lo dejó abierto para que lo robaran. ¿Qué mierda? – le comenta al Vladi ese misma tarde.

    - Hay taraos pa todo – responde su amigo, sin mayor interés.

    Él, en cambio, se queda pensando, sin encontrar razones. Sabe que eso lo deja intranquilo. En la noche se va a quedar rumiando. El Sabio Ramírez decía que ninguna cosa pasa sin alguna razón. Kevin, el Coipo, se ha fijado bien, y es la pura y santa verdad. Tiene que buscarle las razones a las cosas para poder quedarse tranquilo. A veces le gustaría ser como los demás, el Vladi y el Cumbia, que casi todo les da igual.

    - ¿Cómo era el compadre del auto? –, se pregunta a sí mismo.

    Lamenta no haberse fijado bien en esa ocasión, preocupado como estaba por reconocer el auto. En todo caso, era moreno, no muy alto, más o menos delgado, llevaba puesto pantalón y chaqueta, pero no corbata. ¡¿Adónde puede llegar con eso?!... ¿Tenía un peinado bien ordenado?... ¿Qué edad?; no se movía como viejo… El Coipo queda lleno de interrogantes sin respuesta.

    Por suerte la cosa cambia tres días más tarde. El mismo tipo aparece de nuevo. Viene a chequear que el auto haya desaparecido; es lo que se le ocurre en cuanto lo divisa a dos cuadras de distancia, avanzando como vagoneta. Comprueba que el taxi se acaba de ir, lo que quiere decir que se terminó el turno. ¡Esta vez no se escapará! Decide seguirlo.

    Una punzada en la guata recuerda al Coipo que ha tenido buena suerte. La verdad es que la vez anterior debió fijarse mejor. Mejor no hacerse el leso cuando la embarra.

    Recuerda al Sabio Ramírez, que le decía:

    - Te gusta fijarte en lo que ocurre, Kevin -. Él nunca lo trató de Coipo – Eres inquieto y despierto. No hagas la lesera de salirte del colegio. Tienes que estudiar – no dejaba de repetirle.

    ¿Debería regresar al colegio?, ¿dejar la pega? A veces lo piensa. Pero el mismo ejemplo del Sabio lo convence de que no: tanto saber y tan pobre, el hueón; tan poca cosa comparado con tanto flaite ignorante, como el Tallo. O él mismo. Está seguro de que ya gana más plata que el Sabio. Y está recién empezando. Con una pizca de interés y esfuerzo, puede ver al Oscuridad e imaginar a su jefe, quizás qué cantidades estarán a su alcance. Lo pasa bien, aprende cosas importantes de verdad todos los días y no tiene necesidad de aburrirse estudiando leseras inútiles y memorizando pendejadas. ¡Se va a convertir en un empresario en serio! Eso es: empresario, más que sabihondo.

    Por suerte se compró un Galaxy la raja, su primer teléfono celular, que tiene una cámara bacana. Ahora le va a servir caleta. De pronto se le viene a la memoria la cara de su tía cuando le regaló un celular a ella. No es como el de él, pero igual estaba muy contenta. Con tan poco, su trato ya está cambiando. La próxima compra, en los días que vienen, va a ser una súper tele OLED de cincuenta y cinco pulgadas, para instalarla en la sala, junto con un contrato de cable. Con eso, su tía sabrá quién es su sobrino, y que más le vale cuidarlo en serio. Él se comprará una más chica, para que quepa en su pieza, pero Smart, con un contrato de banda ancha. De Internet, la vieja no cacha nada; para qué enseñarle. Claro que eso va a tener que ser el mes que sigue.

    Después, va a tener que pensar en serio qué hacer con las lucas. Ponerse a gastar como hueón puede ser complicado. Sobran los envidiosos que podrían acusarlo a los tiras o los pacos. Parece que los bancos tienen cuentas donde se puede guardar plata. El Sabio Ramírez debe saber. Lo que no va a hacer nunca, de ninguna manera, es convertirse en drogo. En el poco tiempo que lleva en la pega, ya cacha cómo cagan los hueones que le compran. Ligerito se les jode la cabeza y empiezan a robar, para terminar matando, nada más que para conseguir plata y seguir metiéndose la hueá por la nariz. Vender mierda y comer mierda no son lo mismo. No hay que ser gil.

    Cap 2.- Una denuncia informal

    A las 11 en punto, el comisario Oscar Morante recibe una llamada de la Dirección.

    - ¿Morante?, venga a mi oficina. Quiero presentarle a alguien.

    Es la jefa.

    El frío está de congelarse en su oficina y en los pasillos del viejo edificio. El moderno sistema de climatización, que despertó tantas expectativas, se convirtió en un enredo legal interminable entre la institución y un contratista internacional que no dio el ancho. Los funcionarios llevan dos años frustrantes, a la espera de que en los próximos meses, ¡ahora sí!, contarán con aire razonablemente abundante y temperado. La vieja arquitectura no tiene ventilación ni aislamiento térmico, pasando de horno en verano a congelador en invierno, y siempre con menos oxígeno que el necesario.

    La temporada invernal llega a Santiago este año, con pocas lluvias y fríos extremos. Las heladas matutinas baten todos los récores registrados. Los meteorólogos de la televisión insisten que se trata de efectos esperables, perfectamente normales, del cambio climático mundial. Masas de aire frío en altura llegan desde La Antártica como nunca antes, como si el círculo polar se corriera hacia el norte, convirtiendo el Valle Central en una tundra y la capital de Chile en un gran iglú. Además, como es habitual, la inversión térmica, o algo así, convierte el aire quemado por los automóviles y respirado incesantemente por siete millones de personas, en una masa de esmog color caca, encajonada contra la cordillera, que impide ver a una cuadra de distancia.

    - Así, a quién no se le va el ánimo a la mierda – rezonga Morante, irritado, desde el momento que despierta.

    Encerrado en la nube de mugre, su departamento podría ser una cápsula espacial orbitando un planeta oscurecido por nubes de algún gas siniestro. Y no es una exageración, a juzgar por la porquería que sale de su nariz en la ducha y el sarro indeleble que arruina el cuello de sus camisas después de un par de posturas.

    - Encima de tener que soportar la ansiedad por la crisis financiera global, la constante guerra entre políticos locales a propósito de la corrupción, la inequidad y los abusos cotidianos de los poderosos, tener que respirar ácido, es demasiado. Seguramente lo más grave de todo, a nadie parece preocuparle – masculla el comisario, caminando por lo solitarios pasillos gélidos del piso de la Dirección.

    Y si procura pensar en otra cosa, no falta la pesadilla del calentamiento global, que acaba con los glaciares andinos y el agua para tomar, a la vista de todos. La última vez que pudo ver el cerro El Plomo tras las nubes y el esmog, hace unos días, le quedaba muy poco de sus nieves eternas, y eso que es invierno. Pero nadie más parece darse cuenta; cuando lo comenta, lo miran como si no se entendiera de qué habla.

    - País huevón. Nadie parece ver nada que no esté en la tele. Si no es faranduleo o no hay a quien culpar por algún abuso, nadie en Chile parece darse cuenta de nada… Maldita sea, ¿por qué mierda no me fui a Australia cuando tuve la oportunidad? –, sigue rezongando justo antes de entrar a la antesala de la Dirección.

    Procura respirar hondo, relajarse y alivianar el paso. Ensaya saludos despreocupados a las asistentes de la directora, que le indican que debe entra de inmediato a su oficina.

    - Aquí lo tenemos – dice María Ungida Apablaza en cuanto entra -. Pase comisario – agrega, efusiva.

    Acompaña a la directora una mujer a la que reconoce de inmediato: la diputada Asunción Armas. La cara afilada como un cuchillo, los pequeños ojos inquietos, el cabello gris que maneja en un moño apretado, la hacen inmediatamente identificable. El policía puede recordar, como si la oyera, su seca voz nasal y su hablar autoritario en las entrevistas de televisión.

    - Asunción, éste es Óscar Morante, del que le hablaba – anuncia la directora -. Comisario, me imagino que reconoce a esta señora - agrega.

    - Por supuesto. ¿Cómo está, diputada?

    - Asunción, comisario, por favor. No estoy aquí en mi calidad oficial. Somos buenas amigas con su directora, desde los primeros años de liceo, ¿no, María Ungida?

    - Así es. Desde primera preparatoria, si no me equivoco.

    Las mujeres parlotean un rato acerca del inicio de su amistad, mientras Morante intenta anticipar adónde apuntan los tiros. Una súbita voz de alerta le dice que se cuide. Las mujeres aparentan demasiada

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