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El canal del ministro
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Libro electrónico304 páginas4 horas

El canal del ministro

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Un pasado obscurecido por el olvido y un conformismo tranquilizador, surge como lo más real y actuante debido a un acontecimiento impredecible que marcará a fuego todo lo que sigue hacia adelante.
Nuevamente Oscar Morante y su equipo policial, introducidos por el autor en Un Crimen de Barrio Alto, investigan el caso. Esta vez, sin embargo, demasiado ocupados en otras tareas, descargan el peso principal del trabajo sobre Adriana Vallejos, la psicóloga que acostumbra asesorarlos. Inmersos en un drama de larga y olvidada incubación, una decena de personajes nítidamente pintados con las nerviosas pinceladas de un caso policial, confluyen en un final inesperado.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ago 2012
ISBN9789568992491
El canal del ministro

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    El canal del ministro - Mario Valdivia

    EL CANAL

    DEL

    MINISTRO

    MARIO VALDIVIA

    El canal del Ministro

    © Mario Valdivia, 2012

    ISBN papel: 978-956-8992-49-1

    ISBN digital: 978-956-8992-48-4

    Diseño de portada: Francisca Ossandón

    Diagramación: Alexei Alikin

    Distribución digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    Queda prohibida toda reproducción total o parcial de esta obra a excepción de citas y notas para trabajos y estudios de divulgación científica y cultural, mencionando la procedencia de las mismas.

    Índice

    Parte I. Pasado

    (1) INICIO

    Capítulo 1. Un incendio vergonzoso

    (2) ANTES

    Capítulo 2. Antes, en el valle del Sacramento

    Capítulo 3. Antes, en Punta Arenas

    Capítulo 4. Antes, en la playa

    Capítulo 5. Antes, en el asilo

    Capítulo 6. Antes, en Izquierdo, Merino y Asociados

    (3) DESPUÉS

    Capítulo 7. Después, en la playa

    Capítulo 8. Después, en el valle del Sacramento

    Capítulo 9. Después, en Punta Arenas

    Capítulo 10. Después, en Izquierdo, Merino y Asociados

    Parte II. Presente

    Capítulo 11. Incendio y crimen

    Capítulo 12. Visita al sitio del suceso

    Capítulo 13. La hermana

    Capítulo 14. Los abogados

    Capítulo 15. El canal del ministro

    Capítulo 16. Un camión con verduras

    Capítulo 17. Adriana Vallejos revisa el caso

    Capítulo 18. La vieja tejedora

    Capítulo 19. Carmen Vergara y marido

    Capítulo 20. Testimonios de viejas historias

    Capítulo 21. Reunión policial

    Capítulo 22. En un escaño

    Capítulo 23. Últimos datos

    Parte III. Por venir

    Capítulo 24. Puertas abiertas

    PARTE I. PASADO

    (1) INICIO

    Capítulo 1. Un incendio vergonzoso

    El cowboy bueno recibe dos impactos de bala y cae; la camisa azul manchada de rojo. Se arrastra a duras penas tras la barra del bar. Sabe que morirá en pocos segundos. El dolor es lacerante. Lo invade una súbita tristeza que deprime las ganas de ponerle fin a lo que debe. Yace de espaldas en el suelo. Hacia arriba por la derecha ve un estante de botellas y vasos que trepa hasta el cielo de la habitación, y a la izquierda, a media altura, el borde de roble oscuro del mostrador. Con un esfuerzo sobrehumano que le contorsiona la cara, alinea la mira del revolver con su ojo derecho, apuntando al borde de madera manoseada y lustrosa, y aguarda. Sólo le resta esperar.

    El pistolero surge de pie tras una mesa en el fondo del salón. Una bala le atravesó el muslo derecho, de donde vierte sangre oscura apenas visible en el pantalón negro. Arde y duele intensamente, pero sabe que no es grave. Una buena limpieza, vendajes y unos pocos días inmovilizado, será todo. Está seguro de que el vaquero temerario que lo desafió está muerto, aunque debe verificarlo. Siempre hay que asegurarse y rematar si es necesario; es su regla máxima. Se aproxima a la barra cojeando, cruza su cuerpo sobre ella y asoma la cabeza hacia el otro lado.

    El disparo a boca de jarro del cowboy le da de lleno en la frente lanzándolo a más de dos metros de distancia hacia atrás. Queda tendido de espaldas en el suelo con la cabeza destrozada; el piso cubriéndose de sangre a su alrededor.

    Se alcanza apenas a ver morir al vaquero asido firmemente de su revolver cruzado sobre el pecho. Todo termina con una vista superior de los dos cuerpos muertos mirando al cielo, separados por el mostrador.

    Recién ahora el inspector jefe de la policía investigativa puede dejar de atender a la pantalla del televisor y probar con vigilante prudencia el sándwich de ave con mantequilla en pan tostado que pidió. Las películas de vaqueros y pistoleros atraen a Cáceres perentoriamente. A diferencia del resto de su generación, él no tuvo por héroes juveniles a Gary Cooper, Robert Taylor o John Wayne: en el Chiloé de su infancia y adolescencia sólo había un cine que quedaba muy lejos, y a la encerrada caleta pesquera donde vivían sus padres no lograban bajar las señales de la televisión. Hoy no cambia una película de vaqueros por nada, tanto que en ocasiones van a salas de cine distintas con su señora, que las odia. Otras veces, antes que salir al cinematógrafo, prefiere quedarse en casa a ver en video alguna vieja película ausente para siempre jamás de las salas de exhibición.

    El sándwich está bueno. Sobre todo puede percibir con alivio que está sano y fresco. Ha hecho bien, como siempre, en evitar el puré de palta y la mayonesa, dos ingredientes que en su opinión deberían prohibirse en los comederos públicos; el estómago de Cáceres se encoge de sólo divisar los contenedores repletos de ellos en las vitrinas del mesón.

    No acostumbra comer en restaurantes. Cuando lo hace, un sistema digestivo delicado lo envía directamente al WC, sin excusas ni postergaciones. Los estándares higiénicos del estómago de Cáceres no son consistentes con los restaurantes santiaguinos. El tripas de gringo le dicen a sus espaldas los policías más jóvenes, que no le cicatean alias sin compasión a nadie. Pero esta vez se ha visto forzado a comer algo antes de dirigirse a su casa; le resta una hora de viaje en metro y a pie, y el estómago le cruje con un hambre que amenaza desmayarlo desde que no encontró tiempo disponible para almorzar en el casino de la policía hace unas seis horas atrás. Es un alivio que el sándwich de ave no le esté cayendo mal.

    En el televisor ubicado en lo alto frente a su mesa pasan ahora una noticia urgente. Un incendio afecta a una vieja casona en la calle Esmeralda, que al parecer se usaba como asilo de ancianos. La vetusta estructura de madera y barro arde con la energía de una combustión de químicos. Es un infierno caótico. Ancianos, con el rostro lleno de terror desorientado, buscan alguien conocido a quien arrimarse, pero los cuidadores y enfermeras no tienen tiempo para ellos; no bien sacan a un viejo de las llamas, regresan en busca de otros seguramente más impedidos. Decenas de figuras seniles aterradas pululan enredándose en las mangueras de incendio, trastabillando con los policías que procuran cerrar el perímetro, golpeadas y empujadas de un lado a otro por cámaras de televisión y reporteros ávidos. Con toda seguridad habrá muertos, piensa Cáceres, el incendio es enorme y los pocos bomberos que se divisan están a la defensiva. Las llamas crecen agigantándose. En pocos minutos nadie se atreve a entrar a la casona a buscar rezagados; todo se ha convertido en una gran hoguera de carbón ardiendo. Quienes quedaron adentro están más allá de toda posibilidad de salvación por redentores humanos.

    Antes de terminar su sándwich y salir del restaurante, Cáceres oye que hay seis muertos; cuando menos nadie logra encontrar a seis viejos entre los sobrevivientes. Pero es solamente al otro día en las noticias de la mañana, que se sabrá la verdad más oscura: no sólo había ancianos desvalidos en la casa. Más atrás, en un ala cerrada, se guardaban enfermos mentales incapacitados, catatónicos, sicóticos delirantes y autistas profundos, impedidos de interactuar y relacionarse con nadie; al parecer enfermos sin mejoría posible. Todos ellos murieron carbonizados porque nadie alcanzó a abrir los candados que cerraban sus habitaciones del patio clausurado que compartían con los ancianos. Se trata de once pacientes más. En total hay diecisiete muertos carbonizados.

    Un escándalo histérico acompaña habitualmente este tipo de accidentes, cuando menos en Chile; Cáceres se pregunta si lo mismo ocurre en otras partes. Los periodistas de la televisión adoptan el aire ofendido de victimas inocentes incapaces de creer que alguien pueda tratar de manera tan cruel a los viejos y enfermos mentales, como si recién se dieran por enterados del país que habitan y el trato miserable que reciben quienes carecen de todo poder. Al inspector le dan ganas de preguntarles qué hacen ellos con sus abuelos y sus parientes dementes. Nadie quiere desperdiciar la oportunidad de escandalizarse moralmente y sacar patente de santa virtud. Muy pronto aparecen parlamentarios, ya se conocen las caras de los que hacen de la desgracia ajena su razón de santidad, denunciando con rostros iracundos tamaños abusos inaceptables. Autoridades gubernamentales de salud anuncian procesos investigativos que serán implacables con los responsables; alguno ha de haber, obviamente. Seguramente se ha pasado a llevar todo tipo de normas y leyes, lo que será sacado a luz sin contemplaciones.

    —Como siempre —le dice su jefe, el comisario Morante en su oficina— todos se enojan y escandalizan un día después de que ocurren estas cosas, pero nunca las ven el día antes. Como los curas y obispos que nada vieron de los abusos sexuales cometidos a su alrededor por años, y que luego de reiteradas condenas vaticanas inventan un nosotros grupal que pide perdón, pero nunca una contrición individual, como la que ellos imponen en los confesionarios. Cuando las toneladas de caca que ensucia conventos, parroquias y sotanas están a la vista de todos, ya es demasiado tarde para ser creíbles. ¡Lo que no vemos también es responsabilidad nuestra! ¿Por qué nadie pide perdón por no haber visto lo que debió ver? Cáceres: no me haga recordar otros ejemplos de ceguera masiva de las buenas almas chilenas, por favor, es inaguantable.

    El comisario jefe Oscar Morante está de mal humor. Su irritabilidad es legendaria en la policía. Todos saben que cuando se pone así, lo más recomendable es poner kilómetros de distancia de por medio con él. Comienza con algo específico que no está bien o no le gusta y que pocos querrían discutir. Si nadie lo para a tiempo masculla generalizaciones y exageraciones sin límites, para terminar sacando todo de quicio, develando una vez más un defecto característico, vergonzoso y definitivo de Chile y los chilenos. A Cáceres le llama la atención que Morante es la única persona a su alrededor que parece permanentemente preocupado por Chile, hablando de éste como si se tratara de algo propio, frágil, minúsculo, doloroso y bochornoso, infinitamente necesitado de ayuda; como un hijo limitado. Los demás colegas sólo hablan de sus preocupaciones, su trabajo y el fútbol. Morante no; él habla de Chile como sólo lo hacen algunos parlamentarios, ministros y profesores universitarios que se ven en la televisión. Quizás al comisario le habría gustado ser político, aunque es indudable que disfruta de su trabajo de policía, y obviamente tiene alma de educador. Más bien parece tratarse de una forma de ser de antes, constata Cáceres, su padre en Chiloé a veces cae en lo mismo, pero menos negativamente que el comisario. ¡Qué país más huevón éste!, dice a veces Morante, aunque cuando llega a ese extremo se da cuenta de que debe quedarse callado y evitar ser escuchado.

    Hoy no hay como huir del comisario. Los policías que trabajan con él se reúnen diariamente a primera hora de la mañana en la oficina del jefe, simplemente para tocar base y chequear brevemente la marcha de las tareas. Es estricto con estas pequeñas rutinas; no le gusta despistarse del estado anímico de su gente ni por un momento.

    El incendio de la tarde anterior es tema obligado. El asilo de ancianos y dementes pertenecía a una antigua fundación poco conocida dedicada al cuidado de este tipo de personas. Recibía dineros de donaciones y algo del fisco. Se mantenía a duras penas dando un servicio más que económico para personas con pocos recursos. Abrigo, techo y alimentación básica; todo muy elemental. El cuidado de la salud de los pacientes estaba en manos de paramédicos y asistentes de enfermería, contando con una presencia médica más bien esporádica. Había un solo psiquiatra a cargo de la medicación y el régimen de clausura de los enfermos mentales. El tipo entrevistado en la televisión se ve viejo, bastante ajado, con un muy mal aspecto de borrachín.

    —Para qué seguir enterándose de esta mierda —dice Morante—, se ve clarito de qué se trata. Gente sin ganas de sacrificarse y tomar responsabilidad, seguramente con pocos recursos, aunque vaya uno a saber, botan en estos vertederos de porquería a sus parientes poco tratables, para olvidarse de ellos preservando un mínimo de buena conciencia. Seguramente en el lugar incendiado se pisoteaba medio centenar de reglas y normas, pero qué se le va a hacer, peor es no tener nada y dejar a los enfermos y ancianos vagabundeando por las calles. Un lugar aceptable para gente que está un pequeño escalón más arriba que los usuarios del Hogar de Cristo.

    —Hay centenares de lugares como ése —interviene la joven subinspectora Urrutia—, según me comentó recién Adriana Vallejos.

    Se refiere a la psicóloga que a menudo trabaja con el equipo como consultora externa. Las dos mujeres han creado una cierta amistad a pesar de su diferencia de edad.

    —¿Qué dice Adriana? —inquiere el comisario.

    —Sostiene que solamente en Santiago hay cuando menos unos cien lugares como el incendiado. Habitualmente enclavados en barrios antiguos y baratos, con casonas de gran tamaño y patios enclaustrados que resultan muy cómodas para encerrar a pacientes que no pueden cuidarse por su cuenta. Representan un pingüe negocio que requiere poco capital, limitado esfuerzo y personal no calificado. En el fondo se trata de servicio doméstico para personas con muy poca capacidad de reclamar. Habitualmente contratan a médicos fracasados, o viejos y enfermos que pueden conseguirse a precios muy convenientes para contar con la fachada de certificación mínima que se necesita. Viven de los pagos no tan minúsculos de las familias de sus pacientes, de variados subsidios y donaciones. Muy pocos cumplen con las obligaciones tributarias, legales ni médicas, a vista y presencia de autoridades que prefieren mirar al cielo. Un caso ejemplar de instituciones nacionales funcionando, jefe, como usted no pierde oportunidad de destacar.

    Ella se atreve a ironizar a costa del comisario, lo que éste acepta sin queja. Cáceres jamás lo haría; claro que él carece de humor.

    —Si, María Jesús —se venga el comisario tratándola por el nombre de pila completo que a ella no le gusta—, tal como usted dice, y lo sabemos tan bien: el noventa por ciento de nuestro Chile funciona fuera de los marcos institucionales establecidos, pero aparentando hacerlo.

    —El restante diez por ciento sobrepasa cualquier estándar criollo sobradamente —no es fácil saber si continúa con la ironía.

    —Gracias a eso logramos existir, supongo. Habrá lugares serios y de buen nivel —dice a modo de pregunta el comisario.

    —Hay dos o tres instituciones especializadas para ancianos, muy conocidas en el barrio alto. El servicio es de calidad, pero son muy caras, y muy pocas familias pueden permitírselas. Por supuesto que en ellas no se mezclan ancianos y enfermos mentales.

    —¿Qué se hace con los enfermos mentales en Chile, Urrutia? ¿Cómo se cuidan?

    —Dice Adriana Vallejos que hay muy pocas instalaciones de calidad y confiables para ellos. Extremadamente pocas. Además, la psiquiatría moderna aconseja evitar el encierro de estos enfermos, y que las familias hagan lo posible por convivir con ellos; lo que puede ser un suplicio que no muchos soportan. Por eso existen muchos lugares como el que se incendió ayer. En la práctica son cárceles para enfermos difíciles de tratar. Los mantienen medicados y encerrados, total o parcialmente, viviendo en condiciones habitualmente degradantes. La ausencia de interacción social y afectiva los va deteriorando hasta perder las costumbres y los hábitos más elementales de higiene, comunicación y trato. Se convierten en seres sub-humanos; esa es la verdad. Adriana dice que nadie se preocupa especialmente de ellos, ningún organismo público, superintendencia o algo así; solamente lo hacen sus familiares más cercanos, que los menos próximos arrancan de ellos a perderse. Contando con asilos inescrupulosos y parientes que escabullen su responsabilidad, seguramente hay miles de enfermos mentales encerrados, medicados y degradados innecesariamente desde un punto de vista médico. Nadie puede saber a ciencia cierta cuánta gente está clausurada del mundo de por vida en lugares así simplemente por decisión de sus familiares más próximos, pero sin duda son muchos. Es un secreto a voces en el mundo de la psiquiatría.

    Cáceres insinúa una expresión de incredulidad escandalizada. El comisario lo interrumpe al instante:

    —Injusto es nuestro mundo inspector, muy injusto. Bien, el incendio no es asunto nuestro. ¿Cómo van las tareas de cada uno?

    Regresan a atender la agenda establecida de labores investigativas. Con la ola de crímenes que azota santiago, tienen trabajo de sobra como para preocuparse de materias ajenas.

    El gran jefe director ha encargado al comisario Morante la investigación de seis casos de asesinato. Es una cuota excesiva que se aprovecha de la fama de buen policía que éste tiene, y que el reciente caso del Banco Comercial Popular ha acrecentado. El comisario ha solicitado más recursos policiales, uno o dos inspectores noveles, ojalá otro inspector como Cáceres, solicitud que aquel se encuentra reflexionando; es su palabra. Reflexionar no significa nada para Morante. Es una acción inactiva, la nada misma utilizada por algunos políticos para escabullir precisamente eso: su inacción. Como parlamentario, el director lo haría mejor que como gran jefe policial. Paciencia es lo que más se necesita con él, se repite a sí mismo el comisario.

    Sin embargo, y aunque no lo puedan saber, el incendio de la vieja casona de calle Esmeralda con sus diecisiete calcinados, acaba de echar a caminar unos pequeños engranajes y desbloqueado unos frágiles frenos que movilizan fatalmente unas amenazadoras ruedas dentadas en dirección a Morante y sus policías.

    (2) ANTES

    Capítulo 2. Antes, en el valle del Sacramento

    Lleva quince minutos corriendo a un buen ritmo. Siente el placer de la respuesta generosa de los músculos de las piernas, el corazón funcionando activamente a velocidad de crucero, el flujo acompasado de aire entrando y saliendo de los pulmones. El cuerpo y ella son una misma cosa, como sólo puede conseguirse corriendo al límite. El marcador de ritmo cardíaco que lleva en la pulsera confirma lo que siente: es una máquina entregando alegremente la potencia esperada. Lo confirma también la distancia recorrida, que registra cada medio kilómetro observando las pequeñas marcas en el camino que ella misma ha instalado.

    Es un jueves, el día de la semana que ella corre en las mañanas como quien practica un rito sagrado. Nunca ha fallado desde hace más de diez años. Tiene una agenda bien establecida: jueves por medio corre quince, o bien veinticinco kilómetros, y una vez al mes hace una maratón completa. Hoy le corresponden veinticinco.

    Sale temprano, como siempre, por el largo sendero del parque que orilla el río, que es suficiente cuando hace su carrera corta. Hoy deberá continuar por el camino local que sigue hacia el oriente al final del parque, en el que encontrará el tráfico menguado de las mañanas de días laborables. El sol acaba de salir detrás de los cerros que hacen de contrafuertes de la gran Sierra Nevada, en la dirección de Tahoe río arriba. Le gusta que aparezca por el oriente entre montañas y se ponga en el océano al poniente. Representa una constante básica del mundo que habita desde su niñez, cuya ruptura la desorienta casi con vértigo en todos los lugares de la costa atlántica que conoce; para qué decir en medio del continente, donde no hay cerros ni mar a la vista.

    Con el sol penetrando la niebla que cubre los márgenes del Sacramento y las faldas occidentales de los cerros, infaltable en los días que inician el otoño, una luminosidad refulgente parece brotar de todo a su alrededor. Es como si portara un brillo incandescente reflejado en los objetos que la miran a su paso, formando una movediza audiencia circular. Imagina ser una antorcha desplazándose con rapidez en medio de una nube.

    Los hermosos árboles que orillan el río, que tanto le gustan, avanzan a su encuentro, desaparecen a sus espaldas y regresan incesantemente. Sauces, álamos, robles y liquidámbares, con el verde vibrante en retirada, parecen transitorias estatuas de rescoldos. Por su colorido, ama tanto el otoño como el inicio de la primavera. Habitualmente viaja a la Sierra exclusivamente para presenciar el reventón amarillo de las temblonas. Hay una ruta que hace sin falta una vez en la temporada, madrugando no le toma más de un día, que sube en dirección a Tahoe, luego sigue al sur hacia el lago Mono, para bajar por Toulumne Meadows en Yosemite; es irresistible. Casi sin bajarse del automóvil, conduce sin parar el día entero simplemente para presenciar el luminoso milagro anual en lo alto de la montaña.

    Le gusta Estados Unidos. Lleva más de veinte años viviendo aquí y no puede quejarse. Cuando llegó siendo una adolescente que no sabía hablar inglés, lo pasó mal un par de años; hay que reconocerlo. Pero no le tomó mucho más que eso para adaptarse a su nuevo mundo y sentirse una gringa más. Bueno, la ayudó que se tratara de San Francisco, una ciudad con muchos latinos e hispanohablantes ya en ese tiempo. Ahora es demasiado; más de alguna vez ha pensado en emigrar más al norte para huir de la avalancha de chicanos y centroamericanos que amenazan convertirlo todo en un mancha marrón de salsa y merengue. Odia la música latina. Como buena chilena de clase alta, siempre ha considerado que es demasiado mestiza, un jolgorio abajero y campesino. La evitación de ambientes latinos ha sido parte esencial de su estrategia para mezclarse con el trasfondo gringo. Y no le ha ido mal. Después de un par de años comenzó a destacarse como empleada de restaurantes, luego como jefa de garzones y finalmente hace ocho años atrás, como manager general de uno, lo que condujo a su empleo actual: jefa del comedor, la sala de degustación y la tienda de souvenir de una de las glamorosas viñas del valle de Napa.

    También la ayudó su matrimonio, por supuesto. Michael Hubbard, su marido durante diez años, le dejó como inapreciable herencia su visa de residente, después su nueva nacionalidad, y su nombre, Angélica Hubbard, que le permitió poner en un segundo plano invisible el apellido original, Rodríguez, de sonido excesivamente chicano. También debió aprender a pronunciar Angélica como lo hacen los gringos, con una g que no tiene nada de la jota carraspeada del canto gitano, sino que de la aterciopelada suavidad que resulta de combinar la h con la i latina: Anhiélica.

    Anhiélica Hubbard, más el pelo castaño claro, la tez blanca y los ojos de color amarillo miel: gringa total.

    Pobre Michael Hubbard, con quien nunca se comprometió a tener hijos, como él imploraba. Prácticamente lo obligó al divorcio. Recuerda como era cuando lo conoció. El joven medical doctor, la cara de un niño, delgado como un dedo, envuelto en una bata blanca que lo convertía casi en un ángel divino, anteojos de marco metálico tan delgado que parecían volar sobre su nariz. Se veía que era un muchacho dedicado durante toda su adolescencia al exclusivo propósito de estudiar, primero en el colegio y luego en la universidad, para complacer a su padre, el severo profesor-niño universitario. Cuando lo vio acercarse a su torso desnudo con el estetoscopio preparado para escuchar esos extraños ruiditos como ronroneo de gatos que ella oía en sus bronquios, pensó que era un infante competente, un doctor-crío con pleno derecho y capacidad para diagnosticar sus males. Le dio un golpe de ternura, sintiendo que lo amaba con

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