Y vio que lo hecho no era tan bueno
Por Mario Valdivia
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Un viejo desconocido, por razones que solo él conoce, se anima a ensayar una respuesta, que escribe febrilmente en unos fajos que terminan perdidos. El autor de este libro los encuentra, no logra dar con quien los hizo, y decide publicarlos, agregándole solamente algunos adornos editoriales como puntos aparte aquí y allá, comas sensatamente distribuidas y secciones separadoras.
El viejo autor anónimo imagina la peligrosa finura del hilo que sujeta de su existencia a la creación y al ser humano, a medida que el juicio del Creador considera cómo diversos aspectos y momentos de la historia cargan la balanza hacia un lado u otro. No el juicio final individual sino el de la creación entera es lo que relatan estas páginas delirantes.
El espeso fastidio de Creador con la criatura y sus obras, alivianado a duras penas por el amor del Hijo a los humanos, tiene en el Agente a un ejecutor siempre preparado del veredicto. El diálogo entre ellos, y las acciones que discurren para sacar a los seres humanos de su descarrío y ayudarlos a alcanzar las alturas esperadas por el Creador, constituyen el meollo de este relato sorprendente, que por momentos sobrecoge.
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Y vio que lo hecho no era tan bueno - Mario Valdivia
Y vio que lo hecho no era tan bueno
© Mario Valdivia, julio 2012
ISBN papel: 978-956-8992-62-0
ISBN digital: 978-956-8992-61-3
Diseño de portada: Francisca Ossandón
Diagramación: Alexei Alikin
Distribución digital: ebooks Patagonia
www.ebookspatagonia.com
Queda prohibida toda reproducción total o parcial de esta obra a excepción de citas y notas para trabajos y estudios de divulgación científica y cultural, mencionando la procedencia de las mismas.
Índice
Prólogo
Inicio
Vida
Humanos
El cuerpo humano
Encarnación
Cristianos
Malos entendidos
Exorcismo
Yo trascendente
El individuo virtuoso
Sucedáneos
Frenesí
Brotes
Distancias
Soledades
Mozart
epílogo
Prólogo
Hay plazas muy hermosas en mi barrio; enclaves pacíficos que guardan del ruido y ajetreo de la ciudad. Las habitan niños y sus cuidadoras, ancianos, gente rara como yo que practica la lectura y parejas sin otro lugar donde estar en privado.
Tienen senderos de maicillo, abundante césped, árboles frondosos, pequeñas piletas y escaños sombreados donde se puede leer con tranquilidad, o simplemente respirar aire recién procesado por vegetales, que parece puro, y calentar los miembros con un sol que el follaje gradúa a gusto. Son trozos cuidadamente silvestres en medio de la urbe.
En las primeras mañanas soleadas del año, entrada la primavera, acostumbro bajar a la plaza que hay frente a mi departamento. Me acompaña un libro. Aunque no hace frío, el aire está helado y puedo sentir como limpia mis pulmones al respirar. El sol brilla entibiando delicadamente los cuerpos que ilumina. Tengo seleccionado un banco, como si fuera mío, bajo un viejo álamo blanco cuyas hojas nuevas dejan pasar la cantidad exacta de luz que necesito para leer con comodidad sin demasiados resplandores.
Muy pronto me distraigo inmerso en la agradable tibieza que me llena el cuerpo. Olvidada la lectura dormito mareado por el bullicio de niños jugando en la esquina de los columpios y balancines, y el ronroneo sordo de automóviles lejanos. Me dejo llevar por el simple placer de sentir mi cuerpo vivo funcionando acompasadamente. Como si perdieran ataduras, las ideas comienzan a vagar por meandros perezosos que terminan por formar un gran estanque difuso. En una borrosa mezcla de sueño y percepción, las situaciones más corrientes adquieren un extraño atractivo y lo más nimio se vuelve intrigante.
Hace algunos días me percaté de una extraña pareja que ocupa habitualmente un escaño al sol en la esquina de la plaza opuesta a los juegos infantiles. Se trata de un anciano excepcionalmente alto y muy delgado que luce un llamativo cabello largo completamente canoso, acompañado de una mujer pequeñita que, a su lado, parece una enana. El viejo tiene un temperamento que, incluso a la distancia, se puede ver muy vivaz. En cambio la mujer posee un talante silencioso y paciente. Viste siempre un uniforme de color celeste; seguramente es la cuidadora del anciano que ya no puede valerse enteramente por si mismo. Es una pareja dispareja que se ve muy cómica cuando los dos se paran y caminan juntos, lo que se disimula cuando ambos se sientan en su banco habitual.
La mujer teje mirando distraídamente a ninguna parte mientras los palillos se cruzan en un movimiento rítmico, competente y fluido. Es una tejedora experimentada; quizás en qué se encuentra absorta. El viejo escribe a toda velocidad con un luminoso lápiz de color amarillo. Tenso como una cuerda estirada, parece capturado por un dinamismo contenido. Con una nerviosa decisión gira hacia la izquierda páginas completamente escritas, para atacar sin vacilación nuevas hojas vírgenes. No detiene su escritura ni por un instante. Es fascinante la danza sin sosiego de los palillos moviéndose con fluidez y el lápiz amarillo repiqueteando nerviosamente. Recuerdo airosas palmas de flamenco.
Es fácil imaginar que el anciano está apurado, posiblemente cree que se le acaba el tiempo para escribir algo que considera importante; no puedo pensar otra cosa. Por el tamaño del fajo de hojas escritas supongo que el anciano debe haber completado un texto bastante largo.
Día tras día llegan de alguna parte, se sientan en el mismo banco, la vieja teje ensimismada, el anciano escribe con celo. Al cabo de una hora o poco más, ella le indica que deben irse, y se ve a la doble figura cómica alejarse caminando. Después de varias semanas casi no puedo aguantar la curiosidad de saber qué es lo que mantiene al viejo tan concentrado en su escritura.
Un día, mirándolos intrigado una vez más a la distancia, decido acercarme, presentarme y establecer una conversación. Sin embargo la ocurrencia me surge un poco tarde porque hace ya una hora que están sentados en su escaño de siempre e intuyo que se van. La próxima vez que los vea me acercaré, me digo a mi mismo. En seguida los veo dejar su asiento y caminar hacia el borde de la plaza, cruzar la calle y desaparecer doblando en una esquina.
Me dispongo a leer una páginas más del libro que he traído, antes de retirarme yo también, cuando noto algo raro en el banco del viejo escritor. Hay un bulto. Algo se les ha quedado olvidado. Me acerco decidido a guardarlo y entregárselos cuando los vea nuevamente porque si lo dejo ahí se perderá; eso es seguro. A medida que me aproximo las dudas se convierten rápidamente en certeza: el viejo olvidó su escrito. Un gran cuaderno cerrado yace sobre el asiento, ileso pero inerme y solo como infante abandonado. Corro a ver si la pareja se divisa todavía en la calle por la que acaban de doblar, pero no se ve por ninguna parte.
Y ambos nunca más regresan. Paso varias semanas bajando en balde a la plaza a todas horas a ver si los encuentro nuevamente. Nada. Oteo sistemáticamente desde lo alto de mi departamento. Nada. Pregunto a las personas que habitualmente encuentro en la plaza. Parecen no haber notado su existencia. Interrogo a los cuidadores de los edificios vecinos, todos sabemos que ellos son curiosos y perciben todo lo que ocurre, pero es inútil. Nadie sabe nada. Recorro varias cuadras de las calles aledañas consultando casa por casa por el anciano escritor y su cuidadora. No existen. Convertida la búsqueda en una obsesión, amplío el radio de las calles en que inquiero hasta superar con creces la distancia que el anciano podría caminar sin esfuerzo. Tanto me alejo de mi plaza que me acerco a otras que, de vivir cerca, seguramente el anciano y su cuidadora las habrían escogido para sentarse a escribir y tejer. Es completamente inútil. Finalmente me doy por vencido. Seguramente el anciano murió, la cuidadora fue despedida. Quizás dejé pasar alguna casa sin consultar, o alguien simplemente no quiso responder. Es imposible imaginar todas las posibilidades.
Resistiendo la curiosidad guardé sin leer los escritos del anciano unas cuantas semanas hasta que se hundieron en el olvido. Digo esto sabiendo perfectamente bien que pocos me creerán capaz de respetar tanto la privacidad ajena y supondrán que presumo de virtuoso. Sin embargo, no se trata tanto de una virtud de la que me sienta especialmente orgulloso, sino de un simple hábito opresivo que adquirí en la niñez. Ni ojo en carta ni mano en plata
, es un mandamiento repetido desde siempre por mi madre, que ha hecho de este ser pecador y criminal como todo el mundo, alguien incapaz de abrir un sobre ajeno ni apropiarse del vuelto de nadie. En fin, el hecho es que los escritos del viejo descansaron en su lugar olvidado hasta que un día, buscando algún objeto perdido, me volví a topar con ellos. Debe haber trascurrido un año o algo así. Entonces los leí.
Me encontré con una obra, si acaso puede llamarse así, simplemente delirante. El viejo escribe como si se tratara de Dios en persona; una muestra más que suficiente para clasificarlo psicológicamente. Pero no hay nada abiertamente perturbado en lo escrito. Fue compuesto por un anciano rayado pero lúcido. Me fuerzo a leer con atención. Hay desolación por el derrotero del mundo. No puedo evitar pensar que el viejo se encuentra al final de sus días en un camino sin salida: cerrada la opción de la fe heredada de sus padres, el anciano parece pensar que resulta imposible hoy día creer en serio en el Dios cristiano, siente que la alternativa es la soledad y el sinsentido. Y busca desesperadamente poseído de un optimismo desolado que no logra expresar bien. Parece creer que solamente mediante grandes cambios podrán reencontrar los seres humanos sentido, plenitud y trascendencia. Rodeado de oscuridad, no pierde del todo la esperanza.
¡Reflexiones seniles puestas en la boca de Dios, el Dios cristiano en persona!
Se ve que el viejo tuvo poco tiempo. El texto está escrito a gran velocidad, casi febril, no tiene mucha pulcritud y los argumentos tienen más de intuición que de articulaciones bien meditadas. No hay separaciones claras entre párrafos, no se distinguen la oraciones que van seguidas de las aparte, las comas y los puntos están más que omitidos, (aunque en algunas secciones se desparraman sobre lo escrito como si el anciano las hubiera espolvoreado con un salero), no existen mayúsculas ni minúsculas, para qué hablar de separaciones o capítulos. Se trata de un solo rollo continuado.
Pero no puedo desconocer que me afectan los dichos del viejo, y decido pasarlos en limpio, editarlos e imprimirlos. Como puedo acomodo la puntuación del escrito, separo párrafos y oraciones, agrego comas y puntos a destajo. Por último hago algunas separaciones que no me atrevo a llamar capítulos. Impreso se ve más decente y se deja leer mejor. El viejo me impacta, para qué voy a decir otra cosa. Tiene ingenio. Es culto, aunque quizás de un saber desordenado que no da para académico; descontado: no es profesor. A menudo me emociona, porque en el fondo siento, al igual que él, que este mundo que hemos inventado los modernos, híper modernos o post modernos, como sea que nos llamemos, no vale mucho la pena. Basta observar, como dice el anciano, que nunca ha tenido el ser humano menos ganas de vivir que ahora. Nunca ha sospechado como hoy día que a pesar de toda la tecnología, la libertad y la modernidad, quizás nada vale mucho la pena. La vida es incontrolable y frenética, aburre y apremia, la depresión arrasa; para qué decir del consumo desesperado de alcohol y drogas. Nada parece valerle la pena de verdad al ser humano. Campean el cinismo y la irresponsabilidad. Estoy de acuerdo con todo eso. Y al mismo tiempo le encuentro toda la razón que en las raíces hay esperanza; que en ellas está todo. Pero ¿qué toma recuperar raíces?
Me enterneció el anciano. Decidí publicar sus narrativas omniscientes delirantes. Mal no pueden hacer. Me nombraré su editor, ya que efectivamente las edité, y no conozco el nombre del autor.
Mario Valdivia V.
Providencia, Santiago
Marzo, 2012.
Inicio
Nuevamente me irritan estos humanos, como invariablemente lo hacen cada vez que les dedico algo de atención rompiendo con mi propósito de no preocuparme de ellos. Deberíamos castigarlos duramente de nuevo, como lo hacemos a veces, a menudo con buenos resultados, pero permito que me pesen demasiado las quejas y peticiones en contrario de mi querido hijo y