Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El conejo blanco y la rosa solitaria
El conejo blanco y la rosa solitaria
El conejo blanco y la rosa solitaria
Libro electrónico284 páginas3 horas

El conejo blanco y la rosa solitaria

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

A veces, la verdad no es tan objetiva como parece -me dice tranquilamente-, pronto lo comprenderás.

La vida de Daniel Simmons, un chico hipersensible e hipocondriaco, cambia por completo el día que conoce a Sarah Maude, una chica de pelo verde que lo arrastra a una espiral de mentiras e ilegalidades, a lo largo de una noche.

Cuando la noche acaba, Daniel se encuentra solo con un conejo blanco y enfrente de un gran misterio, aparentemente sin sentido, por desentrañar.

La aventura lo llevará a conocer todo tipo de personajes que viven al margen de la ley y durante el viaje descubrirá que, a veces, la verdad no es tan objetiva como parece..., ¿o sí?

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento25 ene 2021
ISBN9788418500879
El conejo blanco y la rosa solitaria
Autor

Marta Ordeig

Marta Ordeig Bofías es una ávida lectora apasionada de las historias de aventuras, especialmente aquellas cuyos protagonist as son tan buenos como malos. En 2014 estudió guión en la New York Film Academy (NYFA) de Los Ángeles y, posteriormente, ha trabajado como directora creativa y guionista para grandes marcas. Desde 2017, dirige su propia empresa, Garage Stories, donde organiza laboratorios de innovación y medios emergentes por todo el mundo. En su trayectoria profesional, ha impartido talleres en festivales de cine como Cannes, Sitges o Mar del Plata; en instituciones como el MIT Media Lab del Instituto de Tecnología de Massachusetts, y en 2018 dio una conferencia TEDx sobre la magia del cine y el poder de las historias. El conejo blanco y la rosa solitaria, su primera obra, es una novela de aventuras con toque humorístico que te atrapa y no puedes dejar de leer hasta el final.

Relacionado con El conejo blanco y la rosa solitaria

Libros electrónicos relacionados

Suspenso para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para El conejo blanco y la rosa solitaria

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El conejo blanco y la rosa solitaria - Marta Ordeig

    Agradecimientos

    Leer tal vez sea una actividad solitaria, ¡pero escribir no lo ha sido para nada!

    Este libro jamás hubiera existido sin;

    •mis padres y mi familia que siguen apoyándome en todos mis sueños,

    •mis amigos por ser siempre mis fans incondicionales (tal vez algunos de vosotros os reconozcáis un poquito en alguno de los personajes ;),

    •esas personas vitamina que siempre nos empujan a ir un poquito más allá;

    •y ese letrero de la librería STRAND de Nueva York que decía WRITE, WRITE, WRITE! y me dejo sin más excusas para terminar este libro.

    Que increíble aventura ha sido escribir este libro, ¡gracias, gracias, gracias!

    Prólogo

    23:55 h, martes, 31 de diciembre

    Daniel Simmons

    Dicen que la vida empieza al final de tu zona de confort.

    ¡Ja!

    Me gustaría saber cuántos de los que dicen esto tan tranquilamente, desde el sofá de su casa, realmente se han atrevido a probar qué es lo que les espera allá afuera.

    Aunque tampoco sería justo afirmar que yo me atreviera, más bien me arrastraron.

    Fuera de la zona confort, los límites se desdibujan y las cosas nunca son lo que parecen.

    —¿Se puede saber qué…?

    Alguien está intentando morderme los calcetines.

    —Eres un conejo muy travieso, en menudo lío me metiste —le digo, cogiéndole en brazos y acariciándole la cabeza.

    —¡Daniel, ven! ¡Solo quedan cinco minutos para medianoche!

    Cojo mi copa de cava y voy al pequeño balcón donde están todos.

    —Venga, pide un deseo, ¡solo faltas tú!

    No me hace falta pensarlo, tengo muy claro qué quiero pedir.

    Parte I

    El conejo blanco

    Sueños prohibidos que hasta fueron cotidianos;

    sueños de invierno que se hicieron pesadillas;

    versos hermosos que se mueren en las manos;

    versos y estrofas de inventarios a hurtadillas.

    Rafael Rec,

    «El impacto de lo altamente improbable»

    Capítulo 1

    En el pub Pub.

    Lo de siempre, por favor

    18:15 h, jueves, 24 de noviembre

    «Un hombre de verdad camina decidido, pero sin correr. ¡Todos estos negros son unos maricones!», recuerdo a mi padre gritando al televisor viendo los Juegos Olímpicos del 96, en Atlanta, mientras camino decidido hacia la puerta del pub. Hace semanas que cuando salgo de trabajar ya es de noche y esta semana, además, han bajado las temperaturas en picado.

    Abro la puerta y un par de clientes se giran para mirarme con mala cara. Me excuso en voz baja y me dirijo hacia la barra donde, como siempre, hay un par de taburetes vacíos. Me siento en uno y dejo mi maletín de piel al lado, bajo la atenta mirada de Bobby, uno de los habituales de la barra. No sé cuál es su verdadero nombre, pero yo le he apodado así en honor de Bob Esponja, por su capacidad de beber litros de cerveza sin inmutarse. Intento sonreírle —no puedo evitar intentar caer bien a todo el mundo—, pero no resisto la presión y acabo sacando mi maletín del taburete de al lado y poniéndolo encima de mis rodillas. Finalmente, Bobby desvía su mirada para volver a concentrarse en los anuncios de desodorantes que hay en la pantalla de televisión detrás de la barra, justo encima de los renglones de licores. Tal vez esté mirando los licores y no la televisión, ¡quién sabe!

    —¿Lo de siempre? —me dice el camarero, un tipo de unos cincuenta años, bastante atractivo, supongo, que aún conserva una buena melena de color castaño claro a juego con su piel tostada y una agradable sonrisa que dedica a todos los clientes. Tiene un nombre que suena extranjero, algo así como Malik, aunque su acento no le delata en absoluto.

    —Emm, sí, por favor.

    —¿Cómo va el trabajo? —me pregunta mientras se gira para prepararme el café con su máquina italiana. Debe ser de los pocos pubs de la ciudad en que uno puede conseguir un buen café a un buen precio. Tal vez el único sitio donde me lo puedo permitir.

    Papá dice que tengo el paladar tan fino por culpa de los genes europeos de mi madre. «Un café es un café. No hace falta que sea bueno», le decía siempre a mamá.

    —Bien, bien —digo—, ya he acabado por hoy. Ahora me tocan las clases del máster en mercados financieros —me explico, contento de poder desviar mi atención de Bobby.

    —¡La Bolsa es una mierda, un reflejo de la sociedad actual; un día estás arriba y todo el mundo te quiere porque tienes dinero y al día siguiente, cuando estás en apuros, ya todos se han olvidado de ti! —exclama el hombre al lado de Bobby, un jubilado al que su mujer, bastante más joven que él, aparca en la barra del bar cada tarde—. ¡Mírame a mí! Hace años, cuando triunfaba con mi negocio, las mujeres se me rifaban y aquí me ves ahora, ¡aparcado como un coche viejo!

    —¡Venga hombre, que ya sabes que tu mujer está haciendo la compra! —le dice Malik, el camarero, mientras Bobby se ríe por lo bajo.

    —¿Y tú de qué te ríes, saco de patatas? ¡Si ni siquiera sabes lo que es una mujer! —Bobby deja de reírse en seco. Parece ser que le tiene más respeto que a mí.

    —¡Eh, aquí todos tranquilos! Tengamos la fiesta en paz, amigos —sentencia Malik mientras me sirve el café con leche y un bocadillo pequeño de jamón y queso y, con la otra mano, le planta una cerveza a Bobby—. La última —le dice—. Por hoy no te pienso dar más.

    Bobby no contesta. Le mira desafiante por un momento, y luego vuelve a dedicar toda su atención a vaciar la cerveza que tiene delante mientras sigue mirando los anuncios de la tele.

    Yo me estiro para coger el periódico que está encima de la barra. El diario tiene señales de haber sido manoseado por todos clientes del día. «¿Se transmitirán bacterias a través del papel?». Sacudo la cabeza intentando apartar este pensamiento y lo abro por la sección de economía: «La preocupación por una posible crisis económica se ha intensificado en los últimos meses. El índice bursátil de las conocidas start-ups se ha elevado de manera alarmante y el número de estas empresas, con valoraciones anteriores a su salida en bolsa que superan los 1000 millones de euros, se ha multiplicado».

    El titular me irrita y cambio a la sección de actualidad, donde pronostican un aumento del desempleo de los jóvenes para el año que viene. Opto por cerrar el periódico.

    No me vale la pena correr el riesgo de contagiarme de microbios externos por leer este tipo de noticias alarmistas. Mejor aprovecho los veinte minutos que tengo antes de entrar en clase para relajarme un poco y disfrutar de uno de los pocos momentos que tengo para mí estos días.

    En realidad, por esto me gusta este bar; es un lugar tranquilo cerca de la universidad, aunque no lo suficiente como para estar lleno de estudiantes con las hormonas revolucionadas, haciéndole la competencia a Bobby en ver quién se puede tomar más cervezas.

    Yo lo descubrí por casualidad, uno de los primeros días de universidad, cuando aún estaba adaptándome al horario y no conseguía llegar nunca a tiempo. Ese día salí corriendo del trabajo y conseguí coger el bus de las 17:37 h, pero me entraron tales ganas de ir al baño que cuando vi el rótulo del pub bajé sin mirar dónde estaba. Al final, resultó que no quedaba tan lejos y desde entonces vengo cada tarde antes de empezar las clases.

    En las mesas siempre suele estar la misma gente. Mis favoritos son dos jubilados que se pasan las tardes tomando café —descafeinado— y jugando a cartas en la mesa que está al lado del baño. «A mi edad, muchacho, cuando te coge un apretón no hay tiempo que perder», me dijo uno de ellos un día que se acercó a la barra a pagar.

    Mientras los miro, pienso en cómo me gustaría que mi padre tuviera amigos. Desde que murió mi madre, apenas se relaciona con nadie. Es tan huraño y gruñón que es difícil poder pasar un rato agradable con él. A mí mismo me cuesta, aunque esto me genera remordimientos que me llevan a ir cada domingo a traerle comida a su casa mientras escucho cómo se queja de que el pollo está crudo, las patatas arrugadas y el pan seco, aunque no deja ni una miga. Un día intenté que viniera él a mi casa para no tener que cargar con la comida. Pero nos dijo que no tenía ninguna gana de meterse en una casa donde habita el pescado, comentario que desató una de las mayores peleas con Emily, sin contar la que tuvimos el día que me apunté al máster.

    —Hace ocho años que salimos juntos y lo más lejos que hemos ido es a la playa en bus —grita desesperada cada vez que recibo mi nómina.

    ¿Qué problema tendrá con ir a playa en bus? El autobús es práctico y uno tiene mayores posibilidades de sobrevivir, en caso de accidente, que en un avión.

    —Y ahora quieres gastarte los pocos ahorros que tenemos en volver a estudiar. ¡Lo que tienes que hacer es imponerte en el trabajo y exigir un buen sueldo! —me gritaba fuera de sí.

    En la mesa de al lado de los dos jubilados hay una pareja que también suele estar allí cada tarde. Él, bastante elegante, siempre lleva un traje gris y el pelo engominado, que ella no para de tocar mientras sonríe tontamente. Ella, más joven que él, está muy desmejorada; tiene los dientes torcidos y amarillentos de tanto fumar y a la piel se la ve castigada, a pesar del excesivo maquillaje, que no le hace ningún favor.

    En las otras mesas hay un par de grupos más, que vienen algunos días, aunque no siempre; los lunes y los miércoles suelen venir a buscar café para llevar tres chicas con uniformes azules que no paran de reírse desde que entran hasta que se van. Y algunos días también está un señor que se sienta solo a leer el periódico. Hoy no ha venido y por esto está el periódico en la barra.

    Y en la mesa del fondo, la única que está pegada a la ventana, está la chica del pelo rosa. Hoy lo lleva recogido con un lápiz en la cabeza y su piel blanca contrasta con la ventana y el frío exterior. Cuando se mueve y deja que la luz de la mesa la ilumine, me fijo en que hoy tiene algo diferente. De repente, me doy cuenta de que se ha cambiado el color del pelo y que ahora lo lleva verde. No había visto nunca a nadie con el pelo verde, aunque la verdad es que no le queda nada mal. Contrasta con su ropa negra y su piel blanca.

    Ella sí que está cada tarde, con la mesa llena de libros y concentrada en escribir cosas en su gran portátil. Raramente levanta la cabeza de la pantalla. ¡Ojalá yo tuviera esa capacidad de concentración!

    Me pregunto qué escribirá. Tal vez también vaya a la universidad. Tiene una edad más adecuada que yo para eso, pues aparenta tener unos diecinueve o veinte años, no más. Tal vez Malik lo sepa. Él debe conocer todo de cada uno de nosotros, por lo menos todo aquello que se puede aprender observando, que es mucho.

    El ruido de la puerta me saca de mis pensamientos, aunque esta vez Bobby no refunfuña, más bien hace una mueca que parece querer ser una sonrisa mientras María, la mujer de Anthony, entra por la puerta. La verdad es que es una mujer muy guapa. Cuesta de entender qué vio en Anthony y, sobre todo, que aún lo aguante.

    —¿Te pongo algo, María? —le dice Malik muy amable y atento.

    —Déjala, seguro que ya se ha tomado algo en otro bar —grita Anthony—. La fidelidad no está entre sus cualidades.

    Bobby pierde el interés. Tal vez haya evaluado sus posibilidades de éxito y lo ha dejado estar.

    —Un café, por favor, Malik —dice María sonriéndole de manera especial—. ¿Quieres dejar de comportarte como un ridículo? —le dice a su marido sin alterar la voz.

    Me termino el bocadillo y saco mis apuntes mientras noto cómo se me contrae el estómago de los nervios. Mañana tenemos el examen de Macroeconomía y el profesor —y actual director de la Bolsa—, John Gardener, ha anunciado que a las cinco mejores notas se les dejará hacer prácticas durante tres meses, de enero a marzo, lo que en el 90 % de los casos se traduce en un muy buen empleo. Eso significaría poder dejar mi trabajo de eterno becario —sueldo miserable incluido— en una consultora, donde aún anotamos los pedidos en una libreta de papel cuadriculado e imprimimos las páginas web de nuestros clientes para llevarlas a la reunión —lo sé porque me toca imprimirlas, no porque asista a las reuniones— y poder trabajar en el centro económico de la ciudad… ¡y del país!

    Cada vez que lo pienso, me pongo nervioso. He fantaseado tantas veces con ese momento…, ¡siempre ha sido mi sueño poder trabajar en la Bolsa! Yo, en mi primer día, subiendo las escaleras con un traje ¿blanco? Creo que lo he imaginado tantas veces que últimamente, en mis sueños, voy vestido como un sacerdote para su consagración.

    Bueno, debería concentrarme; la verdad es que en los exámenes no me suele ir muy bien —solía, la última vez que tuve un examen fue hace años en la carrera de Economía—. A pesar de estudiar mucho y sabérmelo todo, cuando tengo la hoja delante me pongo nervioso y me quedo en blanco. En la carrera mi media era de 5,5 y tuve que examinarme en septiembre en varias ocasiones. La mayoría de mis amigos pensaban que sacar malas notas era de tío guay, que significaba que estabas demasiado ocupado ligando como para poder estudiar. Claramente, nunca ha sido mi caso.

    Sin embargo, esta vez me juego demasiado y confío en hacerlo bien. Llevo estudiando día y noche cada segundo que tengo libre, desde que nos lo anunció hace un mes. Incluso me he comprado y leído la biografía de John Gardener. Un libro de trescientas páginas, de tapa dura, que me ha destrozado la espalda —y vaciado la cuenta bancaria. Aunque me ha resultado de lo más interesante—.

    En ella, relata en primera persona cómo fue su infancia. Hijo de una familia superhumilde que quería lo mejor para su hijo: que se casara con una chica igual de humilde y siguiera en el negocio familiar, una ferretería, que cada día tenía más pérdidas. Él, sin embargo, a los dieciocho años se mudó a esta ciudad, donde, trabajando doble jornada, consiguió pagarse la carrera y más tarde un máster. Con excelentes notas, su carrera fue imparable hasta llegar a presidente de la Bolsa con tan solo treinta y ocho años, de lo cual hacía ya diez años. En estos diez años, nunca dejó de dar clases en la universidad —con un ejército de ayudantes— porque creía que el futuro de este país pasa por los jóvenes que están en las aulas y todos tenemos que contribuir a darles la mejor educación posible.

    La verdad es que me siento un tanto identificado, o tal vez eso me gusta pensar. Mi familia es bastante humilde, y siempre hemos vivido de un pequeño negocio de venta de carne que apenas da para cubrir facturas.

    Hace seis años, después de graduarme en Ciencias de la Economía, con veintitrés años, me metí a ayudar en el negocio familiar. Intenté buscar trabajo, pero no era fácil y mi madre pensó que sería bueno que les ayudara un poco para devolver el coste que les había supuesto mi carrera, además de ganar algo de experiencia laboral.

    Pero la experiencia no fue muy bien. Más bien fue horrible. Para mi padre soy algo así como el mayor fracaso en la vida. Durante el tiempo que estuve ayudando, nos peleábamos a diario. Yo odiaba tocar la carne y él me gritaba, incluso delante de la gente, que era un flojo. Al salir del trabajo me peleaba con Emily, que decía que olía mal y que ella no podía decirles a sus amigas que su novio era carnicero.

    Al final, después de seis meses peleando todo el día, conseguí unas prácticas en una empresa de marketing. Luego otras prácticas, y otras y otras hasta llegar a mis quintas prácticas y las últimas, espero, en una consultoría.

    ¡Mierda, me estoy volviendo a poner nervioso! Busco en mis apuntes las preguntas que he apuntado para hacer hoy, durante la última clase antes del examen. En realidad, es una tutoría opcional y hay gente que no vendrá. Pero yo no quiero perder la oportunidad de repasar los últimos puntos, como, por ejemplo:

    —¿Cuántas preguntas habrá?

    —¿Se puede hacer preguntas durante el examen si tenemos alguna duda?

    —En caso de no quedar entre los cinco primeros, ¿hay algo que podamos hacer para acceder a las prácticas de todos modos?

    —¿Si después del examen creemos que hay alguna pregunta incorrecta, podemos mandarle un email y cambiarla?

    Estas no son las preguntas que tengo apuntadas, pero sí las que de verdad me gustaría hacer.

    Vuelvo a mirar el reloj. Son las 18:35 h. La primera clase empieza a las 19:00 h. Así pues, en unos minutos debería ir tirando para llegar con tiempo. Guardo todos los apuntes en el maletín y dejo encima de la barra los 2,65 $ que cuesta la merienda antes de dirigirme al baño. Siempre que estoy nervioso me entran ganas de ir al baño y estos días no paro. Voy cada cinco minutos.

    —¿No quieres llevarte nada para clase? ¡Siempre va bien tener reservas de energías, y más en estas fechas! —me dice Malik.

    —No, gracias, que luego no ceno —digo imitando lo que solía decirme mi madre.

    Voy al baño y paso al lado de la mesa de los que juegan a cartas, que justo en este momento están enfrascados en una gran pelea.

    —Eres un mentiroso, te vas a enterar —le grita uno al otro tirándole un par de cartas a la cabeza mientras se gira y me dice—: Muchacho, ven, ayúdame, y dile a este que deje de intentar tomarme el pelo, ¡que ya no tengo!

    Y se mueren de risa los dos.

    Me escapo rápido al baño. Me lavo las manos antes de hacer pipí y al salir me las vuelvo a lavar mientras me miro fijamente en el espejo con recelo. No me suele gustar lo que veo en el espejo. No creo que se pueda decir que soy un chico —¿debería decir «hombre» ahora que estoy a punto de cumplir treinta?— feo, pero tampoco soy muy atractivo. De mis amigos, soy un 5,5, como mis notas.

    En los últimos dos años, además, me han empezado a aparecer algunas entradas que me acomplejan y no sé cómo disimularlas. Últimamente, he optado por peinarme hacia adelante, aunque las entradas se me ven igual. Sacudo la cabeza y me seco las manos de camino hacia la barra a recoger mis cosas, pero cuando llego no están. Miro a Bobby y me

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1