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Carrusel De Cuentos Contemporáneos (Segunda Edición): Cuentos Cortos
Carrusel De Cuentos Contemporáneos (Segunda Edición): Cuentos Cortos
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Libro electrónico256 páginas4 horas

Carrusel De Cuentos Contemporáneos (Segunda Edición): Cuentos Cortos

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En esta serie de cuentos cortos se abordan temas muy variados, como la ciencia ficcin, la fantasa, las relaciones interpersonales e historias que invitan a la meditacin y a la reconsideracin de conductas, algunas de las narraciones son inspiradas en hechos reales y pasajes verdicos de la vida contempornea.

Este carrusel de cuentos cortos va dirigido a personas de todas las edades quienes gustan de la temtica enunciada, sin ms pretensin que hacer pasar al lector un rato agradable.

Se expresa todo cuanto fluye en la imaginacin de quien escribe, la narrativa como gnero literario, en este volumen encuentra plena ubicacin, sin ms escrutinio que el buen juicio de quin tiene en sus manos este volumen.

Sus contenidos son amenos e interesantes desde el primer prrafo, el autor se preocup de no incluir palabrera innecesaria ni conceptos rebuscados, garantizndose con ello calidad en el texto, sencillez en los contenidos, entretenimiento y reflexin, cumplindose as de manera satisfactoria el fundamental propsito de quien escribe.

IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento30 ene 2018
ISBN9781506523507
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    Carrusel De Cuentos Contemporáneos (Segunda Edición) - Mario Augusto Lopez Urbina

    JUAN SOLDADO

    E n la época de las cruzadas por el año 1200, fueron tan diezmados los ejércitos de Inglaterra con motivo de las campañas expansionistas, y por las agresiones de la ambiciosa Francia que, para la segunda cruzada, se tuvo que convocar a la población civil para que jóvenes en edad de combatir, se alistaran voluntariamente en los ejércitos regulares de la corona, sin mayor paga que sus alimentos y el uniforme. Sólo su fe los guiaría al triunfo de la campaña y al rescate de los santos lugares en manos de árabes musulmanes.

    Entre otros civiles, se alistó en el ejército un joven bonachón de escasos veinticinco años de edad, dedicado a las más modestas labores que puede tener una pequeña comunidad, como es la recolección de desechos y basura, incluyendo el excremento de las animales de tiro que comúnmente circulaban por las calles de villas y ciudades.

    De nombre Juan y de apodo el caquero, nadie conocía a sus padres, de muy pequeño fue abandonado por un grupo de juglares y cirqueros de los que pasaban por las poblaciones pequeñas de aquellas épocas, vendiendo mercancías y medicinas para todos los males, a la vez que, ocasionalmente daban un espectáculo musical; la noche de su abandono, los juglares se retiraron sigilosamente del pueblecillo, dejando al pequeño envuelto en algunas frazadas a merced de las inclemencias del tiempo y de los animales salvajes del bosque que, por la noche, bajaban de las montañas a comerse animales domésticos y a causar destrozos en los cultivos. Pasaron los años y se desarrolló como hijo de todos y a la vez de nadie, el pueblo lo mantenía, algunas buenas mujeres le daban de comer y le obsequiaban ropas usadas, pero nadie aceptaba entrar en conversación con él, era rechazado y molestado, criticado e injuriado sin motivo alguno, gratuitamente era el hazme reír de la pequeña comunidad por la multiplicidad de bromas que se le hacían, no bien entraba a una taberna o a alguna posada, de inmediato era desalojado y corrido abruptamente, o cuando menos, era levantado de la silla que ocupaba, esto le producía mucho coraje, en una palabra, era el no deseado del pueblo, sin embargo, a todo mundo servía y ayudaba cuando era necesario, su actividad, era un servicio para la comunidad que desempeñaba gustoso.

    Como característica personal, Juan el caquero nunca respondía las ofensas e insultos que recibía, aguantaba sin inmutarse los desprecios y el alejamiento que la población hacía de su persona. Con modestia y abnegación, diariamente hacía su trabajo tratando de no incomodar a los demás, sólo una leve sonrisa enmarcaba su expresión al recibir una ofensa o una burla, a veces por algún servicio extra se ganaba una propina, así transcurrieron los últimos veinte años de su vida.

    Al ver la convocatoria y sentir que su persona incomodaba mucho a la población, decidió incorporarse al ejército de la corona, todos los requisitos los reunía, pero ni él, ni el pueblo todo, imaginaron cuanta falta les haría. Los primeros días de su ausencia, los lugareños empezaron a llenarse de basura, ahora sí, todo mundo preguntaba por Juan; las calles, sin quién las barriera, el excremento de los animales de tiro mal adornaban la pequeña población, toda la pequeña villa se volvió un muladar, a partir de ahí, la gente del pueblo valoró la importancia y el trabajo de Juan el caquero. Durante mucho tiempo añoraron su presencia, arrepentidos del mal trato que siempre le dieron, uno a uno tenía que barrer su tramo de calle, tirar la basura y salir a la vía pública a recoger el excremento de los caballos de tiro.

    De ser Juan el caquero en su comunidad, pasó a ser Juan el soldado al servicio de la corona Inglesa, una vieja y pesada espada, un abollado casco que le quedaba grande, una mochila vieja, grande pero siempre vacía, unas apretadas botas cubiertas por unas mallas de fierro y un peto de lámina, constituían su uniforme, y a la vez, su equipo de guerra. Todos estos implementos sobre su famélica humanidad, hacían que nuestro buen amigo Juan soldado, siempre fuera a la saga de las interminables filas de soldados que marchaban sin cesar, día tras día, por las diferentes comarcas de la Europa occidental; cansado y exhausto en cada jornada, dormía profundamente sin lamentar las inclemencias del tiempo, no obstante los fuertes y fríos vientos del otoño europeo, prefería dormir, que preocuparse por las bajas temperaturas o el gruñir de sus entrañas por la falta de alimento.

    Al inicio de su aventura, se embarcó en el puerto de Liverpool rumbo al paso de Calais en el nordeste de Francia, con los demás voluntarios ya como parte del ejército británico.

    Cruzó las Galias –lo que ahora es Francia– el Milanesado –lo que es hoy el norte de Italia– hasta llegar a las costas del Adriático, para volverse a embarcar en unos enormes galeones de guerra convertidos en transportes de ejércitos, con las incomodidades que ello implicaba, sin suficiente agua, escasa comida y con cientos de ratas corriendo encima de los pies y sobre todo, sin abrigo por las noches y sin ventilación en el día. El primer destino: las costas de Siria, para posteriormente seguir a pie hasta el campo de batalla.

    Siguiendo su travesía y como parte del pelotón más rezagado, Juan soldado, también a su vez, iba a la saga, o de plano tan retrasado que, frecuentemente era sancionado por sus superiores, pero había que comprender que su físico no le ayudaba a cargar tan pesado equipo de guerra; escuálido y debilucho como cualquier desnutrido, corría detrás de los demás soldados haciendo un gran esfuerzo hasta alcanzarlos; en una ocasión, a la vera del camino se hallaba un pobre anciano que tiritaba de frío, éste, lastimosamente a cuanto soldado pasaba por la vereda, le imploraba: ¡Socorredme con una frazada para el intenso frío!, pero ninguno de ellos se dignó siquiera descubrirse la cara para ver de quién se trataba, pasaban de largo como si no hubiesen escuchado las palabras del desvalido; cuando pasó Juan soldado, que, como siempre iba al último de la formación, éste le respondió al menesteroso: buen hombre, si tuviera una, con gusto te la daría, pero ni para mí tengo, sólo me han dado estos viejos sacos de harina con los que me vengo protegiendo del viento que ahora sopla, el mendigo le contestó: ¡Sí, ya lo veo, no te preocupes muchacho, sigue tu camino y que Dios te acompañe!, pero Juan, no se quedó muy tranquilo, –para si pensó: éste viejo ni siquiera tiene los mugrosos sacos de harina que yo tengo, ninguno de mis compañeros lo ha auxiliado, soy el último de la formación y tal vez su única esperanza– regresó sobre sus propios pasos hasta donde se encontraba el anciano, se despojó de los mejores sacos de harina que se había improvisado como capa y se los entregó al anciano, cubriéndolo así del intenso frío que cada momento arreciaba; el viejo le dio las gracias y le dijo que, su buena acción sería recompensada, Juan soldado, se fue satisfecho de su acción aunque con mucho frío.

    Algunos kilómetros adelante, acamparon, y una enorme fogata mitigaba la incomodidad del gélido ambiente, los soldados se fueron sentando uno junto a otro hasta formar un enorme círculo.

    Pasaron los días y la travesía por los verdes valles de la campiña europea seguía, atravesaron países como lo que ahora es: Alemania, Checoslovaquia y Rumania; el aire fresco y limpio de cada amanecer impulsaba a los fatigados ejércitos a continuar la dura marcha, día a día, sin desmayo ni claudicación, las interminables filas de soldados se dejaban ver kilómetros a la distancia, muchas agrupaciones castrenses de diversas provincias se unían a los afamados ejércitos de la corona británica que, enarbolando la bandera de las guerras santas, reunían adeptos de todas partes, ducados, principados y pequeños reinos se solidarizaban con tan importante empresa: Rescatar los santos lugares en poder de los árabes Islámicos.

    En una ocasión, llegó hasta su ejército una desesperada mujer implorando ayuda para encontrar a sus pequeños que, al parecer, le habían sido raptados.

    Como de costumbre, nadie ayudaba, Juan soldado fue el único que se conmovió y accedió a salirse de la formación para ir a auxiliar a la pobre mujer. Buscándolos por el mercado, casas aledañas, lugares públicos y aún en casas de vicio y corrupción, nada encontraron, ya fatigados de recorrer callejones y callejuelas e implorar ayuda por todos lados sin obtener respuestas favorables, se sentaron sobre unas piedras a la salida de la pequeña población; de pronto, vieron que el carromato de un comerciante llevaba varios costales de carga, al parecer con mercaderías para su venta, ambos fijaron la mirada en los bultos de abajo y se percataron que estos se movían, tal circunstancia se les hizo sospechosa y atinaron a suponer que ahí podrían ir los pequeños raptados, de inmediato, solicitaron el auxilio de los demás viandantes que circulaban por la arenosa y dispareja carretera; entre todos hicieron detener al conductor, quién, lejos de objetar la medida, emprendió pavorosa huida hacia el interior del bosque, en eso, llegaron los alguaciles y en su presencia abrieron los sacos encontrando en su interior, a sus dos hijos atados de pies y manos, y a punto de asfixiarse con el tapaboca que les colocó para impedir que gritaran; madre e hijos rebosantes de alegría y a la vez con lágrimas en los ojos, se abrazaron tiernamente, pensaban que jamás se volverían a ver, la madre, conmovida, colmó de bendiciones a Juan soldado y le agradeció infinitamente su desinteresada ayuda, y nuevamente tomando un atajo entre el bosque y pequeños cerros, alcanzó a su pelotón que estaba a punto de embarcarse; con el estoicismo ejemplar que le caracterizaba, aceptó la severísima corrección disciplinaria que le fue impuesta como reincidente.

    Antes de abordar los galeones de guerra, Juan soldado fue interceptado por un extraño sujeto de elegantes vestimentas negras con vivos rojos, sombrero galoneado de aquellas épocas y una capa de terciopelo también negra con vivos rojos, que lo hacían ver como un auténtico caballero real; haciendo derroche de elegancia en sus ademanes y propiedad en su manera de hablar, muy dueño de sí mismo abordó a Juan soldado diciéndole: ¡Espera Juan, no vayas tan deprisa!, –extrañado al escuchar su nombre– le puso atención interrogándolo: ¿Quién es Ud.? es preferible que sepas la razón de mi visita y no mi nombre –respondió a su vez el desconocido– creyendo que se trataba de una broma de mal gusto, Juan soldado le dijo: ¡Siga su camino buen hombre y déjeme abordar mi barco! como respuesta, soltó una estruendosa carcajada el siniestro sujeto y le dijo: Juan soldado, con lo que te voy a decir, seguramente desistirás de tu viaje, eso molestó mucho a Juan soldado, quién a su vez le increpó: ¡Por nada de este mundo voy a desistir de lo que me he propuesto!, ¡Sí Juan soldado, ya sé que eres muy terco y obstinado!, pero… si bien es cierto que nada de este mundo te hará cambiar, quizá algo del otro mundo, sí modifique tu propósito. ¿Qué quieres decir? –le preguntó Juan soldado– si no te sientas y me prestas un poco de atención, no sabrás a que he venido –le volvió a reiterar el elegante hombre ya con un tono menos tenso– si me vuelvo a retrasar, me volverán a castigar, di lo que tengas que decir, pero sé breve –repuso Juan soldado con una mueca de impaciencia que para nada disimulaba– Muy bien Juan soldado, pon mucha atención, el señor Dios nuestro Señor, me envía a premiarte por el buen comportamiento que has observado en estos pocos años que llevas de vida terrenal, sabe cuán caritativo eres, el buen corazón que tienes y la bondad que observas con todos tus semejantes, aún con aquellos que te ofenden y humillan. En premio a tus cualidades, te concederá tres deseos que te serán cumplimentados de inmediato, –Juan soldado se quedó estupefacto al oír tan increíbles palabras– al ver que se había quedado casi sin habla, el elegante caballero continuó: no te asustes Juan soldado, es preferible que te pongas a pensar bien lo que vas a pedir, porque si te equivocas, no habrá forma de rectificar. Juan soldado, aún sin salir de su asombro, le contestó: mira buen hombre, si me estas mintiendo y pierdo mi barco, te haré prender por la autoridad de éste lugar y tendrás que pagar con cárcel el impedir que cumpla con mi deber, Porque has de saber que soy oficial del ejército británico, al servicio de su majestad –Juan soldado, no te estoy mintiendo, –le contestó en tono reiterativo el elegante visitante y con una sonrisa un tanto burlona– prueba con tu primer deseo y convéncete por ti mismo. Con esa seguridad en la respuesta, pero aún cauteloso, aceptó lo expresado por el extraño.

    Antes de formular tus deseos, te repito que deberás pensarlos muy bien, porque no hay forma de cambiarlos por justificada que sea tu equivocación, a lo que Juan Soldado contestó: ¡Sé perfectamente lo que me gusta y estoy seguro de lo que quiero!, Anda pues, –le dijo el visitante– ¿Cuál será tu primer deseo?, Si es cierto cuanto me dices, quiero como primer deseo que: ¡De donde yo me siente, nadie, absolutamente nadie, me ha de levantar, hasta que yo lo quiera! ; muy extrañado el misterioso y elegante hombre, expresando una sonrisa le dijo: !Concedido, de donde tú te sientes, nadie te ha de quitar!; ahora, ¿Cuál será tu segundo deseo? Quiero que: en donde yo entre, nadie, absolutamente nadie me podrá sacar, casi muerto de risa, el enviado de Dios nuestro señor, le respondió: ¡Concedido, hombre –le contestó con cierto enfado– donde tu entres, nadie, absolutamente nadie te podrá sacar, tienes deseos muy interesantes, sin embargo… Juan Soldado, ¿No crees que lo que has pedido, son dones de muy poco valor, comparados con la omnipotencia de Dios nuestro señor, al que le podrías haber solicitado muchas otras cosas de gran valor? efectivamente señor, para cualquier persona no tendrían sentido estos deseos, pero para alguien como yo, quién siempre he sido corrido de todas partes y levantado de todo lugar donde me he sentado, es algo muy importante el tener esos dones, nadie en mi pueblo me quiere, soy soportado pero no estimado, soy corrido de todas partes, en ocasiones con brusquedad y lleno de improperios, mi aspecto tal vez sea intolerable, pero es mi trabajo el que así me lo impone. ¡Ah, ya entiendo, le respondió el enviado del cielo, en tu tercer deseo, seguramente pedirás alguna riqueza, joyas, poder o dinero, ¿no es así? ¡No señor, eso que has mencionado para mí tampoco tiene valor; que raro eres Juan Soldado, –le aseveró el misterioso caballero– entonces, ¿Qué vas a pedir? ¡Quiero conocer la gloria de nuestro señor Jesucristo, donde vive y reina –le contesto lleno de alegría, suponiendo que no tendría ningún reparo en conceder el deseo y que le daría gusto al enviado conceder tal petición– ¡Ah, caray! –sorprendido de tanta osadía, el enviado se quedó pensativo por unos instantes– nadie, en los siglos que tengo visitando mortales, me había pedido tales cosas. Juan soldado, para que conozcas la gloria, tendrías que abandonar tu vida corpórea, es decir, para que me entiendas, deberías estar muerto. ¡No! –le interrumpió Juan soldado, sin dejarlo terminar– ese es el objeto de mi deseo, conocer la gloria de nuestro señor Jesucristo, en vida, –sin saber que contestar y mostrándose un poco desbalanceado, el enviado del Señor le dijo: déjame consultarlo, si te lo concedo así nomás, creo que voy a tener graves problemas, a ningún mortal se le ha mostrado el paraíso, sólo conocen la gloria quienes han trascendido de su vida material y durante ésta, han sido buenos, por sus ejemplares obras son llamados a vivir eternamente con el creador de todo el universo; no creo que a ti se te conceda ese deseo, mejor espérame un momento y no te muevas de este lugar, enseguida regreso. A la voz y con un giro de su capa, desapareció. Hasta ese momento, Juan soldado tuvo la certeza de que el extraño y elegante sujeto, venía en nombre del Señor.

    Por el lado contrario adonde se desarrollaba la escena, tras unos minutos de espera, reapareció intempestivamente el caballero de negro y escarlata, ahora sin sombrero, y un poco agitado, parecía haber corrido una gran distancia, ¡Te traigo buenas noticias, Juan soldado! Me han dicho que podrás admirar la gloria del señor desde afuera, sin entrar, podrás admirar las enormes puertas de acero y las enormes murallas que la circundan, pero no más allá de estas, si aceptas conocer la gloria desde afuera, de inmediato te concedo tu deseo. Pensando un poco, contestó: pues… si no hay otra forma, me conformo con conocer las puertas de la gloria, –le contestó un poco decepcionado– sea como quieres, y ¿Cuando quieres ir a conocer la gloria, Juan soldado?.–volvió a interrogarlo el enviado, con tono irónico y esbozando una media sonrisa– ¡De inmediato¡ –respondió Juan soldado exaltado– el visitante, haciendo un movimiento de cabeza y con los ojos viendo hacia arriba, como reafirmando la terquedad y obstinación de Juan soldado, le dijo: ¿Ves ese camino de la derecha?, pues síguelo sin parar ni voltear hacia atrás, aunque oigas que te llaman o te gritan por tu nombre, al final, encontrarás las inmensas puertas de la gloria, anda, inicia tu partida y que el espíritu santo te acompañe, no puedo seguir perdiendo tiempo contigo. Algo más, distinguido caballero –agregó nuestro buen amigo Juan soldado, antes de iniciar su marcha– quiero también conocer el infierno, ¡No!… Juan soldado, –le respondió su interlocutor ya molesto y sacado de quicio– quedamos que sólo eran tres deseos y no cuatro, discúlpeme ilustre caballero, pero es el mismo deseo visto de ésta manera: no puede existir un cielo sin un infierno, ni el infierno sin el cielo, es como cualquier moneda, todas tiene dos caras, aunque una sea opuesta a la otra. Una sola cara no hace moneda, ¡hay! Juan soldado, –gritó desesperado el misterioso caballero vestido de negro y rojo– por el inmenso poder de Dios, ya déjame en paz, no sé cómo me fueron a mandar contigo, eres la persona más difícil con la que he tratado los últimos mil años ¡Mira!, si vas a conocer la gloria de nuestro señor Dios, amo de todo el universo material e intangible, no veo impedimento para que conozcas los terribles infiernos, no me es permitido desearte que te quedaras allá, pero me gustaría que probaras los terribles calores de esas tinieblas, a ver si así se te quita un poco lo terco y obstinado; anda, vete siguiendo el camino de la izquierda que va hacia abajo, no te detengas y que Dios te acompañe. Sólo una pregunta más señor, –le volvió a inquirir nuestro buen amigo– con una mueca de impaciencia, accedió a escuchar a Juan soldado: ¿Por qué son tan grandes las puertas de la gloria?, ¿También entran gigantes a la gloria?, percibiendo la ingenuidad, estupidez o mala intención de la pregunta, el elegante caballero contra atacó al responderle: ¡Las puertas de la gloria y muchas otras cosas más, son inexplicables para Uds. los mortales y tan simples y lógicas para quienes no lo somos, que nunca comprenderías si te lo explicara!, mejor, satisface tu curiosidad y llega a tu destino, recuerda que con esto, he dado cumplimiento a tu tercer deseo y espero no volver a saber más de ti.

    Así fue como Juan Soldado inició su temeraria aventura, sin voltear, tomó el camino que se le había señalado y durante muchas horas caminó por el accidentado sendero que, parecía estar en constante declive, siempre hacia abajo; ya llegada la noche, cansado, desfallecido y con mucha hambre, se sentó a comerse unas sabrosas aceitunas y un delicioso pan con queso, que como eran sus preferencias no las sacaba frecuentemente por temor a tenerlas que compartir, desde aquellas fechas, hay personas que sin vergüenza alguna, se acomodan a ser invitados de manera muy forzada, y como nuestro buen amigo, difícilmente decía que no a algo que le solicitaran, prefirió ocultar su alimento, y engullírselo cuando estuviera sólo.

    Ya habiendo comido y bebido hasta saciar, decidió continuar su interminable andar. Al llegar la noche, buscaba con la mirada un lugar donde pernoctar, a lo lejos y muy alejada del camino, se encontraba una desvencijada y vieja casucha, sin ventanas, con agujeros en el techo y con puertas cayéndose de viejas, pero después de una extenuante jornada, cualquier cosa era suficiente para pasar la noche.

    No bien había pegado los ojos, un fétido olor a azufre lo despertó, buscó el origen de tan penetrante pestilencia, pero al no encontrar nada, ni en el interior de la casucha ni afuera, retornó a su improvisado lecho, siendo más su cansancio que su curiosidad, facilmente cayó en un profundo sueño…; horas después cuando mejor descansaba, una

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