Razón para matar
Por Eduardo Zannoni
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El abogado Rafael Guignet es encontrado muerto en su residencia. Ese hallazgo dispara la investigación del subcomisario Avilés, que poco a poco irá descubriendo una red de complicidades cuyas resonancias son insospe-chadas: tráfico de drogas, lavado de dinero, corrupción y vinculaciones internacionales. Pero nunca hay crimen sin pasión; la transgresión tiene su doble cara en un juego de infidelidades que serán asimismo el motor del relato.
Con esta nueva novela, Eduardo Zannoni no sólo narra una historia atrapante y perturbadora, sino que además nos muestra, con un amplio conocimiento del lenguaje judicial y de sus condiciones, cómo funciona la oscura trama del delito actual y cómo cada situación puede ofrecer equívocos y perspectivas determinantes.
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Razón para matar - Eduardo Zannoni
Eduardo Zannoni
Razón para matar
Foto de tapa: Pablo Galarza
©Libros del Zorzal, 2014
Buenos Aires, Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la Ley 11.723
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Índice
Personajes principales | 5
-1- | 7
-2- | 13
-3- | 19
-4- | 23
-5- | 33
-6- | 38
-7- | 44
-8- | 49
-9- | 55
-10- | 57
-11- | 61
-12- | 67
-13- | 73
-14- | 77
-15- | 81
-16- | 84
-17- | 91
-18- | 93
-19- | 96
-20- | 98
-21- | 101
-22- | 104
-23- | 110
-24- | 118
-25- | 121
-26- | 127
-27- | 130
-28- | 132
-29- | 135
-30- | 140
-31- | 145
-32- | 152
-33- | 154
-34- | 159
Personajes principales
Rafael Guignet: abogado, asesinado en su residencia.
Mónica Duprat: viuda de Rafael Guignet.
Analía Chazarreta: ama de llaves de la residencia del abogado Guignet.
Rogelio Avilés: subcomisario de la Policía Federal.
Humberto Cozzolino: sargento primero de la Policía Federal.
Cayetano Ojeda: sargento de la Policía Federal.
Beatriz Teruel: fiscal a cargo de la investigación del asesinato.
Pedro Ramos Terán: juez de instrucción.
Javier Pastrana Caicedo: colombiano, todo servicio.
Marisa Jorgelina Salmerón: la Tigra, amiga de Guignet.
Osvaldo Mayorga: abogado, ex socio de Guignet.
Rosita Martínez: ex esposa de Osvaldo Mayorga.
Antonio Pagani: diputado de la Nación.
Alcides Camacho Riquelme: mexicano, mercenario al servicio del cártel de Sinaloa.
Ariel Maidana: comisario inspector, jefe de la Superintendencia de Drogas Peligrosas de la Policía Federal.
Ramón Ortubia: coronel, director nacional de Inteligencia Criminal.
Jaime Nevares: juez federal en lo criminal.
Juan Carlos Moretti: fiscal federal en lo criminal.
Guido Santoni: encargado de la barra del bar La Medida.
-1-
Observó el cuerpo sin vida, totalmente desnudo, con los ojos bien abiertos, flotando en la enorme bañera tipo jacuzzi que rebalsaba agua. Era el cuerpo de un hombre de mediana edad, más o menos la misma que la suya —algo así como de cincuenta años—, que, se notaba, había conservado un buen tono muscular.
El subcomisario Avilés reconoció al instante al abogado Rafael Guignet. Por un momento sus recuerdos le permitieron evocar algunas de las memorables defensas penales que habían tenido a Guignet como protagonista. Era imposible no recordarlo: un abogado astuto que sabía ser instigador de policías corruptos, pero que también era aborrecido por la policía honrada, y muchas veces temido por jueces y fiscales, porque tenía la habilidad de trazar estrategias sutiles para tergiversar el significado de ciertos hallazgos, pesquisas e investigaciones; llegado el momento, era capaz de utilizar argumentos que lograban contradecir, casi siempre con éxito, pruebas de una contundencia tal que habrían podido conducir a su defendido a una irremisible condena.
El policía entró con sumo cuidado al baño ubicado en suite junto al dormitorio principal del primer piso de la residencia del fallecido, tratando de no pisar los charcos que lo habían inundado. Se acercó al cadáver y, agachándose algo para poder verlo mejor, escrutó su entorno. Se advertían rastros de sangre que coloreaban el agua de un rojo tenue. El sargento primero Cozzolino, que integraba la patrulla y secundaba al subcomisario Avilés, lo miró y reflexionó casi como si hablara para sí mismo:
—Pudo golpear la cabeza con alguno de estos comandos, perder el equilibrio… o… sufrir un mareo, quedar inconsciente, caer dentro de la bañera y ahogarse —dijo Cozzolino.
—Es una hipótesis —Avilés hizo un gesto como si dudase—. No advierto a simple vista heridas, aunque de algún lado salió esa sangre que hay mezclada con el agua —repuso sin inmutarse, casi—. También es posible que lo hayan golpeado y después lo hayan sumergido inconsciente hasta ahogarlo, para hacernos creer la hipótesis que usted sugiere. ¿No le parece?
—Sí, sí… Claro… —coincidió el sargento con algo de temor reverencial, y asintió levemente, sin quitar la vista del cadáver.
—De todas formas no nos corresponde a nosotros, al menos por ahora, develar esas u otras hipótesis. Lo primero será escuchar a los de policía científica y a los médicos forenses que se harán cargo de la autopsia. —Hizo una pausa—. Le sugiero, sargento, que no corramos el riesgo de contaminar la escena del crimen. Salgamos de aquí y mientras esperamos la llegada del fiscal y su séquito busquemos algún lugar para comenzar a interrogar a la mujer que encontró al finado y nos llamó. ¿Cómo me dijo que se llama…?
Cozzolino consultó su agenda.
—Analía. Es algo así como el ama de llaves —respondió.
—¿Es la persona que dio aviso a la policía?
—Eso me informaron al asignarme a su patrulla, señor.
—Vamos, pues.
Ambos policías descendieron las escaleras y se dirigieron a un pequeño estar en la planta baja, cercano a la entrada. Había dos o tres reporteros de un canal de televisión y un camarógrafo husmeando allí que, inexplicablemente anoticiados del hecho, como suele ocurrir, montaban guardia para hacer su trabajo. Seguro ya habrían tomado algunas fotografías del lugar. Al verlos, Avilés les pidió que aguardasen fuera de la casa, pues no habría declaraciones aún, y el interior era, por lo menos hasta ese momento, un ámbito íntimo que debía quedar sustraído a la curiosidad morbosa de la gente. Después se acercaron a dos agentes uniformados que flanqueaban en silencio a una mujer madura (digamos de unos sesenta años), que estaba sentada en una pequeña poltrona.
—Está bien —dijo a ambos—. Pueden retirarse ahora.
Los agentes se retiraron y dejaron solo al subcomisario y al sargento primero Cozzolino con la mujer.
—Soy el subcomisario Rogelio Avilés —comenzó por decirle— y quien me acompaña es el sargento primero Humberto Cozzolino. —El sargento hizo una leve inclinación de cabeza como saludo amistoso—. Ambos pertenecemos a la brigada de homicidios de la Policía Federal y junto al juez de instrucción y al fiscal de turno estaremos a cargo de la investigación de este caso. Por ahora le haré algunas preguntas, y más tarde se la citará a la seccional o a la fiscalía para que preste testimonio formal. ¿Me comprende?
La mujer asintió. Avilés tomó una silla cercana y se sentó frente a ella. El sargento hizo lo propio y extrajo de uno de los bolsillos del saco un pequeño grabador portátil.
—¿Me puede decir su nombre completo?
—Analía Chazarreta —respondió ella mostrando cierto nerviosismo.
—Se nos ha informado —añadió el subcomisario— que fue usted quien halló el cadáver del doctor Guignet en el baño.
—Yo llamé a la policía…
—Efectivamente.
—Vengo a la casa todos los días a hacer la limpieza. De mañana y también a la tarde. De tarde, para preparar la cena del doctor. Hoy, en especial, me pidió que viniese porque tenía invitados.
—¿Sabe usted quiénes eran los invitados?
Analía se ruborizó algo:
—No, se imaginará…
Avilés meditó un instante.
—Pero seguramente sí cuántos eran.
—Eso sí, naturalmente… El doctor me dijo que hoy esperaba a dos personas, desde luego no me dijo de quiénes se trataba… —La mujer sonrió denotando algo de tristeza—. Pero, según creo, él no hacía reuniones de negocios aquí.
El subcomisario hizo un gesto indicando que había comprendido. Avilés se dirigió a Cozzolino:
—Sería importante individualizar a los invitados. Pueden llegar de un momento a otro. Avise al personal que hace guardia que, si aparecen, los identifique y me haga llegar las señas.
—Sí, señor —respondió Cozzolino y salió hacia la puerta de entrada.
—¿A qué hora calcula que llegó usted a la casa hoy? —preguntó el subcomisario retomando el interrogatorio.
—Entre las cuatro y las cinco de la tarde. —Avilés miró instintivamente su reloj pulsera. Eran casi las siete.
—Cuéntenos en qué circunstancias halló el cadáver del doctor. —El subcomisario señaló hacia la planta alta.
—Le diré… —Analía pensó un momento—. Si bien yo tengo las llaves de ingreso a la residencia, no acostumbré usarlas, salvo que el doctor me lo autorizara, anticipándome que estaría ausente cuando yo llegara. De tal modo que lo que hice hoy fue anunciarme… Quiero decir que toqué el timbre. Una, dos, tres veces, y como nadie respondió, me atreví a entrar utilizando las llaves. En la casa reinaba un silencio absoluto. Pensé que el doctor no había regresado aún de sus oficinas. De modo que fui a la habitación de servicio, donde guardo mis cosas, me coloqué el delantal y antes de comenzar a trabajar en la cocina subí para ver si era conveniente hacer un repaso en las habitaciones superiores de la casa… —Analía hizo silencio y bajó la vista dando por sobreentendido el momento en que se asomó al baño y descubrió muerto al doctor Guignet—. Era imposible no darse cuenta de que estaba muerto.
—¿Tocó algo?
—¡Absolutamente nada! —exclamó el ama de llaves—. Cuando me repuse del susto bajé y llamé al 911. Y me quedé, aquí, esperando.
Cozzolino y un policía uniformado se acercaron a Avilés. El uniformado le dijo algo al oído.
—Será interesante oír su declaración —acotó Avilés—. ¿Vino aquí espontáneamente? —preguntó el subcomisario.
—Así parece. Dice haberse sentido apabullada al ver el despliegue de policía y periodistas al frente de la casa. Da la impresión de que no sabe nada… —dijo el uniformado.
—Puede ser una de las invitadas que esperaba el occiso, según lo que nos acaba de decir la señora —acotó el sargento Cozzolino.
—Quizás. Está bien… Hágala pasar.
Mientras el policía se retiraba, hizo una breve anotación en su libreta. De inmediato se dirigió a Analía:
—Por favor deje sus datos al sargento Cozzolino porque la citaremos a la seccional para que firme una declaración. Y como ahora no tiene nada que hacer aquí, le recomiendo que regrese a su casa.
Cozzolino le indicó que se levantara y caminó con ella en dirección a la salida, mientras tomaba nota de los datos de Analía Chazarreta.
-2-
Unos instantes después reapareció el policía uniformado que le había susurrado al subcomisario al oído, acompañando a una