Cimarrones
Por Eduardo Zannoni
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El polaco Boris Karakzuk aparece muerto cerca del Lago Escondido. Su cuerpo ha sido mutilado a dentelladas: ambos brazos desprendidos, el abdomen eviscerado, el cráneo con el cuero cabelludo totalmente desgarrado. Los embates de perros cimarrones empiezan a repetirse y multiplicarse como un movimiento irrefrenable, las autoridades deben buscar una salida que genera discusiones en el seno del aparato del Estado, entre sus diferentes fuerzas y estamentos, pero también con actores de la sociedad civil. El desborde es tal, que incluso recrudece una latente hostilidad entre dos naciones.
Alegoría de tiempos actuales, Cimarrones es una novela inquietante. El contorno que separa centro y periferia se desdibuja, lo desconocido se presenta como amenaza y los conflictos de intereses postergan una solución hasta el límite de lo trágico. Todo, claro, con la escritura meticulosa de Eduardo Zannoni.
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Cimarrones - Eduardo Zannoni
Eduardo Zannoni
Cimarrones
Diseño de tapa: Eduardo Ruiz
©Libros del Zorzal, 2019
Buenos Aires, Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la Ley 11.723
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Índice
Noticia acerca de cimarrones | 8
I | 10
II | 23
III | 29
IV | 33
V | 42
VI | 51
VII | 58
VIII | 63
IX | 67
X | 72
XI | 76
XII | 82
XIII | 84
XIV | 93
XV | 101
XVI | 105
XVII | 110
XVIII | 118
XIX | 120
XX | 131
XXI | 138
XXII | 145
XXIII | 149
XXIV | 153
XXV | 157
XXVI | 162
XXVII | 168
XXVIII | 172
XXIX | 180
XXX | 186
Los hechos narrados en esta novela pertenecen a la ficción. Los personajes, las situaciones y el desarrollo de su trama, así como el pueblo de San Patricio vecino a Ushuaia y otros escenarios, son fruto de la imaginación del autor. Sin embargo, toda esta ficción ha sido construida a partir de un hecho real: el asedio de los perros cimarrones durante los crudos y blancos inviernos de ese lejano rincón del fin del mundo.
Los hechos narrados en esta novela pertenecen a la ficción. Los personajes, las situaciones y el desarrollo de su trama, así como el pueblo de San Patricio vecino a Ushuaia y otros escenarios, son fruto de la imaginación del autor. Sin embargo, toda esta ficción ha sido construida a partir de un hecho real: el asedio de los perros cimarrones durante los crudos y blancos inviernos de ese lejano rincón del fin del mundo.
Noticia acerca de cimarrones
¹
El 20 de febrero de 1627, el Cabildo de Buenos Aires registró la primera queja a causa de los daños ocasionados por los perros cimarrones. Los perros llegaron al Río de la Plata en la expedición de Pedro de Mendoza. En esa época, los navegantes los llevaban en sus viajes para utilizarlos en la guerra y en la caza. Parece que Mendoza era muy aficionado a las perdices y codornices y todos los días enviaba a seis soldados acompañados por perros para que lo aprovisionaran de alimentos frescos. Seguramente, durante aquellas cacerías algunos perros debieron apartarse y terminaron viviendo entre los montes y pajonales, multiplicándose hasta llegar a ser una verdadera pesadilla para los habitantes de la colonia. Los perros salvajes atacaban al ganado, en especial al lanar, pero no se detenían tampoco frente a vacunos y caballares, sobre todo los ejemplares jóvenes. En los relatos de los viajeros de la época, abundaban las referencias a manadas de perros cimarrones que causaban terror entre la gente. Para detener los ataques, el Cabildo dispuso muchas veces medidas muy estrictas, como la prohibición de que los vecinos llevaran perros sueltos, ya que era costumbre que el amo saliera acompañado por grandes jaurías de las que se desprendían animales que se sumaban a los cimarrones. También se ordenó que periódicamente los ganaderos salieran a hacer matanzas de perros. Sin embargo, todas las medidas parecían inútiles. En una carta de 1730, un sacerdote cuenta que miles de perros vivían en los alrededores de la ciudad, refugiados en cuevas que cavaban ellos mismos y que en las entradas se amontonaba enorme cantidad de huesos. No sólo el ganado podía ser víctima de los ataques. Las crónicas afirman que muchos viajeros extraviados en la pampa fueron atacados por jaurías de perros cimarrones. Cuando comenzaron a establecerse las estancias, se organizaron grandes batidas para evitar que entraran a los establecimientos.
I
A Alberto Andrade lo ha despertado el sonido, tenue, de un rasguño. Sus ojos tratan infructuosamente de horadar las tinieblas de la habitación, pero se persuade, una vez más, de que es inútil. Las noches de luna nueva en San Patricio, suelen ser de una oscuridad impenetrable, casi siniestra, sobre todo en invierno, como es ahora. Ni tan siquiera es fácilmente distinguible la claridad que tiñe al firmamento cuando despunta el amanecer.
Se incorpora hasta quedar sentado en la cama. Trata de no despertar a Matilde, que parece dormir plácidamente. Pero el intento es vano, porque casi en simultáneo se enciende el velador de su mesa de luz. Los ojos de ella se clavan en los suyos.
—¿Te ocurre algo, Alberto? —pregunta Matilde con la voz pastosa del sueño.
—Nada, mi amor. Dormite —responde él.
—¿Tuviste una pesadilla?
—Puede ser —Alberto se vuelve hacia su esposa y le acaricia la cabeza—. Me despertó un sonido extraño… Algo así como si alguien raspara una puerta de madera —le comenta.
—Ha sido un sueño, tesoro. ¿Quién podría ser?
—No habrás dejado a Mariscal dormir adentro…
—¿Al perro?… —Matilde hace un gesto de desagrado—. Sabés bien que Mariscal duerme en el cobertizo junto a los autos.
Alberto se calza las pantuflas y se coloca la ruana que siempre deja a los pies de la cama.
—Voy a dar una mirada —dice mientras sale del dormitorio—. Veré si todo está en orden.
—Si eso te tranquiliza… Yo sigo durmiendo —responde Matilde y apaga la luz del velador.
Alberto termina de salir de la habitación y camina por el pasillo que comunica con el estar. Se asoma al dormitorio de los niños. Ricardito y Juan Matías duermen plácidamente. Una vez en el estar, rodea el hogar y se acerca a una de las ventanas que dan al exterior. Trata de escrutar la oscuridad. Sólo ve pasar, raudos, un par de automóviles por la ruta nacional que conecta a San Patricio con Ushuaia y mucho más al norte con Río Grande, a unos cien metros de la casa. Después camina hasta llegar junto a la ventana que da al frente y observa el entorno. Sus ojos apenas distinguen el cobertizo donde se guardan los vehículos. Todo está en calma. Nadie merodea. El reloj de pared da cuatro campanadas.
Alberto vuelve sobre sus pasos. Regresa a su habitación. En tinieblas, vuelve a dejar la ruana a los pies de la cama y se introduce entre las cobijas.
Debo haberlo soñado
, se dice a sí mismo mientras se tapa y trata de conciliar nuevamente el sueño.
***
A las nueve de la mañana, el jeep de la patrulla de la gendarmería, con cuatro uniformados dentro, se detiene frente a la delegación municipal de San Patricio. El comandante de gendarmería Orestes Lobarbo desciende del vehículo y se encamina hacia la entrada de la delegación. Al reconocerlo, el cabo primero Ramón Santibáñez, de la policía provincial, que está asignado a la guardia, se cuadra y saluda militarmente. El comandante Lobarbo corresponde el gesto con cierta apatía, o desgano más bien, y como todo superior más preocupado por la cuestión que lo trae que por el cumplimiento de protocolos encara directamente al cabo primero Santibáñez.
—Necesito ver al delegado municipal, al doctor Alberto Andrade —dice sin rodeos.
—Pregunte al fondo, comandante —responde con algún temor el cabo y señala al interior.
Cuando llega al final del pasillo, Orestes Lobarbo se enfrenta con una empleada que atiende tras un mostrador. El comandante reitera su pregunta. La empleada le informa que el delegado aún no ha llegado.
—¿Se encuentra el comisario Heriberto Urzúa? —pregunta entonces.
La empleada le solicita que aguarde y hace una llamada a través del conmutador. A los pocos minutos, el comisario Urzúa sale del ascensor que comunica con las dos plantas superiores de la delegación municipal.
—A sus órdenes, comandante Lobarbo —dice Urzúa a la vez que hace el saludo marcial—. ¿En qué puedo serle útil?
—Necesito que disponga de uno o dos hombres para que nos acompañen hasta la estepa. Al Lago Escondido, más precisamente. Hemos encontrado un cadáver que no debería quedar solo mientras esperan que llegue la gente de la capital. Ya hemos dado el aviso, y ha quedado un hombre nuestro de consigna en el lugar.
—Debemos reportar la novedad al delegado municipal, al doctor Alberto Andrade —responde el comisario y busca dentro de un bolsillo su teléfono celular. Gira la vista hacia la empleada que está tras el mostrador—. ¿No llegó aún?
—No, señor —responde ella.
El comisario marca un número y aguarda. El delegado municipal responde. Le informa a Urzúa que está en camino. Urzúa le da la noticia del hallazgo que les ha comunicado el comandante Lobarbo, quien le pide que se asigne personal en comisión para montar guardia en la escena hasta que lleguen de Ushuaia el personal de la fiscalía y un médico forense con el experto de criminalística.
—Disponga de dos hombres para que se trasladen en nuestro móvil —responde Andrade.
El comisario Urzúa ordena al cabo primero Ramón Santibáñez, allí presente, y hace llamar al sargento Sebastián Carmona. Decide que ambos queden bajo las órdenes del comandante Lobarbo.
***
San Patricio es un pequeño pueblo que se extiende en una meseta del bosque andino patagónico de praderas extensas y excelentes pastos, a unos cuarenta kilómetros de la capital y a cincuenta o sesenta kilómetros de Tolhuin. Su paisaje está dominado por coligües, ñirres y lengas, aunque en los prados predominan los arbustos que pueblan la accidentada llanura de una vegetación poderosa donde suele verse pastar a las ovejas de la región.
El jeep de gendarmería, seguido del móvil policial, sale de la ruta, serpentea por algunas lomadas y se dirige hacia el Lago Escondido. La comitiva se detiene unos metros antes de llegar a un punto de su orilla pedregosa. Todos bajan de los vehículos y siguen al comandante Lobarbo, quien, a pie, se dirige resueltamente hacia el lugar donde es posible distinguir un cuerpo cubierto por una larga manta. A unos cien metros, hay una camioneta cuatro por cuatro con las luces de posición aún encendidas. Ya ha llegado el personal de Ushuaia: el comisario Pedro Escobedo y el cabo Anastasio Huastala de la comisaría primera. Ambos acompañan al fiscal Luis Sampaolesi, al doctor López Ruiz, médico forense, y al personal de criminalística que lo secunda. Todos ellos, de algún modo, se conocen.
—¿Quién encontró a este pobre cristiano? —pregunta el médico forense levantando la vista—. Su muerte no ha sido precisamente piadosa.
El comandante Lobarbo señala al suboficial de la gendarmería que los acompaña, quien no atina a decir palabra.
—¿Puñaladas? —pregunta mientras se agacha algo tratando de escudriñar al occiso.
—No, no —musita el profesional mientras sacude la cabeza con gesto de resignación—. Más bien se diría que el infeliz ha muerto a consecuencia de brutales dentelladas. Quizás un jabalí cebado de Río Grande… O un perro cimarrón famélico. Se ve que el animal lo sorprendió lejos de su vehículo.
El comandante Lobarbo se agacha aún más. El doctor López Ruiz descubre un cadáver sanguinolento que muestra ambos brazos cercenados, el abdomen eviscerado, uno de los muslos lacerados y el cráneo con el cuero cabelludo totalmente desgarrado.
—¿No será obra de un toro bagual? —pregunta el gendarme haciendo un gesto de repulsión.
—Me resisto a pensar que esto sea obra de un ser humano —dice el doctor López Ruiz sin prestar atención a la pregunta—. El pobre diablo no tuvo forma de defenderse, porque no estaba armado, de manera que no iba en tren de cacería. Tampoco pudo escapar. Lo que me extraña es que el jabalí, si de un jabalí se tratase, bajara a una aguada habiendo alguien cerca. El bicho siempre trata de escapar, de esconderse.
—¿Sabemos algo de la identidad del occiso? —pregunta el fiscal Sampaolesi a Lobarbo.
—Mi gente no revisó ni el cadáver ni sus ropas. No bien avistó al occiso se limitó a dar aviso a Ushuaia y a la delegación de San Patricio en cuya jurisdicción se hizo el hallazgo —responde Lobarbo.
El operador de criminalística, un experto en detectar huellas, muestra una tarjeta manchada de sangre y la alcanza a Sampaolesi. El fiscal la observa con atención.
—Boris Karakzuk —lee—. Vecino de San Patricio —le alcanza el documento al comisario Escobedo, quien recoge los datos en su teléfono celular—. Quizá se trate de un ruso o un polaco… —añade sin convicción.
—Es imprescindible que ustedes también tomen nota —ordena el comandante Lobarbo a los suboficiales de la policía que los han acompañado desde San Patricio— para que den el informe al delegado.
Mientras uno de ellos obtiene un par de fotografías del cadáver con su teléfono móvil, el otro escribe su nombre y apellido.
—En fin —añade el médico forense—, esto es una carnicería. Provisionalmente, les informo que pienso que este desastre no parece ser atribuible a autoría humana, pero daré un informe definitivo y por escrito después de completar los estudios en la morgue.
—Convendría dar un alerta —dice el comandante Lobarbo—. El animal, sea cual fuere, sigue en libertad y sin duda es peligroso. Además de existir el peligro de que ataque nuevamente, no debemos olvidar que puede ser portador de enfermedades contagiosas, como la toxoplasmosis y la triquinosis.
—¡Ja! —exclama en tono grotesco el doctor López Ruiz—. ¡El pobre infeliz que tenemos entre manos no murió precisamente de triquinosis contagiada por el chancho!
—Me ocuparé de trasmitir la novedad —agrega Lobarbo sin hacerse partícipe de la broma.
***
Don Pascual Estévez, jubilado de la municipalidad, recoge la línea que durante buena parte de la mañana tiró a las aguas del Lago Escondido en busca de truchas. Se siente satisfecho al ver, en el cesto que está junto a él, las tres que mordieron el anzuelo. Son buenos ejemplares de salmónidos patagónicos. Calcula que sobrarán para el almuerzo en familia. Ya se ve a sí mismo como un héroe llegando a casa y, esta vez, proclamando su hazaña.