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Sepulcros blanqueados
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Libro electrónico328 páginas3 horas

Sepulcros blanqueados

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Octubre de 1975. El obispo coadjutor de la Archidiócesis de Valencia ha sido asesinado en extrañas circunstancias: un crimen ritual y perturbador rodeado de simbología religiosa en el que destaca la extraña inscripción que el asesino ha grabado, con ayuda de un bisturí, en la frente del cadáver conteniendo un mensaje codificado.
El inspector de la Brigada Criminal, Víctor Velarde, junto con su compañero Gálvez, se sumergen en una intrincada investigación que les obligará a resolver las diversas pistas o pruebas que el asesino va dejando en diversos cementerios.
Un peregrinaje por camposantos que deshilvana dramas humanos y heridas abiertas.
Novela negra criminal en estado puro, repleta de suspense, simbología católica, cultura funeraria y enigmas por descifrar, con el trasfondo político y social de una España que vive con inquietud los últimos días de Franco.
Recomendación para el lector: respire hondo antes de empezar a leer, pues le dejará sin aliento.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 jul 2020
ISBN9788418362620
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    Sepulcros blanqueados - Guillermo Sendra Guardiola

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Guillermo Sendra Guardiola

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Diseño de cubierta: Marco Bittner

    ISBN: 978-84-18362-62-0

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A todos aquellos miembros del colectivo homosexual que sufrieron persecución durante la dictadura franquista, especialmente a los que fueron encarcelados en campos de concentración como el de Fuerteventura —eufemísticamente denominado «Colonia Agrícola Penitenciaria de Tefía»— o en módulos creados a tal fin en las prisiones de Carabanchel, Valencia, Barcelona, Badajoz o Huelva.

    Y a los jóvenes universitarios, disidentes y sindicalistas que sufrieron vejaciones y torturas a manos de la brigada político-social de la ciudad de Valencia.

    A todos ellos, mi admiración y recuerdo.

    NOTA DEL AUTOR

    La trama policial y los personajes de esta novela son ficticios, pero las localizaciones y las historias que ellas encierran, las referencias jurídicas, las cifras, los datos y los acontecimientos históricos que se describen son reales.

    .

    «¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos, hipócritas!

    Que sois como sepulcros blanqueados, que por fuera lucen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y podredumbre.

    Así también vosotros, por fuera os mostráis justos a los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y maldad».

    MATEO 23: 27-28

    .

    Dios es una invención del hombre para no responder por sus culpas.

    1

    El rostro petrificado del joven policía uniformado delataba la magnitud perturbadora de la escena que se proyectaba ante sus ojos. Quedó inerte, perplejo, temeroso de cruzar el quicio de la puerta de aquella habitación de hotel y acceder a una vorágine de confusión y delirio.

    Frente a él, otros agentes que ya habían superado el impacto inicial se afanaban en escudriñar cualquier rincón u objeto de la pequeña estancia en busca de pruebas o evidencias incriminatorias.

    Un murmullo sordo de cuchicheos e improperios levitaba en el enrarecido ambiente: la muerte incipiente huele a hierba recién cortada.

    —¡Con sumo cuidado! ¡Quiero que os esmeréis en la búsqueda! ¡Cualquier cosa que nos pueda servir: notas manuscritas, hebras, huellas, pelos…! ¡Cualquier cosa! —vociferó un hombre de pelo canoso y pronunciada barriga, cuya edad rondaba los cincuenta años y que por su actitud gesticulante parecía ser el superior jerárquico de todo el operativo policial; destacaba del resto de agentes por no ir ataviado del característico uniforme gris; es más, su atuendo era bastante informal, con un pantalón vaquero, camisa azul a cuadros y una cazadora de ante marrón.

    El joven policía ni siquiera había oído las órdenes de su superior y seguía con la mirada clavada sobre aquella figura de piel pálida, sentada en el centro de la habitación.

    Era el cuerpo sin vida de un hombre, prácticamente desnudo a excepción de unos clásicos calzoncillos de color blanco, con las manos atadas con bridas por detrás de la espalda y aseguradas al respaldo de la silla.

    Al agente le llamó la atención el viso lechoso de su piel, que contrastaba con los uniformes grises de los policías que revoloteaban alrededor de aquel peculiar lecho mortuorio.

    El cadáver tenía la cabeza echada hacia atrás, por lo que no podía verle bien el rostro; advirtió que el policía que estaba al frente del operativo no cesaba de escrutar la cabeza mientras que otro agente la fotografiaba incesantemente. Intuyó que ahí se encontraba la causa de la muerte; «quizá un disparo», pensó.

    La curiosidad empujó al joven a acercarse unos cuantos pasos. Sus ojos se abrieron como platos al descubrir aquello que focalizaba la atención del policía de paisano quien, en ese instante, preguntó al médico forense.

    —¿Cómo le han hecho la inscripción?

    —Seguramente con una navaja o un bisturí bien afilado... y post mortem.

    En la frente del fallecido habían tallado, a base de minúsculos cortes, una serie de números y unas pocas palabras. Una secuencia o código que, aparentemente, carecía de sentido.

    El policía de paisano se giró y se acercó a la cama de matrimonio, situada a espaldas del cadáver. Sobre la cama estaba cuidadosamente extendida una sotana, un fajín de color morado y, a su lado, un alzacuello.

    —¡Orduña! —gritó, sin separar la mirada de aquellos atuendos religiosos.

    —¡Señor! —Se acercó un agente uniformado.

    —Baja a la recepción del hotel y telefonea a jefatura. Que me traigan, de inmediato, a Velarde.

    2

    Del vehículo oficial de la Policía Armada descendió un agente; se movía apresuradamente, denotando cierta premura; empujó la puerta del bar y accedió a un pequeño local vetusto, compuesto por una barra y escasamente cuatro mesas cuadradas, con el suelo de baldosas verdosas, mugriento y lleno de servilletas, donde destacaba un fuerte olor a fritanga que se adhería a la garganta.

    El policía uniformado se acercó a un hombre trajeado, de unos cuarenta años, con barba incipiente, sentado en un taburete de la barra, que hojeaba el periódico La Vanguardia mientras apuraba una copa de vino blanco junto con un pincho de tortilla.

    —¡Inspector!

    El hombre le mandó callar de inmediato con un simple gesto de su mano izquierda.

    —Arturo, ¿puedes subirle la voz al televisor?

    El mesonero se giró y se puso de puntillas para alcanzar los botones del aparato.

    Un avance informativo había interrumpido la programación habitual y apareció una conocida presentadora televisiva, con gesto sobrio y voz solemne.

    —Informamos que su excelencia, el jefe de Estado, ha sufrido una crisis de insuficiencia coronaria aguda que está evolucionando favorablemente. El doctor Vicente Pozuelo, médico personal de Franco, ha sido requerido desde El Pardo para que supervise su convalecencia. Daremos cuenta de esta importante noticia en el Telediario del mediodía.

    —¡Dios nos coja confesados! —exclamó el camarero—, si Franco se muere nos vamos al garete.

    —Algún día tendrá que morirse, digo yo —balbuceó un cliente, de edad avanzada.

    —¡Cállate, borracho! —le recriminó.

    El miembro de la Policía Armada carraspeó sutilmente para llamar la atención del hombre del traje oscuro que estaba sentado frente a él, de espaldas.

    —Dígame, agente —giró levemente el taburete.

    —El subinspector Gálvez le requiere para un nuevo caso.

    —¿Dónde ha sido?

    —En una de las habitaciones del Hotel Tívoli.

    —¿Y a quién se han cargado esta vez? —preguntó el inspector con cierto aire de resignación, prácticamente sin mirar al agente y mientras acababa de pinchar con un palillo el último trozo de tortilla española.

    El agente se inclinó levemente y con su dedo índice golpeó dos veces sobre el periódico que estaba leyendo, señalando una concreta noticia.

    El inspector de la Brigada de Investigación Criminal del Cuerpo General de Policía quedó petrificado. Dejó caer la tortilla sobre el plato.

    —¡La hostia! —exclamó.

    3

    LA VANGUARDIA ESPAÑOLA

    Valencia

    Lunes, 20 de octubre de 1975

    8 pesetas

    SOLEMNE TOMA DE POSESIÓN DEL OBISPO COADJUTOR DE VALENCIA

    «Los fieles abarrotaron la Catedral de la Asunción de Santa María, sede de la Archidiócesis de Valencia, para aclamar al nuevo obispo coadjutor de Valencia, el sacerdote Gregorio Luengo, de sesenta y un años y uno de los más destacados y prometedores miembros de la actual jerarquía eclesiástica.

    La ceremonia tuvo lugar a las diez horas de la mañana de ayer y asistieron el nuncio de su santidad Pablo VI, el arzobispo Juan Pedro Morago y las primeras autoridades políticas y civiles de la ciudad de Valencia.

    El nuncio papal, en su breve elocución, no escatimó elogios sobre la figura del nuevo obispo coadjutor, Gregorio Luengo, a quien describió como un venerable cristiano, ejemplo de buen pastor que se desvive por servir y entregar su vida por su rebaño, en comunión con la piedad, humildad y la fe cristiana.

    Gregorio Luengo agradeció las palabras del nuncio y enalteció la virtud de dar consuelo a los desamparados, cobijo a los pobres y comprensión a los sencillos. Y se comprometió públicamente a ejercer su nuevo cargo desde la piedad y el perdón que le son exigibles a un buen cristiano».

    El artículo se ilustraba con una fotografía del nuevo obispo coadjutor: corpulento, pero no grueso, espalda ancha, estatura media-alta, cuello robusto, rostro cuadrado con rasgos faciales pronunciados, piel tersa y bien rasurada, sin gafas y un cuero cabelludo poblado sin signos de alopecia, con pelo oscuro corto que empezaba a encanecer por la zona de las patillas.

    4

    El inspector Velarde entró con paso acelerado y se detuvo frente al cadáver. En ese instante solo se encontraban en la habitación el médico forense y el policía con la cazadora marrón, el subinspector Gálvez.

    —¡Todo un obispo! —farfulló.

    —Sí, el obispo coadjutor de la Archidiócesis de Valencia. ¡Con la iglesia hemos topado! —respondió Gálvez.

    —¿Coadjutor?

    —A mí no me preguntes.

    —Le llegó el día del juicio final.

    —Alguien se tomó ciertas molestias para que así fuese.

    —¿Qué sabemos?

    —No mucho. En la recepción del hotel nos han confirmado que la habitación fue alquilada hace nueve días por un tal Juan García Gracia, que facilitó un DNI falso y que abonó al contado un total de doce días. Las limpiadoras no recuerdan haber visto a nadie ocupando esta habitación; es más, como de costumbre, entraban cada mañana alrededor del mediodía para limpiarla, pero la habitación estaba siempre impoluta, como si nadie la hubiese ocupado. Hasta esta mañana, en la que se han encontrado al muerto que, al parecer, falleció en la tarde/noche de ayer.

    —¿Y no recuerdan a quién le entregaron la llave?

    —Han pasado demasiados días.

    Y el inspector se acercó aún más al cadáver.

    —¿Lo de la frente…?

    —Con una navaja o un bisturí —intervino, rápidamente, el médico forense.

    —¿Alguien sabe lo que significa?

    Ambos negaron con la cabeza.

    Velarde sacó del bolsillo interior izquierdo de su chaqueta un pequeño bloc de notas y un bolígrafo; se inclinó hacia el cuerpo inerte y anotó lo que estaba escrito con sangre en la frente del obispo.

    —Parece que pone «quince – trece – once y erre – uve – erre – sesenta» —puntualizó Gálvez—. Pero no tenemos ni puta idea de lo que puede significar.

    Velarde quedó pensativo, intentando buscar una interpretación a aquel enigma.

    —¿Causa de la muerte?

    El médico y Gálvez esbozaron al unísono una sonrisa.

    —Eso es lo más sorprendente —espetó el forense.

    El inspector frunció el ceño ante la exclamación del médico, quien seguidamente abrió la boca del cadáver ante la mirada atónita del recién llegado.

    Con unas largas pinzas comenzó a extraer, con lentitud, un rosario negro.

    —Asfixia por taponamiento de las vías respiratorias.

    —¡No me jodas!

    Gálvez soltó una ligera carcajada ante la reacción de su superior.

    —Y aún hay más. Mira lo que hay encima de la cama.

    Se acercaron a la misma.

    —¡Una sotana, un fajín y un alzacuello!

    —Cuidadosamente extendidos.

    —¿Habéis hecho fotos? —preguntó el inspector.

    —Todo documentado.

    —¿Y el resto de la ropa? ¿El pantalón, la camiseta, los calcetines y los zapatos?

    —No hay nada. Quienquiera que haya hecho esto, tuvo mucho cuidado de llevarse la ropa y de dejarnos únicamente elementos que constituyen símbolos religiosos —señaló Gálvez.

    —Mata sirviéndose de un rosario; parece un mensaje macabro.

    —¿Mensaje? ¿Cuál?

    —Es incuestionable el simbolismo cristiano del rosario, utilizado para el rezo, compuesto de cincuenta y nueve cuentas y coronado por un crucifijo. Es como si el asesino quisiera recalcar que el auténtico autor de la muerte es el propio Dios.

    —Una ejecución ritual.

    El inspector asintió con la cabeza.

    —Nos enfrentamos a un sujeto que alardea de su nivel de planificación. No le importa escenificar su crimen. No nos tiene miedo; nos está retando.

    Seguidamente, el inspector Velarde volvió a acercase a la cama, esforzándose en interpretar aquellos mensajes.

    Clavó su mirada sobre la sotana.

    Su ceño volvió a fruncirse.

    —¿Y los botones?

    —¿Botones? —exclamó, extrañado, Gálvez, quien no había advertido tal circunstancia.

    — Parece que han sido arrancados.

    —Sí.

    —El asesino, después de cometer el crimen, se detiene para…, para arrancar los… —Velarde detuvo su razonamiento al asaltarle una duda—. ¿Cuántos botones tiene una sotana?

    —Treinta y tres. Uno por cada año que vivió Jesús —respondió, con rotundidad, el médico forense.

    —¡Coño! ¿Cómo sabes eso?

    —Estudié en un colegio de curas —especificó con cierto aire de resignación—. Por cierto, yo ya he acabado; a la tarde le haré la autopsia.

    Y con la mano llamó a dos enfermeros que estaban esperando en la puerta de la habitación, para proceder al traslado del cuerpo.

    —¿Y nosotros qué hacemos? —preguntó el subinspector Gálvez.

    —Seguir con el protocolo: interrogar al jefe del fallecido.

    —¿El arzobispo?

    5

    La Policía Armada, con su característico uniforme gris y gorra de plato con cinta roja y visera de charol con barbuquejo, tenía encomendadas funciones de orden público, vigilancia ciudadana, intervenciones y cargas policiales.

    Por otro lado, los policías de paisano, considerados por los ciudadanos como policía secreta, pertenecían al Cuerpo General de Policía, el cual estaba formado por dos departamentos independientes: la Brigada de Investigación Criminal era competente para la investigación de homicidios y demás delitos de sangre; mientras que la Brigada de Investigación Social, conocida popularmente como la Político-Social, tenía por finalidad la represión y detención de los opositores al Régimen de Franco, sirviéndose para ello de la tortura como recurso habitual para la obtención de confesiones e inculpaciones.

    En la ciudad de Valencia, al igual que ocurrió en otras tantas ciudades españolas, los miembros de este departamento policial de represión política se ganaron con creces su merecida fama de brutalidad y sadismo.

    Ambas secciones, la Brigada Criminal y la Político-Social, compartían sede: la Jefatura Superior de Policía, sita en la Gran Vía Fernando el Católico.

    Allí, el inspector Velarde se cruzaba a diario con compañeros de la Político-Social, que le miraban de reojo y murmuraban a sus espaldas por considerarlo un policía «contaminado» y aperturista; se le atribuía cierta permisividad con individuos supuestamente peligrosos para el régimen, como estudiantes de la Universidad de Valencia o sindicalistas clandestinos.

    El inspector consiguió ganarse la animadversión definitiva de los compañeros de la Político-Social cuando, meses atrás, elevó una queja al comisario por el aborto que sufrió una estudiante de veintidós años que fue detenida por participar en una movilización universitaria; la joven no recibió asistencia médica durante los quince días que estuvo retenida en los sótanos de la jefatura, no obstante sufrir terribles y continuos dolores y una considerable hemorragia vaginal.

    Velarde manifestó expresamente en su denuncia que a la joven ni siquiera se le facilitó un catre para dormir, viéndose obligada a acostarse en un banco de piedra sin ninguna manta o prenda de abrigo; y que a pesar de sus gritos de súplica por la pérdida de sangre y el temor de abortar, los policías de la Político-Social se limitaron a mofarse de ella y a esperar a que se produjese el aborto; una vez acaecido este, fue puesta en libertad sin ni siquiera haber sido reconocida por un médico.

    Aquel suceso marcó el carácter del inspector Víctor Velarde.

    Su superior jerárquico, el comisario Ballesteros, no solo tiró la denuncia a la papelera, sino que, además, le incoó un expediente disciplinario por interferir en una investigación ajena.

    Aquel día, los miembros de la Político-Social le hicieron la cruz; no había día que alguno de ellos le recriminase con la mirada o farfullase algún insulto con tal de provocarle.

    Lejos de amilanarse, Velarde se mantuvo firme y se centró en su trabajo dentro de la Brigada Criminal; no obstante su juventud, era considerado uno de los inspectores de homicidios más cualificados, por lo que habitualmente se le atribuía la investigación de los crímenes más perturbadores o complejos de resolver.

    6

    Velarde y Gálvez esperaban de pie en un amplio y lujoso salón de techo alto donde resaltaban grandes y oscuros cuadros con temática religiosa. El subinspector apuraba un pitillo frente a un joven desnudo atado a un árbol con el cuerpo atravesado por múltiples saetas.

    —Es la ejecución de San Sebastián.

    Los policías se giraron de inmediato para advertir, a contraluz, la

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