Los tres días de San Martín
Por Nel Salas
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Thriller histórico que te hará partícipe de una venganza fraguada durante 40 años.
Cinco hombres logran sobrevivir al horror de Auschwitz y tras reencontrarse en Bruselas varias décadas después, traman un ajuste de cuentas que deberá superar los miedos e incertidumbres propios de su avanzada edad. Lo que ignoran es que todos son asimismo el objetivo de un grupo implacable de cazadores de nazis y sus colaboradores. Tras el primer asesinato, la policía cuenta con un único indicio: una foto de medio cuerpo femenino, de la parte inferior, con un pubis poblado de abundante vello.
Paralelamente, en la vida de Pablo, un joven profesor que vive los apasionantes cambios políticos de principios de los ochenta en España, irrumpe sorpresivamente Rita, la hermosa mujer madura que lo había iniciado en el amor y el sexo en la época adolescente. Muy a su pesar, se verá salpicado por acontecimientos derivados de la investigación descubriendoasí toda una trama de corrupción y violencia.
Nel Salas
Nel Salas, 1948. Nacido en Grado, localidad cercana a Oviedo (Asturias), vive actualmente en Santa Cruz de Tenerife. Es licenciado en filología clásica y maestro. Ha publicado la amistad espiritual de Elredo de Rieval en edición bilingüe latín-castellano y varios relatos en publicaciones colectivas.
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Los tres días de San Martín - Nel Salas
Título original: Los tres días de San Martín
Primera edición: Enero 2016
© 2016, Nel Salas
© 2016, megustaescribir
Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España
El texto bíblico ha sido tomado de la versión © La Bilblia de Jerusalén.
Algunos de los personajes mencionados en esta obra son figuras históricas y ciertos hechos de los que aquí se relatan son reales. Sin embargo, esta es una obra de ficción. Todos los otros personajes, nombres y eventos, así como todos los lugares, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
CONTENIDO
PRÓLOGO
AUSCHWITZ, 1943-1944
LIBRO PRIMERO
1. Aquel Verano De 1965
2. 1978. Aparición Inesperada.
3. 1979. Adiós, Abuelo
4. Antonio
5. Don Arturo
6. Pablo. 1965-81
LIBRO SEGUNDO
1. 1982. Reencuentro
2. Hotel
3. Violencia
4. Diplomacia
5. Franz. 1982-83
6. Recuperación
7. Antonio (Bis)
8. Abogados
LIBRO TERCERO
1. Navidad
2. Desavenencias
3. Flamenco
4. Autopista
5. Feld
6. Epílogo
"La civilización no suprime la barbarie,
la perfecciona
(Voltaire)
PRÓLOGO
Tras la batalla de Lys, en la que tres mil soldados belgas murieron y muchos otros miles fueron hechos prisioneros, el rey Leopoldo III, sin consultar con otros dirigentes, capituló y se retiró al castillo de Laeken, facilitando la invasión. Su gobierno, por el contrario, se exilió en Londres y continuó la lucha y colaboración con los aliados contra la ocupación alemana.
Para fomentar la división entre las dos comunidades belgas, Hitler liberó a los prisioneros flamencos y ordenó que no se bombardearan sus ciudades, pero mantuvo cautivos a los valones, que se inclinaron fácilmente por la resistencia.
La afección de Hitler hacia los flamencos y su dureza frente a los valones y la posición del rey durante la guerra agudizó aún más la tirantez entre las dos comunidades, de manera que, liberada Bélgica por los aliados, se propuso el regreso del monarca que contó con el apoyo de la población flamenca frente al rechazo de la comunidad valona que seguía tildándolo de traidor.
Para evitar que los enfrentamientos entre ambos grupos degenerasen en una guerra civil, Leopoldo III abdicó en su hijo Balduino I, en 1951.
Non damnatio sed causa hominem turpe facit.
"No es el castigo, sino la causa del castigo
lo que hace indigno a un hombre."
(Pseudo Séneca)
AUSCHWITZ, 1943-1944
Hacía tiempo que el chico no ganaba para actos de contrición. Innumerables veces había entonado un mea culpa tras otro, golpes de pecho y cabezazos en la pared desde el día nefasto en que fue detenido por la Gestapo, más bien por hablar en voz alta en la Grand Place que por proferir proclamas anarquistas. Los interrogatorios de la policía belga terminaban en un expediente tras otro para dar paso a la Gestapo que volvía a iniciarlos con prácticas más duras, pero en dependencias distintas; ambas policías se aplicaban con esmero intentando hallar una célula anarquista inexistente o una supuesta directiva internacional dedicada a subvertir el orden establecido.
Tras el peregrinaje por comisarías y calabozos y ante la falta de resultados, las autoridades belgas se plantearon dejarlo en libertad, considerando que sólo era un chico algo exaltado pero inofensivo. Aun así, los alemanes si hicieron cargo de él y lo catalogaron como preso político a pesar de recitar por enésima vez que sólo era un camarero en el pequeño restaurante de sus padres, hasta el punto de ser conocido como Garçon. Todo en vano. Excusas y justificaciones se estrellaron una y otra vez contra el muro alemán y el chico pudo colegir de todo ello que cualquier elemento por fútil que sea puede cambiar el curso de acontecimientos e incluso de vidas. Y la panorámica que se extendía ante sus ojos lo confirmaba.
Era un joven de estatura media, delgado, bien parecido y con unas gafas redondas que le conferían una expresión ingenua y jovial y la palidez del semblante sugería una sensación de fragilidad.
El traqueteo del tren y algunos llantos le sacaron de su ensimismamiento y levantó la cabeza: lleno total de gente. Un hedor insoportable de orines y excrementos, sudor y pies descalzos se mezclaba con el implacable calor de agosto como un viajero más. Nadie se desprendía de los abrigos, única pantalla disponible cuando defecaban en cuclillas u orinaban con disimulo; el sudor les resbalaba por la cara hasta el cuello y les traspasaba la ropa a la altura de los sobacos dibujando un cerco oscuro y húmedo. Arcadas frecuentes se traducían en vómitos estériles de estómagos vacíos. Pero gracias a que las pituitarias se habían adaptado a tan hedionda agresión, los viajeros podían observarse sin perder del todo la compostura. Muchos permanecían de pie y algunos acurrucados en las esquinas, pero todos hacinados en un vagón de mercancías con paja esparcida por el suelo. Los menos intentaban conservar su dignidad, incluso su status diferente con cierta altivez, pero la estrella cosida en sus solapas y el gesto común de tristeza y miedo los igualaba al resto. Garçon no llevaba estrella, ni tampoco otros dos o tres, según reparó.
—Nos dirigimos a Auschwitz —susurró alguien escudriñando a través de una rendija del vagón.
—Cállese —le respondieron voces anónimas intentando negar lo evidente.
—¿Pero no ven que ya entramos en Polonia? —replicó levantando la voz y señalando al exterior con terquedad.
El silencio se tornó más opresivo e incontenibles algunos llantos. Incluso en las circunstancias más difíciles había margen para la esperanza, aunque escaso, pero la mención del tenebroso campo abatió las cabezas de todos.
Por fin se detuvo el tren veinte horas después y se abrieron los portones de los vagones. Un oficial pulcro, de uniforme negro y calavera en la gorra de plato, se tambaleó al recibir la primera vaharada e incluso los perros torcieron el hocico. Una fila de soldados con uniforme verde grisáceo apuntaba con sus armas. Entre voces guturales que competían con los ladridos de los perros, los hicieron formar, separando por grupos y por sexos a los presos y cargando en camiones a los de edad más avanzada.
—¿A dónde los llevan? —preguntó el joven.
—Desinfección y ducha —dijo secamente un soldado.
—¿Pero no deberían llevarnos a todos? —insistió Garçon con ingenuidad.
—¡Sí! —contestó con brutalidad aunque suavizó rápidamente el tono—. Sí, claro, pero primero los viejos. Son normas de la casa —añadió con amabilidad.
—Bueno, por lo menos tendremos ducha —murmuró el muchacho.
—Seguro —respondió irónicamente el soldado observando el horizonte alambrado—, segurísimo.
Una mano cogió fuertemente al joven por el codo.
—Soy el teniente Schultz —dijo mirándolo con simpatía—. ¿Por qué estás aquí, muchacho, si no eres judío?, ¿eres delincuente?
—No, señor, sólo soy mecánico de automóviles y también camarero.
—Ya, ya, entonces eres un político —sentenció el teniente con tono escéptico examinándolo con detenimiento—, sal de la formación y no te separes del kapo porque puede serme muy útil alguien con tus aptitudes. Y se fue.
El kapo era un gigante rubio, de ojos negros, nariz chata y aspecto brutal. Llevaba brazalete y porra. También un número y un triángulo verde a la altura de la solapa.
—No sabes la suerte que has tenido, muchacho. Le has caído bien, cosa no muy frecuente. Cállate, no hagas preguntas, obedece siempre sin rechistar y vivirás algo más que esos —dijo señalando a los judíos con un gesto de la barbilla. Acto seguido, siguieron al teniente a paso ligero. Era alto y atlético, de pelo rubio cortado a cepillo, ojos claros y nariz recta sobre unos labios de sonrisa displicente. Pisaba fuerte con sus botas relucientes y largas zancadas y en su gorra de plato lucía un águila sobre hojas de roble. El kapo asentía servil a sus órdenes y lo seguía dando saltitos ridículos.
Horas después, el teniente ya había seleccionado a un grupo de presos y los hizo subir a un camión. Él hizo lo propio en un coche y, precedidos de un motorista con sidecar, salieron de Auschwitz. Mientras, el kapo aprovechó para leerles la cartilla: obedecer ciegamente y con prontitud, estricta puntualidad en los horarios, orden en la formación, colaboración total en los registros e inspección de los barracones y prohibición de poseer objetos no autorizados. Todos estos delitos estaban severamente castigados y el robo podía suponer la ejecución inmediata. No mencionó la penalización por los intentos de fuga porque no se habían producido hasta entonces, lo cual significaba que se trataba de una empresa inútil.
—Hay unos treinta campos subalternos en esta zona y nosotros estamos en el menor de todos; nos dedicamos a la rama textil, recuperación de uniformes, ropa civil, sábanas, mantelería etc. Somos afortunados en comparación con los que dejamos atrás. El teniente es el comandante del campo, la autoridad máxima, y algunos como yo, sus ayudantes —dijo señalando su brazalete.
—¡Ah! —continuó—. No seáis insolentes y bajad la mirada al hablar porque más de uno perdió la vida por ello. Otra cosa más: aquí no hay nombres, sólo números. Y se viene a trabajar. Además, a partir de este momento, debéis ser conscientes de que el valor, la intrepidez y el orgullo están de más en este lugar y se han quedado en el tren que acabáis de abandonar —concluyó.
Después de detenerse en otros campos y dejar a algunos hombres, la comitiva llegó a su destino. Era un campo pequeño, ligeramente llano, con dos barracones y un edificio individual en la parte ancha. Estaba alambrado y con cuatro torres de vigilancia; desde luego, no tan tenebroso como el campo central, pero de difícil escapatoria. El kapo condujo a los restantes al barracón y luego llevó a Garçon a una casa más limpia y amplia y le asignó un uniforme a rayas con su correspondiente número y un triángulo invertido rojo.
—Es la residencia del comandante. Deberás limpiar, poner la mesa y servirla y permanecer atento a sus exigencias. Otro compañero te irá enseñando las tareas.
El compañero era de estatura regular, delgado, pelo negro, liso y brillante, ojos oscuros y tez morena. Tenía uniforme, número y un triángulo marrón.
—Me llamo Antonio Heredia Amaya, gitano español, de familia con mucho arte, cantaor, bailaor y actor —dijo con la cabeza erguida—. Aquí todos estamos identificados con números y símbolos: los judíos llevan un triángulo amarillo; los gitanos, uno marrón; los políticos, uno rojo y los delincuentes comunes llevan triángulo verde.
El desayuno suele ser un sucedáneo de café o té. El almuerzo, una especie de sopa con mondas de patata y nabos, y la cena consiste en un mendrugo de pan; son tiempos de guerra —se disculpó—, pero nosotros somos más afortunados porque contamos con las sobras de la residencia y sin desperdiciar nada. ¿Entendido? —profirió con gesto adusto.
De este modo comenzó una vida rutinaria y silenciosa, apta sólo para los fuertes. La mayor parte trabajaba en el sector textil, otros en la limpieza y otros en las infraestructuras. Casi todos los que tenían algún oficio o carrera eran destinados a puestos conformes a su cualificación dentro de las disponibilidades del campo. También había una modesta enfermería para los presos, atendida por un médico judío que reunía material sanitario de aquí y de allá.
No costaba mucho adaptarse a la rutina del campo, pues los presos veteranos corregían y asesoraban a los nuevos y no se producían sobresaltos, de manera que los castigos eran escasos, ya que todos habían interiorizado a la perfección su papel en el encierro.
Cada preso era un Sísifo que realizaba su trayecto habitual portando su pesada carga con resignación en un acabar y vuelta a empezar sin otro horizonte que las alambradas del campo.
El fatalismo había eliminado el brillo de las miradas y apagado los ojos de unos seres desalentados que conocían cada una de las piedrecillas y motas de barro que solían pisar de forma rutinaria.
La esperanza de libertad y la redención por el trabajo eran una mera anécdota sintetizada en el macabro cartel de la puerta del recinto.
Despojados de sus ropas, todos habían perdido los rasgos distintivos para caer en una uniformidad a rayas y ser reducidos a la categoría de números.
Tampoco había horno crematorio en el campo, lo cual permitía respirar con alivio y los fallecidos, generalmente los más viejos o accidentados, eran transportados en un camión lejos del recinto a alguna fosa común o al horno central de Auschwitz, pero eso eran habladurías, ya que nada se sabía con exactitud.
Era un gran tipo Antonio: listo, ingenioso y sabedor de todos los rumores, idas y venidas; compañero leal y personificación de la suerte para Garçon, pues le enseñó a evitar las iras del teniente, sus manías sobre la limpieza, requisitos al servir la mesa y pautas indispensables en el trato con los alemanes. Sin embargo el chico se preguntaba constantemente acerca del papel del gitano, que gozaba de vara alta en la residencia, y concitaba las simpatías de todos. Desde luego, el teniente le mostraba abiertamente su favor y solía contar con él, aunque Antonio se mantenía dignamente en su sitio. La noche de fin de año de 1943 reveló además el porqué de su importancia en la residencia.
Desde muy temprano, Garçon y otros dos presos, bajo la supervisión de Antonio, barrieron y fregaron el salón, acondicionaron una mesa grande con mantel y velas que descansaba sobre una tarima y presidía un espacio rectangular vacío, pero rodeado de sillas. Semejaba a un aula sin pupitres, por lo que los presos aventuraron que el espacio vacío iba a servir de pista de baile. En la pared, tras la mesa, un retrato de Hitler observaba el recinto con severidad. Tres cocineros, presos como sus ayudantes, estuvieron todo el día encerrados en la cocina. Los olores de los guisos se escabullían por la ventana y llegaban a los barracones flotando sobre el campo nevado y provocando una salivación colectiva entre los reclusos.
Al oscurecer llegaron los invitados, seis comandantes de campos anexos cercanos, todos amedrentados, con la mirada huidiza, caras largas y pálidas y labios temblorosos cuchicheando. Cada uno con una mujer y todas rubias. La euforia, la prepotencia y soberbia que habían mostrado en la fiesta anterior era un espejismo. La mirada altiva había descendido un escalón, el porte orgulloso se crispaba por el miedo y aún quedaban peldaños por bajar. Hicieron un aparte gesticulando y discutiendo alrededor de un mapa que les mostraba Schultz. Luego, en silencio, todos empezaron a tomar notas. En otra esquina, las mujeres picoteaban y bebían. Estaban de buen ver, con vestidos atrevidos y no desaprovechaban la ocasión de llevarse algo a la boca y los presos que limpiaban murmuraban que eran cautivas que se habían presentado voluntarias tras una selección a cambio de comida y lo que surgiera.
La sensación de peligro flotaba en el recinto, no en vano, pues estos pequeños campos estaban muy al este y bastante alejados de Auschwitz, que era el campo principal. La inquietud, por tanto, estaba justificada porque estos centros anexos eran bocado fácil en una invasión y todas las noticias procedentes del frente del este eran analizadas minuciosamente por los mandos.
—Los rusos han tomado Stalingrado —dijo Antonio en voz baja— y estos malditos nazis huyen a la desbandada, ¡Ojalá los maten a todos y termine ya esta puta guerra!
Por fin los oficiales terminaron su reunión y cada uno guardó sus notas. El clima entre ellos era distinto, más distendido, de inspiraciones profundas para hinchar pecho, sonrisas amplias de satisfacción y suspiros de alivio.
Les sirvieron una cena opípara, con carne abundante y bien surtida de vino, coñac y champán que consumían con total desmesura ante las miradas preocupadas y temerosas de los sirvientes. Una prisionera del Este acompañaba al comandante y todas se dejaban manosear mientras comían a dos carrillos.
Tras los postres hizo su aparición Antonio, con una guitarra, cantando flamenco. Su voz profunda y desgarrada, su quejío, paralizó de asombro a los oficiales; era un cante jondo y triste como triste era el lugar y como sólo los gitanos saben expresarlo, con una lágrima liberada. Seguidamente, a su compás, saltó al escenario una zíngara jovencísima, contoneándose descalza, y siguiendo el ritmo de Antonio como si lo hubiese bailado siempre, acompasando movimientos sensuales de cadera y pecho que arrancaron torpes palmadas de los alemanes, ya con las guerreras desabrochadas, mirada turbia y ajenos al protocolo. El teniente, que parecía un admirador del flamenco, hacía señas de desaprobación a sus colegas y los instaba con las manos a cesar en sus rugidos. Por su parte, las mujeres mostraban descuidadamente sus muslos y pechos desnudos, desinhibidas por el alcohol, entre risotadas y gestos obscenos, para terminar copulando debajo de la mesa, a gatas, en las habitaciones y cualquier rincón que se terciara.
A medida que la ingesta desmedida de bebidas aumentaba, aquello cobraba dimensiones de orgía. Algunos habían perdido los pantalones, las chaquetas estaban por los suelos, las botas en las esquinas y las mujeres danzaban desnudas al albur del primero que las solicitara.
Se sucedieron todo tipo de variantes sexuales, individuales y en grupo e incluso alguna invitó a los presos a sumarse, aunque la iniciativa se frustró a base de bofetadas; también floreció la pistola en manos de uno de los oficiales, pero el teniente intervino con autoridad y todo se siguió desarrollando sin incidentes. Al amanecer todos dormían y roncaban, esparcidos por el suelo y un par de presas, lidiando con la borrachera, continuaban engullendo los restos de comida sin apetito, en un intento de acumular reservas para el futuro próximo y los presos respiraron con alivio, pues todo había transcurrido sin episodios graves, sobre todo por parte del teniente que había sacado la pistola, el más exaltado y fuera de sí por los efectos del alcohol.
Ana, la zíngara, asqueada del espectáculo, acabó llorando en los brazos de Garçon, de manera que enero del cuarenta y cuatro supuso el inicio de una maravillosa relación entre los dos jóvenes que duró algo más tres meses de encuentros nocturnos, silenciosos y ardientes. Generalmente al oscurecer, gracias siempre a su posición de privilegio en la comandancia y al despiste del centinela de turno que miraba para otro lado u observaba con disimulo el apasionamiento de los amantes, los jóvenes evitaban las palabras y pasaban a la acción bajo una manta, conscientes de que el tiempo era precioso y se escurría como el agua en una cesta. Era tal la incertidumbre sobre el futuro, que se reunían hiciese frío o calor, viento, lluvia o nieve en un afán de agotar el vaso de su pasión, de vivir el momento, alimentando los comentarios procaces de los centinelas acerca de la insaciable capacidad amatoria de los chicos.
Una noche que regresaba de la cita con Ana, Garçon recibió un golpe en la nuca que lo hizo caer fulminado, pero ello no le impidió sentir el dolor de patadas en los testículos y una puñalada brutal en el bajo vientre que le ahogó hasta los gritos y cuando el agresor hurgó con saña en su interior girando el cuchillo con movimientos de muñeca a derecha e izquierda, agradeció la nube negra que lo envolvió y lo aisló del dolor. Luego la sangre discurriendo a chorros, los pasos apresurados del centinela, voces confusas y la oscuridad. Aun así, captó la sombra de dos agresores, aunque no pudo reconocerlos. Afortunadamente un centinela dio la alarma y palió en parte el daño o, por lo menos, la pérdida de más sangre. Las lesiones le supusieron más de un mes en la escueta enfermería, atendido por el médico judío y durante ese tiempo, en algunos momentos de cierta lucidez, sólo oía comentarios pesimistas y manos manipulándole el bajo vientre antes de caer otra vez en la inconsciencia.
—Lo siento, muchacho, no he podido hacer más —dijo el médico en voz baja y con la mirada huidiza—, lo lamento de veras, pero a fin de cuentas estás vivo —suspiró.
—¿Qué ocurre? Dígame la verdad, doctor —suplicó el joven.
—Llevas casi un mes medio muerto pero estás muy recuperado; podrás hacer vida normal pero —el médico titubeó—, jamás volverás a experimentar una erección. Tal vez no llegue a ser definitivo porque la ciencia médica avanzará con el tiempo y a lo mejor, con suerte —bajó la vista dubitativo— se halla alguna solución. La cuchillada ha seccionado nervios y riego sanguíneo y además el que hizo esto hurgó con el estilete en la herida provocando más cortes interiores, pero estás vivo —repitió con tono esperanzador—. No debes sufrir por el tema sexual porque, para gozar de una mujer hay variedad de juguetes que pueden sustituir al pene, por lo menos en parte, casi con total garantía. Ahora debes resistir porque los aliados se acercan con rapidez. Cuando salgas de aquí, no hagas preguntas ni quieras saber más —insistió—, y dedícate a recuperarte. El teniente se ha interesado por ti y me ha dicho que no escatime el tiempo de tu curación, incluso me ha proporcionado más material sanitario pero esto es todo lo máximo que he podido lograr —dijo con desaliento.
Cuando pudo recobrar la salud mínimamente y lograr valerse un poco, Antonio lo condujo de nuevo a la residencia y lo cuidó, asignándole tareas más llevaderas. No hubo preguntas ni intención de contestarlas ni volvió a ver a Ana, pero su intuición le hizo ventear la fatalidad. Las erecciones que lo despertaban al amanecer desaparecieron dejando en su lugar lágrimas, tristeza y frustración. Sin palabras, con un gesto o una palmada, Antonio siempre estaba cerca, temiendo tal vez que el joven cometiera alguna locura. Y no andaba descaminado. Garçon era joven, bien parecido, desprendía simpatía, tenía éxito con las chicas y la nueva situación lo desesperaba; primero fue una fase de llanto, luego, poco a poco, se afianzó la realidad de su impotencia y se hundió en la depresión. Fue como caer en el fondo de un pozo profundo y oscuro. Se volvió taciturno, suspicaz y desconfiado, creía estar en boca de todos, interpretaba de forma torcida las miradas y conversaciones de los demás y sólo ansiaba desaparecer.
Rememorando las palabras del médico, le surgía un sollozo incontrolable que apenas lograba disimular. Un dolorcillo intermitente lo aguijoneaba recodándole el daño y devolviéndolo a la realidad tras algún instante de ensimismamiento. Sus hombros parecían soportar un peso infinito y sus pies habían perdido ligereza.
Al finalizar el verano, las noticias sobre el frente del este eran ya francamente desalentadoras y se hablaba claramente del hundimiento del ejército alemán y del avance imparable de los rusos. Algunos soldados del campo habían desaparecido y no se ocultaba el goteo de desertores, aterrados ante la posibilidad de ir a reforzar unas posiciones claramente perdidas que suponían un suicidio seguro. Pesaba también en el ánimo de todos la leyenda sobre la brutalidad del ejército ruso que avanzaba implacable saqueando y violando sin dar tregua ni cuartel. Por todo ello la disciplina había decaído de forma ostensible; se notaba en el descuido de la uniformidad, la desgana en las tareas castrenses, la desconfianza de los kapos, la expectación y ansiedad de los presos y la escasa presencia del teniente-comandante, que se prodigaba cada vez menos.
Algo se venteaba en el aire, se respiraba, se adivinaba un final incierto acerca de quién llegaría antes, si los rusos o los americanos, si se retirarían los alemanes dejando a los presos en el campo, o si los matarían a todos antes de salir huyendo. Flotaban todas estas cuestiones en el aire cuando Schultz convocó