Ángel de Yahvé
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Yahvé castigó a la humanidad al ver tanta corrupción, egoísmo y miseria entre sus hijos, juró que ya no enviaría a más de sus ángeles protectores, en cambio dejaría que los humanos se destruyeran unos a otros. Isaac, quien vive entre ellos desde hace más de 90 años, había intentado destruir a cada uno de los desterrados, pero ellos aplazaron su
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Ángel de Yahvé - Ignacio García Quezada
ÁNGEL DE YAHVÉ
IGNACIO GARCÍA QUEZADA
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Publicado por Ibukku
www.ibukku.com
Diseño y maquetación: Índigo Estudio Gráfico
Copyright © 2021 IGNACIO GARCÍA QUEZADA
ISBN Paperback: 978-1-64086-826-7
ISBN eBook: 978-1-64086-827-4
1988, Michoacán, México. 31 de julio, 11 A.M. Hospital General de Tacámbaro
Una mujer llamada Magdalena, de 27 años, está a punto de dar a luz. Se encuentra recostada sobre una cama, en su rostro se refleja una desesperación inmensa que no puede contener.
Esos momentos son difíciles para toda mujer. El dolor con furia se soporta, pero la naturaleza es así; irradia gran valentía que, mezclada con su belleza, hacen el momento irrepetible.
Una doctora atiende el nacimiento, se encuentra de pie frente a la cama; en su rostro se dibuja la angustia mezclada con enojo. De pronto comienza a caminar de una lado para otro y después de unos momentos de suspenso se detiene, mira a Magdalena y dice con la mirada llena de dudas:
—Señora —hace un par de gestos con su rostro y continúa muy lentamente—: La noticia que le daré será impactante, necesito que piense unos minutos su respuesta —deja salir un suspiro y se muerde los labios—. Su salud es muy delicada, no creo que sobrevivan ambos, así que con la pena que siento por usted, debe elegir: ¿Quién vivirá, su bebé o usted?
La mujer contesta mirándola a los ojos fijamente, sin pensar ni dudar un sólo segundo, su rostro cubierto en sudor, pero aun así sonríe mientras responde:
—Los dos viviremos o moriremos juntos, téngalo por seguro, dejaré todo a la voluntad de Yahvé, así será.
—¿Esa es su respuesta? —preguntó la doctora nada conforme con lo que acababa de escuchar, pero reiteró la madre de inmediato, muy segura de sí misma:
—No imagino a mi hijo corriendo sin su madre, debo estar ahí para enseñarle muchas cosas de la vida —hace una pausa, dejando salir un extenso suspiro—. ¿Sabe? cuando él tropiece y caiga, yo seré quien le ayude a levantarse, no dejare que él pase una infancia en soledad. Mi madre murió cuando dio a luz a una pequeña niña que toda su vida fue marcada y señalada por ser huérfana, no permitiré que eso le suceda a mi hijo —suspiró nuevamente.
En ese mismo instante, pero en un lugar lejano y extraño, se encuentran en combate dos hombres robustos de fuerzas increíbles e inmensas; uno de ellos de semblanza, firmeza y tranquilidad asombrosas llamado Isaac, de rostro afilado, cabello largo y obscuro, sus ojos cafés, usa un traje negro que cubre todo su cuerpo, con una espada de oro contenida en una funda de piel negra cargada en su espalda. En sus brazos, desde sus codos hasta sus muñecas, fundas de piel con estrellas de oro en su interior y un rubí en el origen de ellas. Al contrario de su rival Cipriano, de gran estatura, cabello corto pero con varias canas que dan a conocer su edad; un traje de igual manera lo cubre de pies a cabeza, sus ojos irradian rabia y soberbia, en su rostro la maldad e impureza son sus mejores atributos.
Es un bosque lleno de niebla, un frio intenso hace que su piel se estremezca inconscientemente. Aullidos de lobos y perros a lo lejos se hacen escuchar, es un lugar tenebroso, la mayor parte de la naturaleza está muerta, es un paisaje horripilante.
Ambos tiran golpes. Cipriano golpea en el rostro a su contrincante, pero no lo derriba, él le responde con un par de patadas y dando en su cuerpo lo lanza hasta una pared de rocas; choca con tal fuerza que desmorona varias de ellas, pero es un muro impenetrable que forma la entrada de un castillo antiguo e inhabitable. La escasa visibilidad no permite ver más allá de esa muralla que lo rodea. De inmediato Isaac lanza un par de estrellas, una de ellas es esquivada por Cipriano con su brazo derecho, pero la segunda da en su mejilla izquierda, no alcanzó a reaccionar y lo cortó antes de que pudiera moverse; ya tiene frente de él a Isaac, el cual lo golpea varias veces dando puñetazos en el abdomen y rostro de su enemigo. Después lo sujeta de sus brazos y lo lanza por los cielos, se impulsa con sus pies del suelo y en ese instante de su espalda emergen un par de alas blancas con bordes de color negro; vuela hasta alcanzarlo, saca su espada y lo hiere en el abdomen en más de seis ocasiones. Lo golpea nuevamente con sus brazos lanzándolo al suelo, cae en un lugar denso de árboles, su corazón late con poca fuerza, muy lento, a punto de perder la vida.
Es un duelo a muerte, Isaac se encuentra suspendido en el aire, cierra un poco sus ojos y de pronto entra en un sueño, niebla y oscuridad también son parte de él; no se logra distinguir con claridad, del interior de esa densa neblina se escucha una voz suave y tranquila, mientras el lugar comienza a esclarecerse lentamente.
—¿Cómo estás, hijo mío? —preguntó esa voz melodiosa.
—Mejor no podría estar, padre.
—Jamás —Yahvé hizo una pausa—. Pero tu esposa y tu hijo están a punto de morir, mira —dijo alargando la voz.
Isaac gira la vista a su costado derecho y en el horizonte, como reflejos en el agua, observa a Magdalena, quien está dando a luz y escucha la decisión que ha tomado. Isaac se queda sin palabras, entonces se deja escuchar nuevamente la voz misteriosa:
—¿Y bien, hijo mío? Es curioso, ella no puede decidir el futuro, pero tú sí.
—¿Qué?
—Tu vida o la de ellos. ¿Te sacrificarías por tu hijo, a expensas de que te conceda yo lo pedido por ti y tus antepasados?
Isaac no puede pensar nada, sólo observa la imagen con sus ojos temblando y su corazón palpitando como si se quisiera salir de su pecho, en silencio.
Mientras tanto, Cipriano se encuentra tirado en la arboleda. El panorama hace aún más tenebrosa la invocación que repite continuamente, pronuncia varias palabras en idiomas incomprensibles y de pronto salen cuatro hombres de la nada, todos llevan capuchas negras, sólo sus labios se divisan; espadas en sus costados, dos de ellos llevan arco y flechas, uno de ellos, Ángel Dimas, pregunta a Cipriano:
—¿Qué quieres?
—Creímos que no requerías de nuestra ayuda —añadió el segundo, Ángel Ismael.
Cipriano al escucharlos, se inclina sin fuerza y con profundas heridas en todo su cuerpo; se ve tan débil que siente que morirá en cualquier instante. Con uno de sus últimos alientos, responde:
—Claro que la necesito, manden a mi cuerpo parte de su energía para poder derrotarlo, si lo hacen, les aseguro que formarán parte del consejo —los cuatro se reúnen y conversan en voz baja.
—Está bien, dijo Ángel Ismael dando indicaciones a los tres restantes.
Enseguida todos lo rodean, cierran sus ojos, se concentran, en ese instante sus cabezas se iluminan y esa luz que se desprende de ellos viaja hacia Cipriano, entra en él por su pecho y de inmediato sus heridas sanan; continúa inclinado, sonríe, su cuerpo fortalecido. Los cuatro hombres se ven débiles, Cipriano alza un poco su vista y con fortaleza les dice:
—No se arrepentirán.
—Recuerda el trato, sólo eso —responde Ángel Dimas.
Cipriano, después de escuchar esas palabras, sin responder, da un salto y de su espalda emergen un par de alas de color blanco con los bordes rojos; se dirige a donde se encuentra Isaac, él sigue en el sueño, continúa mirando el reflejo, gira la cabeza hacia la voz y responde:
—Es mi hijo y sí, daré mi vida por la suya.
—Así sea —respondió Yahvé y el tiempo siguió su curso.
En ese instante Isaac vuelve del sueño, continúa suspendido en el aire, Cipriano está justo ante él, con la espada en sus manos. Isaac intenta atacar pero es imposible, Cipriano le atraviesa el corazón con la espada hasta que el mango de ésta choca con el pecho de su enemigo; se detiene casi el corazón de Isaac y cae al piso en ese instante, no retrae sus alas. Con la espada aun en su pecho, segundos antes de que su alma abandone el cuerpo, dice en un grito:
—¡Mi hijo te aniquilará!
No termina de hablar cuando los cuatro sujetos aparecen a su costado, Isaac los mira y continúa:
—Mi padre Yahvé le dará el poder supremo y los eliminará a todos ustedes, a sus hijos, hasta a los hijos de sus hijos y a cualquier amenaza de la humanidad.
Cipriano se acerca, con ambas manos aprieta la espada y la saca del cuerpo moribundo de Isaac, de dos movimientos le corta el cuello; el cuerpo muere, su alma se escapa, mientras su energía viaja kilómetros hasta llegar a donde está su esposa dando a luz. La energía entra en ellos, Magdalena se siente bien y el bebé en su interior se mueve, quiere nacer, como si supiera que la vida de su padre había terminado.
Mientras Cipriano se va de ahí, los cuatro hombres le siguen, llegan a un castillo y caminan por un pasillo que parece no tener fin, la oscuridad apoderada del lugar, él les dice:
—Está hecho, como vieron, ha muerto.
Ángel Ismael responde:
—Debemos buscar al pequeño.
—Aún no nace, cuando lo haga, tal vez —responde Cipriano y continúan caminando en esa densa oscuridad.
En el lugar de la pelea sólo quedó el cuerpo sin vida de Isaac. De pronto llega un hombre de edad avanzada, su cuerpo encorvado, lo toma en sus brazos y se lo lleva de ahí.
En tanto, en el hospital Magdalena sufre, ya que su bebé está a punto de nacer. La doctora Salazar la observa.
—Qué necedad la suya —dice impulsivamente al sentir una desesperación en su interior por no poder hacer más para ayudar.
En esos años era imposible hacer cesárea para que nacieran los bebés con menor dificultad, no se contaba con las herramientas ni los conocimientos suficientes para ello. Continuó la doctora:
—Su enfermedad la llevará a la tumba, recuerde que si su bebé está contagiado, no durara más de un día con vida, eso sí que es delicado y escalofriante, me eriza la piel. Por favor piénselo, tal vez usted, con tratamiento, pueda vivir.
Magdalena fija su mirada en ella y con gran fortaleza le contesta, mientras una enfermera entra a la habitación donde están ellas, sigilosamente.
—Es un riesgo que tomaré y debe ayudarme a tener a mi bebé porque está a punto de nacer.
Secreta sangre mientras se ve venir la cabeza del bebé. Al observar, la doctora responde con gran nerviosismo:
—Está bien, que Dios nos ayude a todos —mientras le dice a su ayudante—: Ve