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Diario de un mochilero
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Libro electrónico256 páginas9 horas

Diario de un mochilero

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"Estimados amigos:


En estas páginas encontrarán no solo mis primeras excursiones por Colombia, que me permitieron ganar la confianza suficiente, si no las incidencias de mi viaje como mochilero por América del Sur.


Además, he querido anexar mis mejores cuentos de misterio y otros de distinto género que espero

IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento26 oct 2020
ISBN9781640866980
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    Diario de un mochilero - Manuel Teyper

    PRESENTACIÓN

    Estimados amigos:

    En estas páginas encontrarán no solo mis primeras excursiones por Colombia, que me permitieron ganar la confianza suficiente, si no las incidencias de mi viaje como mochilero por América del Sur.

    Además, he querido anexar mis mejores cuentos de misterio y otros de distinto género que espero llenen sus expectativas.

    Mi interés por escribir nació a raíz de las historias que me contaban los abuelos, y se fortaleció mientras realizaba mis viajes.

    Pero el punto de partida, el inicio mismo de este hermoso oficio que es escribir, se la debo sin duda alguna a mi madre. Fue ella la que, sin saberlo, me insinuó que yo podía escribir poemas. Además de la vida mi madre me dio la posibilidad de ganarme el sustento vendiendo mis propios poemas, que con el paso del tiempo pasaron a ser cuentos y relatos.

    Viajar, leer y escribir me ha permitido comprobar que son más las cosas que nos identifican y menos las que nos disgregan, y que las diferencias en vez de dividirnos nos enriquecen.

    Lo que más deseo es que DIARIO DE UN MOCHILERO sea del agrado de todos ustedes.

    Gracias.

    Manuel Teyper.

    MIS PRIMEROS VIAJES POR COLOMBIA

    Ser mochilero, es ante todo ser libre.

    «L a memoria no es fidedigna», afirma el periodista mexicano René Anaya. Asegura que se evocan las cosas conforme la mente recuerda haberlas vivido, no como sucedieron en realidad sino que son una especie de espejismos, como si hubiesen sido tan solo sueños.

    No sé si conmigo se cumpla a cabalidad esa tesis. Me niego a creer que mi mente me engaña. Quiero pensar que no es así. Que mis recuerdos son fiel reflejo de las cosas que me ocurrieron porque me aventuré para que sucedieran, o simplemente sucedieron.

    Lo cierto es que esos recuerdos me permiten mantener el equilibrio mental que necesito para seguir adelante. La cuota de incertidumbre que me otorgaron mis años de mochilero.

    Pero nada hubiera sido posible sin la libertad que tuve desde niño. Eso me permitió realizar aquellos viajes, tal vez lo único bueno que he podido hacer de mi vida.

    Al comienzo tuve la enorme fortuna de tener al mejor compañero de viaje; Jorge Eliécer Jiménez Castaño. Es imposible olvidar el nombre de quien fue tu cómplice de aventuras. Un tipo divertido que jamás dejó de reír, ni siquiera la vez en que le metieron una puñalada a centímetros del corazón que por poco acaba con su vida.

    Teníamos doce años cuando alistamos nuestras primeras mochilas para ir a los Llanos Orientales. No quedaba demasiado lejos, pero representó una experiencia inolvidable y nos preparó para futuras excursiones por el resto del país.

    La primera noche nos agarró un aguacero en medio de la carretera. Estábamos en las estribaciones de la cordillera oriental, y el frío era tan insoportable que teníamos las manos congeladas. Jorge Eliécer —siempre le llamé por sus dos nombres, como si fuera un personaje de telenovela mexicana— sacó una botella de aguardiente que nos hizo olvidar el frío.

    Por suerte un camión que trasladaba ganado nos recogió y nos llevó a Villavicencio, donde nos quedamos dos días en casa de una amable mujer que nos dio cobijo y comida. Eso y más obtuvimos gracias a la simpática cara de Jorge Eliécer, y a su humor desbordante.

    Recorrimos algunas pequeñas ciudades de los Llanos Orientales, y regresamos a Bogotá con las ansias de repetir la experiencia.

    Un año después estábamos listos para viajar. Queríamos ir a Cartagena de Indias como lo hacía tanta gente. Los que deseaban ir y no tenían dinero —como nosotros—, se atrevían a enfrentar la carretera con la sola intención de conocer el mar.

    La verdad, no estábamos seguros de poder hacer la travesía, pero eso no nos detuvo. Alistamos las mochilas y nos fuimos. Luego de dos o tres días llegamos a La Dorada donde vivía mi abuela Rosa, madre de mi mamá.

    Allí nos quedamos varios días a descansar. El calor era tan insoportable que para conciliar el sueño había que levantarse varias veces a ducharse, esperando que el agua nos refrescara un poco, pero esa era una ilusión pasajera; nos dábamos con el chasco de que el agua de la regadera estaba caliente; así de calor hacía. Por supuesto de día era peor. Para nosotros, que veníamos de una ciudad fría como Bogotá, aquello era el infierno.

    Nos despedimos de mi abuela —regresaría muchas veces porque se convirtió en mi primera parada obligatoria antes de seguir a la costa— sin saber exactamente qué hacer. Decidimos que lo mejor era ir a la estación de trenes para conocerlo y saber qué tantas oportunidades teníamos de subir a él sin pagar.

    El tren; ese sería motivo para un capítulo aparte. Mi madre viajó muchas veces en él porque vivía en Bogotá y tenía que viajar a La Dorada porque mi abuela vivía allá. Recorría media Colombia. Salía de la Sabana de Bogotá y llegaba a Santa Marta bordeando el río Magdalena, que no solo era navegable, si no el principal abastecedor de pescado.

    Hoy solo queda el recuerdo de ambos; río y tren. Uno muere contaminado, y el otro muere por la proliferación de carreteras que aceleran los recorridos. Nadie se acordó que el tren era el principal medio de transporte de personas y mercancías entre los pueblos que la circundan.

    Durante mucho tiempo los pobladores se vieron obligados a improvisar carretas que montaban sobre los rieles, pero que ponía sus vidas en peligro. Por suerte desde el año dos mil dieciséis volvió a escucharse el silbido ensordecedor del aparato desde La Dorada hasta Santa Marta.

    Por allí viajaban los trabajadores eventuales que recorrían el país cogiendo café o cualquier otro producto de temporada. Siempre de un lugar a otro, sin un sitio fijo, como nómadas. Se los podía reconocer fácilmente por su forma de vestir y por el pequeño equipaje que les acompañaba.

    Llegamos a la estación del tren haciéndonos los tontos. Caminamos de un lugar a otro con la tentación de subirnos a uno de ellos para que nos llevara quién sabe adónde.

    Por supuesto que ese no era el plan. Ni siquiera lo habíamos hablado. Pero el tren estaba a tan pocos metros, que decidimos subirnos.

    «Apenas comience a correr, nos bajamos», le dije a Jorge Eliécer. Sonrió con la picardía de siempre y nos subimos. Era la primera vez que subíamos a un tren.

    El tren comenzó a moverse y nosotros en la puerta a punto de tirarnos. Esperamos un poco más, pero aceleró sin que pudiéramos hacer nada. Hice el ademán de tirarme, pero Jorge

    Eliécer me detuvo. Nos reímos a carcajadas, seguramente porque nuestras almas experimentaban el gozo de la incertidumbre.

    Hicimos malabares para escondernos del hombre que pedía tiquetes a los gritos, hasta que nos encontró. Jorge Eliécer habló; sabía ser convincente.

    El hombre nos amenazó con bajarnos en la estación siguiente, pero luego nos dijo que nos dejaría en Aguachica, una ciudad cercana a la costa donde vivía mi tía Araminta. Lo malo fue que olvidé pedirle a mi mamá la dirección de su casa. De modo que nos quedamos en la estación con la idea de regresar a Bogotá. Nos habíamos quedado sin un céntimo y el viaje en tren fue hermoso pero agotador.

    En Aguachica nos esperaba una sorpresa desagradable; llegaron varios camiones de la policía que sin pedir documentos nos llevaron junto a otros muchos muchachos que deambulaban por la zona.

    Esa vez me tocó hablar a mí. Le expliqué al policía que habíamos ido a visitar a una tía que estaba enferma —nunca falla decir eso—, que éramos estudiantes y vivíamos en Bogotá. Nos dejó ir, pero eran las dos de la mañana. Tuvimos que caminar como dos horas hasta que llegamos a la carretera, donde pudimos subir a un camión que finalmente nos puso en nuestra ciudad.

    Estábamos decepcionados por no haber podido conocer el mar, pero decidimos que lo intentaríamos de nuevo seis meses después, en las siguientes vacaciones del colegio.

    Casi sin percatarnos llegó el momento de alistar mochilas.

    Llegamos una vez más a La Dorada, a la casa de mi abuela, quien siempre me recibió para atenderme como mejor sabía; con la comida y con su cariño. Nos trepamos a un árbol de mango y nos aprovisionamos para el largo viaje.

    El tren nos esperaba. Nos subimos y pagamos una cantidad ínfima. Creo que tardamos dos días en llegar a Aguachica, pero ya tenía en mi poder la dirección de mi tía Araminta. Nos quedamos cerca de tres días en su casa, y luego tomamos la carretera rumbo a la costa.

    Llegamos a Santa Marta con la misma alegría que Colón habría experimentado al llegar a tierras americanas por primera vez. De lejos divisamos el objetivo. No olvido los reflejos del sol sobre el mar, como si este fuera un enorme pez cubierto de escamas brillantes.

    A medida que nos íbamos acercando a la playa a todo correr, nos íbamos despojando de la ropa, que quedó desperdigada por doquier. Pero nada nos importaba más que meternos al mar que para nosotros, los del interior era solo una quimera.

    Allí estuvimos hasta medio día. Estábamos cansados pero felices, y con un hambre de náufragos.

    Nos acercamos a unos quioscos donde ofrecían todo tipo de delicias marinas. Pedimos que nos regalaran algo de comida, pero en cambio nos regalaron una gran enseñanza; que para comer había que trabajar. Preguntamos en qué consistía el trabajo, y nos señalaron unos enormes botes de basura; debíamos llevarlos hasta un depósito ubicado como a dos cuadras, y regresar a comer. El trabajo demandaba a lo sumo diez minutos de nuestro tiempo, y teníamos el almuerzo asegurado… y la cena también, ya que en la noche teníamos que hacer la misma operación.

    En la playa encontramos los botes de los pescadores, y ahí nos quedamos a dormir bajo la luz de la luna y las estrellas. Por suerte no llovió.

    Un mes después estábamos de regreso en Bogotá. Llevamos camisetas para regalar, producto del dinero que pedimos a los turistas. No me gustaba pedir, y por eso me dediqué a escribir poemas. A donde iba vendía aquellas composiciones, lo que me permitió salir de apuros.

    A partir de ese momento no pude parar; cada fin de año, o en las vacaciones de junio, alistaba mi mochila para recorrer los rincones de mi patria. Ya no estaba Jorge Eliécer para hacerme compañía; se enamoró de una hermosa chica, y se convirtió en padre a los diecisiete años.

    Me gustó tanto la experiencia, que decidí convertirme en mochilero; el indescriptible placer que me producía estar subido en un camión, tren o auto, en los que sacaba la cabeza para que el viento frio o tibio me golpeara el rostro; no tener un rumbo fijo, ni tener que mirar el reloj; dejarme tocar por la aventura; recorrer de noche o de día enormes distancias con poco dinero en los bolsillos y gozar de una completa libertad, generó en mí la idea de que viajar, simplemente viajar, con la única meta de colmar mis pupilas con paisajes nuevos, constituía lo que deseaba hacer en adelante.

    Esa fascinación logró, a cambio, hacer de mí un hombre solitario, con pocos amigos, con una precaria relación familiar, dueño de un futuro incierto, y dedicado a una labor para la cual no me preparé bien; escribir.

    Gané tanta experiencia, que salía solo y a cualquier hora de Bogotá, a la caza de nuevos lugares qué conocer.

    Mis poemas y la generosidad sin límites de la gente que encontré en el camino me ayudaron a sobrevivir. Las personas de todos los países que visité se convirtieron en cómplices de mi aventura. Sin su enorme ayuda no lo hubiese logrado.

    Fuimos amigos por muchos años con Jorge Eliécer, hasta que decidí hacer ese viaje por Sudamérica que me separó de mi familia y de mis amigos, pero que dejó tan gratas experiencias.

    Ahora escribo estos recuerdos bajo el resguardo de la madrugada, en un país extraño.

    Por suerte todos duermen. Nadie me distrae con las minúsculas cosas de cada día. Así puedo dejar que mi mente vuele en busca de los recuerdos… mis recuerdos.

    Es imposible que lo que he vivido solo haya sido un sueño; la evocación del recuerdo. Me rebelo rotundamente a pensar que es así.

    Ahora no sé nada de Jorge Eliécer. Tal vez se quedó atascado como yo, en la realidad aplastante en la que me he dejado atrapar. En que los días son todos odiosamente iguales, sin esa cuota de incertidumbre que me otorgaron mis años de mochilero.

    LUNES

    La lluvia de aquella madrugada de lunes en Bogotá intensificaba el frío haciéndome tiritar. Una situación normal y soportable en cualquier otra circunstancia, no en la que atravesaba en ese momento.

    Me había gastado todo lo que tenía en sacar fotocopias de los poemas que vendería en la primera Feria Internacional de Arte de Cali, a la que había sido invitado. Quería ganar el dinero suficiente para emprender por fin el tan ansiado viaje por Suramérica sin pensar en nada más que escapar de mis responsabilidades; huía de la mujer que deseaba hacer una vida conmigo; huía de la universidad que tenía las puertas abiertas para mí.

    Por supuesto de todo esto yo no era consciente; lo llevaba en mi interior y me impulsaba a huir.

    Es por eso que esa madrugada de lluvia en Bogotá no era como otras; me aprestaba a realizar un largo viaje. Yo estaba ahí, pero mi alma se encontraba escudriñando el camino.

    No sólo recuerdo con nitidez que era lunes, que llovía y hacía frío, si no que no tenía ni un centavo. Metí las manos en los bolsillos en un vano intento por encontrar monedas para comprar pan o algo que pudiera llamar desayuno, pero no encontré nada.

    Salí de la pequeña habitación que alquilaba y de la que estaban a punto de botarme por falta de pago, y dirigí mis pasos hasta un edificio en construcción para que me dieran trabajo, cosa que logré de inmediato.

    Al ver que el aguacero se intensificaba, agarré la pala que me habían dado y me metí junto con otros compañeros a un cuarto. Hasta allí llegó el capataz para sacarnos y ordenarnos que siguiéramos trabajando. No le importó que termináramos completamente empapados y ateridos.

    Al medio día no solo estaba cansado si no que estaba mojado hasta el cogote. Me acerqué al kiosco donde preparaban la comida para pedir el favor de que me dieran un almuerzo con la promesa de pagar el sábado siguiente.

    La persona que me atendió apuntó mi nombre en un cuaderno, y me sirvió la comida más deliciosa de que tenga recordación. Luego salí de allí y no regresé jamás; había trabajado medio día por un plato de comida y no me sentía estafado.

    Una semana después emprendía aquel viaje que cambiaría mi vida para siempre.

    EL COMIENZO DE UN SUEÑO

    «S e puede viajar sin dinero»; esa fue mi consigna desde que comencé a viajar.

    Tengo la seguridad, porque lo viví, que se puede viajar con pocos recursos si se tiene el ánimo metido en las venas, y un modo seguro de agenciarse el dinero que se requiere para subsistir. Y también, por supuesto, despojarse de falsas vergüenzas y estar preparado para privarse hasta de una buena cama para dormir.

    Cuando comencé a viajar me hice una de las preguntas más importantes que se hace todo mochilero; «¿cómo voy a hacer para ganar dinero sin tener que ocupar demasiado tiempo en ello?». Mis opciones eran, cantar en los buses o vender artesanías.

    Cantar me gusta, pero a los demás no; un buen argumento para desechar la idea.

    Hacer artesanías requiere pericia; no es fácil trabajar con alambres y piedras. Además hay que contar con las herramientas necesarias para elaborar un arete, brazalete o collar, y permanecer sentado en la vereda hasta que aparezca una persona que desconoce toda la dedicación y maestría que se requiere para tal oficio. En definitiva, eso no era para mí.

    En esas estaba cuando llegó un día mi madre con unas hojas de papel en la mano. Me las entregó mientras me decía; «un muchacho subió al bus a vender sus poemas. Dijo que era un estudiante universitario y necesitaba dinero para costear la carrera. Como sé que te gusta leer, te las traje»; sin saberlo, además de la vida mi madre me dio la posibilidad de ganarme el sustento; descubrí que yo también podía vender mis propios poemas para hacer realidad mi más ansiado sueño; viajar. Me cambió lo mío que eran los números, por algo que desconozco todavía, las letras.

    Para comienzos del año 1989, época que parece historia antigua, yo contaba con veintitrés años, y comenzaba mi vida universitaria. Aunque ya estaba inscrito para estudiar ingeniería industrial, decidí realizar primero el viaje por América del Sur, y estudiar a mi regreso.

    En ese momento ya era un experto en… nada, excepto en viajar gratis por casi todos los rincones de Colombia.

    Alisté mi mochila una vez más, metí las fotocopias de mis poemas y salí para la ciudad de Cali, distante doce horas en bus de Bogotá en dónde se llevaría a cabo la Primera Feria de Arte de Cali.

    Llegué una semana antes. Los carpinteros trabajaban en la elaboración de las casetas bajo treinta grados centígrados de temperatura, o más.

    Elegí un prado para instalar mi pequeña carpa, pero no bien hube terminado se me acercó un policía:

    —Buenas tardes.

    —Buenas tardes —respondí, inquieto ante la idea de pasar la noche a la intemperie, ya que me había gastado lo último que tenía en almorzar.

    —¿Me puede decir qué cosa está haciendo aquí?

    —Vengo de Bogotá —cansado, sin plata para pagar un hotel, y sin ganas de que un policía me moleste. Lo pensé pero no se lo dije—. Me han invitado a participar en la feria.

    Evité decir que la invitación no me la hicieron llegar los organizadores, si no mi buen amigo el pintor a tinta china conocido como «Viejo Gus», con quién entablé amistad en un bar cultural de Bogotá llamado «Arte y Cerveza», a donde llegaba para vender mis poemas.

    —Muéstreme su documento de identidad —lo miró un instante y me lo devolvió con una sonrisa, a la vez que decía:

    —Puede quedarse. Y no se preocupe; la policía vigila la zona día y noche.

    —Muchas gracias —fue el primer policía, desde que tengo uso de razón, que me trató con cortesía.

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