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CUANDO DIOS DEJÓ DE EXISTIR
CUANDO DIOS DEJÓ DE EXISTIR
CUANDO DIOS DEJÓ DE EXISTIR
Libro electrónico383 páginas5 horas

CUANDO DIOS DEJÓ DE EXISTIR

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Los desfases en el tiempo y las dimensiones alternas son estrategias narrativas que permiten probabilidades infinitas. Entre ellas está la de crear existencias más interesantes que la propia. ¿Qué sucede cuando una persona con la habilidad de fragmentar su tiempo y espacio se descubre rebasada por su propio poder? ¿Cuáles son las consecuencias de u
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 abr 2021
CUANDO DIOS DEJÓ DE EXISTIR
Autor

IGNACIO UNDERWOOD

Ignacio Underwood nació un 27 de febrero de 1959, y vivió una infancia fuera de lo común, plagada de eventos fantásticos, creía él. Más tarde descubriría que los demás niños tenían las mismas ficciones. Comienza a escribir en la adolescencia, y a la edad de 21 años se convierte en guionista profesional. Desde ese entonces no se ha apartado de la pluma. Durante este tiempo descubre, al experimentarlo en carne propia, que la realidad supera a la más alocada fantasía, conociendo los extremos de la existencia humana: la felicidad y la total plenitud, así como el dolor y el sufrimiento abismal. A seres de infinita bondad unos, y de la más deleznable maldad algunos más. Y que la caja de Pandora está al alcance de todos, pero pocos llegan a descubrirla, y no cualquiera se atreve a abrirla. Convencido de que la cotidianidad, plagada de eventos extraordinarios, es el resultado de la costumbre de convivir a diario con tales acontecimientos, hace de ésta, no sólo el punto de arranque, sino el sustento de la presente novela, en la que se debate la polaridad de lo hasta ahora conocido, por un lado, e imaginando lo desconocido, por el otro. El autor propone y sus personajes disponen, cobran vida propia y dejan de ser suyos, sin embargo, y quizá sin saberlo, cada uno realiza un audaz viaje hacia su interioridad. Las interrogantes se convierten en incertidumbre y eso, inevitablemente, conduce a la reflexión.

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    CUANDO DIOS DEJÓ DE EXISTIR - IGNACIO UNDERWOOD

    Autor | Ignacio Underwood

    Editor | Antonio Reyes

    Portada | Edgar Clement

    Diseño | Julieta Mendoza

    CALIGRAMA EDITORES, S.A. DE C.V.

    Directores | Sonia Batres y Antonio Reyes

    Gerente Editorial | Flavio Pastor

    Editor de Contenido en Jefe | César Augusto de Jesús

    Redes sociales | Jimena Reyes

    Conversión gestionada por:

    Sextil Online, S.A. de C.V./ Ink it ® 2021.

    +52 (55) 52 54 38 52

    contacto@ink-it.ink

    www.ink-it.ink

    CUANDO DIOS DEJÓ DE EXISTIR © 2021 Caligrama Editores, S.A. de C.V. ubicado en Av. José María Pino Suárez SN, Local 22B, Col. Centro, Del. Cuauhtémoc, C.P. 01900. Todos los Derechos Reservados. Los personajes que aparecen aquí son totalmente ficticios. Cualquier similitud a personas existentes (ya sean vivas o muertas), eventos, instituciones o lugares, sin tentativa de sátira, son pura coincidencia. Ninguna porción de esta publicación podrá ser reproducida o transmitida, en cualquier formato o medio, sin la expresa autorización por escrito de Caligrama Editores, S.A. de C.V., a menos de que se trate de una reseña. Registro ante la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana No. 3403.

    Primera edición | Febrero 2021 | Hecho en México

    Dedicatoria

    A María Cristina, Carlos Eduardo, Ana Laura y Ana Cristina, seres maravillosos que conforman mi familia, mi universo y mi inspiración.

    A Marco Antonio Rojas López, hombre ejemplar, admirable, quien me enseñó que la amistad no solo es un valor, sino una virtud.

    Agradecimiento

    A Sonia Batres Pinelo, por su incondicional e invaluable apoyo al hacer posible la cristalización de esta novela.

    A Antonio José Reyes Royo, por su impecable labor editorial.

    SUCESOS

    —Te juro que te estoy diciendo la verdad, Mariana. Hice hasta lo imposible por llegar, pero tuve problemas. ¡Oh! No sé cómo explicártelo —expresó Fabián con vehemencia, fijando su angustiada mirada en el hermoso rostro de la joven.

    Mariana tenía que dominarse, lo sabía, pero el resentimiento era grande. Desde semanas atrás, Fabián le prometió llevarla a comer al mejor restaurante de la ciudad, después a un concierto, de ahí a una cena íntima, para terminar juntos hasta el amanecer.

    Estuvo lista desde las dos de la tarde, con su hermoso vestido azul, sencillo, elegante, que resaltaba aún más su belleza. Cuando pasaron cuatro horas de espera, abrió una botella de vino tinto y la consumió lentamente. Más tarde, apuró una segunda botella. Se sentía achispada y cada vez más molesta.

    Fabián tenía apenas tres minutos de haber llegado, justo a las doce de la noche. Mariana apretó con fuerza sus aperlados dientes hasta percibir dolor. Se sentía estúpida ahí, en el recibidor de su casa, ante el hombre que la hizo esperar durante diez horas. Sus mandíbulas volvieron a crujir mientras luchaba por contener la ira.

    —¡Bésame! No digas nada más, tan solo bésame —se escuchó a sí misma decir, mirando fijamente a Fabián, quien rodeó su talle con los brazos, prendiéndose desesperado de sus carnosos labios.

    Mariana se convirtió en furiosa pasión. Forcejeando sensualmente, danzaron hasta la sala. Desgarrándose las ropas y sus almas, rodaron por la alfombra. Semidesnudos comenzaron a hacer el amor. Aún molesta, Mariana lo dejó entrar en ella.

    —¡Eres mío, mío! —gritó entre jadeos.

    — Lo soy, mi amor, ¡sí! —respondió Fabián con voz dolida.

    Fue en pleno éxtasis, en el mejor orgasmo de su vida, cuando Mariana dejó de sentirlo. Ni siquiera una sombra quedó de él.

    —¡No! —gritó ella con sorpresa y dolor—. ¡Maldito Fabián, maldito! —gimió destrozada.

    Rompió a llorar al tiempo que, tendida de lado, recogió sus bellas piernas y quedó hecha un ovillo. En soledad, con su fina ropa desgarrada, terminó su añorado y romántico día.

    Fabián se encontró caminando en medio de la calle. Iba con el torso desnudo, con su pantalón como única prenda, y descalzo. El aire frío de noviembre lo hacía tiritar, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas y negaba incesantemente con la cabeza. A la distancia parecía un alma en pena. Así se sentía.

    Un lujoso auto dobló en una esquina, a unos metros de él. Un segundo después, sus faros iluminaron al solitario hombre, que no se tomó la molestia de levantar la mirada. El vehículo se detuvo a su lado y, casi al mismo tiempo, se abrió una portezuela. La angustiada y cariñosa voz de Oralia llegó a sus oídos cuando le dijo —Mira cómo vienes, mi amor. ¡Rápido! Sube antes de que pesques una pulmonía —Fabián obedeció con mansedumbre y dolorosa resignación.

    A pesar de su decaído ánimo, se sintió confortado por la agradable calefacción. Oralia lo abrazó amorosa, besándolo repetidamente en los entumidos labios y frotando sus brazos, su espalda, su pecho…

    —¡Perdóname! —expresó afligida—. No sé qué me sucedió. Me distraje un momento y de pronto ya no estabas… Se interrumpió, quedando en espera de la respuesta de Fabián, que se limitó a girar la cabeza hacia la ventanilla, fingiendo mirar la calle. Con un suspiro profundo, pero sin perder la afectuosa sonrisa, la bella mujer puso en marcha el auto.

    —Te pido que no te desesperes. Tienes que ser paciente hasta que estés completamente bien —recomendó dulcemente mientras se internaban en las calles de la inmensa Ciudad de México.

    Al mismo tiempo, en Guadalajara, Jalisco, Mariana seguía tendida sobre la alfombra de la sala, llorando con multiplicada ira y frustración.

    Nunca se había sentido tan mal, tan sola.

    El inmenso dolor no le daba espacio a su mente para razonar lo ocurrido. Cuando pudiera hacerlo, otro sentimiento superaría con creces el dolor y la ira. Muy pronto, el miedo entraría en su vida.

    En tanto, en el Estado de Chiapas, José era el nuevo párroco en la comunidad de La Cruz, enclavada en Los Altos de la Selva Lacandona. Estaba por cumplir 33 años cuando fue trasladado desde la capital del país, en donde era el asistente del sacerdote de una de las numerosas iglesias de la gran ciudad.

    Desde el primer momento quedó cautivado con la cuidada imagen del pintoresco poblado, que se mantenía rodeado por la espesa selva, repleta de ríos, pozas y una imponente cascada. Al descubrir aquel sitio, el religioso se sintió en el paraíso, en donde cada nuevo día conocía los más sorprendentes lugares.

    Su emoción era tal, que intensamente deseó que las mujeres de la región fueran hermosas. De forma extraña, y contra lo que pudiera esperarse, efectivamente poseían gran belleza; no mostraban los estragos del trabajo duro, tan propio de aquellos lugares. Además, eran de facciones finas, con manos delicadas, lo mismo que los pies. Con cabellos sedosos y bien cuidados. Todas poseían cuerpos esculturales, perfectos, que sabían lucir con sus sencillos vestidos blancos, de tela suave y delicada, casi transparente. Eran mujeres hermosas, cautivadoras.

    Al contemplarlas, José recordaba sus tiempos en el seminario. Espíritu rebelde, así le decían los viejos sacerdotes cuando criticaba ácidamente el celibato y celebraba la belleza del sexo opuesto. Y se tornaba más peligrosamente rebelde al atacar sin miramientos otras tradiciones de la Iglesia y muchos de sus fundamentos. Recibió consejos, reproches y hasta amenazas de sus superiores, quienes en más de una ocasión tomaron la determinación de expulsarlo del seminario.

    Pero el futuro sacerdote aprendió a callar y así logró que el rechazo desapareciera. A través del silencio fue conquistando la confianza y la buena voluntad de sus mentores. Al final lo reconocieron como el seminarista más aventajado, con las mejores cualidades para ejercer el sacerdocio. Sin embargo, nunca modificó su manera muy particular de ver y sentir la religión.

    A pesar de que cumplía a cabalidad con sus múltiples responsabilidades eclesiásticas y que en pocas semanas se ganó el respeto y el cariño de los fieles, en el fondo el padre José despreciaba el fanático fervor, que él pensaba llegaba a los linderos de lo absurdo, en los hombres y las mujeres de La Cruz. Pero aprendió a callar, igual que en sus años de seminarista, y así pudo adaptarse a la forma de vida de los pobladores de aquella comunidad.

    En las afueras de La Cruz había otro poblado, compuesto por amplias y sólidas cabañas de tosca madera, diseminadas entre la selva y el monte. En total no eran más de 40 habitantes. Muy raras veces se acercaban a La Cruz, en donde decían cosas de ellos, todas malas, atribuyéndoles poderes sobrenaturales. Los llamaban los brujos de la selva.

    Una noche, el padre José estuvo escribiendo hasta muy tarde. Ocupaba la mesa que hacía de comedor en la pequeña y modesta casa que habitaba, a un costado de la parte posterior de la iglesia, con la cual se comunicaba a través de una gruesa puerta de madera, a un lado de la cocina, y que conducía directamente a la sacristía.

    El religioso ya tenía algunos meses en la comunidad y, desde el primer día, estableció la costumbre de llevar una especie de bitácora de sus actividades diarias; no obstante, sus anotaciones pronto se convirtieron en un auténtico diario íntimo en el que volcaba sus sueños, anhelos y frustraciones.

    Sus pensamientos y deseos más ocultos.

    Con cierta ironía se decía a sí mismo que aquel cuadernillo era su propio confesionario, en el que no sabía si, por desgracia o fortuna, no había un cura que le diera la absolución. Sonrió al reflexionarlo de nuevo.

    En el momento en que terminaba de escribir la palabra sensual, escuchó que llamaban con insistencia a la puerta. Se levantó lentamente, lanzando una mirada al pequeño reloj de pared que pendía casi frente a él, descubriendo que faltaban siete minutos para las dos de la mañana. Apresuró sus pasos comprendiendo que, por la avanzada hora, con seguridad se trataba de una emergencia.

    Abrió la puerta y la luz del interior iluminó a la mujer que estaba ante el umbral. Contempló impresionado la increíble belleza de la joven desconocida que lo miraba anhelante, tratando de normalizar su agitada respiración. Vestía un diminuto short de mezclilla que permitía lucir a plenitud la perfección de sus piernas y una ajustada playera sin mangas y con generoso escote. Su cintura era hermosa, al igual que sus hombros, sobre los cuales, la luna intentaba reflejarse. Su rostro era el más bello que José había visto en toda su vida. De facciones delicadas, pero con un gesto que tenía una atrayente mezcla de intrepidez y ternura.

    El padre José se sintió hondamente perturbado ante la que desde ese mismo instante consideró una verdadera diosa.

    De pronto, ella dijo —Perdone por molestarlo a esta hora, pero mi madre está muy enferma y quiere hablar con usted. El sacerdote seguía impactado con aquella belleza insólita que, implorante, tomó las manos del párroco entre las suyas, mientras sus bellos ojos se llenaban de lágrimas. — ¡Se lo suplico! ¡Por favor, venga conmigo! —clamó ella.

    Por medio de un gran esfuerzo, volvió a la realidad, apartándose de la bellísima criatura y, enfilando al interior, —Sí, sí, ¡claro! Iré por mis cosas y volveré en un instante —expresó.

    Nervioso, de forma presurosa tomó la casulla, su diario íntimo, la Biblia, los santos óleos, un crucifijo y el agua bendita. Después de guardarlos en una especie de maletín médico, regresó al lado de la hermosa joven que le sonrió agradecida, advirtiendo el estremecimiento que provocó en el hombre de la iglesia.

    —Estoy listo. Podemos irnos —exclamó él, cerrando la puerta de la casa.

    Ligera y graciosa, lo tomó de una mano haciéndolo caminar algunos pasos, señalando con la otra hacia un hermoso caballo palomo, que se acercó mansamente a su dueña.

    —Venga, padre. Espero que no le importe montar conmigo a Lucero —dijo con humildad.

    Hipnotizado con la gran belleza de la chica, el sacerdote negó con la cabeza y sonrió con timidez. Sentía perder el aliento al imaginar la cercanía que estaba a punto de tener con aquel prodigio de mujer, sin reparar en el significado de trasladarse en caballo.

    Con gran soltura y siempre bella, la joven acercó un estribo al pie izquierdo del párroco. —Usted irá adelante y yo en la grupa —informó.

    Y en tal postura emprendieron el camino, comenzando así una deliciosa tortura para el padre José, al sentir en su espalda los espléndidos senos, la cercana fricción del femenino vientre, así como los brazos de ella debajo de los suyos y percibiendo su mano derecha apoyándose en un muslo de él. Su aliento fresco y cautivador lo perturbaba maravillosamente.

    —Me llamo Victoria, padre. Mi casa está en la montaña, justo en donde termina lo más espeso de la selva —le dijo al oído la hermosa joven.

    —Está bien —respondió. — ¿Qué edad tienes, Victoria? —se escuchó a sí mismo preguntar. Ella, con acariciante voz, respondió: —Cumplí veintisiete años.

    El escarpado trayecto duró más de una hora. Por su inflamada emoción, al cura le pareció muy breve y lamentó que terminara. Al desmontar, contempló la rústica y amplia cabaña que Victoria tenía por hogar.

    En el interior de la acogedora vivienda, el religioso recuperó su papel de hombre de la Iglesia. Poco a poco fue ordenando sus ideas, admirando cada vez más la casa.

    — ¡Gente estúpida! —expresó para sus adentros, al recordar que en La Cruz llamaban brujos a los habitantes de aquella zona.

    Victoria entró en la recámara de su madre mientras él preparaba su parafernalia religiosa. En cuánto estuvo listo, se acercó a la puerta entreabierta de la habitación descubriendo a la joven contemplando con ternura a su madre enferma.

    En la Ciudad de México, el lujoso vehículo de Oralia llegó a un barrio residencial. En la caseta de acceso, el desvelado guardia saludó con amplia sonrisa a la hermosa mujer al volante. Al igual que incontables hombres, vivía impactado por la arrolladora belleza de Oralia desde que la vio por primera vez, tanto, que siempre estaba a la espera de volver a verla.

    Impactante. Así definían los hombres a la singular mujer.

    Sin despegar la mirada del piso, Fabián dejó que ella lo condujera al interior del lujoso departamento, que también tenía controlada la temperatura. Era un sitio confortable al extremo, moderno y con bello estilo arquitectónico. Un lugar en donde cualquier persona se sentiría bien, pero que Fabián detestaba.

    Llena de ternura, ella lo tomó de una mano, conduciéndolo a la recámara principal. Mientras Fabián miraba indiferente la monumental cama, Oralia terminó de desnudarlo para colocarle una suave bata de descanso y un par de finas pantuflas. Inmutable, dejó que la mujer lo acomodara en uno de los amplios y mullidos sillones de la agradable sala íntima de la habitación. Después, ella accionó el control remoto, encendiendo la enorme pantalla de televisión, adosada a la pared.

    —Te traeré algo para que meriendes —dijo Oralia, saliendo presurosa de la recámara.

    Al quedar a solas, Fabián cubrió su rostro con las manos, esforzándose por no romper en llanto. Se sentía desesperado, impotente, con el alma llena de ira… con deseos de morir. Había perdido la cuenta de las veces que la experiencia de esa noche se había repetido, no en forma idéntica, pero invariablemente sucedía con Mariana. Estaba con ella en algún lugar y, de pronto, dejaba de estarlo. Su realidad se transformaba en un abrir y cerrar de ojos. Y siempre, siempre, Oralia lo encontraba, lo reprendía cariñosamente y, desviviéndose por él, lo hacía retornar al lujoso departamento.

    Fabián aborrecía aquel sitio.

    En otras condiciones podría haber apreciado el buen gusto, la lujosa comodidad de la vivienda; pero se sentía prisionero, y Oralia, siempre tan bella y amorosa, era su celosa custodia. Fabián sufría, cada día más, y se preguntaba si la pesadilla que estaba viviendo algún día llegaría a su fin.

    —¡Contéstame, Fabián! Me estás asustando, mi amor —escuchó a la distancia la suplicante voz de Oralia. Se descubrió el rostro y se sorprendió al verla a medio metro de él, sosteniendo con sus manos una bandeja con la apetitosa cena.

    —¿Qué tienes? No me gusta verte así —exclamó ella con angustia, con los ojos llenos de lágrimas.

    Fabián la contempló de pies a cabeza, como si la mirara por primera vez, descubriendo su singular encanto. Le sonrió débilmente, tratando de tranquilizarla, pero no pudo evitar sentirse estúpido con aquel gesto. Casi de inmediato endureció su semblante.

    Se mantuvo indiferente ante el par de lágrimas que resbalaron por las tersas mejillas de la bella mujer que le sonreía nerviosa ante su torpeza al intentar complacerlo.

    —Prueba la merienda. Te hará bien comer algo — casi suplicó, y colocó la charola sobre la pequeña mesa de centro. Luego, se arrodilló a un lado de él, acercándole una taza de café y una rebanada de pan tostado, imprimiendo gran cariño en sus palabras.

    —¿Qué te parece si nos bañamos juntos en la tina como antes?

    Fabián respondió con un violento manotazo, desprendiendo de las manos de Oralia la taza de café y el plato con el pan. Ella inclinó la cabeza fijando su mirada en el café derramado. Él abandonó el sillón, apartándose con dos grandes pasos.

    —¡Dime qué maldita cosa tratas de hacerme! —le gritó con desbocada furia. —Estoy harto de este juego de locos, ¡carajo! —gritó de nuevo. Con un puño crispado a la altura de sus labios, quedó en espera de la respuesta.

    Oralia se estremecía sin atreverse a mover un solo músculo. Sus dolidos sollozos comenzaron a invadir el espacio. Ante el silencio, Fabián arremetió con acusadoras preguntas — ¿En dónde está Mariana? Quiero quedarme con ella. ¿Qué carajos hago en este maldito lugar? —Solo se escuchaba el tímido llanto de la bella mujer.

    La furia de Fabián se iba desatando. Estiró un brazo y con la mano aferró a Mariana de los cabellos. — ¡Responde, maldita sea! ¿Por qué te quedas callada? —gritaba, mientras la sacudía con violencia. Se detuvo de pronto y la hizo levantar el lloroso rostro. — ¡Mírame! ¡Por última vez, dime qué rayos hago aquí! ¿Quién eres? ¿Quién?

    —Gritó de nuevo, lastimándose la garganta.

    Oralia lo miraba aterrada. No se atrevía a hablar y tampoco podía dejar de llorar. Movía a lástima la bellísima y, en esos momentos, desamparada mujer. Fabián no supo cómo logró contener el golpe que estuvo a punto de descargarle en el rostro. Ella entrecerró los ojos como un animalillo acorralado que, indefenso, solo espera el golpe fatal. Fabián volvió a sacudirle la cabeza y la dejó caer de espaldas a sus pies.

    —¡Estúpida! —exclamó, enfilando al cuarto de baño.

    Se plantó ante el espejo, fijando la mirada en el reflejo de su rostro, reconociéndose, aceptando que era él, Fabián, y no otro. Descubrió que dentro de su expresión de furia se ocultaba el miedo. Miedo como jamás había sentido. Respiró profundo y se mojó el rostro y el cabello en un desesperado intento de refrescar su enfebrecido ánimo, y de ser posible, despertar de la inclemente pesadilla que estaba viviendo.

    En la Selva Lacandona, Victoria y su agonizante madre sintieron la presencia del sacerdote y fijaron sus miradas en él, quien, silencioso, se acomodó en la única silla del dormitorio, ubicada junto al lecho de la moribunda. Respetuosa, Victoria retrocedió hacia un extremo.

    —Lo siento… yo esperaba al padre Joaquín —expresó con débil y entrecortada voz la anciana. —El padre Joaquín falleció. Yo soy el padre José, el nuevo párroco —se apresuró él a responder. Con expresión de profunda tristeza, la enferma se disculpó diciendo —Lamento haberlo hecho venir, padre. Ya puede volver a su iglesia.

    —Lo haré después de imponerle los santos óleos —replicó el clérigo con paternal expresión.

    Reflejando desbordada angustia, la mujer aferró con gran esfuerzo un brazo del sacerdote.

    —¡Joaquín me juró que se haría cargo de Victoria el día que yo llegara a faltar! ¡Me prometió que viviría con ella, cuidándola siempre! Eso es lo único que yo necesito y usted no puede dármelo, padre. No me hacen falta sus bendiciones, sino la promesa cumplida del padre Joaquín —gritó desesperada.

    Presa de intensa emoción, José dijo con firmeza

    —No soy el padre Joaquín, pero sí puedo cumplir esa promesa, señora.

    —Una luz de esperanza se anidó en los ojos de la enferma. — ¡Júrelo por el amor de Dios! —suplicó. — Juro por Cristo, nuestro Señor, que cumpliré fielmente —respondió con vehemencia.

    Fue impactante. Segundos después, el cuerpo de la mujer se aflojó por completo y en su rostro se dibujó una gran paz, abandonándose a la muerte.

    El padre José giró la cabeza hacia Victoria que, abrazándose a sí misma, rompió en doloroso llanto. La joven manifestaba así su sufrimiento, pero el sacerdote la encontró exquisita y sensual. Algo similar a un estallido resonó en su cabeza al recordar la palabra sensual. Era lo último que había escrito en su diario cuando la hermosa Victoria llamó a su puerta, menos de dos horas antes.

    —¡No! ¡No es posible! —gritó alarmado, lanzándose frenético hacia afuera de la habitación en busca del maletín que dejara sobre la mesa.

    Con manos temblorosas sacó el cuadernillo en donde escribía sus intimidades. Lo hojeó desesperado hasta llegar a la página que comenzara a escribir horas antes. Estremeciéndose de la cabeza a los pies, sintiendo los latidos de su corazón en los oídos, leyó aterrado las últimas líneas, que textualmente decían: […] escuchó que llamaban con insistencia a la puerta. Se levantó lentamente, lanzando una mirada al pequeño reloj de pared que pendía casi frente a él […].

    El horror hizo presa del religioso. Era un miedo que se multiplicaba a medida que iba leyendo. Todo lo que escribió, palmo a palmo, se hizo realidad. Ahí estaban la bellísima Victoria, su cautivadora voz, el viaje a caballo hacia la montaña, la cabaña, la anciana moribunda y el insólito juramento.

    Su cabeza daba vueltas. Sentía náusea. A duras penas podía contener las arcadas. ¿Qué era todo aquello? No lo entendía, y el miedo hacía estragos en su interior.

    —¿Se siente mal, padre? —escuchó que le preguntaba la encantadora joven.

    Levantó la mirada hacia ella, descubriéndola con el hermoso rostro lleno de lágrimas, quien aun a pesar de su dolor, se preocupaba por él. Caminó a su lado y, suavemente, apoyó una mano sobre un hombro del sacerdote que no podía recobrarse, sintiendo los desbocados latidos de su corazón y su copiosa transpiración.

    —No sé qué me ocurre, Victoria… Sí estoy mal, pero trataré de recuperarme. —Respondió sofocado, articulando las palabras con gran dificultad. Ella asintió con breves movimientos de cabeza y sonrió con dulzura antes de regresar a la habitación en donde yacía el cuerpo inerte de su madre. El sacerdote la siguió con angustiada mirada, sin conseguir que su respiración se normalizara.

    En tanto, en la Ciudad de México, Fabián aguardó media hora consiguiendo obtener un poco de tranquilidad, al menos la necesaria para enfrentar de nuevo a Oralia. Volvió a la habitación, encontrándola en completo orden. No había rastro del café derramado ni de los sollozos de la hermosa mujer.

    Con una seriedad tan grande como su belleza, Oralia regresó a la recámara.

    Había arreglado su cabello y su dignidad.

    Fabián se sentó en la orilla de la cama, observando su incitante anatomía femenina. Avanzando hacia él, Oralia lo miraba a los ojos, mientras el hombre mantenía su atención en su escultural cuerpo.

    Era un duelo de silencios, en espera de quien se atreviera a romperlo.

    Finalmente se detuvo, a escasos centímetros de él, casi en medio de sus piernas, estirando una mano para acariciarle el rostro, dejando que su aroma lo envolviera.

    —¿Ya estás bien, mi amor? —preguntó.

    —No. Realmente no estoy bien, nada bien —respondió él con cansancio, al tiempo que posaba sus manos sobre las prodigiosas caderas de la irresistible mujer que se acercó un poco más, permitiéndoselo; entonces deslizó las manos hacia abajo, palpando sus bellos muslos.

    —Eres hermosa —reconoció.

    —Lo sé —afirmó ella—. Pero… eres tú quien me preocupa —agregó.

    Volvieron al hermético silencio mientras las palmas del hombre recorrían sus hermosas piernas, ahora por debajo del vestido. La tocaba, como buscando reconocerla, hurgando hasta en la cara interna de los muslos, percibiendo el cambio de ritmo en la respiración de la mujer.

    Fabián se decidió a romper su mutismo, retomando el hilo de la conversación.

    —También yo estoy preocupado. No comprendo qué me ocurre. Te veo, pero no sé quién eres. Me tratas como si me amaras, y no sé por qué, pues yo no creo pertenecer a tu vida y tú no perteneces a la mía —le dijo con profundo pesar.

    Oralia le sonrió amorosa, rodeándole el cuello con sus tersos brazos.

    —Yo quiero abrazarte y demostrarte todo el amor que te tengo, pero me da miedo tu rechazo, Fabián. Antes no eras así. No hace mucho que vivíamos felices —explicó vehemente.

    Perturbado, Fabián objetó —Eso no es posible. Parece que no escuchaste lo que dije. ¡Lo ignoras! —comenzó a alterarse de nuevo… al percibirse, suspiró hondamente en busca de calma. —Entiende que no sé de qué tiempo me hablas. Yo no te conozco —expresó con la mayor serenidad que encontró.

    —¿No se te ha ocurrido pensar que tu memoria puede estar afectada? Es más probable que no me recuerdes, pero es imposible que no me conozcas —explicó ella con renovada dulzura.

    Fabián negó repetidas veces con la cabeza, pero lo hizo sin convicción. Se veía desconcertado… dudaba.

    —¿Entonces, es posible que yo no te recuerde? — cuestionó reflexivo.

    —De hecho, eso es precisamente lo que te sucede, mi amor. Tu memoria está afectada desde el día del accidente… Ocurrió hace casi medio año, y no has podido recuperarte —informó Oralia, endulzando aún más su tono de voz.

    — Accidente… accidente… —repetía Fabián, forzando a su mente a recordar.

    Oralia lo miraba con atención y cariño. Sonreía tenuemente después de conseguir tranquilizarse. Al menos ya no se estremecía de forma incontrolable. Al ceder a la alteración de Fabián, regresó a ella la calma. A medida que él se mostraba más confundido, la hermosa mujer sentía que regresaba a su alma la seguridad.

    Fabián se le acercó, esbozando una sonrisa nerviosa. Con delicadeza apoyó una mano sobre uno de sus hombros, acariciándole una mejilla con la otra. Habló, y en su voz se percibió la angustia, el anhelo de saber.

    —Platícame del accidente, ¿cómo fue?

    —Oralia apenas consiguió ocultar la emoción que le provocó el súbito acercamiento, la breve caricia. Deseaba que el momento se eternizara. Tener el rostro de Fabián cerca del suyo la colmaba de dicha. Sin embargo, encontró la fuerza suficiente para apartarse de él, girando lentamente sobre sus talones hasta darle la espalda.

    Fabián no perdía detalle de ella, volviendo a reconocer, hasta a admirar, su descomunal belleza.

    Oralia suspiró y dijo —Venías de Guadalajara después de cerrar un importante negocio. Supongo que manejabas a alta velocidad, porque íbamos a vernos al mediodía y, al parecer, estabas retrasado. En fin, yo te esperaba y jamás llegaste. Un camión invadió tu carril y golpeó tu auto, provocando que volcara, terminando destrozado. Un objeto metálico se impactó en tu cabeza. Te encontraron sin sentido y, después de una semana en el hospital, seguías sin reaccionar. El neurólogo dijo que estabas en coma y que debíamos esperar a que tu cerebro se desinf lamara. Pasaban los días y tu cerebro no solo seguía inflamado, sino que su tamaño aumentaba. Poco faltó para que el médico se decidiera a operarte, para retirar partes del cráneo y así evitar que tu cerebro sufriera daños irreversibles.

    Fabián no perdía detalle del relato de Oralia, que se volvió hacia él, descubriéndolo sentado de nuevo en el borde de la cama.

    —Por fortuna, a finales de la segunda semana presentaste una gran mejoría y comenzó el proceso desinf lamatorio —continuó la atractiva mujer—. Yo estaba feliz con tu recuperación. Se me hacía un milagro, pero el médico me ubicó en la realidad al decirme que era demasiado pronto para considerar que estabas fuera de peligro, pues era necesario esperar a que recobraras la conciencia, después vendría la valoración de las secuelas… de los posibles daños a tu cerebro. Finalmente despertaste. Casi de inmediato comenzaron con los estudios neurológicos…

    Oralia rompió en llanto, reflejando el dolor que le provocaban los recuerdos. Por un momento, Fabián experimentó algo similar a la pena, descubriendo que le afectaba el sufrimiento de la atrayente mujer; pero se mantuvo en respetuoso silencio, aguardando a que ella lograra dominar los sollozos.

    Después de algunos instantes más, consiguió hacerlo y reanudó su relato —Los resultados fueron satisfactorios, pero, por desgracia, el especialista descubrió que habías perdido por completo la memoria.

    —¿Dio alguna esperanza? —cuestionó Fabián con serenidad.

    —¡Muchas, mi amor! ¡Sí! —exclamó emocionada, al tiempo que su rostro se iluminaba con una sonrisa—. Dijo que, en cualquier momento, sin importar el tiempo, los recuerdos volverían a ti —afirmó con entusiasmo. Segundos después, sin perder el tono amoroso de su voz, le hizo un tímido reproche —El neurólogo insistió en que debías cooperar para acelerar la recuperación de tu memoria, pero no lo has hecho, Fabián.

    Ella guardó silencio, en espera del caudal de preguntas que seguramente él iba a desatar, sin embargo, Fabián retornó al hermetismo e inclinó con pesar la cabeza, sumiéndose en sus pensamientos. Oralia se mantuvo inmóvil, observándolo y tratando de imaginar lo que pasaba por la atormentada mente de su hombre; esfumándose el entusiasmo y la esperanza que antes iluminaron su bello rostro.

    Así, en el más completo silencio, abandonó la recámara.

    En Guadalajara, Mariana permanecía en una silla del desayunador de su hogar, sosteniendo entre sus manos una taza de té, que apenas había probado. En el piso del cuarto de baño estaban sus desgarradas prendas, así como las de Fabián. La impresionada y bella mujer se había dado un baño, en un desesperado intento por recuperar la calma. Intento que resultó inútil porque, aunque más de mil veces se dijo que todo era culpa del vino ingerido, que estaba ebria y aquellas vivencias eran producto de su imaginación… esa no era la verdad.

    Desnuda, bajo la transparente bata que olvidó cerrar, repetía en su mente, en forma constante e inagotable, la terrible escena. Entonces la sobresaltó el zumbido del timbre, pero recordó que antes de ducharse llamó por teléfono a su gran amiga Claudia, quien después de quejarse por

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