Argentina Impotencia: De la producción de crisis a la producción de país
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En Argentina Impotencia, Alejandro Rozitchner invita al lector a nutrirse de perspectivas de distintos orígenes (desde Nietzsche hasta Osho, pasando por José de San Martín) para acceder a un pensamiento afirmativo que consiga transformar el presente nacional.
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Argentina Impotencia - Alejandro Rozitchner
Alejandro Rozitchner
Argentina Impotencia
De la producción de crisis
a la producción de país
Fotografía de tapa: Pablo Galarza
Diseño: Ixgal
© Libros del Zorzal, 2002
Buenos Aires, Argentina
Libros del Zorzal
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la ley 11.723
Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de Argentina Impotencia, escríbanos a:
info@delzorzal.com.ar
www.delzorzal.com.ar
a Marcos Koremblit
Índice
1. Nuestro logro, el desastre | 7
2. Hay que pensar de nuevo | 10
3. Nietzsche o la realidad del poder | 16
4. Nuestro derecho a quejarnos | 23
5, Alrededor de San Martín | 27
6. Construir poder | 38
7. Osho y la celebración | 41
8. La anticrítica o la crítica de la crítica | 48
9. Bataille y el principio de la pérdida | 53
10. Deseo y melodrama | 62
11. No todo lo que pasa es malo | 72
12. La plasticidad del mundo | 75
13. Proyectos, ambición y osadía | 85
14. El individuo, eje de la reconstrucción | 92
Bibliografía y agradecimientos | 94
Interesado lector: el tema de este libro –nuestra crisis y su posible superación– es lo bastante complejo como para que el trabajo de pensarlo sea hecho en común. Algunas de las ideas expuestas están logradas, otras son puntos de vista que hay que procesar. En el puchero donde se cocina el país hay que meter muchas manos.
1.
Nuestro logro, el desastre
¿Y si nuestra delicadísima situación nacional no fuera una caída sino un logro? ¿Si algo nuestro, muy argentino, se estuviera satisfaciendo en este momento de desastre? ¿Es posible que suceda algo tan extraño?
No, no queremos salir de la crisis, es mentira. Decimos que nos gustaría ser un país que funcione, pero es falso, sentimos una poderosa atracción por el desastre. Hemos trabajado duramente para lograr esta sensación de abismo que hoy nos tiene hipnotizados. Durante años pusimos moneditas de angustia, escepticismo, crítica, pasividad y desconfianza en la alcancía del fracaso y por fin lo hemos conseguido: la crisis es nuestra criatura, nuestro bebé, estamos en la gloria.
Estamos realizando el ideal del tango, cumplimos con el destino fijado por nuestra miserable filosofía espontánea, esa que dice que la vida es dolor, que no se puede confiar en nadie, que ve canallez en todas las intenciones y en todos los actos, la que cree que el desencuentro es una verdad más grande que el amor, o que el mejor amor es el que no se da, el que pudo haber sido, y para la que el amor realizado es fastidio y decepción. No tenemos reparos en sentir que todo es mentira siempre, que el mundo es esencialmente engaño e ilusión; cualquier versión más esperanzada nos parece tonta o ingenua, y defendemos estas posiciones miserables como si fueran nuestra tabla de salvación. Estamos enamorados de la piedra que nos hunde, tal vez porque sentimos que hundirnos es justicia, porque no somos capaces de sentir que querer vivir es valioso y posible, porque no aceptamos la imagen de un sujeto feliz sin sentir que se trata de un egoísta o un imbécil y, en cambio, el sufriente, el caído, el decepcionado, nos parece una persona superior, meritoria. Por creerlo, producimos desgracia.
No basta con mostrarse preocupados, no sirve, tras nuestra preocupación aparente se lee entre líneas la satisfacción del fracaso, un cierto ardor de rara felicidad causada por todo lo que sale mal. Vivimos en el dominio de una fe invertida: tené confianza, vas a fracasar. No te preocupes, todo va a salir mal. El único desenlace que nos convence, la verdad última de todas las cosas, es para nosotros la frustración, la caída. Estamos hechizados por un destino triste. Fracasar nos resulta tranquilizador, significa darles la razón a los mayores, a los medios de comunicación, al sentido común, a los inteligentes
(que saben decir de mil maneras sutiles cómo no va a andar nada de lo que se intente, pero no saben jamás decir cómo lograr algo valioso). Fracasar es adherir a una verdad trascendental que queremos más en la medida en que más nos haga sentir su rigor espantoso. Somos un país sadomasoquista, que goza sufriendo, que se realiza no pudiendo, y esto no es una operación del poder
. El mismo poder
es una construcción nuestra, en gran parte imaginaria, con la que nos gusta justificar nuestra dudosa impotencia, la cómoda pasividad de los que se creen gloriosos y buenos por el mero hecho de ser débiles y no querer dejar de serlo.
Si queremos pensar y entender y si queremos, mejor aun, revertir esta costumbre que nos arrastra al fondo del río de la vida, tenemos que invertir las ecuaciones que damos generalmente por ciertas. No es que estemos mal porque el país no funciona, es que el país no funciona porque estamos mal. No es que seamos escépticos porque la realidad nacional es muy difícil, es que la realidad nacional es muy difícil porque somos activos militantes del escepticismo, enamorados del fracaso. No es que estemos angustiados porque hay crisis, es que de tanto estar angustiados, de tanto apostar a la angustia como verdad de la vida, sólo sabemos engendrar crisis. No es cierto que la Argentina no produzca nada: producimos crisis y desastres. Y lo peor: parece que nos gusta, que nos gusta más que cualquier cosa, ya que no dejamos de hacerlo, ni queremos creer siquiera que para nosotros es posible vivir de otra manera.
No pensamos para inventar salidas, ni para entender. La angustia que simula pensar en nosotros busca escarbar más profundamente en el pozo para lograr un vacío que nos genere un vértigo mayor. Una falsa noción de inteligencia nos paraliza: guiados por el temor o por quién sabe qué perversión humana usamos a la conciencia para promover reparos, temores, objeciones, quejas, decepciones, análisis tremendistas que siempre tienen una razón aterradora para lograr un shock de angustia. Todas cosas que nos dan apariencia de personas nobles y preocupadas, pero que no logran nada más que redoblar la crisis. No sabríamos qué hacer con un país que mejorara, con un gobierno que pudiera algo, con una perspectiva de avance: por eso nos cuesta tanto lograrlo. Construimos imaginariamente y de manera constante el mal frente al que después nos gusta resignarnos. No estamos dispuestos a lograr ningún éxito en nuestra vida social que nos distraiga del gran fracaso que cocinamos con devoción diariamente. La crisis es nuestra religión, nuestro club, nuestro vicio.
Tal vez no sea así, o al menos no del todo. Esta visión invertida, sin embargo, expone algunas verdades que a nuestro sensato pensamiento habitual se le escapan. Es evidente que nuestra lucidez y nuestra inteligencia tienen que ser reconsideradas, ya que no tienen demasiados logros que exhibir. A no ser que nuestro paradójico logro sea la crisis. ¿Será?
2.
Hay que pensar de nuevo
También el pensamiento está en un corralito. Sus barrotes son: miedo, angustia, pasividad, reproche, visión miserable de la vida, idealismo alucinado y debilidad. Es un corralito peligroso, porque pasa inadvertido. Creemos estar pensando, entendiendo, viendo los problemas a la cara, sin realmente hacerlo. La crisis hace evidente que algo se nos escapa, que nuestro pensamiento, tanto como nuestra acción, no logra dar con una versión suficiente del país, con una que sea productiva y nos permita proyectarnos en una sociedad con vida, deseo y futuro. Hay que pensar de nuevo, salir del corralito mental, volver a mirar, hacerlo con otras ideas. Es probable que tengamos una noción muy desenfocada de qué es la vida, de qué cosas son posibles y cuáles no, de cuáles son las formas en las que se construye una realidad deseada. Las realidades se construyen, no vienen dadas.